15
Bledsoe se marcho y yo Sali a acompañarle,
pero Jill siguió sentada mirando el dinero. Cuando el abogado iba a
montar en su coche, me dijo:
—No creo que la chica vaya a hacer eso. Está
como hipnotizada por el dinero. Ya sé que es mucho, dejarlo en el
tronco de un sicómoro es algo que no le gustaría a nadie, pero peor
será que se lo quiten y, encima, pase una temporada en la cárcel de
Marysville. Parece quererte, y creo que sería bueno recordarle que
la señora Howell tiene las mejores cartas en la mano si sabe
jugarlas. No la tenéis cogida, como la chica parece creer, sino que
la chica y tú estáis en sus manos, ¡y de qué modo! Porque una cosa
es que mataras a Shaw para salvar a una chica, lo cual no le
importa a nadie, y otra que lo mataras para robarle el dinero en
combinación con las dos mujeres, lo cual es un planteamiento
diferente. Por desgracia, eso es lo que creen o parecen creer
Edgren y Mantle. La policía es así.
Se alejó, pero aún me dijo a través de la
ventanilla:
—¡Aún tienes la posibilidad de quedar libre,
sin que te acusen de nada, Dave!
Yo le hice un gesto con la mano. Cuando
entré en casa, Jill seguía sentada allí, mirando fijamente el
dinero.
—¿Vas a hacer lo que te ha dicho? —le
pregunté.
—Para él es muy fácil decirlo; no le cuesta
nada. No es su dinero, sino el mío. Es mío y lo he conseguido.
Entonces, ¿por qué he de abandonarlo escondiéndolo en un sicómoro?
Y, además, ¿cómo sabes que Edgren me lo dará, que no me lo
birlará?
—Has de confiar en alguien.
—Ese abogado dijo que por cien mil pavos no
se fiaba de nadie. ¿Por qué tengo que fiarme yo?
—En otras palabras: que no vas a
hacerlo...
—Tengo que pensarlo.
—Pues entonces he de advertirla.
—¿Advertir a quien?
—¿A quién crees?
—Ahora comprendo cuáles son tus sentimientos
hacia ella y lo que sientes por mí.
—¿Por ella? ¿Por ti? Y yo, ¿qué?
—¿Qué tienes tú que ver con todo eso?
—¿No has oído lo que dijo el abogado? ¡Que
mientras ella ande por ahí nos puede mandar a los dos a la
cárcel!
Voy a intentar apartarla de nuestro
camino.
—¿Y cómo vas a conseguir eso?
—Supongo que estará en Flint, oculta, hasta
que el asunto se olvide. Entonces podrá salir y apoderarse del
dinero.
Voy a decirle que el dinero ha sido
encontrado, y que es mejor que se largue a Cuba, a México, o a
donde quiera; no me importa.
—¿Con mis dos mil pavos?
—Vale la pena.
—¿Para quién?
—¿No lo has oído? Para nosotros.
—Estás hablando de mi dinero.
—¡Ya me estoy hartando de tu dinero!
—Pues yo no me he hartado.
Nos enfadamos.
—Y ¿cómo vas a ir a Flint? —preguntó—. Ella
se llevó tu coche, no lo olvides, y yo no pienso prestarte el
mío.
—Usaré la furgoneta.
—¿Qué furgoneta?
—Una furgoneta que tengo para llevar carga a
la ciudad. Está en el cobertizo.
—Bueno, pues ve a advertirla.
—Debo ir. Pero también tengo que prevenirte
a ti. Lo que hagas hoy va a afectar el resto de tu vida: o bien no
tendrás que preocuparte nunca más por el dinero, o lo echarás todo
a perder. Insisto en sugerirte que no metas esos billetes en tu
coche y te vayas a tu hotel o a alguna otra parte. Y también te
sugiero que no hagas nada sin hablar antes con otra persona,
alguien en quien tengas confianza, como York. Cuéntale lo que el
señor Bledsoe te ha dicho y, según reaccione, podrás actuar. Ahora,
si me perdonas...
Me dirigí a la puerta.
—¿Es eso todo cuanto tienes que decir?
—preguntó Jill dando un salto.
—Ya he dicho demasiado.
—Veo que no le importo a nadie.
Me acerqué a ella rápidamente y la tomé en
mis brazos, pero no hizo nada para acercarse a mí. Al cabo de un
rato alzó su cabeza y yo la besé. No estoy seguro de si me devolvió
el beso, pero si lo hizo no me besó de verdad; fue como algo
ambiguo, para darme a entender que yo le gustaba, pero que, al
mismo tiempo, cien de los grandes son cien de los grandes, o que
noventa y ocho mil dólares eran noventa y ocho mil dólares. En
resumen: un beso materia de contabilidad.
