7
Presente a mi madre la cual señaló el sillón
para Jill, el sofá para mí y ella, y otras tantas sillas para la
enfermera, York y Bledsoe. Pero yo deposité a Jill en el sofá, me
senté a su lado y dejé que los demás, incluida mamá, escogieran su
sitio. Bledsoe entró inmediatamente en materia.
—Bueno, ¿de quién sospecha Mantle?
—¿De quién sospecha? —preguntó mamá—. Es una
rata asquerosa. Sospecha de todo el mundo, sin ninguna razón.
Bledsoe se la quedó mirando, comprendiendo
al final lo que su amigo había oído por teléfono, pero
equivocándose de persona. Cuando me miró, evité sus ojos.
—Bueno, no sé —balbucí.
—¡Dave! ¡Sí que lo sabes! ¡Dilo! —me urgió
el abogado.
—Por lo poco que dijo —expliqué—, parece
extrañarse de que yo matara a Shaw hacia las cinco treinta y no lo
llamara a él hasta las seis. Le dije que la señorita Kreeger se
encontraba muy mal, y que temí que pudiera morirse.
—Y me hubiera muerto —interrumpió
ella.
—Es verdad —terció la enfermera—. Se
encontraba muy mal, y mal sigue.
—¿Por qué no llamó usted, señora Howell?
—preguntó Bledsoe—. ¿Le preguntó eso Mantle?
—Ya se lo expliqué una y otra vez —contestó
mamá—. Estuve buscando el dinero para, si lo encontraba, reclamar
la recompensa. Empecé a buscar inmediatamente, y por eso no llamé.
No fue culpa mía que no lo hallara. Pero descubrí el paracaídas, y
no me dieron ni las gracias.
Bledsoe se quedó pensativo y preguntó:
—¿Es eso lo que le dijo usted a
Mantle?
—Yo hablé con Edgren.
—Bueno, pues a Edgren.
—¿Qué más le iba a decir?
El abogado se volvió a quedar pensativo y,
dirigiéndse a mí, me preguntó:
—Entonces, ¿qué sospecha Mantle, Edgren o
quien sea?
—No lo sé.
—Vamos, Dave, dilo.
—Quizá yo lo sepa —terció Jill—. Creen que
ella robó el dinero mientras fingía buscarlo.
—¿Estaba usted aquí, señorita Kreeger?
—No. Me llevaron en la ambulancia antes de
que empezara el interrogatorio. Creo que es eso. Si a mí se me ha
ocurrido, se les habrá ocurrido también a ellos.
—Bien, gracias, señorita como se llame,
muchas gracias. Yo le salvo la vida y usted me llama ladrona —le
reprochó mi madre.
—Usted es una ladrona.
—¡No me llame eso! ¡No lo haga! —y mamá dio
un salto y se fue hacia Jill, la cual se levantó del sofá, esperó a
que estuviera cerca de ella y le soltó una bofetada que derribó a
mi madre al suelo.
A mí me cerraba el paso la mesa, pero
Bledsoe ayudó a mamá a levantarse y la devolvió a su silla.
—¡Usted, so puta, trató de que me matara!
¡Usted...!
—¿Quieren callarse? —gritó Bledsoe—. Sólo
nos quedan unos minutos. ¿Van a emplear ese tiempo en salvar el
pellejo o quieren los tres ir a presidio? ¿No se dan cuenta de las
implicaciones de todo eso? Si los tres empiezan a pelearse, van
listos.
—Yo no lo creo —protestó Jill,
colérica.
—Especialmente usted, guapa.
—¿Por qué?
—Por conspirar con Dave y con la señora
Howell para asesinar a aquel individuo. Móvil: el dinero. Si alguna
vez se encuentra esa cantidad, que Dios le ayude, y sobre todo que
ayude a Dave Howell.
—¿Por qué sobre todo a Dave Howell?
—El fue quien apretó el gatillo para matar a
Shaw.
Se hizo un largo y ominoso silencio. York se
acercó a zancadas por detrás del sofá y se inclinó sobre Jill, le
acarició en la mejilla y dijo:
—Cariño, puede tener razón. Quizás esto sea
cosa tuya, pero me enviaron aquí para ayudarte en todo lo que
pudiera, y creo que debo decir lo que pienso. Más vale que lo tomes
con calma.
La cara de Jill se contrajo, pero la
muchacha no dijo nada. Nadie pronunció una palabra, y
transcurrieron dos minutos en los que no se oyó más que el resuello
de mamá. En aquel momento, dos coches se detuvieron fuera, uno
detrás del otro.
