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Tal vez dormí un poco pero no mucho. Seguí
pensando, atando cabos, evocando lo que recordaba de cuando era
pequeño y lo que me habían dicho alguna vez. Luego se hizo de día,
y supe lo que tenía que decir, contar, dar a conocer a quien yo
deseaba que lo supiera, a la única persona que me importaba: Jill.
Me levanté de un salto, me dirigí al salón y busqué en el listín el
teléfono del hospital Marietta Memorial. Llamé y me dieron el
número de su habitación. Ella se puso en seguida.
—Jill, si me quieres, ven aquí ahora mismo.
Toma un taxi.
—¿Qué va a decir tu madre?
—No está aquí.
—¡Dios mío! ¡No podría soportarlo!
—¡Jill! ¡Date prisa!
—Bueno, tan pronto como desayune algo y
descubra quién va a pagar la factura.
—Olvida el desayuno. Ya te prepararé algo
cuando estés aquí.
Creo que la hora siguiente, mientras yo
recorría a zancadas la parte delantera de mi casa, fue la más larga
de mi vida. No dejé de ir de acá para allá hasta que llamé por
teléfono a mi lugar de trabajo en la ciudad, es decir, a la
gasolinera, para comunicar que no podía ir, que debía quedarme en
casa por si la policía se presentaba a hacerme más preguntas. No me
gustaba hacer aquello, pues estaba propuesto para ascender a
encargado a finales de aquel verano. Me habían recomendado para ese
puesto porque mi nota más favorable era que nunca faltaba al
trabajo. Me mostraba sobrio y hacía bien las cosas. Los clientes
creían mis palabras, pero tan pronto empecé a explicar la razón de
mi ausencia, Joe me interrumpió:
—No te preocupes, Dave. ¡Pero si será un
honor! Toda la ciudad habla de ti. Sales en el periódico y se te
considera el héroe número uno del condado. Tómate el tiempo que
necesites.
Volví a pensar en lo mismo y a dar paseos,
esperando a Jill. Al final apareció el coche de alquiler, del que
salió la muchacha, llevando bajo el brazo un montón de periódicos
tan grueso como el tronco de un nogal. La besé y la agarré para
llevarla en volandas, pero ella se apartó y me dijo que podía
andar. Caminó segura, aunque con cierta cojera. Seguía llevando el
uniforme de enfermera del día anterior, pero me explicó que a
última hora de aquel día tendría un vestido nuevo y todo lo
demás.
—Es de una tienda de Marietta que Bob York
encontró en el listín telefónico. Y me ha reservado una habitación
en un buen hotel para que me aloje todo el tiempo que esté aquí. Me
ha dado mil dólares en efectivo para mis gastillos. Soy Jill y
estoy muy contenta de serlo. Convertirse en una heroína tiene sus
ventajas.
Ya dentro de la casa, abracé a Jill.
Permanecimos un buen rato abrazados. Luego abrimos los periódicos
sobre el suelo. Había dos de Columbus, uno de Akron, otro de
Pittsburgh y dos o tres de Chicago, pero ninguno de Marietta. El
Times es un diario vespertino y no saldría hasta más tarde. Juntos,
en cada primera página, aparecíamos Jill en su cama del hospital y
yo con mi chaqueta de piel de cordero. También había fotos de Shaw
y de Russell Morgan. La del primero procedía de una instantánea, y
el segundo aparecía fumando en pipa, con cara de persona
importante. El reportero del Times me explicó la razón por la que
aquellas fotos se repetían en todos los periódicos: como sólo tres
de éstos habían destacado sus propios enviados, los demás
recibieron idénticas telefotos y las reprodujeron.
—Eso es una mina de oro para nosotros —había
dicho el reportero en cuestión—. Muchacho, nos vamos a forrar con
esto, aparte del especial que enviaremos, firmado con mi
nombre.
AI cabo de un rato nos acordamos del
desayuno. Preparé huevos y frutas de sartén. Luego, Jill me
preguntó:
—Bueno, ¿qué deseabas contarme, Dave?
—Ya llegaremos a eso.
—¿Bien? Estoy escuchando.
Pero, por alguna razón, contarlo me costaba
trabajo. No sabía por dónde empezar. Algo más tarde, cuando
estábamos de vuelta en el sofá del salón, con su cabeza sobre mi
hombro, con su pelo cepillando mi nariz, empecé como pude.
—Algo ha sucedido —le dije—. Algo que mamá
me contó la pasada noche. O esta madrugada; cuando fuera. Antes de
que ella se fuera en el coche.
—¿Qué te contó? ¿Acerca de qué?
—Quién soy yo.
Entonces supe que entre nosotros había mucho
más que aquellas cosas tan simples: lo guapa que era ella o cuánto
nos queríamos. Jill se retorció para mirarme, luego entornó los
ojos y susurró:
—Bien, Dave. Soy toda oídos. ¿De qué se
trata?
—Ella no es mi madre.
—Ya lo sospechaba yo.
—¿Cómo te diste cuenta?
—No se portaba como una madre.
—¡Bien puedes decirlo!
—¿Y qué más?
Se lo conté poco a poco, evocando a tía
Myra, su belleza, lo buena que había sido conmigo, las cosas que le
habían ocurrido, cómo hizo llevar mi coche a un garaje, para que lo
arreglaran, cuando se le salió una rueda... Pero me dio vergüenza
hablar de mi padre, hasta que Jill me interrumpió para decir:
—Dave, puedes confiar en mí. Di lo que estás
pensando; no me ocultes nada.
—¿Quieres que te hable de él?
—¿Quién es «él»? ¿Te lo dijo ella?