Flint estaba a unos noventa y cinco
kilómetros: una hora por el camino antiguo y hora y media por la
actual carretera. Hacía una hermosa mañana, un bonito día de
primavera en marzo. En los primeros kilómetros se sucedían colinas
bajas —un paisaje ondulado con muchas granjas—, pero en la
proximidad del río Monongahela aparecían las montañas grises, con
sus cimas ocultas por las nubes, como si estuvieran hechas de humo
y se pudiera arrojar una piedra a través de ellas, si fuera posible
arrojar una piedra a aquella distancia.
En Clarksburg alcancé la orilla Oeste del
río, y me detuve en un aparcamiento junto a la carretera para
entrar en el bar, sentarme y beber algo. Por entonces sabía, si es
que alguna vez lo olvidé, que yo era un montañés, y que el país me
imprimía carácter como ningún otro lo hubiera hecho.
También quería pensar, reflexionar y decidir
qué iba a decir cuando me viera otra vez cara a cara con mamá. Si
me plegaba a sus deseos, se dejaría convencer fácilmente, sin
importar lo que se hubiera dicho, hecho o dejado de hacer aquella
noche en mi cama. Si yo actuaba de otro modo —o sea como, más o
menos, tenía que comportarme—, me vería metido en un lío de los
gordos. La cuestión era: ¿no podría regatear con ella, portarme de
modo amistoso sin empezar algo que no pudiera detener? Llegué a la
conclusión de que debería tomar las cosas tal como vinieran, sin
hacer planes de antemano; que fuera ella la que viniera hacia mí,
sin provocar peleas. Después de aspirar profundamente dos veces, me
puse de nuevo en marcha. Pronto llegué al riachuelo Deer Creek, y
lo seguí hasta Flint. No sé si ustedes habrán visto alguna vez un
campamento minero abandonado, pero sé que si lo han visto no
desearían repetir la experiencia.
El riachuelo, una corriente cristalina que
bajaba de las montañas, discurría muy encajado. Junto al cauce era
visible lo que quedaba del ramal de ferrocarril, que se unía a la
línea principal más abajo, en la confluencia con el río. Los raíles
habían desaparecido a trechos, y en su lugar crecían hierbajos. Los
pocos tramos que quedaban estaban mohosos y retorcidos. Más arriba
del ramal estaba la carretera que yo había tomado, que, por cierto,
no se encontraba en mucho mejor estado que el propio ramal. Más
arriba de la carretera se levantaban las casas donde habían vivido
los mineros, todas en estado ruinoso, con las ventanas rotas y las
puertas colgando de sus bisagras. Entre aquellas viviendas había
huecos, correspondientes a las que habían robado, cargándolas en
camiones.
Pero el latrocinio se acabó cuando se dio a
Sid Giles el empleo de cuidador y vigilante. Ahora no hay quien
robe una casa con Sid de guardia por la noche. A lo mejor quien
robaba antes las casas era él mismo, a fin de promover la creación
del empleo. Total, que ahora vivía en la «casa grande», como se
llamaba a la antigua mansión del capataz, situada en la ladera.
Estaba pintada de color crema y era digna de ver. Al pasar de largo
frente a ella distinguí al ama de llaves de Sid, una mujer llamada
Nellie, que salió a sacudir una alfombra. Yo no me detuve, pero me
fijé en que el coche de mamá no estaba allí. Lo empinado del
terreno impidió construir un garaje, aunque sí había aparcamiento,
y en él estaba un autobús escolar.
Dominándolo todo estaba el volcadero, como
se llamaba al funicular aéreo de vagonetas que descendía ladera
abajo desde la bocamina hasta el ramal de ferrocarril. Su misión
consistía en transportar el carbón hasta los vagones de carga. De
la boca partía el túnel principal de la mina, el cual se dividía en
galerías que llevaban a las salas de donde se extraía el carbón.
Los trenes de la mina eran remolcados por máquinas eléctricas hasta
el funicular. Las carretillas de la mina volcaban el mineral sobre
las vagonetas, que lo transportaban a su vez. Por la mañana, los
mineros subían en las vagonetas hasta la bocamina, y luego montaban
en las carretillas tiradas por las máquinas eléctricas hasta el
tajo. En invierno, cuando iniciaban su tarea, aún era de noche. Por
eso, casi todos los mineros tomaban las vagonetas, aunque algunos
ascendían caminando por los senderos de montaña.
«—Parecían un largo gusano —me contó una vez
un minero—, caminando en fila con sus lámparas encendidas. ¿Sabe
quiénes son aquellos mineros? —me dijo indicándome a unos—. Los
hombres “de una sola pierna”, la otra la perdieron en la mina.» El
accidente más común es la pérdida de la pierna por aplastamiento.
