20

 

Todos los coches seguían allí. Aparcamos y entramos. Volví a la cocina en busca de algo para comer para mi madre, pero ella me rodeó con sus brazos y me empujó al salón.
—Ya me encargaré yo de eso —dijo—. A ti te han hecho pasar un mal rato. Siéntate, y ya te traeré algo.
Amontoné leña y encendí fuego. Mi madre volvió muy pronto con el almuerzo: un par de bocadillos de jamón, algo de pastel, leche y café. Nos sentamos allí a comer, y uno a uno los coches se fueron marchando, no sin que antes los policías me advirtieran, como siempre, «que no me moviera de la casa». Desearon a mi madre, del modo más respetuoso, suerte en sus gestiones.
Bledsoe hizo lo mismo (estaba muy alterado). Más tarde apareció Santos, quien, ayudado por sus hombres, metió algo envuelto en una lona en su furgón fúnebre. Me preguntó dónde estaba nuestro panteón familiar o dónde había sido enterrado el señor Howell, qué clase de ataúd quería yo, etcétera, etcétera. Me explicó brevemente las disposiciones que habían tomado para la investigación, «que ahora tendrá que ser por partida doble». Mientras él hablaba, Knight llamó al timbre de la puerta, y cuando acudí me dio su opinión sobre el caso. Una vez se hubo marchado, se presentó Jill caminando desde el rancho por el sendero. York iba tras ella, se metieron en sus coches y se marcharon sin despedirse.
Cuando Santos se marchó a su vez, pareció que todo había terminado. Mi madre acabó de comer, se levantó y tomó el teléfono.
—Tengo que llamar a Sid. Debe venir.
—¿Para qué? —pregunté en tono agrio, bien a mi pesar.
—A causa del dinero —contestó.
—¡Al demonio con el dinero! —exclamé yo, furioso—. ¡Y una vez más, al demonio con ella! ¿Quién te va a pagar porque consigas recuperarlo? Ella no, seguro.
—No se trata de ella. Si no me equivoco, se llevaron el dinero los Giles de Flint, que se han portado con ella igual que con otros Giles hace más de tres años. Tengo que sonsacarles.
—¿Y Sid sabe quiénes son?
—Sid lo sabe todo.
—Yo no contaría con él para nada.
—Pero yo lo necesito.
Marcó un número y contestó alguien.
Un niño, por lo que pude entender. Sid no estaba casado, pero vivía con él la que llamaba su ama de llaves, una mujer carnosa que tenía un par de hijos. Mi madre preguntó por Sid, y la respuesta pareció ser que había ido a Marietta. Dejó recado de que la llamara, colgó y volvió a sentarse en el sofá, junto a mí. Me tomó la mano y la besó y, de repente, las angustias del día desaparecieron. Sólo contábamos ella y yo, en un momento de hermosa paz.
—Bueno, aquí estamos —dije.
—Sí, hijo mío. Y me gusta.
—A mí también me gusta, pero ¿quiénes somos nosotros?
—¿Qué quieres decir con eso de «quiénes somos nosotros»?
—Sabemos quién eres tú, por supuesto, pero ¿quién soy yo? Madre, ¿quién es mi padre?
Cerró los ojos, como si sintiera un dolor, y cuando los abrió no me miró a mí, sino que se quedó contemplando el vacío ante ella.
—Dave —me explicó—, tu padre es un hombre muy importante, alguien de quien te sentirás orgulloso cuando, finalmente, conozcas su identidad. Pero mis labios han estado sellados todos estos años a causa de su esposa, la chica con la que se casó poco antes de conocerme a mí. Ella enfermó casi en seguida, y por eso no pudo ser una verdadera esposa, sino una inválida que depende de él y a la que no puede abandonar, al menos eso cree. Estaba entonces moribunda, han pasado veintidós años y lo sigue estando, Dave. Sufrió un ataque de apoplejía que la volvió tan indefensa como un bebé, y ahora vive en Arizona con su enfermera.
Volvió a cerrar los ojos, se golpeó en la rodilla con su puño y gimió:
—No debería hablar así. Parece como si estuviera deseando que se muriera, y no debo, ¡no debo! Pero tampoco puedo evitarlo. ¡Lo deseo! ¡Le quiero a él! ¡Lo quiero sólo para mí! ¡Ojalá termine este secreto nuestro!
—¿Por qué no pide el divorcio?
—No se libraría de ella.
—A ella no le importaría, y esta situación no es nada buena para ti. ¿Por qué la pone él por delante de ti?
—Le pregunté eso una vez; hasta le grité. Yo puedo ser muy mala. Nací en Flint, Virginia occidental. Pero él me hizo callar, y tuve que calmarle. ¿Sabes lo que me contestó, Dave?
—¿Qué?
—Que ella debe morir.
—Eso me cierra a mí la boca también. ¿Vais a casaros en cuanto ella muera?
—Eso creo yo.
—¿No estás segura?
—Dave, discutimos esto a menudo. Has de comprender. Vivimos juntos. Tenemos una casa maravillosa junto al río, en Indianápolis. Él me presenta a sus amigos. Los agasajamos juntos en las fiestas. Claro, aparentamos que yo tengo casa propia, al lado, y que soy sólo una amiga. No tengo razones para temer, para sospechar de él. Sin embargo, soy mujer, Dave. Lo creeré cuando lo vea, cuando me ponga el anillo en el dedo.

 

Sid llamo entonces por teléfono. Cuando le contesté, me habló en tono amistoso, como si hubiera olvidado nuestra trifulca o, al menos, no me guardara rencor. Llamé a mi madre para que se pusiera al aparato, y ella le habló también muy amistosamente.
—¡Sid, tengo que verte! Ha ocurrido algo. Es sobre la Pequeña Myra, pero no puedo decírtelo por teléfono. Creo que está intervenido, así que hemos de tener cuidado al hablar. Pero tengo que verte, Sid. Será mejor que vengas aquí —se interrumpió entonces y escuchó a su interlocutor, quien habló durante un rato, al parecer tratando de averiguar qué quería decirle mi madre.
Ella siguió insistiendo en que el teléfono estaba intervenido, y al cabo de un rato dijo, en tono muy amable:
—Gracias, Sid. Sabía que puedo contar contigo. No te lo habría pedido de no estar segura.
Colgó inmediatamente, pero no volvió a sentarse junto a mí en el sofá. Empezó a dar vueltas por la habitación, y yo me quedé admirando su silueta y su modo de andar, tan ágil que casi parecía que flotaba. Y uno, sin querer, se daba cuenta de lo esbelta que era. De repente, le dije:
—No le has dicho que ha muerto.
—Ojos que no ven, corazón que no siente.
No parecía ser algo que tuviera que ocultar por hallarse el teléfono intervenido, suponiendo que fuera así. Poco a poco, fui comprendiendo que en tanto no lo supiera, tendría que venir a averiguar cómo iban las cosas. Y empecé a preguntarme si no era Sid el individuo que mi madre iba buscando.