37
Big Micky lo parecía todo menos grande.
Estaba sentado frente a nosotros bajo un enorme roble. En el arenoso terreno del árbol no crecía nada. El resto del patio estaba cubierto de césped. En el centro, una enorme piscina de fondo negro con una cascada formada por el agua que escupía un delfín de piedra. Había también estatuas en pedestales, grandes parterres plantados con rojas azaleas, y otros enormes árboles. A través del follaje se veía un amplio y neblinoso panorama de los montes San Gabriel. El dinero lo compraba todo menos un aire limpio.
El viejo estaba tan encogido que su silla de ruedas parecía un trono. Ni hombros ni cuello. La menuda cabeza parecía surgir directamente del esternón. La piel era amarillo papiro, los pardos ojos eran opacos y estaban rodeados por marchitas bolsas. La carnosa y enrojecida nariz le llegaba casi al labio superior. Una dentadura postiza mal encajada le hacía mover constantemente las mandíbulas. Sólo el cabello era juvenil: fuerte, poblado, aún oscuro, con algunos toques de gris.
El mandamiento judicial de que Milo era portador hizo que se abriera la puerta eléctrica de Mulholland, pero nadie salió a recibirnos. Mi amigo sacó la pistola y mandó por delante a los agentes de uniforme. Cuando llegamos a la puerta principal, esta se abrió y apareció el hombre de la cola de caballo al que yo le había dado el frasco de medicina. El tipo trató de actuar como si nada.
Milo lo puso contra la pared, lo esposó, lo cacheó, le quitó la automática y la cartera, e inspeccionó su licencia de conducir.
—Armand Jacszcyc, sí, es un nombre adecuado para ti. ¿Quién más hay en la casa, Armand?
—Sólo el señor K. y una enfermera.
—¿Seguro?
—Sí —dijo Jacszcyc. Luego se fijó en mí y frunció el ceño.
Los agentes uniformados entraron en la casa. Minutos más tarde regresó un sargento que anunció:
—No hay nadie más. Hemos encontrado armas a montones. Esto parece un arsenal.
Apareció otro agente trayendo a la enfermera Anna, cuyo estirado rostro estaba cubierto de sudor. El generoso pecho parecía agrandado por un suéter de angora azul eléctrico.
La mujer permaneció con la mirada baja mientras se la llevaban.
—Muy bien —dijo Milo—. Que un par de agentes se queden conmigo para registrar la casa en busca de drogas.
—Hasta ahora no hemos encontrado ni rastro —dijo el sargento.
—Pues que sigan mirando. Y arreste a este tipo por llevar un arma oculta.
Se llevaron a Jacszcyc y pasamos al interior. El centro de la casa era un espacio de veinte metros cubierto por paneles oscuros, de techo reluciente y moqueta dorada. La gran estancia estaba llena de grupos de butacas color verde y marrón, lámparas de cerámica con pantallas de pergamino, mesas de madera tallada llenas de objetos de porcelana y cristal de los que se compran en las tiendas de recuerdos. De las paredes colgaban mediocres cuadros originales que eran prueba evidente de que no todos los pintores tienen talento. La pared posterior estaba cubierta por unas cortinas color aceituna que bloqueaban la entrada del sol e impedían que saliera el rancio olor a vejez.
Desde el fondo de la pieza, una cascada voz preguntó:
—¿Qué pasa con esa agua, Armand?
Había una silla de ruedas junto a una falsa cómoda Luis XIV sobre cuya parte delantera había tallada una imagen obscena. La repisa de mármol estaba atestada de medicinas. No como el frasco que yo le había entregado a Jacszcyc, sino grandes envases de plástico, muestras gratuitas de compañías farmacéuticas.
—¡Armand!
—Ha tenido que marcharse —dijo Milo—. Y la enfermera Anna tampoco está.
El viejo parpadeó, trató de moverse. Se puso verde a causa del esfuerzo, y volvió a recostarse en la silla de ruedas.
—¿Quién demonios son ustedes?
—Policía. —Milo mostró su identificación. Aparecieron dos agentes de uniforme, y mi amigo les dijo—: Por ahí. —Señalaba hacia la abierta entrada de una gran cocina. La repisa estaba llena de botellas de agua, botes de refresco, envases de comida para llevar, platos sucios y cacharros de cocina.
—¿Qué puñetas hacen aquí estos cretinos? —En su acento sólo se percibía un levísimo deje centroeuropeo—. Deme un vaso de agua, cretino.
