16
Seguimos nuestra marcha cruzamos por
Clarksburg, y luego salimos a la carretera Cincuenta, por la que
circulamos durante algunos kilómetros, mi madre siempre tras de mí,
hasta que divisé uno de esos aparcamientos situados sobre una
panorámica. Hice una señal, frenamos y nos detuvimos. Mi madre se
paró a mi lado, y cuando salimos nos miramos y reímos. Creo que
estaba complacida de que hiciéramos las cosas juntos, de aquella
manera, sabiendo siempre cada uno lo que el otro quería decir. Me
acerqué a su ventanilla y le anuncié:
—Ha ocurrido algo, pero no te lo podía decir
allí.
—Bueno, pero primero contéstame:
¿le has contado a ella o a alguien lo que la
Pequeña Myra te dijo sobre nosotros?
—No, no le he dicho nada.
—Claro que ella lo sabe, pero si le hubieras
dicho que tú lo sabías también, se habrían complicado las
cosas.
—Por eso no le dije nada.
—Bien, ¿qué ha ocurrido?
—Jill encontró el dinero.
—¿El de aquel bandido?
El mismo, pero faltan dos mil dólares. Lo
encontró por casualidad la pasada noche.
Le conté lo de nuestra salida a pescar, y su
rostro se contrajo de dolor. Cuando se distendió, cerró los
ojos.
—¿Así que es cierto lo de la Pequeña Myra?
¿Que robó ese dinero? ¿Y ahora qué? ¿Y ahora qué?
—Pero hay más.
Le conté lo de Bledsoe y la actitud de Jill.
Al cabo de un rato, dijo:
—No se lo reproches, Dave. Es una simple
chifladura de abogado. Tampoco se lo reproches demasiado a
ella.
—Bledsoe pensaba en mí.
—Como yo, claro. Y Myra, por lo que tú has
dicho, ahora os odia a ti y a esa chica, con esa especie de
religión suya en la que cree y la hace tan especial. Myra
constituye un verdadero peligro, pero si tratan de engañarla será
peor. Jill tiene razón por instinto, Dave.
—Yo no estoy tan seguro.
—¿Y si seguís el consejo del abogado y la
policía no pica?
—¿Qué entiendes por no picar?
—Que no caiga en vuestra trampa. Que no
busque en ese árbol.
—Más o menos tiene que buscar por allí,
¿no?
—La gente nunca hace lo que uno espera que
haga. Puede que miren en el árbol, pero no sin que antes primero te
observen, para estar seguros de si tú sabes más de lo que les has
dicho. Luego, todo saldrá a relucir, desde el salto de la carpa a
la idea del abogado, idea que no es muy brillante. Y entonces sí
que te verías metido en un jaleo.
—¿Te pones de su parte, entonces?
—Yo me pongo siempre del lado donde está el
dinero.
—¿Y cuando hay un pescuezo en peligro?
—No estoy segura de que lo haya.
—Bueno, pues yo estoy bien seguro de que
podría ser mi pescuezo el que corriera peligro. No me agradaría que
me colgasen de él ni me seduce pasar una temporada en la
cárcel.
—Dave, existe una posibilidad que se me
ocurrió en cuanto me hablaste de esto, y que podría dar a Jill la
razón hasta tal punto que me hace estremecer. ¿No has pensado tú en
ello?
—¿De qué estás hablando?
—Si no lo has adivinado, no te lo diré. Pero
puede que Jill sí, y si ella lo ha pensado, todo será diferente,
dada la manera como se está comportando. Y, desde mi punto de
vista, eso cambiaría las cosas.
—¿De qué demonios hablas?
—Cena conmigo esta noche, y para cuando se
vaya a servir el postre, estoy segura de que ya lo habrás
adivinado.
—Tengo que volver con Jill.
—Suponiendo que siga allí.
—Si no está, le telefonearé a su
hotel.
—¿Me telefonearás a mí también? Yo estaré en
Two Rivers, en aquel sitio nuevo junto a la fábrica de armas.
—Te tendré al corriente, desde luego.
