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Mamá estaba ya vestida esperándome en la parte trasera de la casa. Yo me puse los pantalones y zapatos, pero no los calcetines, y una chaqueta de piel de oveja, sin camisa. En la cocina tomé un fusil que siempre estaba allí; era un Enfield de la guerra mundial que mi padre compró en una liquidación, en Marietta. Tiré del cerrojo y metí una carga en la recámara. Esgrimiendo ambos nuestras linternas, bajamos por el sendero. Al acercarnos a la orilla, aquel tipo dejó de gritar y luego, de repente, exclamó:
—¡Hola!
—¡Hola! —contesté yo—. ¿Quién es usted?
—No importa quién soy. ¿Tiene usted un bote?
—Uno pequeño, sí.
—¿Tienen coche?
—Sí.
—Traiga el bote y enséñeme dónde está el coche. Entrégueme las llaves.
—¡Por favor! —terció la chica con voz temblorosa—. Haga lo que dice o me matará.
—¡Está bien! ¡Está bien!
—¿Me has oído, muchacho? ¡Hazlo inmediatamente!
—Y espero que usted también me haya oído a mí —repliqué—. Pero hay un par de cosas que quiero aclarar primero. Señorita, ¿quién es usted?
—Yo era la azafata de ese avión, el que fue secuestrado la pasada noche. Él me apuntaba a la cabeza con una pistola. Luego, cuando finalmente abrieron la puerta, le dio miedo saltar, y yo le empujé. Me agarró y descendimos los dos. Él me pegaba para que me soltara, pero no me solté, y los dos fuimos a caer al agua. ¡Oh, por favor! Podría matarme ahora. Él...
—No, no la matará.
—¿Por qué cree que no la mataré?
—Porque si la mata, morirá usted también.
No hubo respuesta a mis palabras, así que añadí:
—Usted no puede salir de esa isla si yo no le permito transbordar. Y si trata de escapar nadando, Dios le ayude. El río viene crecido y lo pescarán muerto quince kilómetros más abajo, en la presa. ¿Comprendido?
—Sí.
—Sí, ¿qué?
—Sí, señor.
—Bien; ahora tengo que ir por los remos a la casa.
—¿Qué casa?
—La que hay en aquella colina.
—No veo ninguna colina.
—Tendré que iluminarla.
Luego le dije:
—Volveré en el bote —y emprendí el camino de la casa, pero antes susurré a mamá—: Pase lo que pase, sigue hablándoles.
Mamá había vuelto hacia otro lado el haz luminoso. Subí hasta la casa y entré en la cocina, donde eché un vistazo al reloj«. Las cinco y cinco. Sólo faltaban unos minutos para las primeras luces del amanecer, así que tenía que actuar con rapidez. Salí de nuevo, tomé los remos del porche y bajé por el otro sendero hasta el bote, que permanecía, varado en nuestro pequeño embarcadero. Afortunadamente, hacía una semana o diez días lo había puesto en seco.
Un bote no es fácil de utilizar después de tenerlo tanto tiempo fuera del agua. Al botarlo advertí que tenía algunas vías de agua, pero no demasiadas. La segunda vez que lo achiqué apenas hubo filtraciones, lo cual significaba que, después de quitarle el alquitrán, la embarcación estaba apretada y lista, dispuesta para zarpar. Un bote pequeño como el que yo tenía, del tipo llamado johnboat, tiene la forma de un plato hondo, popa cuadrada, un banco a proa, otro a popa y un tercero en medio. Embarqué y apoyé un remo y el fusil en el banco de proa, empleando el otro remo como canalete. Retiré la bolsa de los perdigones para equilibrar mi peso, y desamarré. La bolsa era de lona y contenía unos veinticinco kilos de perdigones de plomo, que servían para estibar el bote cuando yo salía solo. En aquella ocasión me senté en el centro, agarrándome al desembarcadero. Como el río bajaba tan crecido, el bote sobresalía menos de treinta centímetros del agua, lo cual, por supuesto, lo hacía manejable. Luego esperé, mirando hacia el cielo por el lado este. Abajo pude escuchar voces y gritos de mamá, de aquel tipo y de la chica. A esta última se la oía más que a los otros. Yo ignoraba los motivos de que así fuera, pero ello significaba que no estaba muerta. Menos mal.