Milo llenó un vaso y se lo tendió a Big Micky junto con la orden de registro.
—¿Qué es eso?
—Una autorización judicial para buscar drogas en la casa. Recibimos una denuncia anónima.
El viejo cogió el vaso pero hizo caso omiso del mandamiento.
Bebió. Apenas le era posible sostener el vaso, y el agua le resbaló por la barbilla. Intentó dejar el vaso sobre la mesa, pero no rechistó cuando Milo se lo quitó de entre las manos.
—Si busca drogas se equivoca de puerta, cretino. Pero maldito lo que a mí me importa. Si quiere echar la casa abajo, hágalo. Es alquilada.
—Alquilada a usted mismo —dijo Milo—. Inmobiliaria Tríada. Ese es un término médico. Interesante elección de nombre comercial. ¿Lo escogió su hijo el médico?
El viejo unió las manos y cerró los ojos.
—Tríada —repitió Milo—. Nombre comercial del Grupo Península, nombre comercial de Northern Lights Investment. Northern Lights es filial de Excalibur Properties, filial de Revelle Recreation, filial de Brooke-Hastings Entertainment. Su vieja empresa de pornografía. Y, antes que eso, llamó igual a su antigua industria de abonos y carne. Debía de gustarle mucho el nombre, ya que también se lo dio a su esposa número dos y a la supuesta institución benéfica que estableció en San Francisco. Rehabilitación para chicas de la calle. ¿Cómo funcionaba la cosa? ¿Junior les curaba las infecciones venéreas, les hacía los abortos y ayudaba a las más bonitas a meterse en el mundo del espectáculo?
—¿Prefiere usted la Seguridad Social?
—¿Qué más hizo su hijo ese año? ¿Pulió sus técnicas quirúrgicas?
Las manos del viejo temblaron ligeramente.
—Adelante, cretino, termine el registro de una vez. Luego vaya a decirle a su jefe que no ha encontrado nada. Y después de eso, que le den por culo.
—Prefiero charlar.
—¿De qué?
—De Bakersfield. De San Francisco.
—Bonitas ciudades. Si quiere que le diga dónde comer, conozco varios buenos restaurantes.
Milo se tocó la tripa.
—Lo que necesito no es exactamente comida.
—No —dijo el viejo—. Está usted hecho un cerdo. Le daré un consejo: olvídese de la carne. Mire lo que me pasó a mí. —Alzó trabajosamente una mano y se tocó la mandíbula, cuya colgante piel parecía de papel.
—¿Usted se atracó de carne? —preguntó Milo.
—Pues sí. Que no me dieran otra cosa. —Una purpúrea lengua barrió los grisáceos labios—. Sólo comía lo mejor. Y no crea que me dejaba la grasa. Ahora tengo atrancadas las arterias y todo lo demás y me veo obligado a quedarme quieto aquí mientras cretinos como usted me dan la lata.
—Mala suerte —dijo Milo.
El viejo lanzó una risa.
—Le importa una mierda, ¿a que sí?
Milo sonrió.
—Bueno, dígame: ¿le resulta la vida más grata con el nuevo riñón?
Los labios pasaron de grises a blancos.
—También quisiera hablar sobre su hijo —dijo Milo—. Sobre sus súbitas vacaciones.
—Váyase a la mierda.
—También hemos conseguido un mandamiento para registrar la oficina de su hijo en Beverly Hills. Supuestamente, era una consulta médica. Pero lo único que allí encontramos fueron cuartos enteros llenos de vídeos pornográficos listos para el envío. —Nueva sonrisa—. Y un espléndido quirófano que debió de costar una fortuna.
El viejo oprimió un botón del brazo de la silla, y esta comenzó a retroceder lentamente.
Milo detuvo la silla, cuyas ruedas, al girar en falso, rasparon la moqueta.
—Aún no hemos terminado de hablar, señor Kruvinski.
—Denme un teléfono. Tengo derecho a hacer una llamada.
—¿Qué derecho? No está usted detenido.
—Suelte la silla.
—Claro. —Milo oprimió otro botón y dejó bloqueadas las ruedas.
—Se arrepentirá de esto, cerdo de mierda —dijo el viejo—. Enséñeme ese mandamiento.
Milo le tendió de nuevo la orden judicial, y el viejo la desplegó.
—Necesito mis gafas.
