13
Estuvo fuera durante un rato. Yo no atisbé,
excepto para asegurarme de que no se había marchado y su coche
seguía en el camino. Cuando salí a mirar, no la vi. Di la vuelta a
la casa, preguntándome dónde podría estar y, por si acaso, me
dirigí hacia el río. En efecto, allí estaba, pero apenas se volvió
cuando me acerqué a ella.
—Dave —susurró—, el río habla.
—Has debido de estar haciéndome
reproches.
Los dos permanecimos quietos para oír. De
noche se percibían los sonidos del río, imposibles de captar
durante el día: su murmullo, su burbujeo, su glu-glú; a veces,
hasta dejar escapar un rugido. Jill aspiró profundamente y
permaneció escuchando.
—¡Qué bonito, qué bonito es esto!
—murmuró. De pronto, saltó al oír un golpe
seco, que recordaba el producido por un manotazo—. ¿Qué ha sido
eso?
—preguntó.
—Un pez que ha saltado.
—Parecía grande.
—¿Y por qué no? Es la época de las crecidas,
y hay mucho alimento para él; por eso ha aumentado de peso.
—Ni siquiera se me ocurrió pensar en los
peces cuando estuve en el río.
—Pues ellos sí pensaron en ti; seguro que te
vieron.
—¿No podríamos pescar uno y comérnoslo para
cenar?
—¿Por qué no?
—¿Tienes caña?
—Con un sedal basta.
—¿Y el cebo? No vamos a ponernos de noche a
buscar gusanos.
—¿Es que no sirven los camarones?
—¿Dónde vas a encontrarlos?
—Con ayuda de un abrelatas.
—¡Qué cosas se te ocurren!
Nos reímos y subimos por el sendero hacia la
casa. Encontré un sedal en el armario del porche y la lata de
camarones en la cocina. Tan pronto como abrí la lata, dije a
Jill:
—Bueno, manos a la obra; pero te aconsejo
que no vayas a pescar con ese bonito vestido que te compró el señor
York.
—Me pondré unos pantalones tuyos.
—Estupendo.
Fuimos a mi cuarto, donde cambiamos nuestra
ropa por otra algo más sufrida. Volvimos al porche trasero,
recogimos el sedal y el cebo, y bajamos de nuevo hacia el río. Le
enseñé cómo colocar el cebo, y le propuse:
—Si quieres, puedes pescar mientras yo remo.
Ahora, ¿qué quieres que pesquemos?
—¿Cuál es el pez más grande?
—La carpa.
—Pues quiero una carpa.
—Es un pez grande y gordo, pero su sabor no
es demasiado bueno. Lo usamos como pescado de relleno, como los
judíos.
—Bueno, diez millones de judíos no van a
equivocarse.
—Con las carpas, no creo.
—¿Son grandes?
—Enormes.
—Quiero una carpa.
—Pues vamos a donde están las carpas.
Le expliqué que al lucio y el muskalong les gustan las aguas medias, alsiluro o
bagre las profundas, y a la carpa las aguas someras.
—Así que iremos allí a buscarlas.
En el sitio más próximo, río arriba de mi
desembarcadero, había un entrante sin nombre porque sólo tenía agua
en épocas de crecida. Pero ahora era una de esas épocas, y yo
sospechaba que el sitio gustaría a las carpas. Así que fui bogando
hacia allí, pasé junto al tocón, dejé atrás el extremo más bajo de
la isla, y me dirigí hacia la boca del entrante. Jill no había
pescado nunca con anterioridad, y le expliqué lo que debía hacer:
dejar caer el sedal por encima de la borda hasta que sintiera que
había tocado fondo, e izarlo unos centímetros para que el anzuelo
con el cebo se elevara sobre el barro, hasta la altura a que el pez
nadaría para alimentarse. Jill extrajo un camarón de la lata,
prendió el cebo en el anzuelo y dejó caer la cuerda por encima de
la borda. Apenas la había izado ligeramente sobre el fondo, cuando
Jill soltó un gritito y exclamó:
—¡Oh! ¡Se ha movido! ¡Lo he sentido! ¡Han
picado!
