18
Me levante, me vestí y fui de puntillas
hasta el cuarto de baño. Al examinar las toallas comprendí que
Mantle ya había estado allí. Me afeité, me lavé y bajé. Al penetrar
en el salón, vi que la puerta de la habitación de mamá estaba
abierta y la cama hecha. El orinal seguía bajo la cama, y si lo
había usado, ahora estaba vacío. Todo se hallaba en orden. Miré al
exterior y vi a Mantle junto a su coche, hablando por radio. Abrí
la puerta y le dice un gesto de saludo con la mano. Él me devolvió
el gesto, pero siguió hablando.
Cuando finalmente entró, le pedí que se
sentara y le dije que le iba a servir algo de desayuno. Me dio las
gracias y me contestó que comería en la ciudad, pero el tono en que
habló era distinto del que empleó la noche anterior. Como Jill se
hallaba ausente, allí no se le podía atribuir el cambio. El policía
nunca ocultó que la muchacha le resultaba simpática, pero después
de que ella se fue, siguió mostrándose muy amistoso conmigo. Por
eso yo tenía ahora la impresión de que le había ocurrido algo allí,
en mi casa, que explicaba aquel cambio de modales. Luego pensé que
me equivocaba, ya que no había ocurrido nada durante aquella noche.
Llegué, pues, a la conclusión de que la causa debía ser la llamada
telefónica. Quizá le hubieran dado alguna noticia de mamá. Más
tarde descubriría que allí, en la casa, le hubieran podido ocurrir
cosas, precisamente en la habitación de mamá, donde había pasado la
noche. Estaba escribiendo en un cuaderno de notas sin levantar la
vista para mirarme. De pronto, me dijo:
—Señor Howell, si es usted tan amable de
telefonear a la señorita Kreeger y pedirle que venga aquí para
continuar el interrogatorio hoy, me ahorrará a mí tener que
hacerlo. Yo le aconsejaría que llamara también a su abogado, al
señor Bledsoe. Dígale que venga. Que estén aquí los dos a las once.
A esa hora el sargento Edgren se hallará dispuesto a empezar, y
probablemente también el señor Knight.
—¿De qué se trata, señor Mantle?
—De cosas que han ocurrido.
—¿No puede darme una idea?
—Podemos dársela, y se la daremos a su
debido tiempo.
Miró su reloj, tomó más notas en el
cuaderno, y repitió:
—A las once. Acabo de hablar con el
sargento. Él estará aquí a esa hora, una vez haya efectuado algunas
llamadas.
—¿Sobre este caso?
—Sí, claro.
—¿Qué llamadas?
—Todo a su debido tiempo. Ya se enterará
usted.
Hizo un gesto, salió, se metió en su coche y
partió. Yo llamé a Jill al Occidental, y entre ambos tratamos de
adivinar qué podría significar aquello, cuál sería la causa del
cambio, pues de mostrarse como un policía bastante amable la noche
anterior, pasó, a la mañana siguiente, a actuar como un sabueso de
mirada desconfiada. De pronto, Jill me preguntó:
—Ni siquiera lo mencionó.
—¿Y qué ha dicho del árbol?
—Ni siquiera lo mencionó.
—¿Para nada?
—No.
—Y tú ¿qué le dijiste?
—Estaba demasiado inquieto pensando en la
razón del cambio operado en Mantle. No podía pensar también en el
árbol. Cada cosa a su tiempo. Cuando ellos terminen el
interrogatorio, nosotros podremos empezar el nuestro.
—Se trata de mi dinero.
—Aún seguirá allí.
—Me sentiré mejor cuando lo tenga en mi
poder.
Bledsoe no estaba en su casa. Había tenido
que ir a pronunciar un discurso, y pasó la noche en Parkersburg.
Cuando al fin logré ponerme en contacto con él, manifestó haber
llegado muy tarde a su despacho, y se negó a acudir.
—Tengo muchísimo trabajo y no dispongo de
tiempo para ir.
Cuando le expliqué cómo se estaba
comportando Mantle, decidió presentarse. A eso de las diez llegó
Jill acompañada de York, pues al parecer habían hecho las paces
tras su pelea. Luego se presentó Bledsoe, y los cuatro
conferenciamos sobre lo poco que podíamos decir, tratando de
adivinar qué habría pasado. York entró en la habitación de mamá a
ver qué encontraba allí, y Jill también entró y rebuscó, pero no
hallaron nada en absoluto. Edgren y Mantle llegaron en coches
separados, y más tarde apareció el señor Knight. Todos emplearon un
tono sombrío y hablaron sin mirarnos a la cara. Knight se mostraba
tan serio con los policías como con nosotros. Parecía desconfiar.
Bledsoe me miró a mí y luego a Jill, y ésta pareció que quisiera
guiñarme el ojo.