Milo no se movió.
—¡Deme las gafas!
—¿Me toma por Armand?
Maldiciendo y frunciendo los párpados, el viejo retiró el mandamiento todo lo que le daba el brazo. Las manos le temblaban perceptiblemente, hasta que, al fin, perdieron fuerza y el papel se le escurrió de entre los dedos y cayó al suelo.
Lo recogí e hice el gesto de devolvérselo.
Él meneó la cabeza.
—Son ustedes unos miserables. Carecen de sentido del honor.
—Sí, ya —dijo Milo—. El honor entre ladrones. Olvídeme.
—¿Se puede saber qué quiere?
—Hablar, sólo eso.
—¡Pues búsquese un siquiatra!
Milo me dirigió una sonrisa.
—Váyase a la mierda, payaso.
—Deje la hostilidad, Kruvinski. Quizá podamos ayudarnos el uno al otro.
—En el infierno.
—Sí, puede que también allí. —Milo se inclinó sobre el viejo—. Creía que los padrinos como usted valoraban la gratitud por encima de todo. Tiene usted delante al tipo que le salvó la vida a Junior, su hijo.
Algo brilló en el fondo de los opacos ojos.
—Lamentablemente, no me fue posible salvar a Hope Devane. Ni a su sobrino nieto, el pequeño Casey. Pero atrapé al tipo que los liquidó. Lo detuve antes de que pudiera acabar con Junior.
Los opacos ojos estaban ahora muy abiertos y no parpadeaban.
—¿Quién fue? Deme un nombre.
Milo, suavemente, puso un dedo sobre los labios de Kruvinski.
—Eso no significa que vaya a olvidarme de las cosas que hizo Junior. Sin duda el asesino las utilizará para su propia defensa. Lo más probable es que el jurado simpatice con él. Sobre todo, un jurado formado por idiotas de Los Angeles. O quizá ni siquiera haya un juicio, porque tal vez el fiscal opte por una sentencia acordada. Lo cual significa que, tarde o temprano, el asesino saldrá de prisión. ¿A quién cree usted que buscará entonces? Lo cual significa que, a no ser que Junior se proponga prolongar indefinidamente sus vacaciones, tendrá que pasarse la vida mirando por encima del hombro.
El viejo sonrió.
—No crea que me asusta.
—Claro que no —dijo Milo—. Usted es Don Corleone.
Silencio.
—Bueno, ¿qué pretende de mí?
—Necesito saber si Junior operó a alguien más en beneficio de usted. Y cuál es la conexión entre Hope y su familia. ¿Por qué pagaba usted sus gastos?
Silencio.
—La cosa se terminará sabiendo, y es preferible que la conozca antes la acusación que la defensa.
—Sí —dijo el viejo—. Todos estamos en el mismo bando. —Intentó escupir y sólo consiguió eructar.
—No lo quiera Dios —dijo Milo.
De la cocina llegaba un murmullo de conversación. Luego, fuertes ruidos. Los agentes abriendo armarios y cajones.
—¡Silencio! —gritó el viejo, pero no consiguió nada con ello.
—Su gente se ha marchado —dijo Milo—. Menudos elementos. Armand y la querida Anna, la antigua Storm Breeze. Su capacitación como enfermera debió de conseguirla trabajando en aquella película que usted produjo, Enfermera jefe. ¿Le enseñó Junior a cuidar a un paciente renal?
No hubo respuesta.
—Parece como si la realidad y la fantasía se mezclaran, ¿no, señor K.? Como la consulta de Junior en Beverly Hills: muchos diplomas, tarjetas profesionales y anuncios de tratamientos de fertilidad, pero ningún paciente. Cualquier cosa con tal de que Junior se sienta importante, ¿verdad?
El viejo escupió.
Milo se estiró y miró en torno.
—Ese quirófano. Esas máquinas de diálisis. Toda una clínica para un solo paciente. Al menos Junior se dio el gusto de practicar la medicina en Santa Mónica. Porque cuando todo esto se sepa, sus posibilidades de volver a ejercer como médico serán nulas. Eso, suponiendo que el asesino le permita seguir con vida.
Kruvinski permaneció largo rato mudo.
—Sáqueme fuera —dijo al fin—. Bajo ese árbol.
Movió una engarfiada mano en dirección a las cortinas color aceituna.
—¿Qué árbol? —preguntó Milo.
—Detrás de las cortinas, cretino. Abralas, sáqueme al aire libre.
