41
—Terapia —dijo Muscadine con una sonrisa, al tiempo que se atusaba el largo cabello—. Todo un lujo para un actor en paro.
—¿Alguna vez te han psicoanalizado? —pregunté.
—Lo único, los juegos mentales que se practican en las clases de actuación. Sin embargo, quizá no me hubieran venido mal unas sesiones.
—¿Por qué lo dices?
—Tengo evidentes problemas emocionales. Eso es lo que debe usted establecer, ¿no?
—Quiero saber lo más posible acerca de ti, Reed.
—Qué honor. —Sonrió y volvió a pasarse la mano por el pelo. Vestía ropas de calle, camiseta y vaqueros, pero estaba tras un cristal. Los días de detención no habían hecho mella en su aspecto, y seguía teniendo músculos enormes y bien definidos. Probablemente, haría ejercicios en la celda.
El alguacil que permanecía en un rincón de la sala de visitas se volvió hacia nosotros. Muscadine le sonrió también a él, y él se giró y le dio la espalda.
—¿Qué tal te tratan? —quise saber.
—Bastante bien, hasta ahora. Naturalmente, soy un preso modelo. No tengo por qué no serlo… ¿Le hablo de mi madre? Era una auténtica joya.
—Luego —dije—. Pero antes, háblame sobre tu amor a los animales.
La sonrisa desapareció de sus labios y volvió a aparecer, más forzada. Me pareció escuchar a un director diciendo: «¡Más suelto, Reed, métete en el personaje!»
—Bueno —dijo él, cruzando las piernas—, los animales tienen debilidad por mí.
—Lo sé. Lo he comentado porque el día que te visité me di cuenta de que te llevabas admirablemente con la bullmastiff de la señora Green.
—Samantha y yo somos buenos amigos.
—La señora Green dijo que Samantha no dejaba que nadie se acercase a ella.
—Es cierto.
—Pero contigo era distinto.
—Yo vivía allí —dijo Muscadine—. Pertenecía a la casa. Pero sí, tiene usted razón. Me comunico bien con los animales. Probablemente porque se dan cuenta de que me siento a gusto con ellos.
—¿Tuviste animales de pequeño?
—No. Cosas de mi madre.
—¿Ella no te dejaba tenerlos?
Él afirmó con la cabeza.
—No quería ni oír hablar de ello. —Mostró los blancos dientes en una mezcla de sonrisa y mueca—. Mamá era una mujer extremadamente limpia.
—¿Y cuando te fuiste de casa…? ¿Qué edad tenías, por cierto?
—Dieciocho años cuando me marché a la universidad.
—Volviste luego a tu casa.
—Ni hablar. Yo…
—¿Tuviste animales de compañía cuando comenzaste a vivir solo?
—Imposible. Vivía de alquiler y no estaba permitido. Luego mi trabajo se interpuso.
—Tu trabajo de contable.
Él asintió con la cabeza.
—Era uno de esos empleos de nueve a cinco. No me parecía justo dejar a un animal solo todo el día. Y lo mismo me ocurrió cuando volví a la universidad y me tomé en serio la carrera de actor. Lo que sí hice fue trabajar durante un tiempo como cuidador de animales.
—¿De veras?
—Sí, sólo durante unos meses. Fue una de las muchas cosas que hice para pagarme los estudios.
—Los actores en paro hacen de todo, ¿no?
—Sí, ya sé que soy un tópico…
—Yo también lo soy, supongo. Un psicólogo de Los Ángeles.
Él rio entre dientes.
—Hacer de cuidador debió de aumentar tu dominio de los animales —seguí.
—Pues sí. Se aprende a manejarlos, a hablar con ellos. La comunicación con los animales es no verbal al noventa y nueve por ciento. Si te sientes bien contigo mismo, ellos se sienten a gusto a tu lado. Y, trabajando con ellos, aprendes a distinguirlos.
—¿A distinguir cuáles son fieros y cuáles pacíficos?
—Exacto.
—No verbal —dije—. Interesante. ¿Era la rottweiler de Hope Devane una perra difícil?
