9

 

Di marcha atrás al coche y lo coloqué junto a la puerta principal. El salón estaba como siempre, pero no se veía a mamá por ninguna parte. La llamé, pero ella no me contestó. Golpeé con los nudillos la puerta de su cuarto, es decir, lo que había sido el comedor. Como tampoco allí obtuve respuesta, abrí la puerta y entré. Eran casi las siete y estaba oscureciendo, así que, al principio, no tuve la seguridad de si estaba allí o no. Entonces la distinguí, echada en la cama boca arriba, quieta, con el mismo vestido, la manta tapándola a medias, y la mirada perdida. Yo le susurré:
—¿Por qué no has contestado cuando te llamé?
No obtuve respuesta.
—¡Eh!
No me respondió.
Tomé su brazo y la sacudí. Ella se soltó y me abofeteó. Yo la abofeteé a mi vez, y al hacerlo cometí un error. Ella giró sobre sus rodillas en la cama, así que el vestido se le abrió por delante. Luego empezó a darme puñetazos, a arañarme mi cara y a agarrarme, a sujetarme y a morderme. Yo no grité ni ella tampoco. Yo refunfuñaba, jadeando furioso, contestando con puñetazos que ella me devolvía. Al final se dejó caer sobre la cama y empezó a chillar, así que yo pude irme a mi habitación para echarme un vistazo en el espejo y ver qué me había hecho en la cara. Tenía arañazos por todas partes. Tomé un bote de Listerine y conseguí cortar la hemorragia. Luego, volví con mi madre. Sus gritos habían cesado, pero tan pronto como abrí la puerta, empezaron de nuevo los que ya tenía yo tan oídos, y que consistían en cambiar la voz del natural al falsete y viceversa. Eran estridentes, claros, inaguantables y cien por cien farsa.
—¡Bueno, calla ya, o te voy a zurrar! —la conminé.
Sólo conseguí que redoblara sus gritos en voz más alta.
La levanté y la abofeteé, primero en un lado de la cara y luego en el otro. Gritó con todas sus fuerzas. Tomé un jarro y empecé a echarle agua por encima.
—Toma, para que te refresques.
No dejó de gritar, pero aminoró el tono, así que yo supe que al final podríamos hablar.
—Ahora —le pregunté—, ¿quieres decirme a qué viene todo esto? ¿Qué demonios te pasa?
—¡Oh! —gimió—. ¡Que yo haya vivido para ver este día!
—¿Qué día? —le pregunté—. Es domingo. ¿Qué tiene de extraordinario?
—¡Al cabo de tantos años! ¡Después de todo lo que yo he hecho! ¡Ahorrando y trabajando como una esclava...!
—No olvides decir eso de que hay que ver cómo se te han puesto las manos.
Porque, claro está, yo ya había oído aquello otras veces, relacionado con una cosa u otra. Me lo sabía de memoria. Pero ahora lo repitió una y otra vez, como si recitara de un libro, sin olvidarse de nada. Hasta que no hubo dicho todo por lo menos dos o tres veces, no volvió a citar lo de la noche anterior:
—Y pensar que cuando al fin había alguna esperanza, cuando el sol estaba saliendo, cuando el arco iris había aparecido en el cielo, ¡que me den esta puñalada por la espalda mi propio hijo y una horrible Jezabel!
—¿Dónde estaba esa criatura? No he visto a ninguna Jezabel.
—¡Una puta que se acuesta con los hombres, y que me ha quitado a mi pequeño Davey!
—¡Eh! El pequeño Davey soy yo.
—¡Una Jezabel!
—¿Cómo sabes que se acuesta con hombres?
—¡No hay más que mirarla! Cualquiera lo adivina. ¡Con esa cara que tiene de viciosa!
—¿Y porque se acuesta con hombres ya es una Jezabel?
—¿Pues en qué crees tú que eso la convierte?
—No lo sé... Tal vez en nada. Es una chica encantadora.
