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Cuando llegamos allí, el equipo de DiVola ya
estaba en la isla, echando un vistazo al cadáver. Eran tres
bomberos con cascos y chaquetones de plástico. Habían amarrado su
bote a un árbol, más pequeño que el utilizado para mi johnboat, pero que sobresalía del agua de idéntico
modo a causa de la crecida.
El señor Santos les gritó:
—¡Si le ponéis uno de esos cascos, su cabeza
se conservará más entera y será más manejable!
Uno de ellos alzó la mirada y
contestó:
—¡Eh! No es mala idea. ¿Y si empleamos su
sombrero?
Entonces mi madre terció, servicial:
—Pueden envolver su cabeza en una tolla. Les
traeré una de la casa.
Así que se marchó con paso apresurado, muy
bonita con su vestido y una chaqueta que se había puesto encima.
Volvió con una toalla de baño, pero mientras mamá estuvo fuera
ellos habían transbordado de la isla a la orilla y viceversa,
discutiendo cómo efectuar la operación. Decidieron colocar a Shaw
en el bote de aluminio de los bomberos, que quizá tendría unos
cuatro metros y medio de eslora, con un motor fuera borda. Pero en
vez de emplear el motor, lo pusieron a remolque de mi bote, con
Mantle a los remos y un bombero a popa que agarraba la proa de la
otra embarcación. Pensaron que esa solución sería preferible a
utilizar el motor, pues sólo había unos treinta metros de la isla a
la orilla, y los remos permitirían un mejor control. Así que tan
pronto como volvió mamá con la toalla, envolvieron la cabeza de
Shaw, renegando a cada instante por lo destrozada que estaba.
Luego, mientras un bombero se metía en mi bote para agarrar la proa
del otro esquife, sus compañeros levantaron el cadáver y lo
cargaron. Mas por entonces ya estaba rígido, con los brazos
colgándole tiesos, lo que constituía un desagradable espectáculo,
tanto más a causa de la toalla que envolvía la cabeza.
Y así lo transportaron. Iba primero mi
johnboat con Mantle remando y el bombero
a popa, luego el esquife con otro bombero a proa y Shaw tirado en
medio, con los brazos colgándole. Mantle hizo un buen trabajo hasta
llegar a la orilla, y Edgren agarró la proa del johnboat para sujetarlo, mientras yo hacía lo
propio con la del esquife. Amarramos ambos botes a unos árboles
pequeños. Entonces se adelantaron los hombres de Santos con una
camilla como la que habían utilizado para transportar a Jill, y
cargaron a Shaw en ella, tapándolo con una manta, aunque sus brazos
seguían colgándole. Acto seguido, se lo llevaron.
Edgren ordenó a Santos:
—Llevadlo a la funeraria, pero no lo
congeléis. Yo mismo llamaré al juez y él se lo llevará de allí. Le
harán la autopsia, y luego se llevará a cabo una
investigación.
—Claro, claro, claro.
Al parecer, Santos sabía cómo debe
procederse en tales casos, y siguió a sus hombres sendero arriba.
Mamá preguntó:
—¿No buscan el dinero?
—¿Sabe usted dónde está? —inquirió
Edgren.
—Puede estar enredado en ese paracaídas. Yo
sé dónde cayó, pero ¿sabe lo que le digo? Si encuentran esa bolsa,
pediré mi recompensa.
—No tenemos nada que ver con eso.
—¿Con la bolsa? ¿Por qué no?
—Con la recompensa.
—Quiero mi recompensa, se lo repito.
—Dígaselo a la compañía aérea, señora.
Mantle la ayudó a subir al johnboat volvió a manejar los remos y bogó en
derredor de la isla, primero corriente abajo, un poco, y luego
hacia arriba por el otro lado, hasta que estuvieron fuera de mi
vista, ocultos por los matorrales.
—¡Eh! —gritó Mantle—. ¡Aquí está el
paracaídas!
—Bien —le contestó Edgren—. Sujeta todo. Ya
vamos.
