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Así que preparé la cena. Freí jamón y herví
patatas, machacándolas, para no comer demasiado frito y herví
asimismo los guisantes. Luego, corté dos trozos de pastel. Cenamos
y fregué los platos. Nos dirigimos al salón a eso de las ocho y nos
sentamos en el sofá, susurrando sobre lo que haríamos para
redondear la idea de Bledsoe, cuya primera parte ya se había
llevado a cabo. Creo que fueron los momentos más felices que yo
había pasado con Jill hasta entonces, susurrando allí, en la
oscuridad, proponiendo yo algo y contestando ella unas palabras que
mejoraban mis sugerencias. Así, por ejemplo, le expuse mi propósito
de explicar que al salir a echar un vistazo antes de ir a la cama,
oí los remos de un bote, y que se acercaban al árbol, grité, y
entonces el bote viró y se dirigió río abajo. Pero Jill me
interrumpió:
—Dave, eso suena a falso. ¿Quién va a salir
a echar un vistazo? Eso es algo que tú no harías. Pero si decimos
que salimos los dos, no para echar un vistazo sino para dar un
paseo hasta el río, tomados de las manos y mirando a las
estrellas...
—Está bien; diremos eso.
—Y luego, cuando el bote se acercó, nosotros
estábamos sentados en el desembarcadero, juntitos. Entonces se
aproximó el bote.
—¿Remando contra corriente?
—Sí, bordeando la isla, y...
—¿O más arriba del desembarcadero?
—Entonces, nosotros nos quedamos quietos,
pues no queríamos que nos vieran, y...
—¿Qué pasó?
—Yo grité...
—Proferiste un grito agudo.
—El bote se detuvo, pero luego se dirigió
hacia aquel árbol y allí se detuvo.
—Un momento: ¿cómo íbamos a ver nosotros en
plena oscuridad si paró o no? Median cincuenta metros entre el
desembarcadero y el árbol...
—Ese árbol tiene el tronco blanco, Dave,
como todos los sicómoros. Pudimos ver la silueta del bote contra
él.
—Así que tú gritaste, y entonces,
¿qué?
—Seguí gritando.
—¿Y yo qué hice, Jill?
—Tú gritaste también. Le gritaste: «¿Quién
es usted, qué quiere? ¿Qué hace ahí?»
—Y tú seguiste con tus chillidos. ¿Qué
más?
—Se marchó de repente.
—Cómo?
—Empezó a remar hacia atrás.
—¿A favor de la corriente?
—Como fuera, Dave.
Al cabo de un rato yo pregunté:
—¿Cuánto rato estuvo junto al árbol?
—Un par de segundos, diría yo, Dave. Lo
suficiente para ponernos nerviosos; pero no lo bastante para
llevarse nuestro dinero.
—Tu dinero, Jill.
Una vez hubimos decidido todo lo que
debíamos decir, seguimos con el resto del asunto. Mi llamada a la
oficina del sheriff y lo que tenía que comunicarle. Pero había un
inconveniente: ¿cómo iba yo a informar de un robo o a denunciar a
alguien que intentaba cometerlo, si yo ignoraba qué había en el
árbol? Entonces a Jill se le ocurrió una idea: yo daba parte de que
alguien estaba merodeando por mi finca, por la razón que fuera, y
necesitaba protección, pues se habían llevado mi fusil, como todo
el mundo sabía; incluso lo habían dicho por televisión.
—Y por eso pides que...
—¿Que manden a alguien a investigar?
—Eso es, Dave. Resulta que estás asustado. Y
no menciones el árbol ni lo que pueda haber en él hasta mañana, y
quizá ni aún entonces. Porque quienquiera que venga, acaso lo
mencione. Pero, en definitiva, tú sólo quieres protección.
—En otras palabras: cada cosa a su
tiempo.
—Así es. Parece sencillo, ¿no?
—¿Y cuándo debo llamar, Jill?
—En cuanto hayas visto ese bote. Y la gente
sale a dar paseos a primera hora de la noche, no a
medianoche.
—Total, que ahora mismo.
—Dave, yo llamaría.
Llamé. Lo que eso importó al funcionario de
guardia no lo sé exactamente. Dijo que el río era un sitio público,
que todo el mundo tenía derecho a ir a remar por él de día o de
noche, que no se podía acusar a nadie y mucho menos detenerle, y
que el sheriff no podía hacer nada. Yo le contesté que el árbol
estaba en terreno de mi propiedad, y él me preguntó qué acusación
quería hacer. Al oír esto ya no me pude contener más y grité por
teléfono:
—Pero ¡vamos a ver! Una chica salva un avión
y la vida de veintiocho pasajeros más la tripulación. Yo salvo a la
chica matando al tipo que había jurado matarla, y mi madrastra
procura salvar el dinero que aquel tipo robó. Como agradecimiento,
sólo se me dice que me quede en casa por si se me acusa, ¿de qué?
¿Quiere usted decirme de qué? ¡Y encima me quitan mi fusil, y ahora
estoy completamente indefenso! Toda la ayuda que recibo de ustedes
es la cháchara sobre el río, que es un sitio público. En nombre de
Dios, ¿para qué pago yo impuestos? ¿Para charlar con un funcionario
que está de guardia por la noche? Para...
—Bueno, está bien.
—¡No quiero callarme! Quiero acción, y voy a
conseguirla. O manda usted a alguien o...
—¿Cuál es su número de teléfono, señor
Howell?
