3
Una vez arriba comprobé la temperatura del
agua. Cuando estuvo caliente, la dejé correr y volví con Jill. Ella
seguía en la cama, temblando. La envolví en la manta, me arrodillé
junto al lecho, la levanté, y la llevé hasta la bañera. Le quité la
manta, así que de nuevo quedó desnuda.
—Métete en seguida —y le di un cachete en el
trasero.
Obedeció. Se desperezó en el agua caliente
y, durante un segundo, el castañeteo prosiguió. Luego se detuvo, y
ella cerró los ojos.
—¿Te encuentras bien?
—Es como estar en el cielo.
—No me extraña que te lo parezca.
—¿Soy bonita?
—Preciosa.
—Quiero ser para ti... ¿Sabes quién me has
parecido hace un momento, ahí fuera?
—No, ¿quién?
—Dios.
Lo dijo en tono bajo y solemne. Yo no lo
tomé a broma ni respondí nada. Al cabo de un rato, ella dijo:
—Siempre oyes decir que el infierno es
caliente, pero descubres que el frío puede ser peor, especialmente
el frío húmedo, con un tipo malvado apuntándote con una pistola a
la cabeza y una mujer chiflada incitándole a que dispare. Entonces
una voz tras de ti habla. Luego suena un disparo de fusil. Y de lo
más profundo del infierno te ves trasladada al cielo. ¿Qué te
pareció aquel tipo que te disparó?
—Pues que necesitaba un afeitado.
Jill me barbilleó.
—Dios lleva barba —observó—. Estoy segura de
que la lleva. Así lo muestran en todas sus imágenes.
—No puedo decirte lo que se vería en una
imagen tuya; sería ilegal.
Ella roció agua sobre las cosas de las que
yo estaba hablando, y me preguntó muy inocentemente:
—¿Te gustan?
—Me encantan.
Eran unos senos redondos y bonitos, con los
pezones alargados en el agua caliente. Chapoteó con fuerza,
alegremente, y luego dijo:
—Flotan... hacia ti —al final metí mi mano
en el agua y acaricié uno, y ella susurró—: Has tardado
mucho.
—No estaba en disposición.
—Debí haberte dicho que he estado rezando.
Todo el tiempo que permanecí ahí fuera he estado rezando. Luego,
cuando tú hablaste desde el bote...
—Yo no soy Dios. Soy Dave Howell, y sé que
me estoy enamorando de ti.
—Entonces se trata de un sentimiento
recíproco.
—Estate quieta. Quiero mirar tus pies.
Eran pequeños, bien formados y lindos, pero
cuando los palpé empezó a gemir.
—¡Para! ¡Me haces cosquillas!
—Veo que no los tienes dislocados.
—Me duelen por fuera.
—Aquellos matorrales pueden causar
arañazos... Tal vez tengas los pies un poco magullados, pero no hay
dislocación.
—Bien.
Se incorporó, cortó el agua, se mojó los
sobacos, chapoteó un poco y volvió al tema de mamá.
—Dave, ¿por qué le incitaría a que me
disparase? Ella no me conocía de nada. ¿Por qué deseaba que me
mataran?
—Debes de haberla interpretado mal. Es una
montañesa. Somos una gente rara y siempre decimos lo contrario de
lo que pensamos.
—Escucha: puede que la haya interpretado
mal, pero mi instinto no me falla, y me dice que deseaba en serio
que me matara. Pero ¿por qué?
No pude responderle. El comportamiento de mi
madre a mí también me dejaba confuso. Y contesté:
—Olvidemos eso —o algo parecido, y traté de
que volviéramos a lo nuestro.
—Está bien —repuso—, pero será mejor que
bajes. Ella puede venir en cualquier momento y conviene que tú no
estés aquí.
—Bueno. Bésame.
Ella me besó solemnemente, pero de pronto se
echó atrás.
—¿Por qué no ha subido ella? ¿Qué está
haciendo ahí fuera?
—¿Y qué nos importa lo que esté
haciendo?
Pero Jill se quedó mirándome fijamente.