No pude imaginar lo que mi madre quería
decir, pero resultó que eran muchas cosas, y que no se había
equivocado en sus suposiciones, como descubrí al día
siguiente.
Eran casi las cuatro. Me metí en la
furgoneta y partí. Mi madre me siguió durante un rato, pero luego,
en un semáforo la perdí. Sin embargo, me abstuve de disminuir la
marcha para que me alcanzara. Era ya tarde —las seis— cuando entré
en el camino que conducía a casa. El corazón me dio un brinco en el
pecho cuando vi que el coche de alquiler de Jill seguía allí. Di
una vuelta para dejar la furgoneta en el cobertizo. Al cerrar la
puerta, Jill salió corriendo de la casa, vestida con mis
pantalones, una de mis camisas de franela y una chaqueta de pana.
Se precipitó en mis brazos, me besó, y murmuró:
—¡Estoy tan contenta, tan contenta de que
hayas vuelto!‘Temí que no volvieras, Dave.
—¿Por qué no había de volver? Tú estás aquí
y yo vivo aquí.
—Te podían haber detenido.
—¡Qué ideas se te ocurren!
—Deja de enfurruñarte conmigo y
bésame.
La besé, pero no pude evitar decirle:
—Y a ver si dejas de besar ese dinero.
Ella se echó hacia atrás y me abofeteó.
Luego, volvió a besarme.
—Tengo una sorpresa para ti, Dave: he dejado
de besarlo. Lo he vuelto a poner en aquel sitio, como nos aconsejó
el abogado.
Señaló hacia sus ropas, como si eso
explicara todo, pero yo no comprendí bien, y le pregunté:
—¿Que has vuelto a ponerlo en el
árbol?
—Tú lo has dicho.
—Pero ¿has podido manejar el bote? ¡Si no
sabes! ¡Jill! ¡Remar en el río Muskungum contra corriente!
—Yo no he dicho eso.
—Hablas ya de una manera que pareces
montañesa. Vamos, di, ¿cómo lo hiciste? ¿Volando?
Ella parecía encantada al verme enfadado, me
besó una vez más y dijo:
—Entremos.
Nos dirigimos a la cocina, y allí, sobre la
mesa, había un par de lonchas gruesas de jamón, un cuenco lleno de
guisantes, patatas hervidas y en rodajas, metidas en una
ensaladera, y salchichón, cortado muy fino y envuelto en papel
encerado.
—Ésta es la cena que vas a cocinar —dijo—.
Tenemos lonchas de jamón, guisantes...
—Ya veo lo que tenemos. Ahora, cuéntame lo
que hiciste.
—Entremos y sentémonos.
Tomó mi mano y me condujo al salón, y allí
nos sentamos en el sofá.
—Dame tu boca —le dije.
—Bésame.
La besé.
—Así —prosiguió— que te marchaste.
—Fui a Flint a advertirla, como te dije que
pensaba hacer. Ni rastro de ella. Allí no hay nadie que la haya
visto ni sepa dónde está. Mi madre se presentó también, con la
misma idea, precisamente cuando estaba yo visitando a mi tía. Así
que nos marchamos y, de vuelta, hicimos alto en la carretera. Yo le
conté lo poco que había que contar. Y eso es todo cuanto tengo que
decir. ¿Y bien...?
—Pues yo tengo mucho que contar. Primero,
hice lo que me dijiste: hablé con alguien de confianza. Llamé a Bob
York a su motel, y vino en seguida. Ahora tenemos dos coches
alquilados. Cuando se enteró de lo que ha propuesto el abogado,
quería subirse por las paredes, y me dijo que no cometiera esa
locura. Pero cuando le recordé que el señor Bledsoe conocía el
ambiente local y era mi abogado, no quiso ni escuchar. Dijo que
Trans-U.S. & C. no necesitaba semejantes consejos. Que íbamos a
jugar limpio, sin trucos. Entonces le interrumpí para decirle que
de todos modos teníamos que jugar la partida, que uno de los
jugadores era yo y que todo lo que quería de él era saber qué
pensaba. Su contestación fue hacer una llamada directa a Russ
Morgan. Metió diez dólares en el teléfono y me fue imposible
detenerle. Así que tuve que hablar con el señor Morgan. Le expliqué
que si la Policía no creía que encontramos ese dinero por
casualidad, mientras tratábamos de pescar una carpa, estábamos en
manos de esa mujer, que podría decir que habíamos matado a Shaw a
propósito, en la isla, y que luego escondimos el dinero, y
etcétera, etcétera, hasta que yo me viera entre la espada y la
pared. Al final, él comprendió lo que yo trataba de decirle, y
ordenó a Bob York que no se entremetiera. Bob se ofendió muchísimo
y se marchó en su coche. Pero eso no fue más que el principio.