Pero Edgren fue en seguida al grano. Pidió a
todo el mundo que, por favor, se sentara, y le obedecimos: Jill y
yo en el sofá, y los demás en sillas. Empezó dirigiéndose a mí, y
se refirió a un papel que tenía en su poder. Supuse que se trataba
del informe del funcionario de guardia, en el que se recogía lo que
yo dije por teléfono y personalmente a Mantle. Una voz me decía
para mis adentros: «No te las quieras dar de listo, pues no sabes
mucho». Así que cuando él me preguntó acerca del bote que dijimos
haber visto y de cuántas personas llevaba a bordo, yo
contesté:
—Estaba a oscuras y no lo pude ver.
—¿Cómo era de grande el bote, señor
Howell?
—Un bote de remos. Eso es todo lo que
sé.
—¿Diría usted que era un johnboat?
—No puedo decirlo; no lo vi.
—¿Qué buscaban en el árbol?
—No lo sé; pregúnteselo.
—¿Qué cree usted que buscaban?
—Ya le he dicho que no lo sé. Usted tiene
muchas cosas que descubrir.
—Yo le daré más detalles —terció Jill.
—No le he preguntado a usted —le interrumpió
secamente Edgren.
—¡No! ¡Pero yo se lo digo! Puede que tenga
algo que ver con el dinero, con mi dinero, sargento Edgren, no con
el dinero del señor Howell o el de usted o el del señor Knight. Se
trata de mi dinero, y si usted hace lo que se supone que debe
hacer, levántese de ahí y empiece a buscar, en vez de permanecer
aquí charlando. Mejor será que vayamos todos, y aún mejor que fuera
yo.
—Soy yo el que dirijo esto, señorita
Kreeger.
—Pero no muy bien, sargento Edgren.
Eso lo enfureció, aunque no demasiado.
Siguió allí sentado, midiéndola con la mirada, como tratando de
adivinar qué sabía ella. Yo, a mi vez, traté de adivinar qué sabía
él, y tuve la inquietante impresión de que más de lo que nosotros
suponíamos. Probablemente se trataba de algo relacionado con un
descubrimiento efectuado por Mantle durante la noche. El policía se
volvió hacia mí una vez más y empezó a hacerme preguntas sobre
mamá. Realmente me puso en un aprieto, sobre todo en lo tocante al
día anterior: dónde había estado yo y por qué.
—Estuve buscando a mi madrastra en Flint
—respondí—, donde ella vivió antes.
—¿Por qué? ¿Para qué la quería usted?
—Para recordarle que debía estar aquí por si
tenía que contestar a las preguntas de usted.
—¿Y qué contestó ella a eso?
—Nada.
—¿Nada de nada?
—Eso.
—¿No le pareció divertido que usted le
dijera algo así y que ella no le contestara nada?
—A mí, no.
—Pues a mí, sí.
—Yo no tengo sentido del humor.
—¿Le dijo cuándo pensaba volver?
—No me dijo nada.
—¿No se lo dijo?
—Es que no la encontré.
Todo el mundo se echó a reír, y Edgren se
ruborizó. Entonces intervino Bledsoe.
—Sargento, confieso que yo también estoy
sorprendido. Este muchacho ha repetido esto una y otra y otra vez,
excepto lo referente a su madrastra. Pero le recuerdo que él no es
su guardián, y si trató de hacerla volver le estaba ayudando a
usted, no estorbándole en su trabajo, y...
—Él ha estado ocultando algo, señor
Bledsoe.
—¿Cree que ha estado ocultando algo?
—Sé que oculta algo.
Hizo un gesto a Mantle, quien dio un
golpecito a una cartera de cuero y me dijo:
—Aquí hay una cinta de papel que encontré en
esa habitación esta mañana. Al ir a echarme en la cama, me quité la
corbata, los zapatos y la chaqueta. La corbata la puse en la
cómoda, pero esta mañana, al levantarme, se me cayó en la papelera.
Cuando fui a levantarla alcé también esa cinta. Es una faja de las
utilizadas para empaquetar dinero, y en ella había impreso: «Drover
and Dealers Bank of Chicago». Y escrito a mano, con bolígrafo: «Dos
mil dólares, cien de veinte, láminas Xerox del 70061 al 70086.»
Cuando telefoneamos a Drover and Dealers, nos dijeron que ésa era
la numeración en Xerox de los billetes empaquetados para Trans-U.S.
& C. Se colocaron en una bolsa roja con cremallera y se
enviaron a Shaw, el pirata aéreo. Reprodujeron esos billetes en
Xerox en lotes de a cuatro.
Se detuvo, y Edgren me dijo
airadamente:
—Ese dinero ha estado en esta casa. ¿Cómo
llegó aquí, Howell?
—No tengo la menor idea.
