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Al parecer el sheriff estaba en Europa u ocupado en otro asunto. El funcionario encargado era un sargento llamado Edgren. Se presentó a sí mismo y luego al ayudante que le acompañaba, un hombre de edad mediana llamado Mantle. También presentó, o señaló, al doctor Cline, el médico que había seguido en la ambulancia el coche del sheriff, y al empresario de pompas fúnebres, Santos, quien estaba apeándose del furgón, de color negro, sin marcas de ninguna clase, parado detrás de la ambulancia.
El sargento Edgren me preguntó:
—Usted ha matado a un hombre, ¿no es cierto?
—Al pirata del aire Shaw, sí.
—¿Ya lo había identificado?
—La chica lo identificó. La que descendió con él en el paracaídas.
—¿Está ella aquí?
—Ahí dentro.
—¿Es ella la que tenemos que llevar en la ambulancia?
—Será mejor que se la lleve, sargento. Yo diría que se halla en mal estado.
—¿Doctor Cline?
El doctor Cline se acercó con dos hombres que sacaron una camilla de la ambulancia, y yo les indiqué el camino por el interior de la casa. Cuando hube presentado a todos a Jill, ella indicó la manta y dijo, como para que se hicieran cargo:
—Perdonen que esté vestida así —habló en tono frío—, pero mis ropas se empararon en el río, donde caí con el paracaídas. El señor Howell me dio esta manta.
El doctor Cline le tocó la frente, le tomó el pulso e hizo un gesto con la cara. Sus hombres soltaron la camilla en el suelo, pusieron a la chica en ella y se fueron, llevándosela. Mientras la metían en la ambulancia, me incliné y la besé.
—Te pondrás bien —le susurré.
—Espero ponerme por ti.
Edgren estaba en la puerta mirándome. Tan pronto como la ambulancia partió, yo volví a su lado.
—Está bien —me dijo—. Empiece a contar desde el principio.
—No hay mucho que contar. Sin embargo...
Le conté todo, empezando por cuando mi madre me despertó, la marcha hasta la orilla del río, la conversación que tuve allí con Shaw, cómo acudí al desembarcadero, mi travesía en el bote, mi orden de que soltara la pistola, el tiro que me disparó y el que le disparé yo a él.
—Lo maté o, al menos, eso creí. Yo no miré, pero imagino que mi madre sí. Puede hablar con ella sobre eso.
—¿Cuándo ocurrió todo?
—Poco después de las cinco. Linos veinte minutos después, diría yo.
Sacó un cuaderno de notas y le echó un vistazo.
—Usted nos llamó a las seis y seis.
—Sí, creo que fue hacia esa hora.
—¿Por qué tardó tanto en llamar? ¿A qué estaba esperando?
—Tuve que llevar en brazos a la chica, que se encontraba muy mal por el frío que había pasado tras caer en el agua, asustada porque le habían estado apuntando con una pistola a la cabeza, y horrorizada por haber visto al muerto. Lo primero es lo primero. A ella había que cuidarla. El otro podía esperar.
—¿Dice usted que su madre estuvo allí?
—Sí.
—Y ella, ¿no pudo haber llamado?
—Estaba buscando el dinero.
—¿Qué dinero?
—El dinero que la compañía aérea entregó. Iba en una bolsa de cremallera con correas para colocársela sobre el hombro, al menos eso es lo que dijeron por la televisión. Lo llevaba consigo o debió de llevarlo cuando saltó en paracaídas.
—¿Y qué tenía ella que ver con eso?
—Quería reclamar la recompensa.
—¿Para qué?
—Sargento Edgren, por lo que la chica le contó, la corriente se les llevó todo cuando cayeron al río: el sombrero, la chaqueta, los zapatos de él y de ella; todo lo que llevaban, incluso el dinero. Pero mi madre pensó que podría haber flotado después de que él se quitara las correas, cuando se dirigió nadando a la isla. Y ella pensó que si se daba prisa, si iba remando y echaba un vistazo podría agarrarlo antes de que se hundiera, antes de que se empapara o se hiciera pedazos más abajo, al chocar con la presa. Ella no podía telefonear desde un bote. Así que dejó que yo me encargara de todo.
—¿Y lo encontró?
—Lo siento, pero no.
—¿Dónde está el muerto?
—Donde cayó, en la isla.
Los conduje alrededor de la casa y, sendero abajo, hasta el bote.
—Allí está —dije, señalando—. Entre los matorrales.

 