La invité a tirar del sedal, pero el anzuelo
estaba vacío. Volvimos a cebarlo, y Jill probó de nuevo. A unos
tres o cuatro metros de distancia brilló por un instante algo
plateado y sonó un coletazo.
—¡Dave! —gritó—. ¡Ahí hay uno! ¡Es muy
grande! ¡Puedo verlo!
Tiró del sedal, comprobó que el anzuelo
seguía cebado y lo volteó, supongo que para arrojarlo donde ella
había visto el pez. Pero yo, aterrorizado, me agaché en el bote
gritando:
—¡No hagas eso! ¡Para! ¡Deja de voltear ese
anzuelo! ¿Quieres sacarme un ojo?
Ella no había pensado en eso.
Pero un árbol salvó la situación; el mismo
árbol junto al cual nos habíamos detenido, un enorme sicómoro
blanco que sobresalía del agua frente a nuestra proa. Generalmente
estaba en tierra firme, pero con la crecida del río el agua se
había elevado a su alrededor, de modo que el bote casi lo tocaba.
El anzuelo se había clavado en el árbol, de modo que no podríamos
pescar hasta que lo desengancháramos.
—Primero, siéntate, siéntate, estate quieta,
y deja de gritar —ordené a Jill, que me obedeció—. Ahora, agárrate
a mí y ve de popa o proa. ¡No te pongas de pie; podrías caerte por
la borda!
Para nivelar el bote, pasé del banco de en
medio, donde estaba, a popa, donde Jill se había sentado.
—Ahora, espera a que amarre el bote,
acércalo bien al árbol y sujeta fuerte el remo.
Me obedeció.
Di de popa contra el árbol, y sujeté bien el
bote, clavando un remo en el fondo. En aquel sitio, el agua no
tenía más de sesenta centímetros de profundidad, así que era fácil
dominar un bote de aquellas características.
—Ahora alarga la mano todo lo que puedas sin
ponerte de pie y trata de soltar el anzuelo. Quizá tengas que
retorcerlo, pero si logras alcanzarlo con los dedos, podrás
sacarlo.
Jill alargó las manos.
—Tengo que ponerme de pie —observó.
—¡No, por favor! ¡Que se vaya al demonio el
anzuelo! Volvamos a casa y nos comemos el cordero.
—Bien, pero hay un agujero en este lado en
el que puedo agarrarme con los dedos si pierdo el equilibrio. Puedo
colgarme. ¡Sujeta todo! Ya toco el anzuelo, pero aún no se ha
desenganchado. ¡Ya lo tengo! Voy a soltarlo.
Procuré mantener el equilibrio del bote,
pero Jill no se sentó.
—Tengo que cambiar de posición —anunció—; si
no, me será imposible apoyarme entre el árbol y el bote.
—¡Por Dios, ten cuidado! No puedo ayudarte.
Debo apoyarme en este remo para mantener firme el bote.
—Aquí dentro hay algo.
—Debe de ser una colmena. Déjala en
paz.
—No es una colmena. Es...
Me entregó algo y me pidió que lo sujetara,
pero yo no me atreví a soltar el remo, ya que lo tenía clavado en
el fondo. Si perdía aquel punto de apoyo, el bote viraría y Jill
caería al agua.
—Tiene correas y una de ellas está sujeta a
algo —dijo—. No lo puedo soltar.
Yo llevaba un cuchillo de explorador en el
bolsillo. Lo abrí y se lo entregué a Jill, quien trató de tomarlo
de mi mano, pero no podía sujetar a la vez aquel objeto y alargar
el brazo lo bastante como para agarrar el cuchillo. Sujeté el remo
sumergido con una mano, y con la otra tomé el segundo remo, que
estaba apoyado en el banco de en medio, puse el cuchillo sobre él,
y de esta manera lo levanté. Ella tomó el cuchillo, cortó algo y
depositó un objeto en el bote. Después, se agachó hasta sentarse en
el banco delantero, y de nuevo la tuve sana y salva a bordo.
—Volvamos a casa. Veamos qué has
encontrado.