—Howell, este asunto me ha parecido extraño
desde el principio, pero ahora le advierto que si no colabora con
nosotros...
—¡Eh, eh, eh! —protestó Bledsoe—. Pregúntele
lo que quiera, pero no le haga discursos.
Sabía que Bledsoe debía de estar pasándolo
tan mal como yo, pero al menos él reaccionaba con firmeza. Sin
embargo, antes de que alguien pudiera decir algo más, Jill
intervino:
—El señor Howell —dijo a Edgren— no puede
cooperar porque es montañés y ha de ponerse de parte de sus
parientes, como esa mamá que usted conoce, esa madrastra suya que
robó el dinero, mi dinero, por si usted lo ha olvidado. Ella pudo
haberlo traído aquí. Entonces arrojaría esa faja a la papelera sin
que lo supiéramos ni él ni yo ni nadie. Así que dejemos eso, y haga
lo que tiene que hacer: ir remando hasta aquel árbol y ver lo que
hay dentro de él.
—¿Dentro?
—Algunos árboles tienen huecos.
—Y algunas personas saben lo que hay en
ellos sin necesidad de mirar.
—Un tipo que iba en bote estuvo
mirando.
—Si es que miró.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Si es que hubo un bote. Puede que haya
llegado el momento en que yo encuentre ese dinero, de modo que
usted pueda fingir que no sabía nada y que lo puso allí otra
persona, así que...
Pudo haber dicho más, y yo sentí que la boca
se me secaba. Pero antes de que pudiera terminar, de allá abajo,
del río, llegó el sonido de una bocina. Mantle alzó su mano, y
Edgren le dijo:
—Será mejor que vaya a ver qué es. Parece
DiVola.
Mantle se fue y no se dijo nada durante un
rato hasta que volvió.
—Es DiVola —informó—. Sus hombres quieren
hablar con Howell.
Salí, y Jill me acompañó. Los policías
salieron a su vez, y Bledsoe, Knight y York hicieron lo propio.
Descendimos por el sendero. Era un hermoso día de primavera. Cuando
llegué a la orilla, el fuera borda de DiVola estaba allí, esta vez
con dos bomberos a bordo en vez de tres. El que iba a proa se
agarraba a una raíz del tocón que aún distaba unos metros de la
orilla. Se trataba de un árbol que quizá medía treinta centímetros
de diámetro. Flotaba con las raíces apuntando río abajo, y las
ramas curvadas hacia abajo por la fuerza de la corriente. Pero a
popa del fuera borda había un johnboat
con los remos en los toletes, y ambas embarcaciones eran
arrastradas río abajo. El bombero situado a popa del fuera borda se
inclinaba hacia la amarra del johonboat.
—Señor Howell, ¿es éste su bote? —me
preguntó el bombero que iba a proa, el que se inclinaba sobre la
raíz.
—Eso parece —contesté yo, y cuando busqué
con la vista mi bote en la orilla, no lo vi.
Luego, al mirarlo allí, en el río,
identifiqué una parte astillada en el luchadero del remo, resultado
de una colisión que tuve con un árbol.
—¡Sí, éste es mi bote! —confirmé.
—Tiene suerte. Lo encontré ocho kilómetros
más abajo, contra una boya situada en medio de la corriente. Debió
usted amarrar su bote.
—Lo amarré —y sacudí el arbolito en el que
lo había amarrado.
—Pues deben de habérselo robado —dijo—.
Bueno, ahora pasan muchas cosas de esas.
—¡Así que hubo un bote! —exclamó Jill
dirigiéndose a Edgren, al que agarró por los hombros y le hizo dar
media vuelta.
—Está bien —admitió—, pero eso no prueba
nada, excepto que...
—No importa lo que pruebe —refunfuñó
Knight—. Hubo un bote. Eso es lo importante.
Se volvió al bombero que estaba agarrado a
la raíz, y a quien su compañero había llamado Ed, y le
preguntó:
—¿No podrían ayudarnos un poco esos
caballeros? Queremos remontar el río hasta un árbol que hay allí;
un árbol que quizás está hueco, y ver qué hay en su interior, si es
que hay algo.
Ed se volvió al otro hombre, y le
preguntó:
—¿Rufe?
—Bueno, ¿por qué no?
Ed se soltó y Rufe manejó el motor, para
acercar el bote hacia la orilla. Luego, me largó a mí la amarra del
johnboat, y la até al arbolillo, tras
apartar el bote de la orilla. Entonces Ed preguntó:
—¿Quién va a ir?
