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Mientras entraba en la casa Jill se iba
lamentando:
—¡Tiene dos mil dólares míos en la cartera!
Si ese coche se incendia, ¡los pierdo!
Y yo pensé: si alguna vez he estado harto de
algo, es de esos dos mil dólares y del resto de la pasta. Mi madre
se llevó a Jill al interior de la casa, y durante media hora o más,
después de que mi madre me dijera desde la puerta: «¡Están de
camino!», no tuve nada más que hacer que patrullar arriba y abajo
con el fusil, llamando a Sid de vez en cuando para enterarme de
cómo estaba y si había algún modo de sacarlo de allí. Sin embargo,
no me vino ninguna respuesta del aplastado interior del coche.
Finalmente, entró en el camino un automóvil que transportaba a
Edgren y Mantle. Precedía a una grúa, y a ésta la seguía una
ambulancia. Lo primero que hicieron fue enderezar el coche volcado,
lo cual resultó difícil ya que la grúa tuvo que adelantarse
saliendo a campo abierto, ponerse de través y tirar. Pero el suelo
estaba blando por la humedad de la primavera, y las ruedas
siguieron girando, clavándose cada vez más profundamente, así que,
por un momento, pareció que también iba a necesitar ayuda. Pero, de
repente, el coche de Sid cayó, dando un golpe, sobre sus ruedas, y
el sanitario que iba en la ambulancia abrió la portezuela. En
seguida retrocedió, haciendo una señal, como un árbitro pidiendo
otro jugador.
—¡Ahí está! —dijo, y añadió—: Nos lo
llevaremos. ¿A dónde? ¿Cuál es la empresa de pompas fúnebres?
—Santos —le contestó Edgren.
Cuando la ambulancia se hubo ido y el coche
grúa le siguió, remolcando lo que quedaba del coche de Sid, Edgren
y Mantle entraron en casa para interrogarme, y para interrogar
también a mi madre y a Jill, pero principalmente a esta última.
Edgren, en vista de que el caso estaba resuelto, y de un modo que
no dejaba lugar a dudas sobre su talento, se mostró muy amable con
Jill, repitiendo varias veces:
—Usted tenía razón al pensar que ese hombre
se había llevado su dinero y que lo tenía en su coche. Por eso
disparó contra su neumático para detenerlo. ¿Qué razones tenía
usted para sospechar?
Jill explicó las razones que la habían
traído a casa:
—Deseaba hablar un poco más con esta señora,
enterarme de cómo iban las cosas, de si ella había oído algo o
tenía algo que decirme. Entonces vi este coche y lo recordé de
antes, de cuando ese señor Giles vino y el señor Howell lo echó.
Así que me quedé por aquí, cerca de la curva cerrada, detrás de los
otros coches, hacia la carretera. Pero luego pensé que sería mejor
volver a ver qué pasaba. De modo que aparqué a un lado del camino y
vine andando. Luego di la vuelta a la casa y entré por la puerta de
la cocina. Tuve cuidado de no hacer ruido, y crucé el recibidor,
III hasta acercarme a la arcada, ésa de ahí, 80 donde pude oír lo
que estaban diciendo. Luego entraron los tres para dirigirse a los
coches, y yo retrocedí hasta colocarme bajo la escalera. Estaba muy
asustada, pues creía que ese hombre era capaz de matarme: mi
segunda experiencia de esa clase en menos de una semana. Pero no me
vio, y tan pronto los tres hubieron salido de la casa, yo me dirigí
a la cocina, tomé ese fusil y salí al exterior. Me mantuve cerca de
la casa y oí que ordenaba al señor Howell y a su madre volver
entrar. Tan pronto como puso en marcha el coche, amartillé el
cerrojo y me preparé. Luego...
—Un momento —interrumpió Edgren—. Usted
sabía que ese hombre estaba armado, y disparó contra su neumático
para protegerse a sí misma o, tal vez, para salvar su vida...