Me ofrecí a bogar, pero Edgren hizo un gesto a Mantle, quien empujó el bote hacia el agua. Entonces los dos, Edgren a popa y Mantle a los remos, se dirigieron a echar un vistazo.
—Bien —dijo a Mantle—. Cargue su cámara fotográfica. Tiene trabajo que hacer.
Mantle metió una película en la cámara, y luego estuvo muy atareado tomando fotos del cadáver, midiendo con una cinta de acero que salía de un carrete, tomando nota de los matorrales pisoteados, etcétera. Después, Mantle me llamó para averiguar dónde había estado yo cuando disparé el tiro que lo mató.
—Se lo mostraré.
Regresaron a la orilla, y yo subí a la proa del bote. Mantle se dirigió corriente abajo, y luego hacia el extremo más alejado de la isla. Hice que recaláramos junto al árbol y amarré la embarcación como hice antes, tirando de ella para vararla, exactamente como la primera vez. Los tres echamos pie a tierra y nos dirigimos al tocón donde yo había recogido a Jill, que estaba a metro y medio del cadáver. Mantle se fijó en una ramita partida, un retoño de arbusto, y se lo quedó mirando con una lupa. Luego, lo envolvió en un kleenex y se lo metió en el bolsillo.
—Creo —observó— que lo ha tronchado su disparo.
—En efecto —convino—. Es importante porque, más o menos, prueba que usted actuó en defensa propia.
Los tres regresamos al bote y volvimos a la orilla bogando. Edgren dijo:
—Por suerte hallé el arma de Shaw con un casco vacío en la recámara. El resto, como la ramita cortada del arbusto, al parecer por su bala, coincide con lo que Howell ha dicho.
—¿Va a escribirlo así en el informe?
—Todo concuerda.
—Bien.
Así que todo había terminado. Sólo faltaba retirar el cadáver, recoger el paracaídas y depositar mi fusil como prueba para la investigación que se desarrollaría más adelante. El señor Santos se negó a colocar el cadáver en mi bote.
—No nos metamos en líos —dijo—. Si ese bote volcara, tendría que destinar dos hombres a rastrear el río, y Dios sabe qué pasaría. Tendremos que llamar a DiVola.
DiVola era una compañía de bomberos río abajo que tenía un bote mayor, de aluminio, con motor fuera borda. Para llamar, todos volvimos al coche del sheriff, que tenía teléfono, y Edgren habló de pie junto a la portezuela. Pero cuando dábamos la vuelta a la casa pudimos ver a mamá dentro, hablando por teléfono. Y yo sabía con quién: con Sid, su hermano, que vivía en Flint, y que pronto estuvo enterado de todo. Claro, ella tenía que contárselo, pero inmediatamente empecé a preocuparme.
Ya he mencionado el modo peculiar de hablar de mamá. Si ella se presentaba ahora y empezaba a explicar los hechos de un modo que no encajaran con lo que yo había dicho, y especialmente con lo que Jill declararía, si sospechaban algo, las cosas se iban a poner muy feas. Así que estuve muy nervioso mientras Edgren hablaba, y me sentí aliviado cuando colgó y me dijo que deberíamos esperar a DiVola. Pero pequé de optimismo. Apenas se había vuelto para darme la noticia «están en camino», se abrió la puerta y apareció mamá. Apenas la reconocí. Se había peinado el pelo hacia arriba, se había puesto una cinta azul en un rizo, y se había empolvado la cara a fin de ocultar sus pecas. Llevaba unas medias claras y su mejor vestido azul, de falda corta, con objeto de lucir sus bonitas piernas. Todo el mundo se volvió, pero al principio ella no habló, así que permaneció de pie, mirando fijamente a Mantle. Luego dijo:
—Bueno, señor Mantle, ¿cómo está usted? —su voz sonó cantarina y amistosa—. Hace mucho, ¿eh?
Pero Mantle la miró sin comprender.
—Señora, ¿nos conocemos de algo? —lo preguntó como aturdido.
—Claro que me conoce. Yo soy Myra Howell; bueno, de soltera me llamaba Myra Giles, la Pequeña Myra me llamaban, para distinguirme de mi prima, Gran Myra Giles, que es dos años mayor que yo. Señor Mantle, yo soy la chica que hizo frente a aquel bandido. ¿Recuerda?
—¡Oh! ¡Ahora la recuerdo! Y luego la denunció a usted el señor Hanks.
—Me gustaría olvidar eso, si no le importa. ¡Llamar a la Policía por una discusión con dos chicas! Nunca le perdoné que me hiciera eso.
—Entonces era usted más joven.
—Sólo tenía dieciséis años. He crecido. ¿Se trasladó usted a Marietta?
—Yo nací en Marietta.
—Pero ahora trabaja usted para el condado, ¿no?
—El sargento Edgren tiene algunas preguntas que hacerle.

 

Sentí un pellizco en el estómago, pero mamá habló de un modo tan sencillo, natural y honesto, que incluso yo la creí. Explicó que Shaw había amenazado a aquella chica, apuntándole con la pistola a la cabeza, el estómago y las costillas, mientras repetía sin cesar que iba a matarla.
—Y luego mi hijo le habló desde el otro lado de la isla. Yo no pude entender lo que decía, pero al oír aquella voz, el hombre se volvió, girando sobre un pie, y disparó su arma. Luego distinguí el disparo del fusil de mi hijo, y aquel tipo cayó al suelo. Tan pronto como mi hijo llevó a la chica hasta la orilla, comprendí que tendría que actuar para encontrar aquella bolsa llena de dinero, de la que estaban hablando por televisión. Así que cuando Dave se fue con la chica, me metí en el bote y bogué hasta la isla, primero para echar un vistazo y ver si estaba muerto de veras, y si lo estaba, recoger el dinero. Estaba muerto, con los sesos esparcidos, pero allí no había ningún dinero. Entonces recordé el paracaídas con el que había descendido, y pensé que si seguía en el río, la bolsa del dinero estaría enredada en las cuerdas. Si lo podía sacar cuanto antes, impediría que se hundiera y el agua lo empapara. Así que fue remando hasta la otra orilla de la isla y hallé el paracaídas. Estaba enganchado a algo del fondo, entre la isla y la orilla de enfrente. Pero no vi ninguna bolsa. Aunque podría estar allí, si alguien acudía rápidamente y sacaba el paracaídas. Podía estar enredada en él.
Todo encajaba, no sólo con lo que había sucedido, sino con lo que yo había dicho, así que hasta yo lo creí, a pesar de lo que Jill declaró. Sin embargo, Mantle siguió mirándola, y yo seguí sintiendo el pellizco en el estómago. Cuando ella volvió a hablar de lo asustada que se había sentido por «aquella chica», quise rogarle que se callara, pues ya estaba bien la cosa; pero, claro, no me atreví a abrir la boca. Entonces sonó un claxon allá abajo. Aquello cortó el relato, y todos bajamos hacia el río.