18

Conseguí de Bowlby permiso escrito para hablar con el doctor Albert Emerson y regresé a casa. La camioneta de Robin no estaba, y en la cocina encontré una nota de ella diciendo que había salido a realizar una reparación de emergencia para un cantante country de Simi Valley y que volvería a las siete o las ocho.

Llamé al siquiatra esperando que me respondiera un contestador automático o una recepcionista, pero él mismo contestó a la llamada, con voz dinámica y juvenil… La voz de alguien listo para la aventura.

Me presenté.

—Delaware… Su apellido me suena. Intervino usted en el asunto Jones, ¿no?

—En efecto —dije, sorprendido. Se trataba de un caso en el que el acusado era rico y que se resolvió mediante un pacto entre la fiscalía y la defensa. Los periódicos no habían hecho mención de nada de ello.

—La defensa me llamó —dijo Emerson—. Fue cuando estaban tratando de decidir dónde internaban a aquel cabrón. Querían que yo testificase en su favor, que le consiguiera una cama con colchón de plumas. Le dije al abogado que se equivocaba de número. Mi esposa es fiscal de distrito auxiliar, y mis simpatías tienden a estar del lado de la ley. ¿Permanecerá Jones mucho tiempo encerrado?

—Esperemos que sí —dije.

—Sí, cuando hay dinero de por medio, nunca se sabe. Bueno, ¿en qué puedo servirlo?

—Estoy trabajando con la policía en otro caso. El de una profesora de psicología que fue asesinada hace unos meses.

—Lo recuerdo —dijo Emerson—. Ocurrió cerca de la universidad. ¿Le gustan los casos criminales?

—Me gustan los casos resueltos.

—Comprendo. ¿Cuál es mi relación con su caso?

—Tessa Bowlby. Ella conocía a la víctima. Acusó a un estudiante de haberla violado durante una cita y lo llevó ante un Comité de Comportamiento sexual presidido por la profesora Devane. Estamos interrogando a todos los estudiantes que tuvieron que ver con el comité, pero Tessa no quiere hablar y, debido a los problemas que tiene esa muchacha, no me ha parecido bien insistir.

—Un Comité de Comportamiento sexual —dijo él, y por su tono pude darme cuenta de que Tessa no le había mencionado el asunto. Walter Bowlby había dicho que la relación de Tessa con Emerson fue sólo ocasional.

—Llevo algún tiempo sin ver a Tessa. Y con eso, ya estoy hablando de más.

—Tengo una autorización firmada por el señor Bowlby.

—Tessa es mayor de dieciocho años, así que una autorización paterna no sirve para mucho. ¿Qué sospecha la policía? ¿Que alguno de los convocados ante el comité se enfureció y tomó venganza?

—A falta de pruebas, las teorías abundan —dije—. La policía está investigando todas las posibilidades concebibles.

—Un Comité de Comportamiento —repitió Emerson—. Y dice usted que Tessa presentó una queja ante él.

—Sí.

—Vaya… La cosa no apareció en los periódicos, ¿verdad?

—No.

—¿Hubo hostilidad durante las sesiones?

—No fueron agradables —repliqué—. Pero el comité no duró mucho, porque las autoridades universitarias decidieron ponerle fin.

—Y, luego, alguien puso fin a la vida de la profesora Devane. Muy extraño. Lamento no poder ayudarle, pero… la verdad es que no tengo casi nada que decir.

—¿Ni sobre Tessa ni sobre su padre?

—Sobre ninguno de los dos —dijo—. Y yo en su lugar no le dedicaría mucho tiempo a esta cuestión. Ahora, si me disculpa, tengo un paciente en la sala de espera, así que terminemos nuestra charla mientras nuestra ética profesional continúa intacta.

Y, de momento, eso era todo en cuanto al comité de la profesora Devane.

Volví a ocuparme del doctor Cruvic y de las curiosas lagunas en su formación médica.

El instituto donde pasó un año tras marcharse de Washington —Brooke-Hastings, en Corte Madera— se encontraba en las proximidades de San Francisco. Cruvic había vuelto al norte de California, su territorio habitual.

Llamé a información de Corte Madera para conseguir el número del instituto. Nada. Y tampoco conseguí nada en San Francisco, Berkeley, Oakland, Palo Alto ni en ninguna población en un radio de ciento cincuenta kilómetros.

El siguiente signo de interrogación: el hospital donde Cruvic reanudó sus estudios de especialización, esta vez en obstetricia y ginecología.