Edgren y Mantle bajaron del primero coche, y
del segundo descendió un tipo a quien yo conocía, y que recordaba a
un profesor universitario. Cuando salí a recibirles y Edgren me
presentó, me enteré de quién era: el señor Knight, de la fiscalía
del Estado. Se encargaba de los casos importantes de homicidio. Era
un hombre muy agradable, pero una vez hice entrar a los tres y
presenté a Knight a los reunidos, quien dirigió la conversación fue
Edgren. Este conocía a Bledsoe y se dirigió a él muy amablemente.
Trasladé algunas sillas de la habitación de mamá, y nos dispusimos
todos a empezar. Edgren comunicó a Jill.
—Le informo de sus derechos. No tiene por
qué hablar si no lo desea. Está en su derecho de nombrar un
abogado, que puede reunirse ahora con nosotros.
—El señor Bledsoe es mi abogado.
—¿Desea hablar o no?
Ella se volvió, antes de contestar, hacia el
señor York, quien entornó los ojos y recomendó:
—No te pongas nerviosa.
Miró a York otra vez, a Bledsoe y a Edgren y
dijo:
—Está bien.
—Bueno. Empecemos por el principio —invitó
Edgren.
—¿Por dónde?
—Digamos que por el avión.
—De acuerdo, pero no me gusta recordar las
horas que pasé con aquel idiota esgrimiendo su arma y obligando a
volar de Pittsburgh a Chicago y vuelta otra vez, explicando todo el
tiempo que yo le gustaba personalmente, pero que me mataría de
todos modos si no hacía lo que él me ordenaba, «con toda, toda,
toda exactitud». Repetía eso una y otra vez, como si fuera un
hincha gritando en el fútbol. Luego, en cuanto se colocó el
paracaídas, me obligó a colocarme de espaldas a él. Tomó la bolsa
que le habían entregado, y que contenía el dinero, se la puso en
bandolera, gritó en la cabina de primera clase: «¡Todo el mundo
agachado! ¡Apoyen la cabeza en el asiento delantero!» Cuando todo
el mundo le hubo obedecido me obligó a precederlo hasta la salida
de pasajeros, y a Lefty Johns, que era nuestro piloto, le mandó
abrir la puerta.
»Pero entonces se puso nervioso. Miró afuera
y no se atrevió a saltar. Entonces fue cuando alcanzamos la bolsa
de aire, y descendimos rápidamente unos seiscientos metros, por lo
menos. Dos o tres mujeres gritaron. Yo estoy acostumbrada a las
bolsas de aire y no me habría preocupado, pero todo el avión
crujió, y sabía que si la puerta continuaba abierta, otra caída nos
haría pedazos. Lefty lo sabía también porque gritó a Shaw con todas
sus fuerzas: «¡Si ha de saltar, salte! ¿Quiere saltar, por amor de
Dios?», o algo parecido. Pero Shaw siguió sin decidirse. Permanecía
mirando afuera, asustado. Cuando el avión crujió una vez más, yo le
hice dar media vuelta y le empujé. Pero él me agarró para evitar la
caída. Entonces los dos nos vimos girando hacia el abismo en medio
de la noche, él colgando de mí, y yo colgando de él. Recordé la
anilla de apertura, la busqué y tiré de ella. Sufrí una sacudida
cuando el paracaídas se abrió. Luego, como en una película de
terror, caí de cabeza al agua, pero un agua tan fría que pareció
como si me hubieran apuñalado con hielo. Grité, pero dejé de
hacerlo al tragar agua. Luego subí a la superficie y vi lo que
parecía una orilla, con matorrales, tocones y árboles que se
elevaban al cielo. Fui nadando hasta allí, pero cuando me arrastré
y me levanté, los pies me dolían horriblemente. El agua se había
llevado mis zapatos, y sólo me quedaban las medias, la falda, los
panties, el bolero y las bragas, que estaban empapados.
—Un momento —le interrumpió Edgren—. ¿Se
refiere usted a esa isla de ahí?
—Sí, la misma. Shaw trepó a mi lado, pero
nosotros no sabíamos que aquello fuera una isla. Él fue quien lo
descubrió después de rodearla. Seguía con los zapatos puestos y
podía caminar. Luego se volvió hacia mí, echándome toda la culpa,
diciéndome que estábamos atrapados en aquel «lugar horrible» y
asegurando que me mataría. Por eso empezó a secar la pistola,
soplando en el cañón y frotándola contra sus pantalones para que se
le saliera al agua. Luego vio lo que parecía una casa, con una luz
arriba.
—¿Era esta casa? —preguntó Edgren.
—No lo creo.
Jill se volvió hacia mí y yo empecé a
hablar, pero Edgren me interrumpió con sus frases acerca de mis
derechos. Bledsoe se dirigió entonces a mí, y yo expliqué lo de la
otra casa. Jill prosiguió:
—Shaw gritó en aquella dirección y yo
también. Le digo que grité. Entonces aparecieron las luces de dos
linternas en la colina, y el señor Howell apareció con esta
señora.
