10

 

Tal vez dormí un poco pero no mucho. Seguí pensando, atando cabos, evocando lo que recordaba de cuando era pequeño y lo que me habían dicho alguna vez. Luego se hizo de día, y supe lo que tenía que decir, contar, dar a conocer a quien yo deseaba que lo supiera, a la única persona que me importaba: Jill. Me levanté de un salto, me dirigí al salón y busqué en el listín el teléfono del hospital Marietta Memorial. Llamé y me dieron el número de su habitación. Ella se puso en seguida.
—Jill, si me quieres, ven aquí ahora mismo. Toma un taxi.
—¿Qué va a decir tu madre?
—No está aquí.
—¡Dios mío! ¡No podría soportarlo!
—¡Jill! ¡Date prisa!
—Bueno, tan pronto como desayune algo y descubra quién va a pagar la factura.
—Olvida el desayuno. Ya te prepararé algo cuando estés aquí.
Creo que la hora siguiente, mientras yo recorría a zancadas la parte delantera de mi casa, fue la más larga de mi vida. No dejé de ir de acá para allá hasta que llamé por teléfono a mi lugar de trabajo en la ciudad, es decir, a la gasolinera, para comunicar que no podía ir, que debía quedarme en casa por si la policía se presentaba a hacerme más preguntas. No me gustaba hacer aquello, pues estaba propuesto para ascender a encargado a finales de aquel verano. Me habían recomendado para ese puesto porque mi nota más favorable era que nunca faltaba al trabajo. Me mostraba sobrio y hacía bien las cosas. Los clientes creían mis palabras, pero tan pronto empecé a explicar la razón de mi ausencia, Joe me interrumpió:
—No te preocupes, Dave. ¡Pero si será un honor! Toda la ciudad habla de ti. Sales en el periódico y se te considera el héroe número uno del condado. Tómate el tiempo que necesites.
Volví a pensar en lo mismo y a dar paseos, esperando a Jill. Al final apareció el coche de alquiler, del que salió la muchacha, llevando bajo el brazo un montón de periódicos tan grueso como el tronco de un nogal. La besé y la agarré para llevarla en volandas, pero ella se apartó y me dijo que podía andar. Caminó segura, aunque con cierta cojera. Seguía llevando el uniforme de enfermera del día anterior, pero me explicó que a última hora de aquel día tendría un vestido nuevo y todo lo demás.
—Es de una tienda de Marietta que Bob York encontró en el listín telefónico. Y me ha reservado una habitación en un buen hotel para que me aloje todo el tiempo que esté aquí. Me ha dado mil dólares en efectivo para mis gastillos. Soy Jill y estoy muy contenta de serlo. Convertirse en una heroína tiene sus ventajas.
Ya dentro de la casa, abracé a Jill. Permanecimos un buen rato abrazados. Luego abrimos los periódicos sobre el suelo. Había dos de Columbus, uno de Akron, otro de Pittsburgh y dos o tres de Chicago, pero ninguno de Marietta. El Times es un diario vespertino y no saldría hasta más tarde. Juntos, en cada primera página, aparecíamos Jill en su cama del hospital y yo con mi chaqueta de piel de cordero. También había fotos de Shaw y de Russell Morgan. La del primero procedía de una instantánea, y el segundo aparecía fumando en pipa, con cara de persona importante. El reportero del Times me explicó la razón por la que aquellas fotos se repetían en todos los periódicos: como sólo tres de éstos habían destacado sus propios enviados, los demás recibieron idénticas telefotos y las reprodujeron.
—Eso es una mina de oro para nosotros —había dicho el reportero en cuestión—. Muchacho, nos vamos a forrar con esto, aparte del especial que enviaremos, firmado con mi nombre.
AI cabo de un rato nos acordamos del desayuno. Preparé huevos y frutas de sartén. Luego, Jill me preguntó:
—Bueno, ¿qué deseabas contarme, Dave?
—Ya llegaremos a eso.
—¿Bien? Estoy escuchando.
Pero, por alguna razón, contarlo me costaba trabajo. No sabía por dónde empezar. Algo más tarde, cuando estábamos de vuelta en el sofá del salón, con su cabeza sobre mi hombro, con su pelo cepillando mi nariz, empecé como pude.
—Algo ha sucedido —le dije—. Algo que mamá me contó la pasada noche. O esta madrugada; cuando fuera. Antes de que ella se fuera en el coche.
—¿Qué te contó? ¿Acerca de qué?
—Quién soy yo.
Entonces supe que entre nosotros había mucho más que aquellas cosas tan simples: lo guapa que era ella o cuánto nos queríamos. Jill se retorció para mirarme, luego entornó los ojos y susurró:
—Bien, Dave. Soy toda oídos. ¿De qué se trata?
—Ella no es mi madre.
—Ya lo sospechaba yo.
—¿Cómo te diste cuenta?
—No se portaba como una madre.
—¡Bien puedes decirlo!
—¿Y qué más?
Se lo conté poco a poco, evocando a tía Myra, su belleza, lo buena que había sido conmigo, las cosas que le habían ocurrido, cómo hizo llevar mi coche a un garaje, para que lo arreglaran, cuando se le salió una rueda... Pero me dio vergüenza hablar de mi padre, hasta que Jill me interrumpió para decir:
—Dave, puedes confiar en mí. Di lo que estás pensando; no me ocultes nada.
—¿Quieres que te hable de él?
—¿Quién es «él»? ¿Te lo dijo ella?
—Me juró que no lo conoce.
—¿La creíste?
—Creo que si hubiera sabido quién es, me lo habría dicho. Por lo que me contó, deduzco que no es de la comarca del Big Sandy. Puede que nunca me entere de su nombre.
—Pero tiene que ser alguien.