Una vez estuvo a la sombra del roble, Kruvinski pidió:
—Dígame el nombre.
—¿No sabe usted cómo se llama su donante?
—Ignoro de qué donante me habla.
—Lo pueden obligar a someterse a un reconocimiento médico.
—¿Aduciendo qué?
—Seguro que a la defensa se le ocurre algo.
—Me da lo mismo. —Reposó las engarfiadas manos sobre las piernas. Las mandíbulas no dejaban de moverse.
—¿Cuántos riñones extirpó Junior para usted?
—Está usted chiflado.
—Muy bien, póngamelo difícil —dijo Milo—. Cuando comiencen a aparecer otras víctimas, Junior se va a encontrar en graves aprietos, y el asesino comenzará a parecer un héroe. Quizá a usted lo de Hope no le preocupe. No es más que la hija de una buscona. Pero el pequeño Casey… Trate de explicarle eso a la madre del chico, su hermana Sonia. La policía de San Francisco me contó que había pagado usted la fianza de Casey cuando a él lo acusaron de fabricar metadona en Berkeley. Limpió usted su expediente y, utilizando los buenos servicios de Hope, consiguió que lo admitieran en la escuela para graduados. Lo cual no fue tan difícil. Casey era un chico listo, de los primeros de la clase. Igualito que Hope. Igualito que Junior. Pero mire cómo han terminado los dos.
El viejo alzó la vista al cielo. Por entre las ramas del árbol se filtraba una línea de luz, creando una blanca y radiante cicatriz en el centro del demacrado rostro de Kruvinski.
—Cuando se sepa que Casey murió a causa de su relación con Junior, ¿cómo se lo explicará usted a su hermana Sonia y a la madre de Casey, su hija Cheryl? Ellas pusieron al pequeño bajo su custodia. ¿Cómo les explicará que el chico, en vez de redactando su tesis, se encuentre ahora en la cámara frigorífica del depósito de cadáveres?
El viejo miró hacia la piscina. El fondo negro hacía que la superficie pareciera un espejo y no pudiera verse lo que había bajo el agua. Diez años atrás se pusieron de moda los fondos negros. Hasta que comenzaron a caerse niños sin que nadie se diera cuenta.
—Vínculos familiares —dijo Milo—. Pero Don Corleone cuidaba de su gente.
—Mi hijo es… —comenzó el viejo—. Bah. Usted jamás tendrá un hijo así.
—Eso espero.
Los opacos ojos se desorbitaron.
—¡Maldito cabrón! Se presenta usted aquí, creyendo que sabe algo, cuando no sabe usted…
—Eso es lo malo —dijo Milo—. Hay muchas cosas que no sé.
—Cree que sabe algo —repitió el viejo—. Pues permítame que le diga una cosa, cretino. —Sacudió el índice con un gesto de advertencia—. Hope era muy buena persona. Y su mamá también. No se le ocurra insultar… faltarle al respeto a personas que no conoce. ¡No sabe usted nada, así que cállese!
—¿También Hope era de la familia?
—Yo la hice de la familia. ¿Quién demonios cree que pagó sus estudios? ¿Quién demonios cree que sacó a su madre de la calle y le dio empleo como encargada de uno de los clubes, con un horario decente, un cheque todos los meses y un puñetero plan de pensiones? ¿Quién cree que fue? ¿Algún jodido asistente social?
Trabajosamente, volvió el índice para señalar su esmirriado pecho.
—¡Toda mi vida he trabajado para ayudar a la gente! Y la madre de Hope fue una de las personas que más ayudé. Cuando enfermó de cáncer, seguí haciendo todo lo posible por ella. Y cuando murió, yo pagué el entierro.
—¿Por qué?
—¡Porque era buena persona!
—Ya.
—Y la chica también. ¿Cree que, de haber querido, no hubiese podido colocar a una rubita así y con aquel cuerpo en cualquiera de mis clubes? Pero no lo hice, porque me di cuenta de que era una chica fina. De que tenía talento. Así que le dije a Lottie que la mantendríamos alejada de los clubes. Que le daríamos estudios. Quise que estudiara medicina, como Mike. Los dos hicieron juntos el proyecto científico, eran genios. Ella cambió de idea y decidió que deseaba ser siquiatra. No me importó, porque venía a ser lo mismo. La traté como si fuera mi propia hija.
—El alumno y la alumna más aventajados —dije.