El Centro Médico Fidelity, en Carson.

El teléfono tampoco aparecía por ninguna parte.

¿Sería Cruvic un impostor total?

Pero en la Universidad de Berkeley me informaron de que el hombre era un distinguido miembro de la asociación de exalumnos. Y lo mismo me dijeron en la Facultad de Medicina de la Universidad de San Francisco.

Así que las cosas raras comenzaron una vez el hombre obtuvo el diploma de doctor en medicina.

Estaba reflexionando sobre ello cuando llamó Milo.

—Hasta ahora, no ha aparecido ningún otro asesinato que encaje en la pauta. Los de Las Vegas intentan localizar a Ted Barnaby, el novio de Mandy, para ver si él puede arrojar alguna luz sobre el historial médico de la chica o sobre cualquier otra cosa. Hasta ahora no han logrado dar con él. Rastrearon su pista hasta Tahoe, y luego nada.

—El circuito de los casinos —dije.

—Sí. Lo que resulta interesante es que en Las Vegas conocen a Cruvic. El tipo va a la ciudad varias veces al año, y tiene fama de jugar fuerte.

—La clase de hombre hacia el que Mandy se inclinaba.

—Nadie recuerda haberlos visto juntos, pero he enviado la foto a la brigada contra el vicio de Los Ángeles, por si la chica tiene antecedentes allí, y esta noche pienso visitar unos cuantos clubes, los locales de Strip que frecuentan las prostitutas de lujo.

—Casinos, clubes… Mala vida te das.

—Si el delito nunca duerme, ¿por qué iba a hacerlo yo? Además, esta mañana recibí un paquete de la Federal Express enviado por los abogados del padre de Patrick Huang. Dentro estaban las pruebas de la coartada del chico. Fotos, menús, declaraciones notariales del maître, camareros, ayudantes de comedor y familiares.

—No hay nada como tener un padre abogado —dije—. De todas maneras, me alegra saberlo, porque Deborah Brittain sigue sintiéndose nerviosa respecto a Huang.

—¿Por qué?

—La experiencia la dejó muy perturbada, aunque la chica admite que Huang no ha vuelto a molestarla. Deborah adoraba a Hope, dice que Hope cambió realmente su vida. También localicé a Tessa Bowlby y averigüé algo bastante interesante.

Relaté a mi amigo mis charlas con Walter Bowlby y con el doctor Emerson.

—Graves problemas psicológicos —dijo Milo—. ¿Crees que el padre es sincero al decir que su hija lo acusó falsamente?

—¿Y yo qué sé? El doctor Emerson me dio a entender que no sacaría nada investigando el asunto. Emerson parece un tipo inteligente, pero Tessa no acude con regularidad a su consulta, y ni siquiera le había mencionado su relación con Hope. Y tampoco le dijo nada del comité. El señor Bowlby me pareció sincero. Me dio el nombre del detective de Temple City que investigó la denuncia. Un tal Gundarson.

—Lo llamaré —dijo Milo—. Falsas acusaciones… O sea que Muscadine puede estar diciendo la verdad.

—Aunque no la diga, no se me ocurre qué relación puede tener él con Mandy Wright.

—Lo cual nos deja sólo a monsieur Kenny Storm, hijo, al que veré mañana por la tarde en la oficina de su padre. ¿Quieres acompañarme y ver qué tal anda el equilibrio mental del muchacho?

—Claro. Además, me he enterado de unas cuantas cosas acerca del doctor Cruvic.

Comencé contándole lo de los coches en el estacionamiento de la clínica a última hora de la noche y lo del vigilante armado. Múltiples abortos en horas extra, a novecientos dólares por aborto.

—De algún modo hay que pagar el Bentley —dijo Milo.

—Aguarda, que hay más. La tarjeta profesional de Cruvic pone «consulta limitada a problemas de fertilidad», pero carece de capacitación formal sobre fertilidad, y en su currículo existen otras irregularidades. Abandonó su internado de cirujano en la Universidad de Washington al cabo de sólo un año, pasó un tiempo en un lugar llamado Instituto Brooke-Hastings, y luego cambió de especialidad, pasando a obstetricia y ginecología, en un hospital de Carson, el Centro Médico Fidelity. No logro localizar ninguno de los dos sitios.

—¿Crees que es un farsante?