—Repito que es una Jezabel.
—¿Porque se acuesta?
—¿Pues qué crees tú que es?
—Tal vez una chica enamorada.
—¿Enamorada? ¿Enamorada?
—Mamá, dime una cosa.
—¿Que te diga qué?
—Había una chica a la que yo admiraba, pues tenía razones para ello. Se llamaba Myra Giles, nombre que te será conocido. Tenía dieciséis años e ingresó en el hospital de aquí para dar a luz un hijo. Dos meses después se casó. Así que debió de haberse acostado con alguien. ¿La convierte eso en una Jezabel?
Ella se elevó apoyándose sobre un codo y me miró fijamente un buen rato. En la oscuridad, sus ojos parecieron más grandes, ya no azules, sino negros.
—¿Cuándo te enteraste de eso?
—¡Oh! Hace unos meses. Tuve que arreglar mis papeles para cobrar cierto seguro. Me exigieron partida de nacimiento, licencia matrimonial de los padres y demás, y así es como me enteré.
A mí no me importó. Todo lo que vi en aquellos papeles fue una chica de dieciséis años enamorada. No hay en ello nada ilegal. Yo la alabo y, si vamos al caso, hasta se lo agradezco. Pero volvamos al tema, ¿la convierte eso en una Jezabel?
—Podría ser.
—Pues, bueno, Jezabel, ¡hola!
—¿Cómo te gustaría irte al infierno?
—Bueno, has sido tú quien lo ha dicho, no yo.
—Claro que lo he dicho. Tenía que hacerlo. Pero no fui yo.
—¿Que no fuiste tú? ¿Te estás burlando?
—No fui yo. ¡Ahora ya lo sabes! Nunca pensé tener que decirte que no eres mi hijo. Ni Jody fue tu padre. ¡No fui yo la que te parió! Fui yo la que tuvo que casarse, pero yo no te tuve a ti.
Fue la Gran Myra, mi prima y tocaya quien te dio a luz en la clínica de la calle Cuarta. Pero luego, como ella no se podía quedar con el niño, me suplicó que lo criara yo. Así que tuve que casarme. De todos modos, Jody y yo íbamos a casarnos, pero aún no podíamos. Entonces él, al ver a la otra amamantar a aquel niño, se entusiasmó tanto, que tuvimos que casarnos antes de lo que habíamos pensado. Yo te quiero, siempre te quise; tú no eres mi hijo y no hay razón por la que no...
—¿Por la que no qué...?
—¡Lo que me dé la gana!
—¿Por eso coqueteas conmigo?
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que haces de Jezabel conmigo.
—¡No me hables así!
—¡Lo mismo digo! ¡Esto sí que es bueno, mamá! De repente, puedes desabrocharme los pantalones con el cuento de que no eres mi madre. ¿No es para reírse?
Me apartó de un empujón, se levantó y encendió la luz. Entonces empezó a taparse con el vestido y a retorcerse, para arreglarse las partes donde estaba rasgado, descosido o arrugado. Luego se dirigió al salón, donde la luz estaba ya encendida, y se sentó. Al cabo de un rato, dijo:
—Si quieres reírte, ríete; tú sabrás de qué.
—De la cómica historia que ha contado.
—Si te parece cómica, considérala cómica. Para mí nunca lo fue, ni para la Gran Myra.
Ignoro por qué tardó tanto en penetrar en mi pensamiento la idea de que podía ser verdad lo que me había dicho. Hasta entonces ni se me había ocurrido pensar en ello. Pero cuando mamá nombró a la Gran Myra, a la que siempre consideré mi tía, una luz brilló en mi cerebro. Recordé la cara que ponía la Gran Myra cuando me traía un juguete, una trompeta, unos patines o un tambor. Eso me hacía sentirme siempre muy feliz. Tía Myra se parecía un poco a mamá; era un poco más alta y delgada que ella, pero en vez de ser linda podía considerársela bella. Tenía la tez pálida, el cabello negro azulado y unos grandes ojos negros de montañesa. Dicen que ese color se debe a la sangre india. Me adoraba y yo la idolatraba, y ahora sabía la razón de esos sentimientos. Me acerqué a mamá, puse mi mano sobre su cabeza, volví su cara hacia la luz y le pregunté:
—¿Me has dicho la verdad?