Muscadine se miró los pies. Se atusó el cabello.
—¿Es imprescindible hablar de ello?
—¿Existe algún motivo para no hacerlo?
—No sé. Oster me ha dicho que se lo cuente a usted todo; pero él no es más que un defensor público.
—¿No te cae bien?
—Parece buen tipo, pero…
—¿Desconfías de él?
—Me fío de él bastante más que del resto de los abogados que he conocido. —Blanca, resplandeciente sonrisa—. Lo cual no es mucho decir. Pero sí, parece más listo de lo que cabría esperar en un funcionario. Además, no puedo elegir. Recuerde que soy un actor en paro.
Hice unas anotaciones y alcé de nuevo la vista hacia él.
—Volvamos con la rottweiler —dije—. ¿Qué hiciste con ella?
—Le di un pedazo de carne sazonado con tintura de opio.
—¿A través de las barras de la puerta principal? Él asintió con la cabeza.
—¿Y ella se lo comió?
—Pues sí —dijo Muscadine—. Fue asombrosamente fácil. Yo había pasado frente a la casa en coche y a pie cuando la perra estaba en el jardín, y siempre me ladró. Pero debió de oler la carne, porque en cuanto me vio ir hacia ella, se calló. Y para cuando llegué a la puerta, ya estaba sentada y con la lengua fuera. Se comió la carne de un bocado.
—¿Eso ocurrió de día o de noche?
—De noche. A eso de las ocho.
—¿La noche que la profesora Devane fue asesinada?
—Era mejor usar la voz pasiva, no inquietarlo.
Él asintió con la cabeza.
—¿Había alguien en la casa? —quise saber.
—Estaban los dos. —Amplia sonrisa—. Fue todo de lo más simple. La calle estaba oscura bajo las copas de los grandes árboles. No pasaba ni un alma. Dejé la bicicleta apoyada en el árbol, fui hasta la puerta del jardín, le di la carne a la perra y me marché.
Largo silencio.
Al fin dijo:
—No pudo ser más fácil.
Asentí con la cabeza.
—¿Volviste luego?
—Sí.
—¿Cuándo?
—A eso de las diez.
—Porque esa era la hora en que la profesora Devane daba su paseo.
La sonrisa desapareció.
—Caminaba entre las diez y media y las once y media. Siempre el mismo recorrido. Sudadera negra una noche, sudadera gris la siguiente. Negra, gris, negra, gris. Como una máquina. No estaba seguro de si saldría a caminar sin la perra o preferiría dejarlo. Pero salió, y supongo que eso indica qué clase de persona era. La pobre perra echando las tripas, y ella tan campante. Si hubiese roto su rutina… ¿quién sabe? Quizá yo hubiese cambiado de idea.
—¿Lo crees de veras?
Él me miró fijo y luego sonrió más ampliamente que nunca.
—No. Tarde o temprano habría ocurrido.
—Estaba en el guión, ¿no?
Muscadine volvió a mirarse los pies.
—Sí, supongo que esa es una buena forma de decirlo.
—Si no te importa, retrocedamos un poco, Reed.
—¿Hasta dónde?
—Hasta Mandy Wright.
—¿Mandy, qué?
Sonreí y crucé las piernas.
—¿Te molesta recordarla? ¿Más que recordar a Devane?
—No. —Exhaló—. ¿Qué quiere saber?
—Dime qué sucedió. Cuéntame cómo te tendió la trampa.
Hizo crujir los nudillos de forma tan sonora que el alguacil se volvió hacia él. Se atusó el pelo, se pasó los dedos por entre los cabellos y dejó que estos cayeran sobre el atractivo rostro. Luego volvió a echárselos para atrás.
El alguacil se volvió de nuevo y quedó mirando a la pared.
Muscadine dijo:
—Uf…
—¿Te resulta difícil hablar de ello?
—Sí. Ha puesto usted el dedo en la llaga. Lo más jodido de todo fue la trampa que me tendieron. La maldita sesión del comité.
—El análisis de sangre.