—Sí, creo que será mejor.
Regresamos bogando, varamos el bote y
subimos por el sendero. Penetramos en casa, a la vez temerosos y
esperanzados por lo que habíamos encontrado. Pero cuando encendimos
la luz vimos lo que siempre supusimos que sería: allí estaba la
bolsa roja de cremallera, la que Shaw llevaba consigo, bien rellena
y prieta, con el extremo de una correa cortado por haberse
enganchado en alguna rendija. Nos miramos y nos besamos. Luego,
descorrimos la cremallera y allí estaba el dinero, paquete tras
paquete de billetes de a veinte dólares, cien en cada paquete
rodeado por una faja impresa, en la que se leía: «$ 2000». Los
palpamos. Estaban húmedos, pero no empapados.
—¡Claro! —exclamó Jill—. La bolsa fue a
parar también al río, y si el interior se ha mojado un poco es
porque el agua entró por la cremallera. Shaw pegó el salto apenas
un minuto antes que yo.
—Creo que debemos secar estos billetes en el
horno —decidí, soltándolos.
Pero al cabo de un rato, Jill me
propuso:
—Dave ¿por qué no empleamos tu sartén de
acero, ésa que usas para tus fritos? Podemos calentarla, luego
apagar el fuego, poner los paquetes encima Hj_ de la sartén y
dejarlos que se sequen. De ese modo no se pueden quemar, y los
vigilamos todo el tiempo.
—Bien.
Así lo hicimos, y pronto apareció un
precioso dinero nuevo, seco, perfecto.
—¿Sabes qué, Dave?—susurró Jill—. ¿Sabes lo
más bonito de esto? ¡Que todo es mío! Tengo un documento que lo
demuestra, el que York me entregó.
—Es cierto —reconocí—. ¡Qué maravilla!
—Pero no es eso todo.
—¿No? ¿Qué más?
—Que es nuestro.
—Jill, es tuyo.
—Pero lo mío es tuyo.
Era hermoso estar con ella en la cocina,
sabiendo que todo había salido bien y que ahora podríamos ser
felices. Jill sacó el documento de su bolso y me dejó que lo
leyera. Tenía forma de carta firmada por Russell Morgan, presidente
de la Trans-U.S. & C., y relacionaba los billetes por su
numeración. Luego leí algo parecido a esto: «Como presidente de la
Trans-U.S. & C., cedo los citados billetes a usted, en
reconocimiento de su entrega, valentía y coraje, al salvar un
valioso avión y las vidas de veintiocho pasajeros, un piloto, un
copiloto y una azafata». Al terminar la lectura, Jill se soltó de
mi mano, para levantarse y besar el dinero, paquete por
paquete.
—¡Eh, cuidado! —le advertí—. Te van a salir
ampollas en los labios.
—Bésame y todo se curará.
—Ven aquí.
Se me acercó y volvimos a ser felices.
—Dave, ¿y qué pasará con ella? —me
preguntó.
—¿Quién es ella?
—¿Quién va a ser? Sabemos quién lo puso
allí. Tuvo que ser ella.
—Pues bien; lo puso allí.
—¿Y qué hacemos con ella?
—¡Déjame en paz!
—¿Qué hago yo con ella?
—¿Es que tienes que hacer algo?
—Bueno, pero ¿qué es lo que digo?
—¿Qué has de decir?
Supe a lo que se refería, por supuesto. No
podía encontrar aquel dinero por las buenas, meterlo en el banco y
no decir nada a nadie. Tendría que comunicárselo al señor Morgan,
la noticia saldría en los periódicos, y habría que informar a
Edgren, a Mantle y a todo el mundo. Yo no me atrevía a enfrentarme
con aquello, porque de tres cosas no cabía la menor duda: que mamá
había robado el dinero, que éste pertenecía a Jill, y que mamá
trató de que mataran a la muchacha. Y, sin embargo, me negaba a
rendirme a la evidencia, y sabía por qué. Yo era montañés, y los
montañeses nos ponemos de parte de nuestros parientes por culpables
que sean.