Me calmé y le di mi número. Me dijo que me
llamaría más tarde. Al colgar, Jill se echó a reír y tuve que
reírme con ella. Luego, caímos uno en brazos del otro, con las
lágrimas corriéndonos por las mejillas, por lo divertido que
resultaba aquello, y me costó mucho trabajo ponerme serio,
conteniendo la risa de modo que pudiera contestar al teléfono
cuando sonara. Al recibirse la llamada del funcionario de guardia,
éste me dijo:
—Irá un funcionario, pero tardará cosa de
media hora, ya que tiene que vestirse. Si ha de pasar ahí la noche,
¿hay algún lugar donde pueda acostarse?
—Pues claro.
—Está bien.
Besé a Jill, borrándole sus lágrimas de la
cara. Los dos conteníamos la risita.
—Debo quedarme, para ver qué pasa con mis
cien mil —dijo—. Pero he de vestirme. Mi ropa está en tu
habitación.
Fuimos allí, pero antes de que pudiera
vestirse tuvo que desvestirse y, claro, hube de ayudarle. Muy
pronto estuvo desnuda. Era la segunda vez que la veía así, y fue
maravilloso sentarnos en la cama, atraerla hacia mí y besarla en
toda suerte de sitios maravillosos. A ella no pareció importarle, y
hasta me ayudó un par de veces, acercándome cosas que se me habían
escapado la primera vez. Pero luego retrocedió y empezó a ponerse
prendas: bragas, panties y vestido. Se dirigió a la cocina, tomó
sus chanclos y los volvió a poner en el coche. Luego regresó y tomó
su abrigo nuevo del armario de la habitación pequeña, lo llevó al
salón y lo arrojó sobre una silla. Por último, se sentó en el sofá
y me atrajo hacia sí. Pero, de repente, como asustada, se levantó
de un salto y me dijo:
—Si ese funcionario de la Policía va a
dormir aquí, en la habitación de la señora Howell, tendremos que
poner sábanas a la cama. ¿Tienes algunas?
Le dije que creía que había algunas en el
armario de arriba, y subimos corriendo para encontrarlas. Menos mal
que las había, y una funda de almohada, y bajamos de prisa otra vez
para hacer la cama. Cuando Jill hubo terminado, y nos dirigíamos ya
al sofá, un coche frenó fuera. Abrí la puerta y vi a Mantle apearse
del vehículo.
—Bueno —le saludé—, ¡qué agradable
sorpresa!
—Puede que lo sea para usted
—refunfuñó.
—Lo siento, he estado muy nervioso.
Entró, y cuando vio a Jill se animó un
poco.
—Hablando de sorpresas agradables —le dijo,
estrechándole la mano—, creo que ésta es una.
—Mantle, el ayudante del sheriff.
Nos sentamos, y yo le ofrecí algo de beber,
pero él declinó, alegando que estaba de servicio. Le propuse comer
algo, pero también lo rechazó. Luego me hizo algunas preguntas
sobre el «merodeador», como él lo llamaba, ya que el funcionario de
guardia se lo había contado todo. Pareció quedarse un poco perplejo
al escuchar nuestro relato acerca del bote.
—Pues si usted está sorprendido, imagine
nosotros... —comenté.
—Para mí, esto carece de sentido —intervino
Jill—. ¿Qué demonios...?
—Bueno, ya veremos por la mañana —concluyó,
bostezando de un modo que parecía indicar que daba por terminado el
asunto aquella noche.
Yo me ofrecí a mostrarle su habitación, y él
me replicó que, como estaba de servicio, «no podía acostarse», pero
que tal vez se echaría un rato, «aunque, claro, me quitaré los
zapatos».
Abrí la puerta de la habitación de mamá y,
de pronto, Mantle dijo:
—¡Oh! Por poco me olvido. El funcionario me
informó de que usted no tenía ninguna arma, ahora que tenemos en
depósito la suya, así que le he traído una para que la sustituya
temporalmente. Estoy de acuerdo con que dada la mucha publicidad
con que la televisión y la prensa han rodeado este asunto, usted
necesita algo de lo que pueda echar mano en caso de necesidad. Le
he traído un fusil que tenemos en la oficina. Es viejo, como el
suyo. Voy a buscarlo y puede quedárselo, de momento.
Salió y volvió con un fusil. Me lo entregó
diciendo:
—Se carga por arriba. Hay que descorrer el
cerrojo para cargarlo.
—¡Oh! —exclamó Jill—. ¡Es un Springfield! El
del señor Howell es un Enfield, pero a mí me gusta más el
Springfield —y al ver la cara de sorpresa de Mantle, explicó—:
Cuando estuve en el campamento de verano, nos llevaban a hacer
ejercicios de tiro.
—Es muy bonito saber tirar.
Tomé el arma y atravesé con ella la
habitación de mi madre en dirección a la cocina. La coloqué en su
sitio, tras la puerta posterior de la casa. Cuando volví, Jill se
estaba poniendo el abrigo y el policía la ayudaba.
—Tengo que marcharme —me dijo.
Después de estrechar las manos al recién
llegado y una vez hubo recibido de mí una caricia, la acompañé
hasta su coche.
—¿Ha ido todo bien? —me preguntó con un
susurro.
—Bueno, si él se ha sentido confundido por
lo del bote, ¿por qué no habíamos de confundirnos nosotros?
—Pero habrá algo que no concuerde
completamente. Cuando algo va demasiado bien, mala señal.
—¿Me quieres?
—Estoy chiflado por ti.
Me atrajo hacia ella y me besó. Luego me
permitió que le cerrara la portezuela y puso en marcha el motor.
Encendió las luces y yo le hice un gesto de despedida con la mano
mientras arrancaba. Volví a la casa e indiqué a Mantle dónde estaba
el cuarto de baño, le mostré el cacharro con asa que había debajo
de la cama, y le deseé buenas noches.