—Claro que sí.
—¿Por qué no me lo dijiste antes?
—Porque así lo decidimos. Prometí no decírtelo jamás mientras...
—¿Mientras qué?
—Mientras tú no echaras a perder las cosas.
—¿Con tía Myra, quieres decir?
—Con ella o con quien fuera.
Debí de tardar unos cinco minutos en sospechar de quién estaba hablando.
—¿Te refieres a mi padre?
—He dicho con quien fuera.
—¡Maldita sea! ¡Contéstame!
—Pues bien, con él.
—¿Quién es «él»?
—No lo sé. Ella nunca me lo dijo.
—¡Mamá! ¡Dímelo! ¿Quién soy yo?
—¿No crees que te lo diría si lo supiera? Habiéndote contado todo eso... Ella trabajaba en el condado de Logan. Tenía un empleo de mecanógrafa o algo así en la Boone County Coal Corporation, y se presentó un tipo casado que estaba haciendo un estudio para establecer una línea de autobuses. Myra nunca me dijo quién era él. Eso es todo lo que sé.
Pasó un rato antes de que yo asimilara aquello. Luego dije:
—Mamá, ¿tuvo él algo que ver con el trato que hicisteis respecto a mí? ¿Quiso también que tú me adoptaras?
—No lo sé porque nunca la vi. Puede que viniera y estuviese con Myra en Marietta cuando llegamos a nuestro acuerdo. Ella nunca me lo dijo y yo no lo sé.
—Y ¿por qué me adoptaste tú?
—Ya te lo he dicho: porque te quería.
—Y mi padre, quiero decir Jody Howell, ¿qué pensó de todo ello? ¿Me quería él?
—Al menos me quería a mí por entonces...
—¿Y por qué accedió.
—Bueno, ¿por qué no iba a acceder? Ya sabíamos que yo no podía tener hijos. Los médicos me lo dijeron.
A mí me constaba la incapacidad de mamá para tener hijos, de modo que no insistí en ello. Seguí atando cabos, mientras ella continuaba sentada en su silla, dando puntapiés y mirándome de vez en cuando. Tenía una expresión de acosada, de culpable, distinta de la que adoptó cuando miraba al vacío. Sin embargo, al cabo de unos minutos, empecé a sospechar que no me había contado toda la historia. Acudieron a mi cerebro más recuerdos; cómo mi padre se había portado conmigo, sus modales fríos, su despego. Nunca sentí por él lo mismo que por mamá o por tía Myra.
—¿Por qué fue tan complaciente? —pregunté—. ¿Por qué accedió a que tú me adoptaras?
—Ya te lo he dicho: me quería.
—¿Eso fue todo?
—¡Hace tanto tiempo! No me acuerdo.
—¿Le dieron dinero?
—Bueno, imagino que sí.
—¿Cuánto?
—No lo sé. Se lo dieron a él.
Tras una pausa, seguí indagando:
—¿Fue el que empleó para comprar el otro terreno y construir aquella birria de casa?
—No lo sé. El no me lo dijo.
—¿Te lo dijo o no te lo dijo?
—El no me lo contaba todo.
—¿Pagaban mi manutención?
—No lo sé.
—Ellos no se la habrían pagado a él, sino a ti.
—¿Quiénes son «ellos»?
—Tía Myra y mi padre.
—A veces me pagaron algo.
—¿A primeros de cada mes?
—No lo sé; ¡hace tanto tiempo!
—¿Cuánto tiempo?
—¿Qué quieres decir con «cuánto tiempo»?
—Que cuánto estuvieron pagando mi manutención.