Pero, por encima de todo, mamá seguía siendo
mamá para mí, sin que importaron su estupidez ni las ideas que se
le habían metido en la cabeza. Y, aún más, había algo de lo que yo
no podría zafarme: ella había escondido aquel dinero para mí, a fin
de que pudiéramos escapar a Florida o a otro sitio, y pasarnos el
día tendidos en la playa y luego entrar de vez en cuando en un buen
hotel y cambiarnos de ropa o lo que fuera.
—¿Y qué hago? —inquirió Jill.
Cuando uno se ve arrinconado, grita.
—¡Está bien! Acúsala. Llama a Edgren y a
Mantle y diles que vengan y se lleven ese dinero como prueba. Puede
que pase un año antes de que vuelvas a verlo, si es que vuelves a
verlo. ¿Has pensado en eso? ¿Y si alguien lo roba en la oficina del
sheriff? ¿Estás segura de que van a ser amables contigo y te lo van
a devolver paquete por paquete y dólar por dólar?
—Eres tú el que lo dices.
—No, lo dices tú.
—Vayamos a la otra habitación.
Nos dirigimos hacia el salón, pero a mitad
de camino ella se detuvo y regresó a la cocina.
—No lo puedo dejar aquí —murmuró—. No podría
soportarlo. He de tenerlo conmigo.
Por entonces, la bolsa roja ya se había
secado o casi, y Jill volvió a meter el dinero dentro. Luego,
agarrándola de las dos correas, la llevó al salón y se sentó en el
sofá, aún vestida con mis pantalones y mi chaqueta. Al cabo de un
rato, me preguntó:
—Tú no quieres que la acuse, ¿verdad?
—Bien, ¿lo harías?
—A lo peor la procesan, de todos
modos.
—¿Te refieres a Edgren y Mantle?
—Y Knight, ese funcionario de la
fiscalía.
—Es tu dinero. Si no la acusas, ellos
tampoco lo harán.
—No estoy segura de eso.
—El dinero que se llevó es tuyo.
—Hay algo más que el dinero.
—¿Qué más hay?
—Que mintió a la Policía, al sheriff o
ayudante de sheriff o lo que sea. Proporcionar falsas informaciones
es un delito, y además...
—¿Qué?
—También pueden acusarte a ti.
—¿A mí? ¿Por qué?
—Sí, a ti, Dave Howell. Me pareciste Dios, y
ahora te portas como un bandido montañés.
—Te he preguntado por qué.
—Por dar falsa información o no darla en
absoluto acerca del carácter de tu mamá y de por qué ella se
enfadó. Escucha: debo comunicar que he hallado este dinero. No
puedo permitir que sigan buscándolo, tratando de encontrarlo para
mí, cuando yo ya lo tengo.
—De acuerdo, tienes que dar cuenta del
hallazgo.
—¿No crees que debo hacerlo?
—Es tu dinero.
—¿Quieres que me acusen de haberles mentido?
No decir la verdad es mentir, creo yo.
—Si eso es lo que tú piensas...
—¿Qué piensas tú?
—¿Tengo que pensar algo?
—Vuelvo a la ciudad.
—Esperaba que pasaras la noche
conmigo.
—Yo también lo esperaba.
—Te digo que si yo hubiera encontrado cien
de los grandes, no los llevaría precisamente a un motel de Marietta
que...
Nos sentamos y, de repente nos dimos cuenta
de que no podíamos hablarnos ni mirarnos. Entonces, ella entró en
mi cuarto y salió con una de mis mantas.
—Bien —me dijo—. Pasaré aquí la noche.
Puso un cojín del sofá bajo su cabeza, se
estiró y se tapó con la manta.
—¿Cuál es la gran idea que se te ha
ocurrido? —le pregunté.
—Que voy a dormir aquí; eso es todo. —¡Oh,
no! ¡Aquí no!
Me acerqué y ya empezaba a retirarle la
manta, pero me dio un puntapié en la entrepierna. Retrocedí
tambaleándome hasta la mesa. Jill se volvió a tapar con la
manta.
—Dave —me dijo—. Buenas noches.
—Buenas noches.