Seguidamente, se presentó Edgren queriendo saber dónde estabais tú
y la señora Howell y yo qué sé quién más. Le contesté que tú habías
ido a buscarla y que le llamarías en cuanto volvieras. Por cierto,
creo que harás bien en llamarlo.
Así que interrumpimos la conversación
mientras yo llamaba a la oficina del sheriff. Edgren no estaba,
pero le dejé el recado de que había vuelto. Me volví a Jill, quien
prosiguió:
—Soportando aquella conversación, me di
cuenta que a quien yo quería...
Eso requirió otra interrupción, y la
estreché contra mi pecho. Nuestros alientos se mezclaron, pero no
nos desabotonamos la ropa.
—Entonces —continuó Jill— comprendí lo que
tenía que hacer: poner de nuevo el dinero en su sitio, y
rápidamente, antes de que viniera alguien más.
—Pero ¿cómo?
—Ésa era la cuestión. Yo no podía manejar
aquel bote, pero luego pensé en una solución. Me puse tus ropas,
las que ahora llevo y saqué los chanclos de goma del coche. La
mujer de la tienda me insistió para que los comprara, porque cuando
llueve en Ohio no cae una llovizna, sino que diluvia. Al menos eso
me dijo. Yo los compré y los guardé en el coche. Así que los saqué,
me los puse bajo el brazo envueltos en una toalla, tomé el dinero
con la otra mano y me d:ñgí apresuradamente al
desembarcadero.
—A mi desembarcadero.
—Sí, frente a aquel árbol que sobresale.
Entonces me senté, me quité los zapatos y las medias, así como tus
pantalones y mis panties, y entonces resultó la cosa más graciosa
de ver de todo Ohio: yo desnuda de medio cuerpo para abajo. La
Trans-U. S. & C. debía sacarme así en sus anuncios; ¡estaba tan
linda! Me calcé los chanclos y ya estuve lista. Tomé aquel dinero y
me dirigí hacia el árbol. ¡Oh! El agua estaba fría, pero, al menos,
yo podía ver lo que estaba haciendo; y fui chapoteando. Cuando
alcancé el árbol, el agua me llegaba a la cintura. Deposité la
bolsa y regresé. Al volver al desembarcadero, me quité los
chanclos, escurrí el agua, me sequé con la toalla, me puse las
medias, los zapatos y tus pantalones, y regresé precipitadamente,
pensando en lo mucho que te quiero. Y tú, ¿cuánto me quieres a
mí?
La estreché entre mis brazos y se lo dije
una vez más, sin que tampoco nos desabotonáramos la ropa. Admito
que yo estaba completamente rendido, pero cuando sugerí a Jill que
nos demostráramos nuestro amor, ella me contestó que sería mejor no
hacerlo. Podría llegar alguien, y eso lo echaría a perder todo. Si
algún maldito periodista lo explicara a sus lectores, nos podría
perjudicar muchísimo.
—Mejor será que prepares la cena. Comeremos
y decidiremos qué vamos a decir. Bueno, me refiero a la explicación
que hemos de dar cuando Edgren o quien sea conteste al teléfono.
Eso les hará ponerse en movimiento mañana. Vendrán, encontrarán el
dinero y luego se lo llevarán.
—Es igual. Te quiero. ¿Me quieres?
—¿Tú qué crees?