Luego, susurró:
—Sé lo que está haciendo. Está robando el
dinero. Dijo que iba a ir a buscarlo, y eso es lo que la
entretiene. Y por eso quería que me mataran. En cuanto él me
hubiera matado y tú lo mataras a él, podías echarnos a los dos al
río y ¿quién iba a saber cómo fallecimos o cuándo o quién acabó con
nosotros? Podrías esconder ese dinero y guardarlo...
—¡Eh! ¡Deja de hablar de que yo quería
eso...!
—Dave, yo no he dicho que tú me quisieras
ver muerta. No lo creo de ti. Pero es igual. Si me hubieran matado
ahí fuera, si yo estuviese muerta, tendrías que haber seguido con
el asunto y hecho lo que ella quisiera, porque, al fin y al cabo,
es tu madre. Se trataba de echarnos a los dos al río y quedaros
vosotros con los cien mil.
—¿Has imaginado eso, eh?
Eso es lo que dije al principio, pero luego
tuve que confesar de plano, pues ella me sonsacó. El comportamiento
de mamá en la orilla del río era muy extraño.
Jill siguió mirándome fijamente, y luego
prosiguió, con un tono muy frío de voz:
—Bueno, todo lo que puedo decir es que si
ése es el modo de comportarse de la gente montañesa, yo me alegro
de IH haber nacido en la llanura. ¿Eso es lo único que saben hacer?
¿Ir por ahí matando gente?
—A veces no hay más remedio.
Ella siguió mirándome con fijeza, y luego,
de repente, cerró los ojos como si se los hubieran azotado con un
látigo. Alargó su brazo y me tocó, agarrando mi mano con las
suyas.
—Lo siento. Dave; olvidé quién es Dios. Nada
más. No lo volveré a hacer... nunca. Sí, a veces matar a un tipo
puede ser la cosa más gloriosa del mundo. Tienes que bajar
—añadió.
Acercó su rostro húmedo al mío, pero, una
vez más, retrocedió y preguntó:
—¿Qué está haciendo ella ahí fuera? ¿Por qué
no ha vuelto? Y tiene el fusil. Si viene antes de que llames al
sheriff, mi vida no vale ni un centavo. Dave, llama al sheriff,
¡llama al sheriff ahora mismo! ¡Ahora! ¿Me oyes? ¡Ahora!
Yo no creía que su vida estuviera en
peligro, pero con una hermosa chica desnuda al lado, echándole a
uno agua y dándole en la cabeza, uno hace lo que ella dice, aunque
sólo sea por hacerla callar. Bajé las escaleras, consulté el número
del sheriff en el listín y telefoneé. La voz del funcionario que
contestó sonaba adormilada, y apenas reaccionó cuando le dije que
había matado a un tipo «para salvar la vida de una chica». Pero
cuando mencioné a Shaw, el pirata aéreo que había secuestrado aquel
avión, el funcionario se animó inmediatamente. Me dijo que
esperara, que iba a por una pluma. Luego me pidió que empezara «a
contar» y que «hablara despacio mientras escribía». Cuando ya tuvo
apuntado el nombre, la hora y el sitio, todo bien claro, me dijo
que mandaría una ambulancia para Jill y un furgón fúnebre para el
cadáver.
—¿Necesita algo más? —me preguntó en tono
amistoso.
A mí no se me ocurrió nada más, así que él
añadió:
—Los policías llegarán inmediatamente, en
cuanto se hayan vestido. Que no toquen nada hasta que ellos
lleguen.
Yo le contesté que así se haría.
Cuando colgaba el teléfono, Jill entró
cojeando en la habitación, envuelta en la manta. Me preguntó si
podía utilizar a su vez el teléfono, que estaba al lado de una
arcada del recibidor, y yo me levanté para permitirle que se
sentada. Por los números que marcó me di cuenta de que se trataba
de una llamada interurbana. Cuando le contestaron, dijo:
—¿Jack? Soy yo, Jill.
Por lo visto aquel individuo se había
quedado atónito, porque ella cubrió el auricular con la mano y
susurró:
—Es Jack Muller, el jefe de nuestro
departamento. Creyó que estaba muerta, y creo que lo he dejado sin
aliento —entonces se puso de nuevo al teléfono—. Llama ahora mismo
al señor Morgan, rápido. Dile que me encuentro bien. Gracias por
mandar el dinero, y envía mis más cordiales saludos a la señora M.,
que tan preocupada estuvo por mí. La llamaría yo misma, pero no
tengo su número de teléfono, ya que lo perdí con todo lo que
llevaba. Mis más cariñosos recuerdos. No olvides eso.
