11

 

Permanecí sentado un par de horas durante las cuales me visitó más gente. Que se fue en seguida. Mientras, el teléfono sonaba cada da pocos minutos. Edgren me llamó para decirme que la investigación había sido retrasada dos días.
—Bueno, téngame al corriente —le recomendé—. Estaré aquí.
—¿Quiere decírselo a la señora Howell?
—Claro —le contesté. Me gustaría decírselo si pudiera, pero él no me preguntó si podía.
Llamaron algunos periodistas, especialmente uno del Times, quiero decir del Marietta Times, y yo le di las pocas noticias que tenía: que la investigación se retrasaba y que Jill había encontrado su medallón. Jill me telefoneó para comunicarme que se había trasladado del hospital a un motel que York le había encontrado en el centro de la ciudad, y me pidió que llamara a Edgren y se lo hiciera saber. Le contesté que eso podía hacerlo York, pero ella cambió de idea y dijo que llamaría personalmente. También me advirtió que estaría fuera un rato.
Me dediqué a descongelar un asado de cordero, y comprobé que tenía jalea de menta. Estaba casi listo cuando llegó Jill, tan preciosa que quise gritar. Llevaba un bonito abrigo de invierno, marrón oscuro, y bajo él una minifalda verde botella que iba perfecta con su cabello, unos panties color beige y unas zapatillas que, según la interesada, «no le sentaban bien, pero eran muy cómodas para sus pies». A mí no me pareció que le sentaran mal, pero la verdad es que me quedé mirando sus piernas, que eran muy lindas. A ella no le importó que se lo dijera, y hasta se levantó la minifalda para que pudiera verlas enteras. Estábamos abrazados cuando un coche se detuvo.
Cuando miré, vi apearse a tío Sid. Era hermano de mamá, y no sólo montañés, sino que además lo parecía: metro ochenta, huesudo y desgarbado. Llevaba una camisa de franela azul oscuro, pantalones grises a rayas y abrigo negro. Pero lo que llamaba más la atención era el sombrero negro de fieltro, con el ala enrollada hacia arriba en derredor, excepto por delante, en donde caía hacia abajo. Eso no le hacía parecer serio, al modo como lo es una persona antipática; más bien le imprimía un aire importante. Le dejé entrar y se lo presenté a Jill. Era cortés, pero frío. Explicó que ya la había visto retratada y, señalando el montón de periódicos que había en el suelo, aclaró:
—Quiero decir en la prensa, señorita. Fue algo terrible que la sacaran a una violentamente de un avión —y luego, dirigiéndose hacia mí, sin esperar a tomar aliento—: ¿Dónde está mi hermana, Dave? ¿Dónde está tu madre?
—Usted sabrá dónde está, tío Sid. ¿No fue a usted a quien llamó por teléfono antes de marcharse de casa? ¿Antes de irse en el coche?
Parpadeó sin pestañear, y añadí:
—Bueno, le llamó, ¿no? ¿A dónde se dirigía? ¿A su casa? ¿A Flint?
Flint era el pueblo a orillas del Monongahela, donde él vivía y de donde ella era originaria.
—Bueno, tal vez me llamó —admitió finalmente, con aquella ambigüedad montañesa que nunca da una respuesta clara—. No he dicho que no llamara.
—Entonces, tuvo que decirle a dónde se dirigía. ¿Iba a Flint o no?
—Flint es su pueblo natal, Dave.
—Entonces, ¿pensaba ir allí?
—Supongo que sí.
—Eso es lo que quería saber.
—Pero a lo mejor no fue.
—Puede que aún no haya llegado, tío Sid.
—Ya debería de haber llegado.
—Necesita tiempo.
—¿Y no te parece raro, Dave, que se fuera repentinamente de aquí a las tres de la madrugada?
—Pues... se fue.
—¿Por qué?
—Se enfadó conmigo. Eso es todo.
—¿Por qué?
Lo decía de un modo ominoso. Conté hasta tres antes de responder, pero mientras contaba, Jill terció:
—Por mí. Ella no me quiere, señor Giles.
—¿Por qué no?
—Porque voy a casarme con Dave.
—Ya veo..., ya veo. ¿Así que usted estaba aquí? ¿Pasó la noche con Dave? No me extraña que se enfadara.
—No, señor. Yo estaba en el hospital.
—Pero yo estaba aquí —intervine—. Ella vino a mi habitación, gritando. Llamó a Jill Jezabel y cosas peores. Una cosa llevó a la otra e intentó pegarme —le mostré las mordeduras en mi mejilla y proseguí—: Entonces, se encerró de un portazo en su habitación. Luego salió y lo llamó a usted. Finalmente, fue en busca de mi coche y se marchó.
—¿A dónde?
—No lo sé.
—Dave, te he preguntado que a dónde.
—¡Maldito sea! —grité, volviéndome un poco montañés—. ¡Deje de aplicarme el tercer grado! Le digo que no sé a dónde fue. Y lo que es más, no me importa. Y ahora, ¿quiere irse al infierno?
—Me iré cuando quiera.
—Se va a ir ahora mismo.
Me levanté y me dirigí hacia él, que estaba sentado en el sofá. Se levantó y empezó a retroceder. Tomé su sombrero, que había puesto a su lado, y se lo entregué. Lo tomó y se fue, retrocediendo aún, y sin mirar siquiera a Jill.
—¡Bueno! —exclamó Jill—. ¡Y luego dicen que hay pasajeros de avión ingobernables! ¡Tipos como ése requieren la intervención del mismísimo piloto...!