—Exacto. Devane, por algún motivo, me detestaba. Debió de decidir en aquel mismo momento arrancarme el riñón. Increíble, ¿no? Un mal sueño… Me pasé meses viviendo como en una pesadilla.
—Háblame de ello.
—¿De la pesadilla?
—De todo. Empezando por Mandy.
—Mandy —dijo él—. El coño de alquiler. Me dijo que se llamaba Desirée.
—¿La conocías de antes de encontrártela en el Club None?
—No, pero conocía a cientos como ella.
—¿Ah, sí?
—Mujeres de Los Ángeles —dijo él—. Como en la canción de los Doors.
—¿Fue ella la que te ligó?
—Sí, supongo que sí, aunque en su momento pensé que era al revés.
—¿Dónde se encontraron?
—En el Club None.
—¿Ibas por allí a menudo?
—Una o dos veces a la semana. Por aquella época, yo estaba tomando clases de actuación en Brentwood y volvía a casa en coche por Sunset. A veces me dejaba caer por allí y me tomaba una cerveza. Debían de estar vigilándome. Acechándome. —Los ojos se le llenaron de lágrimas y ocultó el rostro—. Mierda —dijo, por entre los gigantescos dedos—. Para ellos era una presa… Me violaron…
—Macabro —dije.
—Repugnante —me corrigió él.
Alzó la vista.
Asentí con la cabeza.
—Fue una humillación —siguió—. Me degradaron. Ni a un perro lo trataría yo así.
Esperé a que recuperase la compostura.
—Así que entraste en el Club None, viste a Mandy… o Desirée, y…
—Ella estaba en la barra, nos miramos, me sonrió, se inclinó, me mostró las tetas. Unas tetas magníficas. Me acerqué, me senté junto a ella, la invité a una mesa. Le pagué una copa, me tomé otra cerveza, charlamos. De pronto, ella me pone la mano en la rodilla y me invita a ir a su casa. —Sonrisa—. Otras veces me habían ocurrido cosas así.
—¿Fuiste a su casa?
—No llegamos a ir. Debió de echarme algo en la cerveza, porque lo último que recuerdo es que me monté en el coche y luego… ¡Dios, aún me cuesta creer que me jodieran de aquel modo! —Los poderosos hombros se estremecieron.
«¿Estaba actuando? Tal vez sí, tal vez no».
—¿Qué pasó luego, Reed?
—Me desperté en un callejón cerca de mi casa con el maldito dolor en la espalda y el hediondo olor a basura en las narices.
—¿Qué hora era?
—Las cuatro de la mañana, aún estaba oscuro. Escuchaba a las ratas, olía la inmundicia… ¡me tiraron a la calle como si yo fuese basura!
Meneé la cabeza.
—Increíble.
—Kafka puro. Traté de levantarme y no pude. La espalda comenzaba a dolerme endiabladamente. Un dolor sordo, pulsante, por encima del hueso de la cadera. Y notaba una fuerte presión, enorme, como si alguien me estuviera apretando. Me eché la mano a la espalda, toqué algo… gasas. Me habían envuelto. Como a una momia. Luego comencé a notar un fuerte latido en el brazo. Conseguí remangarme y vi un gran moretón… la huella de una aguja hipodérmica. —Se tocó la parte anterior del codo—. Estaba tan aturdido y confuso que pensé que también me habían administrado algún tipo de droga, aunque no lograba imaginar por qué. Más tarde me di cuenta de que era la anestesia. Estaba mareado, tenía náuseas, comencé a vomitar y estuve un buen rato echando las tripas por la boca. Al fin, logré ponerme en pie y, no sé cómo, llegué a mi apartamento. Una vez allí me desmayé. Estuve todo el día inconsciente. Cuando desperté, la pesadilla continuaba. El dolor era insoportable y me notaba febril. Fui en el coche hasta una clínica de beneficencia. El médico me quitó el vendaje y puso una cara que jamás olvidaré. Parecía preguntarse cómo era posible que yo anduviera por la calle en semejante estado. Luego me lo dijo: «Te han operado, muchacho. ¿No lo recuerdas?» Yo me quedé estupefacto, y él me puso un espejo para que viese los puntos. ¡Como un puñetero balón de rugby! —Se tocó un poco más el cabello, se frotó los ojos, sacudió la cabeza.
