23

 

Mientras entraba en la casa Jill se iba lamentando:
—¡Tiene dos mil dólares míos en la cartera! Si ese coche se incendia, ¡los pierdo!
Y yo pensé: si alguna vez he estado harto de algo, es de esos dos mil dólares y del resto de la pasta. Mi madre se llevó a Jill al interior de la casa, y durante media hora o más, después de que mi madre me dijera desde la puerta: «¡Están de camino!», no tuve nada más que hacer que patrullar arriba y abajo con el fusil, llamando a Sid de vez en cuando para enterarme de cómo estaba y si había algún modo de sacarlo de allí. Sin embargo, no me vino ninguna respuesta del aplastado interior del coche. Finalmente, entró en el camino un automóvil que transportaba a Edgren y Mantle. Precedía a una grúa, y a ésta la seguía una ambulancia. Lo primero que hicieron fue enderezar el coche volcado, lo cual resultó difícil ya que la grúa tuvo que adelantarse saliendo a campo abierto, ponerse de través y tirar. Pero el suelo estaba blando por la humedad de la primavera, y las ruedas siguieron girando, clavándose cada vez más profundamente, así que, por un momento, pareció que también iba a necesitar ayuda. Pero, de repente, el coche de Sid cayó, dando un golpe, sobre sus ruedas, y el sanitario que iba en la ambulancia abrió la portezuela. En seguida retrocedió, haciendo una señal, como un árbitro pidiendo otro jugador.
—¡Ahí está! —dijo, y añadió—: Nos lo llevaremos. ¿A dónde? ¿Cuál es la empresa de pompas fúnebres?
—Santos —le contestó Edgren.
Cuando la ambulancia se hubo ido y el coche grúa le siguió, remolcando lo que quedaba del coche de Sid, Edgren y Mantle entraron en casa para interrogarme, y para interrogar también a mi madre y a Jill, pero principalmente a esta última. Edgren, en vista de que el caso estaba resuelto, y de un modo que no dejaba lugar a dudas sobre su talento, se mostró muy amable con Jill, repitiendo varias veces:
—Usted tenía razón al pensar que ese hombre se había llevado su dinero y que lo tenía en su coche. Por eso disparó contra su neumático para detenerlo. ¿Qué razones tenía usted para sospechar?
Jill explicó las razones que la habían traído a casa:
—Deseaba hablar un poco más con esta señora, enterarme de cómo iban las cosas, de si ella había oído algo o tenía algo que decirme. Entonces vi este coche y lo recordé de antes, de cuando ese señor Giles vino y el señor Howell lo echó. Así que me quedé por aquí, cerca de la curva cerrada, detrás de los otros coches, hacia la carretera. Pero luego pensé que sería mejor volver a ver qué pasaba. De modo que aparqué a un lado del camino y vine andando. Luego di la vuelta a la casa y entré por la puerta de la cocina. Tuve cuidado de no hacer ruido, y crucé el recibidor, III hasta acercarme a la arcada, ésa de ahí, 80 donde pude oír lo que estaban diciendo. Luego entraron los tres para dirigirse a los coches, y yo retrocedí hasta colocarme bajo la escalera. Estaba muy asustada, pues creía que ese hombre era capaz de matarme: mi segunda experiencia de esa clase en menos de una semana. Pero no me vio, y tan pronto los tres hubieron salido de la casa, yo me dirigí a la cocina, tomé ese fusil y salí al exterior. Me mantuve cerca de la casa y oí que ordenaba al señor Howell y a su madre volver entrar. Tan pronto como puso en marcha el coche, amartillé el cerrojo y me preparé. Luego...
—Un momento —interrumpió Edgren—. Usted sabía que ese hombre estaba armado, y disparó contra su neumático para protegerse a sí misma o, tal vez, para salvar su vida...
—Algo hay de eso —contestó—. Yo prefiero que un hombre se detenga y mire el cañón de mi arma a tener yo que mirar el de la suya.
—Bien —dijo Edgren. Se volvió hacia Mantle, quien miró las notas que había estado tomando—. Eso lo explica todo. Excepto una cosa: por lo que el señor Howell nos ha dicho, y por lo que su madre ha declarado, cuando se mire el contenido de la cartera de ese hombre, se encontrarán muchos billetes de veinte dólares. ¿Reclama usted ese dinero como suyo?
—¡Claro que sí!
Jill contestó inmediatamente, y Mantle se llevó el bolígrafo a los dientes.
—¿Tiene alguna prueba de que le pertenezca a usted? —le preguntó.
Ella empezó a contar cómo el señor Morgan se lo había dado, pero luego se detuvo, al comprender que no radicaba en eso la dificultad. Debía demostrar que los dos mil dólares de la cartera formaban parte de la donación de Morgan. Los tres se quedaron mirando entre sí, y creo que yo acerté la respuesta.
—Usted requisó la prueba de ese dinero —dije yo a Edgren—. En aquella cinta que el agente Mantle encontró, estaba la relación de las xerocopias que tomaron, de los billetes que esa cinta envolvió y...
—Ellos nos lo demostrarán —interrumpió—. Es cierto. Eso lo simplifica todo. Llamaremos a Chicago, comprobarán sus xerocopias, nos facilitaran los números, y eso pondrá fin a la cuestión. —Luego preguntó a Mantle—: ¿Hemos terminado?
—No del todo —contestó Mantle llevándose el bolígrafo a los dientes una vez más—. El que ella disparase contra el neumático era justificable, siguiendo la línea de la detención de un ciudadano, si la señorita Kreeger sabía que él tenía su dinero. Pero como no había sido hallado, ella no lo sabía realmente. Ahora bien; basándose en lo que oyó, al escuchar desde el recibidor, sabía con seguridad que si el muerto no tenía la parte mayor del botín —el dinero en la bolsa de cremallera—, al menos tenía los dos mil dólares en su cartera. Y la señorita Kreeger tenía que saber si eran los suyos...
—Así que hubo un corpus delicti —dictaminó Edgren— que ella conocía —y, dirigiéndose a Jill—; un corpus delicti, señorita, no siempre significa un cuerpo del delito, aunque suele considerarse como prueba de que el delito se cometió.
—Y ello es importante —precisó Mantle con mucha solemnidad—. Sobre todo en este caso.
—Muy importante —corroboró Edgren.
—¡Gracias, Dave! —exclamó Jill sollozando, acercándose y tomando mi mano, que yo rechacé.
—No quiero tu agradecimiento —le dije—. Ni nada tuyo.
Se acurrucó en el sofá, y empezó a llorar estentóreamente.
—¡Dave! —me regañó mi madre—. Debes de estar bajo una gran tensión nerviosa. Creo que te has olvidado de ti mismo. Si vas a casarte con esta chica...
—¡Yo no voy a casarme! ¡Deja de decir eso!
Por entonces, Edgren y Mantle estaban ya en la puerta. Edgren aún pronunció algunas palabras:
—Muchísimas gracias, señora Howell —empezó diciendo.
—Señorita Giles —le corrigió ella.
—Señora Giles, lo siento.
—Señorita Giles. No estoy casada.
—Señorita Giles, gracias por la ayuda que nos ha prestado.
Mi madre hizo una inclinación de cabeza, con cara muy seria, como si estuviera cincelada en mármol.
—Señor Howell, gracias por su ayuda, y a usted, señorita Kreeger...
Pero todo lo que hizo Jill fue gimotear, tras lo cual los policías se marcharon finalmente.