Pero él y los bomberos tuvieron que discutir
cómo irían. Finalmente, decidieron no utilizar el motor, pues la
hélice se enredaría en el cordaje del paracaídas. Entonces se
dieron cuenta de que necesitarían un cabo para remolcar el
paracaídas, y me preguntaron si tenía uno. Me acordé de una cuerda
ligera de algodón, de la que colgábamos mazorcas de maíz. Cuando
volví de la casa con ella, Mantle había regresado, con objeto de
depositar a mamá en la orilla. Ella seguía hablando de la
recompensa, pero nadie hizo ningún comentario. Mantle volvió a
circundar la isla, hasta el lugar donde estaba el paracaídas,
enganchado en algún tocón del río. Los bomberos tenían remos en su
bote y siguieron al johnboat. Luego,
Edgren, mamá y yo recorrimos un poco la orilla, así que pudimos ver
lo que estaba pasando. Uno de los bomberos se agachó hacia el agua
y levantó un cordaje, atándolo a mi cuerda. Luego, trataron de izar
el paracaídas al bote, pero como soltaba mucha agua, decidieron
remolcarlo. Bogaron hasta donde vieron fuera de mi vista, ocultos
por a poco mi cuerda, y luego empezaron a tirar. Fue un trabajo
lento. Desde el johnboat, Mantle se
dedicó a desenredar el cordaje donde estaba más enmarañado, y como
se asomaba fuera del bote, estuvo a punto de volcar. Al final, sin
embargo, logró desenredarlo y el paracaídas llegó a la orilla; era
de seda, a listas rojas y blancas. Tan pronto estuvo en la orilla
mamá empezó a manosearlo «por si la bolsa estaba debajo de él»,
explicó. Pero no estaba, y casi se echó a llorar.
—Eso quiere decir que está en el río
—gimió—, y que será arrastrada hacia la presa. Si llega al Ohio,
nunca lo recuperaremos, ¡nunca!
Mantle se la quedó mirando fijamente, y
Edgren me pidió permiso para extender el paracaídas sobre el suelo,
a fin de que se secara. Le di mi conformidad, y los bomberos lo
desplegaron sobre algunos matorrales. Eran ya casi las nueve de la
mañana, y les pregunté si querían comer algo.
—Les puedo ofrecer perros calientes en
seguida —les dije—, café y pastel. Les vendría muy bien.
Pero los hombres del sheriff tenían que
irse, y a los bomberos les esperaban río abajo. Nos dijeron adiós a
mamá y a mí y se marcharon. Al dirigirse a su coche, Edgren nos
dijo:
—Volveremos esta tarde para hacerles más
preguntas, si la chica puede venir con nosotros, así que no se
vayan. Vendremos a eso de las cinco. Si usted quiere un abogado,
tiene derecho a nombrar uno y, por supuesto, si no quiere hacer
declaraciones, no está obligado a hacerlas.
—¿Por qué no habría de querer
declarar?
—Yo le estoy recordando sus derechos. Usted
ha matado a un hombre. No creo que lo acusen, pero ¿quién sabe? No
soy yo quien ha de decidirlo.
—Entonces, ¿quién?
—El juez, pero generalmente hace lo que dice
el fiscal del Estado.
—¿Y por eso necesito un abogado?
—No he dicho que lo necesite; sólo que le
asiste el derecho de nombrar uno, si lo desea.
—¡Eso sí que tiene gracia! —exclamó mamá—.
Mi hijo mata a ese bandido, y ahora quieren acusarlo.
—Señora, no estoy pensando hacer nada de
eso; me limito a proceder según la ley, y ahora mi obligación es
aconsejar a su hijo. Que es lo que he hecho.
Luego, dirigiéndose a mí, añadió:
—¿Comprende, señor Howell?
—Lo comprendo. Gracias.
—Y usted, señora, es un testigo, así que
también debe permanecer aquí. Tiene derecho a un abogado, y no está
obligada a hablar si no quiere.
—¿Significa eso que me acusarán a mí
también?
—Podría ser.
—¿De qué?
—Aún no lo sabemos.
Eso es lo que dijo, pero antes de responder
se quedó mirando a Mantle, el cual no le devolvió la mirada, sino
que bajó los ojos hacia el suelo.
—¡Tiene gracia! —comentó mi madre.
—¿Alguna pregunta?
Yo no tenía preguntas que hacer. Si mi madre
las tenía, se las guardó, así que los policías se fueron, pero no
sin llevarse el fusil, con la cápsula aún vacía en la
recámara.