»No puede usted imaginar lo que sentí… Ni por asomo. La… violación. Fritz Lang. Hitchcock. Un médico con pinta de hippy diciéndome que me han operado y yo diciéndole qué va. Debió de tomarme por loco.
—Hitchcock —dije.
—Una de sus tramas clásicas: un inocente que se mete involuntariamente en un infierno. Lo malo fue que, en mi caso, a la estrella no le dijeron nada. A la estrella la improvisaron sobre la marcha.
—Horrible —dije.
—Más que horrible… Como una película de hachazos. Luego comencé a recordar. Desirée… Mandy. Nos subimos al coche, ella se me arrimó, me besó. Me metió su lengua hasta la garganta. Luego, fundido a negro. Bum. —Se tapó los ojos con la palma de una mano.
»El médico de la beneficencia trató de calmarme. Me dijo que tenía fiebre y que era mejor que ingresase en un hospital.
—¿Te dijo el doctor a qué clase de operación te habían sometido? —pregunté.
—Me preguntó si padecía alguna dolencia de riñón, y cuando le dije que no y le pregunté de qué demonios me hablaba, él me hizo una radiografía. Y me lo contó. Fue entonces cuando me dijo que debería ingresar en un hospital.
—¿Lo hiciste?
—¿Con qué dinero? No tengo seguro.
—¿Y el hospital del condado?
—No. Ese sitio es un zoo… Además, yo no quería más documentos. No quería ir a ninguna parte. Porque ya había comenzado a pensar.
—¿En vengarte?
—En recuperar mi dignidad. En aquellos momentos sólo pensaba en Desirée… en Mandy. Pero comprendía que ella sólo fue el cebo.
—¿Sospechabas de la profesora Devane?
—No, todavía no. No sospechaba de nadie. Pero tomé la decisión de averiguar quién había sido.
—¿Qué hiciste?
—Conseguí que en la clínica de beneficencia me recetaran unos antibióticos y unos calmantes y me fui a casa.
—¿No temías que el médico informase de lo ocurrido?
—Dijo que no lo haría, y la gente de esa clínica es de fiar.
—Así que te fuiste a casa a reponerte. —Le contó a la señora Green que se había lesionado la espalda—. ¿Y los puntos?
Muscadine hizo una mueca.
—Yo mismo me los quité.
—No debió de resultarte fácil.
—Me atiborré de calmantes, me apliqué Neosporin en toda la zona, y utilicé un espejo. Vi las estrellas, pero no quería que nadie más se enterase de lo ocurrido.
—Así que no viste a ningún otro médico.
—Nunca. Debí hacerlo, porque la cicatriz me quedó hecha una mierda. Formé queloides. Un día, cuando tenga dinero, me la haré arreglar.
Volví a tomar nota.
—Sigue sin resultarme fácil hablar de ello —dijo Muscadine.
—Lo comprendo.
—Oster me preguntó si había sentido tensión psíquica. Me costó un esfuerzo no carcajearme en sus narices.
—Es lógico —dije—. ¿Cómo encontraste a Mandy?
—Unas semanas más tarde, cuando me hube recuperado lo suficiente para caminar, volví al club y vi a la camarera que nos había atendido. —Se puso las manos tras el cuello y lo flexionó hacia delante, hacia atrás y hacia los lados—. Estoy rígido. Hago ejercicios todas las mañanas, pero debe de haber humedad en las paredes. —Bajó las manos y se acercó más al cristal. Sonrió. Se estiró de nuevo.
»Esperé a que terminase de trabajar. Ella tenía su coche aparcado detrás, en el callejón. Justicia poética, ¿no le parece? Me había convertido en el perfecto gato callejero. Miau, miau. —Arañó la separación de vidrio.
El alguacil se volvió, miró el reloj de pared y dijo:
—Les quedan veinte minutos.
—Cuando terminó de trabajar, la chica salió al callejón —dije.