¡Y este piloto intervino! —me dio una pequeña sacudida que reflejaba su admiración—. Me encanta cómo sabes tratar a la gente.
—Nunca me gustó el tío Sid.
Miramos cómo Sid se alejaba en su coche por el camino, en dirección a la carretera.
—¿Todo el mundo viste así en Flint?
—preguntó Jill.
—¿Te refieres al sombrero negro?
—Parecía uno de los malos que salen por televisión.
—No había pensado en ello.
—Pues lo parece.
—El sombrero negro es típico de los montañeses. Sí, se visten así. Al menos, el domingo para ir a la iglesia. Hoy se ha vestido de gala en tu honor.
—Contra más cosas aprendo acerca de los montañeses, más me gustan los valles.
—Aquí estamos en un valle.
—El valle del Muskingum me encanta.
—Y un montañés te está mirando.
—Tú no tienes nada de montañés.
—Pero lo soy, y debes saberlo.
Me rodeó con sus brazos y me besó repetidamente.
—Tú pareces ya medio montañesa.
—David Howell, me he enamorado de ti más de lo que yo quisiera, pero si tratas de convertirme en una montañesa, dejaré de quererte de un modo tan rápido que te va a dejar perplejo. ¿Está claro?
Creo que esperaba —fundadamente— una carcajada mía, un codazo y un beso como respuesta, pero, de repente, sentí un nudo en mi garganta y me oí preguntarle:
—¿Quieres una respuesta sincera a eso?
—Quiero una respuesta sincera.
—Fueron montañeses los que te salvaron la vida.
—¡Está bien, está bien, está bien! Los montañeses pueden hacer eso cuando hay que hacerlo. Pero no me pidas que me convierta en montañesa yo también.
—No me pidas tú a mí me deje de ser montañés.
Nos besamos, y nuestro beso fue una especie de armisticio, pero cálido y lleno de amor.
—Cuéntame algo más de Sid. ¿Cómo se gana la vida en Flint? ¿A qué se dedica allí la gente?
Flint es un campamento minero abandonado, una antigua mina de carbón de la Ajax Coal Corporation. Allí no vive nadie aparte de Sid. Es el guarda de la mina, y figura en la nómina de la compañía, que le paga quinientos dólares al mes y le deja ocupar gratis la casa donde antes vivía el capataz. Pero la verdadera ocupación de Sid son las bebidas, que alterna con la mina, y saca dinero de ellas.
—¿Quieres decir que explota la mina?
—Bueno, es un decir. Primero has de comprender lo que es una mina abandonada. Especialmente una mina de carbón.
Estábamos en el sofá, y Jill permanecía acurrucada en mis brazos.
—Sigue. Cuéntame —susurró.
—Primero está el suelo, que se hincha. Así que se forman pequeños montículos, uno tras otro. En el techo brotan al principio como unas ampollas, y luego se derrumba sobre los montículos. Se puede pasar empleando una 40 lámpara de minero, pero arrastrándose. Luego, al final de tanta galería cegada, se abren salas también medio derrumbadas: un sitio ideal para hacer lo que quieras sin que nadie te vea. Todo perfecto para fabricar licor clandestinamente; incluso un arroyo subterráneo fluye hacia el río y en él se puede verter la cebada. Así que no hay problema de renovación, de trampas, de olores.
—¿Qué son las trampas?
—En una mina de carbón se controla el aire mediante esos mecanismos. El trampero es un muchacho que se sienta junto a la trampa, la abre cuando se acerca un tren de vagonetas, y la cierra cuando el tren ha pasado. Pero el olor que de este modo saldría al exterior delataría a Sid; ése es el peor peligro con que se enfrenta un fabricante clandestino de licores. Sid sabe controlarlo de modo que nadie huela nada, y por tanto no lo descubren. Además, ¿a qué ayudante de sheriff se le ocurriría buscar una destilería en aquella mina? Arriesgaría su vida; le aterraría entrar. Por eso todo el mundo lo deja en paz.
—Yo, desde luego, no entraría allí.
—Y, encima tiene quien le ayuda: mineros parados que antes trabajaron en minas de carbón. Son montañeses, como él, y lo que hacen les parece lo más natural.
—¿Y es hermano de la señora Howell?
—Viene a verla ocasionalmente. Una vez se estuvo aquí una semana. A mí me pareció que se traían algo entre manos, pero no supe qué. El vino en un coche, pero cuando regresó, mamá tuvo que llevarlo en el suyo.
—No comprendo.
—¿No comprendes qué pasó con su coche?
—No. ¿Qué pasó?
—No lo sé; nunca me enteré.
—¿Por qué cerraron la mina?
—Parecía agotada. Durante cuarenta años la explotaron, y rindió como una mina de oro, pero luego se agotó el filón y ya no interesaba. En cambio, al otro lado de la montaña hay carbón a sólo tres metros de profundidad, y ese yacimiento estaba pidiendo a gritos que lo explotaran. Ya lo están explotando. Tendieron un ramal del ferrocarril, a unos doce kilómetros de Flint, desde una estación llamada Boulder, y ahora cargan diez vagones diarios.
—Dicen que las minas tan poco profundas dan carbón de mala calidad.
—Esa no. A medida que extraen el carbón van nivelando el suelo y siembran trébol en él para que dé pasto, o bien plantan árboles. En mi opinión, eso es mejor.
—Siempre sale a relucir el montañés.
—Si quieres, te llevo allí en mi coche para que eches un vistazo.
—Me muero de ganas de verlo.
—Dame tu boca.
—Bueno.