 

Seguimos hablando, yo con la maravillosa sensación de que podía tratar de aquel asunto con Jill. A veces tocábamos otro aspecto, como el trato que debía de haberse establecido para atender a mi manutención y a todos mis gastos, que seguramente corrieron a cargo de mi padre. Era de suponer que tal arreglo significaba que quería mucho a tía Myra.
En este punto, Jill observó:
—Dave, estoy pensando algo. Me he acordado de mi medallón. No te lo hubiera mencionado de no haber venido aquí. Pero ahora que ella está fuera...
—¿Tu medallón?
—Lo llevaba colgado de mi cuello con una cadena cuando Shaw me sacó de aquel avión. Puede que se me cayera en la isla. ¿Y si vamos a echar un vistazo?
—Ahora mismo.
Bajamos por el sendero hasta el río con el propósito de embarcar en el johnboat, pero cuando llegamos advertimos que el bote se había alejado de la orilla. Aparecía medio volcado contra un tocón que sobresalía del río, entre la orilla y la isla, quizá derribado unos años antes por la inundación que creó la isla. El árbol avanzaba unos metros cada año conforme una crecida lo arrastraba. Quizá la lluvia del sábado determinó una de esas crecidas durante la noche, que arrastró el árbol y, a la vez, el bote.
—¡Tiene gracia! —exclamé—. Le prestas a alguien tu bote y ni se molesta en amarrarlo luego.
—¿Cómo lo vas a traer?
—Ya verás.
—Dave, no trates de ir nadando hasta ese bote. No podrás. No tienes ni idea de lo fría que está el agua.
—¿Quién va a ir nadando? Ven.
Volvimos a la casa y telefoneé a Edgren a la oficina del sheriff.
—Sargento —le dije—, siento decírselo, pero usted o uno de sus hombres no tuvieron cuidado de amarrar mi bote a la orilla, y la corriente se lo ha llevado. Y ahora está en medio del río, en un sitio donde no lo puedo alcanzar, enganchado al tronco de un árbol v medio volcado. ¿Sería usted tan amable de llamar a sus amigos de DiVola y pedirles que me lo saquen? Que vengan con su lancha y...
—Está bien. No hay problema.
—El río está subiendo, ¿sabe?
—He dicho que está bien. Espere.
No había pasado una hora cuando se oyó el motor fuera borda y aparecieron los hombres de DiVola, los mismos tres individuos, aún con sus cascos de bombero. Hicieron su trabajo con rapidez, desenganchando primero el johnboat del tocón, achicándolo, pues estaba medio inundado, y finalmente remando con él hasta la orilla. Fueron muy amables, especialmente con Jill (era la primera vez que la veían). Ella les contó lo del medallón, y los bomberos se ofrecieron a ayudarla. Así que todos fuimos a la isla. Uno de aquellos hombres dijo a Jill:
—Abra la mano y cierre los ojos; le daré algo que la hará feliz.
Ella le obedeció y se encontró el medallón en la mano. Se puso tan contenta que lloró, y luego besó al individuo en cuestión para demostrarle su agradecimiento. Los otros dos dijeron entonces que también querían hacerla feliz, así que los besó también. Después nos dirigimos todos a la casa para tomar café. La reunión fue muy simpática, cordial y maravillosa. Ninguno de nosotros tenía, sin embargo, la menor idea del horrible significado de aquel bote enganchado al tocón.

 

Se marcharon y Jill y yo nos sentamos en el sofá del salón, susurrando, refiriéndonos al mismo tema una y otra vez: lo que me había contado mamá, todo lo que yo recordaba de cuando era pequeño y vivíamos en la casa vieja, rezando para que llegara pronto la primavera y no tuviéramos que tiritar tanto. Jill quiso ir a ver la casa, pero le contesté que era mejor quedarnos en la nueva, donde estábamos. Seguro que se presentaría alguien por una razón u otra, y me habían pedido que no me ausentara.
En efecto, a mediodía acudió un grupo de personas de río arriba, con más comida de regalo. Era el espíritu amistoso de Ohio. Al principio Jill se echó a llorar, pero luego se puso a comer, lo cual pareció acabar con sus lágrimas. Nos visitó un hombre llamado Douglas, que vivía en la casa más cercana, río arriba, para ver cómo iban las cosas, según dijo, pero los demás le gastaron bromas, arguyendo que eso no era más que una excusa para presentarse y ver al héroe.
—Y a la heroína —añadió Jill, y todos estrecharon su mano.

 

Se marcharon y también Jill «que debía ir a recoger algunos vestidos a aquella tienda y al banco a retirar dinero.
—Dave, ¿cambia eso las cosas? —me preguntó, tras un silencio—. El que hayas descubierto quién es en realidad tu madre.
—Cambiar las cosas, ¿en qué sentido?
—¿Quieres que la acuse?
—¿Por qué he de quererlo?
—Bueno, ella te engañó.
—Escucha, eso fue un trato.
—Te estaba preguntando, Dave.
—A pesar de lo que ocurrió la pasada noche, si es a eso a lo que te refieres, yo la consideré mi madre durante muchos años.
—Está bien.
—Si la procesaran, yo tendría que ayudarla.
—Está bien, está bien.