—Y yo la estaba esperando. —Amplia sonrisa—. Ser el cazador es mucho mejor que ser el cazado… Le puse una mano en la boca y una rodilla en la base de la espalda. Luego le retorcí el brazo a la espalda y ella quedó inmovilizada. La arrastré detrás de un contenedor y le dije: voy a quitar la mano, encanto, pero como hagas un puñetero ruido, te mato. Ella comenzó a respirar deprisa… a hiperventilar. Yo le dije o te callas o te rebano el jodido pescuezo. Pero no tenía ni cuchillo ni nada. Luego le dije que sólo deseaba información sobre la chica que estuvo conmigo hacía unas semanas. Desirée. Yo no conozco a ninguna Desirée, me dijo. Quizá no sea su verdadero nombre, pero seguro que la recuerdas a ella lo mismo que me recuerdas a mí, le dije. Había dejado una buena propina, como siempre hago. Yo también trabajo de camarero. Ella siguió negándolo y yo le dije te voy a refrescar la memoria: Desirée llevaba un vestido blanco muy ceñido, bebía un Manhattan, y yo estaba bebiendo un Sam Adams. Por mi experiencia de camarero sé que unas veces se acuerda uno más de la bebida que del cliente. La recuerdo, pero no la conozco, me dijo ella. Así que le retuerzo un poco más el brazo y le tapo la nariz y la boca, dejándola sin aire. Ella comienza a asfixiarse, yo la suelto y le digo, vamos, encanto, no tienes por qué pasarlo mal por ella. Me había fijado en que ella y Desirée se trataron amistosamente, como si se conocieran. Ella sollozó, dijo que no, la asfixié un poco más y al fin me dijo que en realidad la chica se llamaba Mandy y era de Las Vegas. Me juró y perjuró que eso era todo lo que sabía. Yo le retorcí el brazo más, hasta casi rompérselo, pero ella siguió gimiendo e insistiendo en que no sabía nada más. Así que le doy las gracias, cierro las manos en torno a su cuello y aprieto.
—¿La mataste sólo porque era una testigo?
—Y porque formaba parte de lo ocurrido. En cierto sentido, todo el puñetero club era cómplice. Debí volar con una bomba todo el puñetero edificio. Quizá hubiera terminado haciéndolo.
—¿Qué te lo impidió?
—El hecho de estar aquí.
El alguacil volvió a mirar el reloj.
—Así que, como Mandy era de Las Vegas, allí te fuiste.
—Disponía de tiempo —dijo Muscadine—. Era lo único que me sobraba. Había dejado los estudios para trabajar en Zona diplomática, pero al final no me dieron el papel.
—Por culpa de la cicatriz.
—Fue el único motivo. Antes de ver la cicatriz, estaban locos por mí. Era televisión por cable y yo sólo iba a cobrar el sueldo base, pero para mí hubiera sido una fortuna. Incluso estaba pensando en mudarme, quizá a una bonita casa junto a la playa.
Encajó las mandíbulas y crispó la boca.
—Así que te fuiste a Las Vegas —dije—. ¿Cómo hiciste el viaje?
—En autocar, y luego recorrí los principales casinos. Me dije que una puta tan atractiva debía de buscar clientela en alguno de ellos. Y no me equivoqué… ¿Sabe lo que resulta más asombroso de todo esto?
—¿Qué?
—Lo fácil que es.
—¿Encontrar a la gente?
—Encontrarla y… ajustarle las cuentas. Entiéndame: antes de despachar a la chica del callejón, yo jamás había hecho nada ni siquiera parecido. —Chasqueó los dedos—. He tenido que representar papeles más difíciles.
—¿También lo de Mandy te resultó sencillo?
—Mucho más, porque mi motivación era aún mayor. Y ella me lo hizo aún más fácil. Iba por ahí en un Ferrari descapotable. La putilla ostentosa, queriendo que todos la vieran. La vi estacionar frente a un casino, darle una gran propina al aparcacoches… La reina de Las Vegas. La seguí. Estuve vigilándola dos días, averigüé dónde vivía, esperé a que volviera a casa sola, y le di la sorpresa.