El señor Morgan parecía ser el presidente de
la compañía aérea.
Jill colgó y exclamó:
—¡Bueno! Ahora me siento mejor. Entonces fue
cuando entró mamá con el fusil en la mano. Jill le dijo:
—Señora Howell, lo siento, pero Dave ha
telefoneado al sheriff. Si me mata, tendrá que pasar veinte años en
Marysville. Así, pues, mejor será que no lo intente.
—Nadie ha pensado en matarte —le dije yo,
casi amablemente.
Ya empezaba yo a hartarme de algo de lo que
ella no tenía pruebas, y en lo que yo no creía. Mamá no le hizo
caso y, dirigiéndose a mí, explicó:
—No he podido encontrar ni rastro de ese
dinero. No sé lo que ese tipo hizo con él, pero se le soltaría con
el empujón o con el tirón al abrirse el paracaídas. Este sí lo he
encontrado; está a orillas del río, al otro lado de la isla.
—Ese no es asunto de nuestra incumbencia,
mamá.
—¿Está segura de que no ha enconirado ese
dinero y lo ha escondido? —preguntó Jill con sarcasmo—. Ha estado
mucho rato ahí fuera.
Yo no vi que mamá hiciera gesto alguno con
el fusil; puede que sólo fuera un pensamiento que le pasó por la
cabeza. En cualquier caso, Jill se dio cuenta de ello y se encogió
de miedo en su silla.
—Dame eso —exigí a mamá alargando la mano,
pero ella retrocedió, y yo tuve que ponerme duro para que me
entregara el fusil.
—Déjame tranquila. Este fusil es mío. Me
pertenece. Tu padre me lo compró para que estuviera
protegida.
Eso era nuevo para mí; yo creía que se lo
había comprado para él.
—A quienquiera que pertenezca —le dije yo
secamente, y poniéndome ya antipático—, es una prueba de un
homicidio. Tiene que ser entregado a la policía.
Al final conseguí mi propósito y soltó el
arma sobre la mesa del salón, la bajita que hay frente a la
chimenea.
—Creo que ya es hora de desayunar —y
dirigiéndome a Jill le pregunté—: ¿Crees que podrás tomar algo de
alimento?
—Quisiera un poco de café, por favor.
—En seguida.
Generalmente era yo el que cocinaba, pero
esta vez llevé a mamá a la cocina para apartarla de Jill y alejarla
de aquel fusil. La cocina era eléctrica. Después de sacar la
cafetera y llenarla, abrí la puerta inferior del armario y extraje
la sartén que yo utilizaba para frituras. Era de acero inoxidable,
de cinco por seis centímetros, con orificios en el borde. La compré
en un mercadillo de lance. No sé de qué habría formado parte; quizá
del suelo de un camión. Mas yo, en cuanto la hube engrasado, la
consideré perfecta para frutos de sartén y otras frituras. Aquella
mañana la unté y corté el maíz de las mazorcas, y empecé por freír
el tocino en otra sartén de mango largo. En cuanto la cafetera
empezó a silbar, preparé el café y lo llevé al salón en una
bandeja, con una servilleta, azúcar y crema. Todo muy bien
presentado. Mamá no se molestó en ocultar su disgusto. Puse todo
sobre la mesa, frente a Jill, que echó en la taza cuatro terrones
de azúcar y un poco de crema y empezó a tragar, titubeando de vez
en cuando porque el café estaba muy caliente. De pronto, me pareció
una chiquilla medio muerta de hambre, y el corazón me dio un salto.
Me apresuré a prepararle zumo de naranja, huevos, tocino y frutos
de sartén. Yo comí con Jill mientras mamá lo hacía en la cocina. De
vez en cuando, yo acariciaba su fuerte manita y ella me acariciaba
la mejilla. Ya me disponía a fregar los platos cuando sonó el
timbre de la puerta. Abrí, y allí estaban los policías.