—Su certificado de estudios secundarios y su título de médico son reales, y no hay constancia de ninguna demanda contra él. No hay que descartar la posibilidad de que tanto Brooke-Hastings como Fidelity hayan cerrado. Pero pasar de un prestigioso hospital universitario a unos oscuros centros médicos privados resulta raro. Así que, probablemente, no se fue debido a un cambio en sus intereses profesionales. Quizá lo echaron por conducta indebida, se replanteó las cosas, y luego buscó que lo admitieran como interno en otra especialidad y en un lugar de menos categoría. Pero quizá no haya dejado los malos hábitos. Lo de hacerse pasar por experto en fertilidad, desde luego resulta sospechoso.

—Interesante —dijo Milo—. Indiscutiblemente, la cosa comienza adquirir un cierto tufillo. Y Hope le servía de consultora. ¿Habría algún desacuerdo entre ellos por motivos económicos?

—Quizá ese sea el motivo de que Seacrest se muestre tan evasivo. En vez de una infidelidad, quizá se tratase de un asunto de dinero. Eso justificaría que hiciese tanto hincapié en el hecho de que él no se metía para nada en las actividades profesionales de Hope.

—Quizá sí. Tal vez su intención fuera distanciarse.

—¿Quieres que vuelva a hablar con él?

—¿De profesor a profesor? Sí, claro que sí… Aunque al doctor Cruvic es al único al que hemos atrapado en una mentira.

—¿Te gusta más Cruvic como sospechoso?

—Digamos que siento una incipiente pero muy marcada simpatía hacia él. Si logro relacionarlo de algún modo con Mandy, creo que la simpatía se convertirá en loco amor.

Eran las siete y diez y Robin aún no había vuelto. Las reparaciones de urgencia podían ser complicadas. Telefoneé al estudio de grabación del cantante country y Robin me dijo:

—Lo siento, cariño, pero tengo para rato. Al menos, para otro par de horas.

—¿Cenaste?

—No, antes quiero terminar. Pero no te molestes demasiado. Me conformo con algo normal y corriente.

—¿Foie gras?

Ella se echó a reír.

—Claro, busca un buen ganso.

Me quedé allí un rato, bebiendo café y reflexionando.

La pizza era normal y corriente.

Y en Beverly Hills había un pequeño y magnífico local donde aún creían que el lugar de los gansos estaba en el agua, y no sobre una tostada.

De camino, me pasaría otra vez por Civic Center Drive.

Esta vez miré primero en el callejón. De nuevo las tres plazas de aparcamiento de detrás del edificio rosa estaban vacías. De nuevo no había luces.

En la parte delantera, la calle estaba silenciosa y oscura, salvo por los muy espaciados faroles y por los faros de algún que otro coche en movimiento. La gente se había retirado ya a sus casas a pasar la noche. Estacioné a cincuenta metros de la entrada del edificio rosa, y me mantuve alerta imaginando las cosas que un médico sin escrúpulos podía hacerle a un paciente.

Los finos zapatos de Cruvic, cubiertos de sangre…

Mi exaltada imaginación. De pequeño, siempre tuve problemas a causa de ella con mis maestros.

Unos faros se acercaron. Un coche patrulla de Beverly Hills hacía la ronda desde la comisaría situada al otro lado de las vías del tren.

A los policías de Beverly Hills les ponía nerviosa la gente sentada en vehículos estacionados sin causa aparente. Pero el coche pasó de largo.

De pronto, me sentí como un idiota. Aunque Cruvic apareciera, ¿qué podría decirle?

«Hola, sólo quería que me aclarase usted un par de cosas: ¿qué es exactamente el Instituto Brooke-Hastings, y qué hizo usted en él? Ah, por cierto… ¿se puede saber dónde se especializó usted en fertilidad?»

Puse en marcha el motor del Seville y estaba a punto de encender los faros cuando un ruido a mi espalda me llamó la atención.

El cierre acanalado de la puerta del edificio contiguo al de Cruvic estaba ascendiendo y dejó ver un coche con las luces ya prendidas.

No era un Bentley, sino un pequeño sedán oscuro. Salió a la calle y torció a la derecha. Dentro, dos personas. Conducía la enfermera Anna, la del lifting facial y los cigarrillos manchados de lápiz de labios. Junto a ella, un hombre.

Así que el edificio contiguo también formaba parte de la organización de Cruvic.

Anna enfiló Foothill Drive, redujo marcha y giró a la derecha.

Puse el coche en marcha y la seguí.