—¿Utilizaste el mismo método? ¿La mano en la boca y la rodilla en la espalda?
—Si el método es bueno, ¿para qué inventar? Cometió la estupidez de llevar las llaves en la mano, así que abrí la puerta y la metí en el apartamento. De entrada, ella ya no tenía la cabeza muy clara, debía de haber tomado alguna droga. Probablemente cocaína, porque tenía la nariz un poco enrojecida. Le puse el cuchillo en la garganta y le dije que sino hablaba la haría filetes como a un bacalao.
—Esta vez llevaste un cuchillo.
—Desde luego.
—Tenía que ser un cuchillo, ¿verdad?
—Sí, claro. —Se atusó el cabello.
—Porque…
—Por reciprocidad, por… sincronía. Como en esa canción de Police. Ellos me cortan, yo los corto.
—Parece razonable —dije.
—Perfectamente razonable. Lo único que yo necesitaba era recordar el dolor que sentía en la espalda cada vez que trataba de tocarme las puntas de los pies o de hacer unas flexiones. O pensar en Zona diplomática, y en lo que esa telenovela pudo significar para mí. —Frunció los ojos y, acercándose más al cristal, dijo—: Dicen que sólo se necesita un riñón, que puedo llegar a centenario. Pero tener un solo riñón me hace vulnerable. ¿Y si sufro una infección y pierdo el que me queda?
—Así que decidiste llegado el momento que Mandy también se sintiera vulnerable.
—Que lo sintiera, no: que lo fuera.
—Que lo fuera —repetí—. ¿Qué más?
—Se meó en las bragas… La puta reina de Las Vegas se meó en las bragas. La até con unas cuerdas que había llevado, y comencé el interrogatorio. Mandy me juró que cuanto sabía era que una profesora de psicología de la universidad la había contratado para que me ligase y me echara un narcótico en la bebida. Aseguró que no sabía por qué. Como si eso fuera una excusa. Le pregunté qué profesora y ella trató de hacerse la ignorante. Le tapé la boca y la nariz como había hecho con la camarera, y ella soltó el nombre. Que yo ya sabía, porque sólo había una profesora de psicología que me odiase.
—¿Mandy conocía a Devane?
—Sí. Me dijo que Devane había utilizado sus servicios.
—¿Sus servicios sexuales?
—Ella dijo que eran simples juegos. Sumisión y disciplina. Devane la había visto bailar en un antro de San Francisco y se la llevó a casa. Morboso, ¿no? Una psicóloga con una sórdida vida secreta.
—¿Qué ocurrió luego?
—La desaté y le dije gracias por ser sincera conmigo, encanto. Para desarmarla psicológicamente. Después la saqué de su casa y le dije que iba soltarla; pero que debía mantener la boca cerrada. Ella pareció aliviadísima, llegó incluso a darme las gracias, trató de besarme, de meterme la lengua. Eso me recordó cómo me había besado en mi coche poco antes de que el mundo desapareciera a mi alrededor. En la calle no había nadie, así que le sujeté la mano para que no pudiera tocarme, y luego le clavé el cuchillo.
—¿Dónde?
—Primero en el corazón, porque al saquear mi cuerpo y al robarme todo mi futuro me habían roto el corazón. Luego en el coño porque Mandy usó su coño para atraparme. Luego la tumbé en el suelo, le di la vuelta y la acuchillé en la espalda. Como ella había hecho conmigo. Justo sobre el riñón. —Se llevó una mano a la espalda e hizo una mueca—. Antes no sabía la situación exacta del riñón.
—¿Aún te duele? —pregunté.
—Sí, al sentarme —dijo. ¿Cuánto tiempo nos queda?
—Diez minutos. Así que, una vez te enteraste por Mandy del nombre de Hope, decidiste que a ella también le ajustarías las cuentas.
—Pues claro.
—Y le diste los mismos golpes. Corazón, vagina, espalda.