El demacrado rostro se volvió hacia mí.
—Puede usted jurarlo, amigo. Mi hijo Mike era un auténtico prodigio de inteligencia, debería usted tener un hijo como él. A los tres años ya sabía leer, dejaba pasmada a la gente con las cosas que decía. ¿Y de dónde cree que sacó el talento? De los genes. Todos los varones de mi familia destacan por su inteligencia. Mi sobrino Casey se saltó dos cursos, y un hermano suyo estudia física nuclear en el Tecnológico de Massachusetts. Cuando llegué a este país, yo no tenía nada, y nadie me dio ni una mierda. Pero este es el mejor país del mundo, y si tienes cabeza y estás dispuesto a trabajar, consigues todo lo que te propongas. A no ser que hagas como los negros y dejes que todo te lo resuelva la Seguridad Social.
—¿Por qué considera a Hope parte de su familia? —preguntó Milo—. ¿Le gustaba su madre?
El viejo lo fulminó con la mirada.
—Sáquese la mierda de la cabeza. Si hubiese querido sexo, me sobraban mujeres. ¿Quiere saber por qué hice lo que hice? Yo se lo cuento. Ella ayudó a Mike. Las dos lo ayudaron. Lottie y Hope. Y, a partir de entonces… —Cruzó ambos índices—. Las consideré como de la familia.
—¿Cómo lo ayudaron?
—Mike tuvo un accidente. Durante el picnic que yo organizaba todos los años para los empleados: una gran barbacoa en mis terrenos de junto al río Kern. Perritos calientes, salchichas, los mejores filetes de la zona. —Sonrió—. Ya le he dicho que yo sólo comía de lo mejor.
Volvió a humedecerse los labios y su cabeza se inclinó como si dormitara. La enderezó vivamente. Un estremecimiento recorrió su cuerpo. Traté de imaginármelo, joven, sano y musculoso, en el matadero, a última hora de la noche, blandiendo el mazo contra cerdos atados.
Con voz casi inaudible, Kruvinski siguió:
—Celebrábamos carreras… De sacos, de tres piernas… Yo había contratado a una banda de música. Había banderas por todas partes. La mejor fiesta de toda la puñetera ciudad. Mike tenía trece años. Se acercó al río, a la parte donde la corriente era más viva. El chico era un gran nadador, formaba parte del equipo del colegio. Pero se golpeó la cabeza contra algo, contra un pedazo de madera o algo así, y se cayó en las aguas vivas. Únicamente Lottie y Hope, que estaban charlando junto a la orilla, lo oyeron gritar. Las dos se echaron al agua y lo rescataron. No les fue fácil, siendo mujeres. Estuvieron a punto de ahogarse. Mike tragó mucha agua, pero le hicieron la respiración artificial y le sacaron el agua. Cuando llegué, el chico estaba sano y salvo. —Los opacos ojos se humedecieron.
»A partir de ese momento, Lottie fue la reina y Hope la princesa. La pequeña era una rubita preciosa. Podría haberse convertido en estrella de cine, pero yo decidí que era mejor que le sacase partido a su privilegiado cerebro. Yo fundé el premio de ciencias. Y ellos se lo ganaron. Mike sacaba un promedio de sobresaliente, nunca necesitó ayuda con los deberes, practicaba el atletismo, la natación, el béisbol… Todo. Sacó una puntuación de mil cuatrocientos en el test de aptitud escolar. Y eso es todo, polizonte. Nada sucio. Los dos eran muy inteligentes.
—Hasta que Mike se metió en líos en Seattle.
En el rostro del viejo apareció por fin un color saludable. Los labios enrojecieron ligeramente y en sus ojos apareció un lúcido brillo. ¿Serían los efectos salutíferos de la ira?
—¡Cretinos! Lo único que hizo fue tratar de utilizar un fiambre con buen fin.
—Olvida un pequeño tecnicismo. El fiambre no estaba muerto.
—¿Pero qué dice? Al tipo no le funcionaba ya el cerebro. ¿Qué esperaban? ¿Que se levantase y se pusiera a bailar el mambo? ¡Idioteces! Estaba tan muerto como la verga de usted. Es algo que se hace todos los días. ¿Con qué cree que practican los estudiantes de medicina? ¿Con sus puñeteras novias? ¡Con fiambres, con eso practican! Los despedazan, y luego tiran a la basura la mierda que no necesitan. Entonces, ¿qué delito cometió Mike? ¿El de no rellenar los formularios adecuados? Gran tragedia. Se confabularon contra él. Le tuvieron ojeriza desde el principio, porque era demasiado listo, les daba lecciones, ponía de manifiesto sus errores. Yo quise ir a verlos y decirles que se dejaran de mierdas, pero Mike dijo que no, que de todas maneras estaba harto de ellos, que les dieran por culo.