—Un momento —interrumpió Edgren—. Mientras
pasaba esto, mientras él secaba el arma y usted gritaba hacia la
casa, ¿conservaba Shaw el dinero?
—Sargento Edgren, era de noche y yo no veía
nada. ¡Hacía tanto frío! Todo lo que podía distinguir era aquella
pistola, pero nada más. Cuando él la apretaba contra mí, a veces en
la cabeza, la podía sentir.
—¿Dijo algo del dinero?
—Que yo recuerde, no.
—¿Le echó la culpa, o algo así, por haberlo
perdido en el río? —esta vez fue Mantle quien intervino en la
discusión.
—No mencionó eso para nada.
Al oír estas palabras, Edgren, Mantle y
Knight juntaron sus cabezas, y Bledsoe se me quedó mirando. Sabía
lo que pensaba: Knight y los dos policías encontraban muy raro que
Shaw hubiera perdido su dinero, que se le resbalara cuando se abrió
el paracaídas, que no se lo hubiera mencionado a Jill ni le echara
la culpa, como una razón más para matarla, o que no hubiera
empezado a buscarlo.
—Está bien, siga contando —dispuso Edgren—.
El señor Howell acudió con su madre. ¿Qué pasó entonces?
—Shaw le preguntó si tenía un bote, y el
señor Howell contestó que sí. Le ordenó que fuera a buscarlo, pues
de lo contrario me mataría. Así que él se marchó, y la señora
Howell empezó a gritar a Shaw y éste le contestó también a
gritos.
—¿Sobre el dinero?
—¿Por qué sobre el dinero? —interrumpió
Bledsoe—. ¿Qué tiene que ver ahora eso?
—La señora Howell dijo que había estado
pensando en él todo el tiempo.
—Repita la pregunta.
—¿Por qué gritaba ella?
Jill se quedó mirando a Bledsoe, a York y a
mí; a mí más rato. Luego dijo:
—Sargento, con una pistola apuntándole a una
a la cabeza, y con los dientes castañeteando de frío, no se presta
mucha atención a lo que está diciendo una mujer que ni siquiera se
puede ver, a treinta metros de distancia en la oscuridad. Ella
estaba discutiendo con Shaw, eso sí lo recuerdo; pero sobre qué, no
tengo ni idea.
Jill explico muy brevemente el resto: cómo
la voz dijo «suelte esa pistola», cómo Shaw se había vuelto y
disparado, como se oyó un tiro de fusil y cómo Shaw cayó a sus
pies.
—Con los sesos fuera. Se dispuso a
acercárseme, pero cayó a mis pies. El señor Howell llegó hasta mí a
través de los arbustos... Me tapó con su chaqueta y me llevó hasta
su bote. Yo había estado rezando a Dios, y no me importa declarar
que él me pareció Dios. Lo tomen como lo tomen, aún me lo sigue
pareciendo.
Jill puso su mano sobre la mía y se produjo
como una pausa. La interrumpió Edgren, que preguntó:
—Y luego, ¿qué?
—¿Cómo voy a saber lo que pasó luego?
Después de otra pausa, Jill prosiguió:
—Me llevó a la casa, y esta señora habló del
dinero y quiso empezar a buscarlo. Creo que eso dijo. Yo sólo
pensaba en aquella chaqueta, en la maravillosa chaqueta del señor
Howell, aunque él se quedó desnudo hasta la cintura.
Explicó lo de la cama, el baño y mi llamada
telefónica a la oficina del sheriff. Luego recordó su conferencia
con Chicago, pero no dijo nada de la pelea que habíamos tenido
cuando mamá regresó con el fusil. Edgren la presionó para saber
cuánto tiempo había transcurrido desde la muerte de Shaw y mi
llamada telefónica, y ella calculó que una media hora.
—El tiempo que tardó en ponerme en aquella
cama, taparme con una manta, subirme al baño y meterme en la
bañera.
—Otra cosa —dijo Edgren—. ¿Cómo es que ese
hombre, el tal Shaw, logró pasar su pistola por el detector de
metales? ¿Le habló de eso a bordo del avión?
—Le gustaría saberlo, ¿verdad?
—Creo que a todo el mundo le gustaría.
—Pues adivínelo usted, señor. No lo va a
saber por mí. Si se lo dijera yo y luego usted se lo contara a los
demás porque quieren enterarse, otra vez empezaríamos con ese
asunto de los secuestros. Lo logró de un modo tan sencillo, que
todo el que tenga diez dólares puede hacer lo mismo. Sí, lo
mencionó y se jactó de ello. Pero ahora está muerto, y yo no voy a
contárselo a usted ni a nadie.