—Desde luego —dijo Muscadine—. La única diferencia fue que Hope trató de resistirse. A ella no le sirvió de nada, pero a mí me dejó hecho un asco. Quería sacarle el nombre del jodido cirujano, pero temí que consiguiera soltarse y gritase, así que, simplemente, la liquidé.
—¿Cuándo averiguaste la identidad del cirujano?
—No fue hasta la semana pasada, cuando aquel chico lo atacó y en las noticias dijeron que el tipo conocía a Devane. Se me encendió la bombilla. Sumé dos y dos. Así que comencé a vigilarlo también a él, y conseguí un premio extra. El punky.
—Casey Locking.
—Mi otro juez. Nunca estuve seguro de si él formaba parte del plan, pero sospechaba que sí, porque siempre andaba pegado a Devane. En cuanto lo descubrí, el tipo estuvo listo. Conseguí su expediente en el departamento de psicología, me enteré de la dirección de su domicilio. Ya sabía dónde vivía Cruvic porque fue allí donde lo vi con el punky, en su casa de Mulholland. Así que comencé a vigilar a Locking.
—Dejando a Cruvic para el final.
—Pues claro.
—Cuéntame lo de Locking.
—También fue fácil… facilísimo.
—Probablemente, más fácil que hacerlo sobre un escenario.
—Pues sí… ¿Qué estaba diciendo?
—Locking.
—Locking. Lo seguí hasta su casa, entré y disparé contra él.
—¿Por qué pistola en vez de cuchillo?
—Por tres razones —dijo, con evidente satisfacción—. A. La policía estudia los modus operandi y no quería que fuera obvio que el mismo que lo había liquidado a él había matado a las chicas. B. El cuchillo era para las mujeres, no me parecía adecuado para un hombre. C. Ya me había deshecho del cuchillo.
—¿Dónde?
—Lo tiré en el muelle de Santa Mónica.
—Podías haber comprado otro.
—Recuerde que soy un actor en paro —dijo, con una sonrisa.
—¿Qué me dices de las fotos que rodeaban el cuerpo de Locking?
—Otro regalo de la suerte. Me permitió mostrar al mundo cómo era Devane… cómo eran todos. ¿Vio usted qué cosas…? Repugnante.
—Entonces, ¿cuál era tu plan? ¿Liquidar a Cruvic?
—A él y al hijo de puta que estaba usando mi riñón. Suponía que, con el tiempo, terminaría enterándome de todo. Haría mis propias operaciones quirúrgicas, recuperaría lo que era mío.
El alguacil dijo:
—Dos minutos.
Muscadine articuló con los labios «Vete a la mierda» a espaldas del hombre y me dirigió una sonrisa.
—Bueno, ¿qué tal vamos?
—Bien —dije—. Agradezco tu sinceridad.
—Bah, era lo único que podía hacer. Y si quiere que le diga la verdad, me alivia haberlo soltado todo.
Oster se encontraba en el exterior de la puerta principal de la prisión. La cola de mujeres seguía siendo larga.
—¿Qué tal? —preguntó.
—¿Qué tal, qué?
—Le dije a Muscadine que cooperase.
—Lo hizo.
—¿Qué le parece?
—Horrible.
—Y que lo diga. ¿Es aplicable?
—¿El qué?
—¿Cree que el chico ha sufrido una severa presión mental?
—Claro que sí —dije, meneando la cabeza—. Por falta de angustia, no ha sido.
—Espléndido —dijo Oster—. Espléndido. Tengo que irme, ya hablaremos.
Entró rápidamente en la prisión.
En vez de volver a casa, fui a un restaurante de Sixth Street y encargué un opíparo almuerzo: ensalada César, entrecot poco hecho, patatas fritas, espinacas a la crema, y el mejor borgoña que servían por copas.
Mientras esperaba la comida, abrí el portafolios y saqué un cuaderno amarillo.
Tras dar un sorbo al vino, comencé.
EVALUACIÓN SICOLÓGICA:
REED MUSCADINE
PRISIONERO N.º 46555532
REALIZADA POR: ALEXANDER DELAWARE
DOCTOR EN PSICOLOGÍA
Estuve largo rato escribiendo.