El cielo empezaba a ponerse gris, así que me alejé de la orilla. Metí al bote en la corriente y empecé a remar. Avanzaba con dificultad, pero no me atreví a remar regularmente, por miedo al ruido de los remos. Cuando llegué al sitio, mamá permanecía en la orilla hablando, claro. Goberné el bote para acercarme a la isla, con su mogotillo entre mí y aquel tipo y la chica. Volví el remo para dejar que la corriente me llevara, y así me aproximé. Llegué junto a un árbol que surgía del agua, pues el río había subido de nivel a causa de la crecida primaveral, y me agarré al tronco. De repente, oí tres voces a la vez; la de la chica gritaba a mamá:
—¿Quiere usted que me mate? ¿Por eso lo está provocando?
Y mamá le gritaba a su vez:
—Trato de meterle en la cabeza lo que le pasará si se atreve. ¡Eso es lo que trato de hacer!
Y el tipo gritaba, por su parte, a mamá:
—¡Está bien! ¡Está bien! Pero, ¡maldita sea! ¡Podría volarle la cabeza si ella y usted no se callan!
Aquello estaba desprovisto de sentido, pero yo le había dicho a mamá que hablara, y aquella era la idea suya de «algo que decir», y ahora yo no podía mandarla callar. Apoyé el bote contra el árbol, y lo dejé varado en la orilla. Pude ver la silueta del tipo, que destacaba contra el cielo. Tomé el fusil, le apunté y le ordené con toda tranquilidad:
—Suelte esa pistola.
El no la soltó. Al contrario, dio media vuelta y disparó. Oí el impacto de la bala, que tronchó unas ramitas por encima de mi cabeza.
Soltó una maldición cuando el retroceso elevó su arma, que era pequeña. Sería una pistola barata del 32.
Aún lo tenía apuntado a la cabeza y apreté el gatillo.
El chispazo del disparo iluminó la isla y, de repente, dejé de ver al individuo.
—¡Oh! ¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios misericordioso! —exclamó entre sollozos la chica, que, de pronto, apareció ante mi vista.
Después de dar unos pasos cayó y empezó a gemir.
—¡Tengo los pies dislocados! —se lamentó—, y el río se llevó mis zapatos.
Volví a colocar el fusil en su sitio, contra el banco de proa, salté a la orilla y corrí hacia la muchacha a través de los matorrales. Estaba incorporada contra un tocón, con los dientes castañeteándole y gimiendo. Me quité la chaqueta y se la puse, aconsejándole:
—Agárrese a mí ahora, que voy a levantarla —pasé un brazo por su cintura y el otro por debajo de sus corbas, y al mismo tiempo me arrodillé.
Luego me levanté y la llevé al bote.
—¡Tengo tanto frío! ¡Tanto frío! ¡Tanto frío! —iba exclamando ella.
—Tranquilícese —le dije.
Le ayudé a colocarse en el banco de popa. Esta vez, en lugar de chapotear, apoyé el luchadero del remo en el escálamo y bogué. Me aparté del árbol, retrocedí hasta la corriente y me dejé llevar río abajo. Luego enfilé hacia la orilla este y recalé junto a mamá. Salté a la orilla, anudé la amarra a un árbol y ayudé a la chica a desembarcar. Pero sus pies aún vacilaban a cada paso, y volví a tomarla en mis brazos, esta vez sin tener que arrodillarme.
—Toma el fusil, ¿quieres? —pedí a mi madre.
Ella no contestó ni actuó como si me hubiera oído. Pegó un tirón a la mano de la chica, al tiempo que le gritaba en su cara:
—¿Qué ha hecho él con el dinero?