Cuando el minero se restablece, la compañía le proporciona otro
empleo, pues los dirigentes son amables y considerados, y no mandan
detener por imprudencia al trabajador. En cada mina, un veinte o un
treinta por ciento de la nómina está compuesta de esta clase de
hombres.
El volcadero estaba, por supuesto, que se
venía abajo, sin el tren de vagonetas, pues se lo habían llevado a
otra mina o bien lo habían vendido como chatarra. El edificio que
se levantó al lado había desaparecido, pero el arranque del
funicular seguía allí, a pico sobre la carretera. Quise detenerme y
comprobar si era cierto lo que había oído: que Sid había
improvisado allí un trampolín para bajar el licor hasta el camión
que debía transportarlo a Fairmont. Pero detenerse allí no era
recomendable. Entraba dentro de lo posible que el lugar estuviera
guardado por tipos armados con fusiles. No se les podía ver, pero
estarían allí.
Continué, pues, a mi punto de destino: una
cabaña apartada de la carretera, kilómetros y medio río arriba de
Flint, edificada en una especie de rellano cercano a una hondonada
que años antes se roturó, y que ahora se utilizaba para cultivar
hortalizas. Se iba por un camino sin pavimentar, lleno de baches,
aunque no intransitable. La cabaña estaba construida con gruesos
troncos cepillados por ambos lados, con los extremos dispuestos
para que se entrecruzaran. Los habían cortado en un lado de la casa
para colocar un hogar y una chimenea muy alta de piedra. En el
interior había dos habitaciones. La situada en la parte trasera
tenía una estufa de acetileno a un lado, una tarima al otro y una
mesa con sillas en medio. La estancia delantera contaba con hogar
chimenea, canapés y una mesita baja. El mobiliario era antiguo,
casero, y de buen aspecto; las alfombras, gruesas y bonitas.
Incluso el suelo era digno de ver: de pino blanco, restregado con
arena hasta dejarlo brillante como el raso.
Habitaba allí tía Jane, cabeza de la familia
Giles en aquella parte del condado de Harrison. Vivía con Borden
Giles, su hijo. Comprendí que éste se hallaba ausente, pues su
coche no se veía. La propia tía Jane salió a abrirme la puerta. Era
una mujer de sesenta años, con el pelo canoso, bajita, pero no mal
parecida. Tenía algo de la suavidad de mi madre y su alta
entonación de voz. Me conoció en seguida, aunque hacía años que yo
no iba por allí, y se sintió muy sorprendida de verme. No se trató
de la sorpresa que hubiera fingido, como de inmediato pude
advertir, si mi madre hubiera estado allí. No me besó, según era
costumbre en ella, pero me estrechó la mano muy amistosamente,
primero secándose la suya en el III delantal, que era de color
guinda y lo llevaba limpio. Su vestido era de lana, de un color
oscuro tirando a marrón, y debajo llevaba pantalones. Acaricié su
mano tras estrechársela y observé sus ojos y su modo de mirar.
Naturalmente, su expresión era inquisitiva, como si tratara de
adivinar lo que yo quería. Ello reforzó mi primera impresión de que
no tenía noticias de mi madre ni sabía dónde estaba.
Me invitó a entrar y a sentarme junto a la
chimenea, en la cual ardían tres leños. Desapareció en la cocina y
permaneció ausente un par de minutos. Cuando salió, llevaba un
platillo con una taza en una mano y una cafetera en otra. Me
sirvió, diciéndome:
—Como ves, me acuerdo de que lo tomas
solo.
—Gracias, tía Jane.
Luego, de pronto, con el propósito de
pillarme desprevenido, me preguntó:
—Dave ¿dónde está la Pequeña Myra?
—¿Por qué me lo preguntas?
De los montañeses, yo incluido, no hay
manera de conseguir una respuesta directa. No es que quieran
engañar, pero nunca contestan con franqueza.
—Has venido por eso, ¿no?
—Pudiera ser.
—Cuando ella viene por aquí no se queda en
mi casa, sino en la de Sid.
—¿Quieres decir que he de ir allí a
preguntar? Pues no quiero.
—Si ella hubiera estado allí, yo me habría
enterado —y luego añadió—: Dave, no hay necesidad de que vayas; yo,
en tu lugar, no lo haría.
—Tía Jane, él no me gusta nada.
—Yo no he dicho que tú le gustes a él.
—Ya me he dado cuenta.
—¿Lo has visto últimamente?
—Puede que fuera por mi casa.
—¿Cuándo, Dave?
—Quizás anteayer.
Fue en busca de ella, ¿no?