—Me juró que no lo conoce.
—¿La creíste?
—Creo que si hubiera sabido quién es, me lo
habría dicho. Por lo que me contó, deduzco que no es de la comarca
del Big Sandy. Puede que nunca me entere de su nombre.
—Pero tiene que ser alguien.
Seguimos hablando, yo con la maravillosa
sensación de que podía tratar de aquel asunto con Jill. A veces
tocábamos otro aspecto, como el trato que debía de haberse
establecido para atender a mi manutención y a todos mis gastos, que
seguramente corrieron a cargo de mi padre. Era de suponer que tal
arreglo significaba que quería mucho a tía Myra.
En este punto, Jill observó:
—Dave, estoy pensando algo. Me he acordado
de mi medallón. No te lo hubiera mencionado de no haber venido
aquí. Pero ahora que ella está fuera...
—¿Tu medallón?
—Lo llevaba colgado de mi cuello con una
cadena cuando Shaw me sacó de aquel avión. Puede que se me cayera
en la isla. ¿Y si vamos a echar un vistazo?
—Ahora mismo.
Bajamos por el sendero hasta el río con el
propósito de embarcar en el johnboat,
pero cuando llegamos advertimos que el bote se había alejado de la
orilla. Aparecía medio volcado contra un tocón que sobresalía del
río, entre la orilla y la isla, quizá derribado unos años antes por
la inundación que creó la isla. El árbol avanzaba unos metros cada
año conforme una crecida lo arrastraba. Quizá la lluvia del sábado
determinó una de esas crecidas durante la noche, que arrastró el
árbol y, a la vez, el bote.
—¡Tiene gracia! —exclamé—. Le prestas a
alguien tu bote y ni se molesta en amarrarlo luego.
—¿Cómo lo vas a traer?
—Ya verás.
—Dave, no trates de ir nadando hasta ese
bote. No podrás. No tienes ni idea de lo fría que está el
agua.
—¿Quién va a ir nadando? Ven.
Volvimos a la casa y telefoneé a Edgren a la
oficina del sheriff.
—Sargento —le dije—, siento decírselo, pero
usted o uno de sus hombres no tuvieron cuidado de amarrar mi bote a
la orilla, y la corriente se lo ha llevado. Y ahora está en medio
del río, en un sitio donde no lo puedo alcanzar, enganchado al
tronco de un árbol v medio volcado. ¿Sería usted tan amable de
llamar a sus amigos de DiVola y pedirles que me lo saquen? Que
vengan con su lancha y...
—Está bien. No hay problema.
—El río está subiendo, ¿sabe?
—He dicho que está bien. Espere.
No había pasado una hora cuando se oyó el
motor fuera borda y aparecieron los hombres de DiVola, los mismos
tres individuos, aún con sus cascos de bombero. Hicieron su trabajo
con rapidez, desenganchando primero el johnboat del tocón, achicándolo, pues estaba medio
inundado, y finalmente remando con él hasta la orilla. Fueron muy
amables, especialmente con Jill (era la primera vez que la veían).
Ella les contó lo del medallón, y los bomberos se ofrecieron a
ayudarla. Así que todos fuimos a la isla. Uno de aquellos hombres
dijo a Jill:
—Abra la mano y cierre los ojos; le daré
algo que la hará feliz.
Ella le obedeció y se encontró el medallón
en la mano. Se puso tan contenta que lloró, y luego besó al
individuo en cuestión para demostrarle su agradecimiento. Los otros
dos dijeron entonces que también querían hacerla feliz, así que los
besó también. Después nos dirigimos todos a la casa para tomar
café. La reunión fue muy simpática, cordial y maravillosa. Ninguno
de nosotros tenía, sin embargo, la menor idea del horrible
significado de aquel bote enganchado al tocón.
Se marcharon y Jill y yo nos sentamos en el
sofá del salón, susurrando, refiriéndonos al mismo tema una y otra
vez: lo que me había contado mamá, todo lo que yo recordaba de
cuando era pequeño y vivíamos en la casa vieja, rezando para que
llegara pronto la primavera y no tuviéramos que tiritar tanto. Jill
quiso ir a ver la casa, pero le contesté que era mejor quedarnos en
la nueva, donde estábamos. Seguro que se presentaría alguien por
una razón u otra, y me habían pedido que no me ausentara.
En efecto, a mediodía acudió un grupo de
personas de río arriba, con más comida de regalo. Era el espíritu
amistoso de Ohio. Al principio Jill se echó a llorar, pero luego se
puso a comer, lo cual pareció acabar con sus lágrimas. Nos visitó
un hombre llamado Douglas, que vivía en la casa más cercana, río
arriba, para ver cómo iban las cosas, según dijo, pero los demás le
gastaron bromas, arguyendo que eso no era más que una excusa para
presentarse y ver al héroe.
—Y a la heroína —añadió Jill, y todos
estrecharon su mano.
Se marcharon y también Jill «que debía ir a
recoger algunos vestidos a aquella tienda y al banco a retirar
dinero.
—Dave, ¿cambia eso las cosas? —me preguntó,
tras un silencio—. El que hayas descubierto quién es en realidad tu
madre.
—Cambiar las cosas, ¿en qué sentido?
—¿Quieres que la acuse?
—¿Por qué he de quererlo?
—Bueno, ella te engañó.
—Escucha, eso fue un trato.
—Te estaba preguntando, Dave.
—A pesar de lo que ocurrió la pasada noche,
si es a eso a lo que te refieres, yo la consideré mi madre durante
muchos años.
—Está bien.
—Si la procesaran, yo tendría que
ayudarla.
—Está bien, está bien.