—¿Quién es esta puta chiflada? —chilló la chica. Luego, sin esperar a que yo se lo dijera, replicó furiosamente a mamá—: ¿Cómo quiere que sepa lo que hizo con el dinero? ¿Cómo quiere que sepa lo que hizo con cualquier cosa? Todo lo que sé es lo que hizo con aquella arma gracias a usted, que trató de que me matara, provocándole, provocándole y provocándole. ¿No sabe usted que estaba loco? ¿No sabe usted que a él no le habría importado matarme? ¡Era lo que usted le pedía! ¿No sabe que todo lo que usted le dijo sobre lo que le pasaría, si me mataba, no significaba nada para él? ¡Eh! ¡Le estoy preguntando algo! ¿Por qué me hizo eso?
—Toma el fusil —repetí a mamá.
—¡Yo lo llevaré! —exclamó, furiosa—. Pero primero voy a ir allí a echar un vistazo.
—¿Echar un vistazo a qué?
—Al dinero.
—¿Qué tenemos que ver con eso?
—Darán una recompensa por él. Siempre pagan una recompensa. Si lo entregamos, podremos reclamarla.
—Mamá, deja las cosas tal como están.
—Las dejaré, excepto el dinero.
—¿Puedo decir algo? —terció la chica tocando a mamá en el hombro—. Quítese la ropa y empiece a bucear en el río, que se lo llevó todo: su paracaídas, su sombrero y mis zapatos.
—¿Cómo sabe usted que se llevó su sombrero?
—Estuvo hablando de eso.
Ya lucía el sol, y mamá no hacía más que mirar fijamente a la chica. Luego dijo:
—Está bien, llévala a la casa y dale algunas ropas para que se vista. Hay algunos vestidos viejos míos en el cajón de abajo de mi cómoda.
—Mamá, sé razonable.
—Y no llames a nadie, Dave, hasta que yo te lo diga.
—Tengo que llamar al sheriff.
—Pero no hasta que yo te lo diga.

 

Seguía con la chica en mis brazos. Al final, pudimos ponernos en marcha hacia la casa. Al cabo de dos o tres pasos ella susurró:
—Siento causarles tantas molestias.
—No son molestias.
—¿Peso mucho?
—Para mí, no.
—¿Mamá? ¿Es su madre?
—Sí.
—Pensé que era su esposa.
—Soy soltero.
—Siento haberle gritado, pero ella por poco hace que me maten.
—A veces se le ocurren ideas divertidas.
—¿Dave? ¿Dave qué?
—Howell. ¿Cómo se llama usted?
—Jill. Jill Kreeger.
—Encantado de conocerla, Jill.
—Igualmente.
Una débil sonrisa cruzó su rostro. Pero entonces estábamos ya en el porche trasero de la casa. El brazo que mantenía alrededor de mi cuello, se IH apretó de repente, lo cual acercó su rostro al mío. Me besó, primero en la mejilla y luego en la boca.
—¡Eh! ¡Eh! ¡Eh! ¡Jill! ¿Quieres abrir la puerta?
Se agachó y descorrió el pestillo. Fuimos hasta la cocina. Di un puntapié a la puerta, que se cerró tras de mí, atravesé con Jill a cuestas el recibidor y, a través del salón, penetré en el dormitorio pequeño. Me avergoncé de la cama, toda en desorden y cubierta sólo de mantas, con un almohadón sin funda y desprovista de sábanas. Pero a Jill no pareció importarle. Soltó mi chaqueta y se dispuso a acostarse. Pero llevaba puestas aquellas ropas empapadas: pantalones rojos cortos, lo que llamaban un bolero, asimismo rojo, y algo que parecía unas bragas. Le quité todo rápidamente. Se quedó ante mí desnuda: un lindo espectáculo. Abrí de golpe el cajón de abajo de la cómoda, tomé una toalla y froté el cuerpo de Jill hasta dejarla seca. Luego la metí entre las mantas. Pero con el aire frío de la habitación, sin ropas, sus dientes empezaron a castañetear..
—Me voy a resfriar —observó.
—Abrígate bien.
Me dirigí escaleras arriba, hacia el baño, pero retrocedí para dar otro beso a Jill. A ella le gustó también, pero sus labios estaban fríos como el hielo.