—Algo hay de eso —contestó—. Yo prefiero que
un hombre se detenga y mire el cañón de mi arma a tener yo que
mirar el de la suya.
—Bien —dijo Edgren. Se volvió hacia Mantle,
quien miró las notas que había estado tomando—. Eso lo explica
todo. Excepto una cosa: por lo que el señor Howell nos ha dicho, y
por lo que su madre ha declarado, cuando se mire el contenido de la
cartera de ese hombre, se encontrarán muchos billetes de veinte
dólares. ¿Reclama usted ese dinero como suyo?
—¡Claro que sí!
Jill contestó inmediatamente, y Mantle se
llevó el bolígrafo a los dientes.
—¿Tiene alguna prueba de que le pertenezca a
usted? —le preguntó.
Ella empezó a contar cómo el señor Morgan se
lo había dado, pero luego se detuvo, al comprender que no radicaba
en eso la dificultad. Debía demostrar que los dos mil dólares de la
cartera formaban parte de la donación de Morgan. Los tres se
quedaron mirando entre sí, y creo que yo acerté la respuesta.
—Usted requisó la prueba de ese dinero —dije
yo a Edgren—. En aquella cinta que el agente Mantle encontró,
estaba la relación de las xerocopias que tomaron, de los billetes
que esa cinta envolvió y...
—Ellos nos lo demostrarán —interrumpió—. Es
cierto. Eso lo simplifica todo. Llamaremos a Chicago, comprobarán
sus xerocopias, nos facilitaran los números, y eso pondrá fin a la
cuestión. —Luego preguntó a Mantle—: ¿Hemos terminado?
—No del todo —contestó Mantle llevándose el
bolígrafo a los dientes una vez más—. El que ella disparase contra
el neumático era justificable, siguiendo la línea de la detención
de un ciudadano, si la señorita Kreeger sabía que él tenía su
dinero. Pero como no había sido hallado, ella no lo sabía
realmente. Ahora bien; basándose en lo que oyó, al escuchar desde
el recibidor, sabía con seguridad que si el muerto no tenía la
parte mayor del botín —el dinero en la bolsa de cremallera—, al
menos tenía los dos mil dólares en su cartera. Y la señorita
Kreeger tenía que saber si eran los suyos...
—Así que hubo un corpus
delicti —dictaminó Edgren— que ella conocía —y, dirigiéndose a
Jill—; un corpus delicti, señorita, no
siempre significa un cuerpo del delito, aunque suele considerarse
como prueba de que el delito se cometió.
—Y ello es importante —precisó Mantle con
mucha solemnidad—. Sobre todo en este caso.
—Muy importante —corroboró Edgren.
—¡Gracias, Dave! —exclamó Jill sollozando,
acercándose y tomando mi mano, que yo rechacé.
—No quiero tu agradecimiento —le dije—. Ni
nada tuyo.
Se acurrucó en el sofá, y empezó a llorar
estentóreamente.
—¡Dave! —me regañó mi madre—. Debes de estar
bajo una gran tensión nerviosa. Creo que te has olvidado de ti
mismo. Si vas a casarte con esta chica...
—¡Yo no voy a casarme! ¡Deja de decir
eso!
Por entonces, Edgren y Mantle estaban ya en
la puerta. Edgren aún pronunció algunas palabras:
—Muchísimas gracias, señora Howell —empezó
diciendo.
—Señorita Giles —le corrigió ella.
—Señora Giles, lo siento.
—Señorita Giles. No estoy casada.
—Señorita Giles, gracias por la ayuda que
nos ha prestado.
Mi madre hizo una inclinación de cabeza, con
cara muy seria, como si estuviera cincelada en mármol.
—Señor Howell, gracias por su ayuda, y a
usted, señorita Kreeger...
Pero todo lo que hizo Jill fue gimotear,
tras lo cual los policías se marcharon finalmente.