Knight me hizo seña de que subiera, y yo me
senté en uno de los dos bancos, en el más cercano a popa. Él
embarcó también y tomó asiento junto a mí. Una vez acomodado, hizo
un gesto a Edgren y a Mantle, quienes ocuparon un lugar en el otro
banco. Entonces Rufe maniobró el bote y partimos río abajo. Luego,
puso el motor a toda máquina, viramos y empezamos a remontar la
corriente. Pasamos junto a la isla por su parte occidental, dejamos
atrás mi embarcadero, y llegamos a la embocadura del remanso en
cuyo centro se erguía el árbol. El tronco tenía unos sesenta
centímetros de diámetro y era blanco, según corresponde a todo
sicómoro.
—Ése es —dije.
Rufe dio marcha atrás. Nuestro avance se
detuvo, y cuando empezamos a deslizamos río abajo, Rufe nos hizo
virar en redondo, dio avance a toda vela y nos introdujimos en el
remanso. Rufe dio marcha atrás y redujo la velocidad, de modo que
ésta era insignificante cuando tropezamos con el árbol. Rufe se
agarró a él y nos detuvimos. Edgren se levantó entonces, y Rufe le
alargó una mano para que se mantuviera firme mientras metía la otra
en el hueco.
—Aquí hay algo —dijo, y mi corazón aceleró
sus latidos, pues yo daba por supuesto que al final habíamos dado
con el dinero y que eso pondría fin a todo.
Pero en vez de levantar la bolsa, empezó a
tirar de algo que había en el hueco.
—Esta maldita cosa está enredada —se
quejó.
—¿Qué es? —preguntó Rufe.
—No sé.
Palpó y pareció estar midiendo distancias,
luego volvió a sacar la mano y midió por fuera, desde el borde del
hueco. Metió el pulgar en el sitio que había medido, y sacó la
pistola.
—No sé si esto va a dar resultado o no
—dijo—, pero nada cuesta probar.
Apuntó su arma y disparó. Salió polvo del
hueco, y Edgren volvió a introducir la mano.
—Lo he conseguido —declaró, muy satisfecho—.
El disparo ha roto la astilla.
Sacó la correa que Jill había cortado
aquella noche de la bolsa. El extremo que quedó colgando se había
enredado en alguna hendidura del interior del tronco.
—¡Eh! —exclamó Edgren excitado—. Es de color
rojo; del mismo color que la bolsa donde se depositó el dinero que
se llevó Shaw cuando saltó del aparato. La televisión sigue
hablando de ello.
—Pues, claro —convino Mantle.
—Caliente, caliente.
Yo, en cambio, sentía un sudor frío por
todas partes.
—¿Hay algo más dentro? —pregunté.
—Yo no palpo nada —contestó Edgren.
Se puso un guante y rebuscó en el
hueco.
—No; eso es todo, pero yo diría que es
mucho.
—Está bien.
Rufe le ayudó una vez más, pasó sobre Knight
y sobre mí, y se sentó al lado de Mantle, el cual se quedó mirando
la correa. Pero no me hizo preguntas acerca de ella, ni tampoco
Edgren. Rufe, dando marcha atrás, nos sacó del remanso y nos
condujo de nuevo al río, siguió corriente abajo y bordeó la isla.
Yo estaba pensando qué habría de decir a Jill, cómo podría contarle
que el ingenioso plan de Bledsoe, llevado a cabo por ella para
complacerme, había fracasado por completo; que su dinero había
desaparecido; que el bote que nosotros dijimos haber visto estuvo
allí de verdad durante la noche, y que fue precisamente mi bote,
robado por alguien, que lo empleó para llevarse lo que era de Jill.
Knight saltó a la orilla, pero yo quise ser el último. Esperé a que
Edgren y Mantle desembarcasen. A Jill le brillaban los ojos
mientras nos miraba inquisitivamente a todos, buscando, claro, su
dinero. Como no lo vio, se volvió hacia mí, con expresión
interrogativa. Sin embargo, antes de que yo pudiera decir nada,
Edgren alzó la correa.
—Bien, jovencita —dijo—. Tenía usted razón:
el árbol está hueco y, tal como usted pronosticó, su dinero
verdaderamente estuvo allí metido. ¿Había visto usted esto
antes?
Agitó la correa y ella la miró
fijamente.
—¡La han cortado de la bolsa! —gimió ella—.
¡La bolsa con mi dinero...! ¿Dónde está? ¿Qué han hecho con ella?
¡Dígamelo! ¡Mi bolsa! ¿Dónde está?
—Será mejor que se lo pregunte al señor
Howell.
—¿Que se lo pregunte a quién?
—Hable, señor Howell.
—¿Que hable yo, sargento? ¿A qué se refiere
usted?
—Bueno, todo coincide. La faja de papel en
su casa, la correa enganchada en su árbol, su bote rescatado
corriente abajo... Parece claro que aunque a usted le gusta esta
chica, le gusta aún más su dinero. De modo que si ella quiere saber
dónde está, como ya he dicho, será mejor que le pregunte a
usted.
—¡Dave¿¡No puedo creerlo!
—¿Por qué no dice algo, señor Howell?