—Acaso.
—Y ella no estaba, ¿verdad, Dave?
—Que yo recuerde, no.
—Así que él andaba buscándola y tú la buscas
ahora. ¿Dónde está, pues?
—¡Ojalá lo supiera!
Tras una pausa, me preguntó:
—Dave, ¿se quedó con ese dinero?
—¡Oh! ¿Así que estás enterada?
—Tengo un televisor ahí dentro. El locutor
dijo que se sospechaba de ella.
—Pues por mi televisor no he oído nada de
eso.
—Es que aquí captamos la emisora de
Pittsburgh.
—¿Y han dicho que ella se llevó el
dinero?
—No lo dicen; lo piensan.
—¿Estás segura?
—Segurísima.
Aunque no supiera toda la verdad, tenía
razón. Por mi parte, debía ordenar mis ideas sobre el asunto. Tenía
que decidir si explicaba o no a tía Jane que Jill había encontrado
el dinero, y que eso demostraba que eran fundadas las sospechas de
los de Pittsburgh. Pero decidí no contárselo. Yo no podría
controlar lo que mi tía dijera en caso de que mamá se presentara, y
debía tener en cuenta a Jill, en vista de la recomendación del
abogado. También era conveniente que pensara en mí mismo.
—¿Qué has venido a decirle? —me preguntó de
súbito tía Jane.
—Que se largue.
—¿A dónde?
—A México o a donde sea, pero fuera de los
Estados Unidos.
—¿Que se vaya del país?
—Sí, y rápidamente.
—¿Tomó algo de ese dinero y...?
—Debe de tener bastante.
Me preocupaba el hecho de haber acudido
directamente a casa de mi tía, sin detenerme a sacar dinero del
banco, a fin de reponer el' que mamá había tomado para fugarse.
Pero si ella aún conservaba los dos mil dólares, y así debía de
ser, no necesitaba ningún dinero mío.
Pude ver como los ojos de tía Jane
escudriñaban mi cara. Sin duda se percató de que yo le ocultaba
algo, pero antes de que pudiera seguir haciéndome preguntas, se oyó
el ruido de un coche. Lo conducía mi madre (mi madre de verdad),
quien aparcó detrás de mi furgoneta y se dispuso a apearse del
vehículo. Salí a su encuentro, la ayudé a descender y la besé. Ella
me besó a su vez y susurró:
—¿Está aquí mamá?
—No.
Me volvió a besar, y se dirigió a tía Jane,
que ya había salido a la puerta, y que pareció alegrarse de
verla.
—Tía Jane, ¿está la Pequeña Myra por aquí?
—preguntó mi madre.
—Que yo sepa, no.
—¿No la ha visto?
—No la he visto.
Entramos, y tía Jane nos hizo sentar. Mi
madre se volvió hacia mí.
—Yo tampoco la he visto —le dije.
—He venido a advertirla.
—¿De qué? —preguntó tía Jane.
—De esa chica —le explicó mi madre—. De esa
Jill, que le ha tomado manía —por un momento pensé que ella estaba
al corriente de que Jill había encontrado el dinero, y yo no quería
que tía Jane lo supiera.
Pero entonces me di cuenta de que mi madre
se refería a la conversación del día anterior, cuando Jill le hizo
callar.
—Acabo de pedirle a tía Jane —intervine— que
diga a mamá que se vaya, si viene por aquí.
—Es lo que yo vine a decirle.
—Con lo que se ha llevado no tiene más
remedio que irse —refunfuñó tía Jane, con un tono nada amistoso
hacia la Pequeña Myra.
Nos sentamos, y tía Jane sirvió más café. Mi
madre le preguntó por algunas personas, al parecer todas de la
familia Giles, de las que yo nunca había oído hablar. Pero pronto
se levantó, y yo hice otro tanto. Los dos estrechamos la mano de
tía Jane, le dimos recuerdos para Borden y salimos de la casa. Besé
a mi madre y le ayudé a entrar en el coche.
—Será mejor que me dejes salir a mí primero
—le dije.
No tengo ni idea de por qué eso habría de
ser mejor, pero ella se apresuró a asentir. Lo principal era no
hacer ningún gesto que pudiera hacer creer a tía Jane que
hablábamos de algo que preferíamos ocultarle. Acaricié a tía Jane
una vez más, monté en la furgoneta y arranqué. Pero fui conduciendo
despacio para asegurarme de que mi madre me seguía. Al llegar a la
carretera, empecé a hacerle señales con la mano izquierda, para que
continuara tras de mí y no me adelantara. La miré por el espejo, y
ella me respondió con un gesto. Comprendí entonces que me había
entendido, y me reconfortó que hubiera bastado una ligera
seña.