—Ya te he dicho que no me acuerdo.
—¿Siguen pagándola?
—Deja de fastidiarme.
—Dímelo, ¿sí o no?
No me contestó, lo que significaba que sí. Al final dejé de insistir. Por el momento, había descubierto tantas cosas que la cabeza me daba vueltas. Yo era como una vaca que se hubiera comido toda la hierba a su alrededor y ahora tenía que echarse un rato para rumiarla. Aún no tenía idea de cómo iba a reaccionar ante aquello; si me gustaba o no cambiar a mamá por tía Myra, y a mi padre por otro tipo del que nunca supe nada, excepto que debió de ser una buena persona y que de veras estuvo enamorado de tía Myra, pues cuidó de mí todos aquellos años. También resultaba evidente que tenía medios, lo cual significaba que no era un don nadie. Todo esto, mezclado, me formaba un lío en la cabeza. Pero quedaba una cosa por aclarar: ¿por qué, después de haber cumplido su promesa todos aquellos años, faltaba a ella precisamente ahora y me lo contaba todo? Cuando se lo pregunté, eludió la cuestión.
—Tenía que suceder —se explicó, gimiendo—. Te lo tenía que contar alguna vez.
—¿Y por qué esta noche?
—No sé; me salió así.
—¿Por buscar una justificación para quitarte las bragas ante mí?
—¿Cómo puedes decir una cosa semejante?
—Porque es verdad.
—¡No, no es verdad! Deberías avergonzarte. Deberías ponerte de rodillas y pedirme perdón.
—No lo haré. Es verdad.
—¡No lo es!
—Lo es, pero métete esto en la cabeza: no va a haber nada entre nosotros. ¿Sabes por qué? Porque yo no quiero, por eso. No te quiero de ese modo.
—¡Yo no he pretendido eso! ¡No!
—Es lo que has pretendido. Y deja de mentir.
Se echó a llorar, y me acerqué a secarle los ojos. Al limpiarle la nariz me tragué un nudo que se me había formado en la garganta. Quise besarla y la besé. Cometí un error. Ella agarró mi maño y la besó, y luego me arrastró hacia su regazo, besándome y manoseándome. Logré desasirme de ella y le dije:
—Bueno, hemos terminado, ¿eh? Las cosas han quedado claras. ¿Sabes lo que quiero de veras? Comer. Estoy hambriento. ¿Y tú?
—¿Quieres decir que me vas a hacer la cena?
Aquello tenía un sonido íntimo, como para lograr un tono diferente de lo que habíamos estado hablando.
—Sí.
—Dave, eres tan cariñoso...
Los guisantes y la ensaladilla formaban parte de lo que habían traído los vecinos aquel día. El pollo procedía de un paquete de muslos adquirido por mí el día anterior en el supermercado. Además, siempre teníamos a mano pastel y helado. No sé si ella consideró romántico que yo preparase la cena. Sin embargo, observando cómo se alisó el cabello, sentada allí, a la mesa, con su vestido desgarrado ceñido a la cintura, me pareció que esperaba un cambio en mí, una vez hube averiguado que nuestras relaciones no eran las que yo imaginaba. Pero, por mi parte, no había nada de eso. Todo lo que yo quería era algo de comer y un cambio de tema mientras seguía obsesionándome aquella revelación. La cabeza me daba vueltas y más vueltas cuanto más aceptaba la nueva situación: que tía Myra fuera realmente mi madre, y que mi padre fuese algún tipo cuyo nombre ni siquiera sabía; algún pez gordo, sin duda, por su forma de actuar conmigo.
Mamá se ocupó en fruslerías y fue de acá para allá mientras yo lavaba los platos. Tomó un paño y me ayudó a secar, teniendo siempre cuidado de enseñar más de lo normal. Cuando nos fuimos al salón, intentó sentarse en mi regazo. Yo conecté el televisor. Estaban dando las noticias de las once. Al final, dije que estaba cansado y que me iba a la cama. Ella tosió y farfulló algo, pero, al final, se fue a su cuarto tras darme las buenas noches.