—Y se marchó y pasó un año en el programa Brooke-Hastings.
—¡Era realmente un programa! ¿qué se cree? Aquellas chicas eran drogadictas muertas de hambre. ¡Los pervertidos y los negros les daban por el culo en los callejones! Nosotros las pulimos, les dimos asistencia médica… ¡Mike es un médico magnífico!
—Las curaron y las asearon. Luego los pervertidos siguieron tirándoselas, sólo que pagando.
El viejo hizo otro infructuoso esfuerzo por escupir.
—No sea usted tan sabelotodo, cretino. Si nos dedicábamos a abusar de ellas, ¿cómo es que las autoridades nunca nos acusaron de nada? No lo hicieron porque sabían que estábamos quitándole una carga a la Seguridad Social. A las chicas que tenían talento las animamos a convertirse en bailarinas. ¿Y qué? A otras las hicimos estudiar. Debo de haber mandado a quince o veinte chicas a la escuela de secretariado. ¿Qué coño ha hecho usted en su vida por la sociedad?
—Nada —dijo Milo, haciendo una exagerada mueca—. No soy más que un funcionario, una sanguijuela.
—Se ha descrito usted a la perfección.
—¿Por qué cambió Mike de cirugía a ginecología? —pregunté.
—Le gustaba traer niños al mundo. Ayudó en centenares de partos. ¿Cuántas vidas ha traído usted al mundo?
—Partos y abortos —dije—. Y esterilizaciones.
—¿Y qué? ¿No está usted de acuerdo en que las mujeres tienen el derecho de elegir?
—¿Adónde fue Junior cuando terminó la residencia en el hospital Fidelity? —quiso saber Milo.
—Volvió conmigo. Me ayudó en los negocios, cuidó de las chicas y fue haciendo acopio de experiencia. Luego, cuando caí enfermo, se concentró en atenderme. Yo traté de disuadirlo, le dije que debía vivir su propia vida, que se olvidase de mí. Él me dijo: «Papá: a mí me quedan muchos años por delante. Te voy a dedicar todo mi tiempo». —Otra rápida mirada hacia la piscina—. A la mierda —dijo el viejo. Suave, casi cordialmente—. A la mierda usted, a la mierda su mandamiento judicial, a la mierda su vida entera. No tiene derecho a entrar aquí bajo estúpidos pretextos para ponerse a insultar a mi familia.
—Bonita gratitud —dijo Milo.
—¿Qué gratitud? Me ha dicho que el asesino sigue vivo.
—Tuvo la suerte de sobrevivir a la carnicería que le hizo el querido Junior.
—Mike es mucho mejor de lo que usted llegará a ser nun… Unos pañales sucios de Mike tenían ya mucha más clase de la que usted tendrá en toda su vida. Usted dice que mi hijo es un ladrón. Yo digo que una mierda. Los expertos me operaron dos veces, me pusieron unos riñones que eran una basura. Yo estaba pegado a la jodida máquina, me había quedado sin venas, me pasaba las horas muertas oyéndome mear. Un buen día me duermo y cuando me despierto Mike me dice que ya no volveré a necesitar la máquina.
—Así de simple.
—Sí, así de simple.
—¿Qué intervención tuvo Hope en eso?
—¿Quién le ha dicho que ella tuviera alguna intervención?
—¿Fue ella a visitarlo después de la operación?
—¿Por qué no iba a hacerlo?
—¿Casey también?
—¿Por qué no?
—¿Qué tuvo que ver Casey con la operación?
—Mire, ya estoy más que harto de usted, así que váyase a tomar por culo. —Agitó una mano hacia la salida.
—¿Dónde se ha escondido su hijo?
El viejo no respondió.
—¿En la vieja patria?
Nuevo silencio.
El viejo cerró los ojos.
Milo se puso en pie.
—Como guste —dijo—. Pero sigue teniendo usted un grave problema.
El viejo siguió con los ojos cerrados. Con una sonrisa, replicó:
—Los problemas se resuelven.