 

Me acosté y me quedé a solas con todo lo que me habían dicho. Puede parecer divertido, pero, poco a poco, las cosas se aclararon. No me importaba que tía Myra fuera mi madre, debido a sus grandes ojos negros, al modo como me quería y al modo como yo la quería a ella. Pero el resto (quién pudiera ser mi padre) no era más que un gran dolor, un lugar hueco en la oscuridad que yo tenía que descubrir. Aún estaba pensando en ello —o así lo imaginé, sin saber que me había quedado dormido—, cuando me moví y toqué algo que había en la cama. Una mano reposaba sobre mí, y escuché un leve susurro. Debí de pegar un salto.
—No te asustes, Dave. Soy yo, mamá.
Palpé. Ella estaba allí, a mi lado, desnuda bajo la manta. Di un salto o traté de darlo, pero ella me agarró y me retuvo, murmurando todavía:
—No te voy a morder. No debes tener III miedo. Abrázame y ámame. Así. ¡Es la naturaleza!
—No está bien. ¡Sal de aquí!
—¡No! ¡No, por favor!
—Mamá, ¡te he dicho que salgas! ¡Eso no puede ser entre nosotros!
—Pero puede ser entre tú y esa chica, ¿no?
—Déjala ahora en paz.
—No quiero dejarla en paz. Éramos felices antes de que ella viniera, nosotros dos, hablando de lo bonito que sería cuando nuestros pequeños sueños se hicieran realidad. Siempre pensé que la revelación de mi secreto haría posible esto cuando nosotros lo quisiéramos. ¡Tienes que hacerlo! Yo comprendo lo que te pasa, lo que le ocurre a un hombre de tu edad, lo que necesita de una mujer. ¿Y no sabes lo que yo quería? ¡Darte todo lo que necesitas y más! Tú también lo querías de mí, ¡oh, sí! Lo querías. Estoy segura. Entonces vino ella a estropearlo todo. La odio, la odio. ¡La odio! ¿Por qué te has encaprichado de ella? ¿Por qué...?
—Yo no me he encaprichado de ella.
—Bien, no te encaprichaste. Ahora es mi turno, ¡me toca a mí!
—¡Te digo que no!
—Sí, sí, aquí, déjame...
Me parece que aún hubo más. Por lo que recuerdo, forcejeamos y peleamos un buen rato, desnudos allí, entre las mantas. Yo dándome cuenta, asombrado, de lo joven, suave y prieta que era. Finalmente, la arrojé de la cama y de la habitación, y cerré la puerta, que es por donde debí haber empezado. Luego me senté, jadeando, mientras ella, gritando, se sentaba a su vez en el salón. Después cesó todo, y la oí entrar en su dormitorio. Me volví a meter en la cama y traté de pensar en qué situación me colocaba todo aquello. Poco después, escuché abrirse la puerta del cuarto de mamá. Muy despacio, unos centímetros cada vez, como si tratara de que yo no me diera cuenta. Me dispuse para otra pelea, al tiempo que me preguntaba qué haría si intentaba derribar la puerta. Luego percibí el sonido del disco del teléfono al marcar, y la voz de mamá hablando bajo.
Tras un largo silencio, chirrió una bisagra de la puerta principal. Oí pasos en el porche, luego nada y, finalmente, el motor de un coche. A continuación, distinguí unas luces. Cuando salté y miré a través de la ventana, mamá se dirigía ya a la carretera, hacia la ciudad. No tenía la menor idea de a dónde iba ni me importaba lo más mínimo. Todo lo que se me ocurría pensar era que, al menos por un rato, me había librado de ella. Volví a la cama, y reanudé el hilo de mis pensamientos; necesitaba una respuesta a aquella pregunta, al acertijo en que se había convertido mi vida: ¿quién era yo?