Anna giró otras dos veces a la derecha, en Burton Way y en Rexford Drive, dando un largo rodeo que la condujo a los llanos del norte de Beverly Hills, pasando ante mansiones de más de un millón de dólares. Luego, subió por Sunset y cruzó en dirección a Coldwater Canyon. Iba camino del Valle. Quizá se tratara de algo tan poco truculento como de una trabajadora regresando a casa con su marido o con su novio.

Dos coches se interpusieron entre el de Anna y el mío. La hora punta de salida de la ciudad ya había pasado, pero el tráfico en dirección al Valle seguía siendo intenso, obligándonos a ir a poco más de treinta por hora. Logré no perder de vista al pequeño sedán y cuando este se detuvo ante un semáforo en rojo en Cherokee Drive, me eché un poco a la derecha para ver mejor. El coche era un Toyota, más bien nuevo. Dentro, dos cabezas, ninguna de las cuales se movía.

Anna se inclinó hacia la derecha y una ambarina pavesa apareció en el interior del coche, como una luciérnaga en vuelo. Se desplazó hacia la izquierda hasta que la mano de Anna asomó por la ventanilla y dejó caer el cigarrillo. Sobre el asfalto relucieron las pequeñas chispas. El hombre sentado junto a la conductora seguía sin moverse. O era más bien bajo, o estaba apoltronado en el asiento.

Cruvic no era ningún gigante. ¿Le habría pedido a su enfermera que lo acercara a casa? ¿O sería la relación entre ambos más que laboral?

Ojo con tu imaginación, Delaware. Y eso que yo ni siquiera veía telenovelas.

El semáforo cambió a verde. El Toyota se puso en movimiento y tomó velocidad en dirección a las montañas de Santa Mónica. No hubo nuevas paradas hasta Mulholland Drive, punto en el que casi todo el tráfico seguía bajando en dirección sur hacia Studio City. Pero el Toyota tomó rumbo este en Mulholland, y yo seguí tras él.

Mantuve la distancia entre mi coche y el de ella. Anna aceleró. Tomaba las curvas con la seguridad de alguien que conocía el camino. Años atrás, Mulholland era zona verde desde Woodland Hills hasta Hollywood, kilómetros y kilómetros de espacio abierto, con una fantástica vista de las luces de la ciudad. Ahora, las casas impedían casi por completo ver el paisaje.

No tenía ningún coche detrás. Apagué los faros. Mulholland Drive estaba cada vez más oscura y silenciosa, y la calle se hizo más angosta. El Toyota siguió doblando curvas durante otros tres o cuatro kilómetros y luego se detuvo bruscamente.

Yo iba bastante por detrás, pero tuve que frenar en seco, logrando evitar que los neumáticos chirriaran y derrapando sólo ligeramente. El Toyota seguía en el centro de la calle, con las luces de freno encendidas. Me arrimé a la derecha de la calle y, manteniendo el Seville en ralentí, me quedé mirando.

Un coche llegaba de frente.

Cuando pasó, el Toyota cruzó diagonalmente Mulholland, se metió por una rampa de acceso y se detuvo en una amplia explanada de hormigón frente a una gran puerta de hierro.

Dos lucecitas en sendos pilares de ladrillos. Todo lo demás era follaje y oscuridad.

La portezuela derecha del Toyota se abrió y se bajó el hombre, que fue brevemente iluminado por la luz interior del coche. Pero me daba la espalda y no pude distinguir sus facciones.

Caminó hasta la puerta y tocó uno de los pilares de ladrillos, sin duda oprimiendo un botón.

Mientras la puerta comenzaba a abrirse, puse el coche en movimiento.

El Toyota dio marcha atrás y enderezó. Yo esperé a que se alejara.

La puerta estaba abierta, y el hombre la cruzó. Aún con las luces apagadas, pasé ante el tipo, que sin duda me tomaría por un simple conductor distraído. Como yo había esperado, el hombre se volvió a mirar.

Durante una fracción de segundo tuve oportunidad de verlo iluminado por las luces de los pilares.

Un rostro que yo conocía.

Anguloso, inteligente. Labios gruesos. Pelo largo echado para atrás. Mejillas hundidas, cejas muy pobladas.

James Dean en versión actual.

Aunque bajo, no era Cruvic.

Casey Locking, el estudiante favorito de Hope.

Se rascó la oreja.

De no haber sabido que el muchacho llevaba el anillo de la calavera, no me habría fijado en él, relucía débilmente en la blanca y delicada mano de Locking.

Aceleré en dirección al cruce con Mulholland.

Hope y Cruvic.

El estudiante de Hope con la enfermera de Cruvic.

¿Vivía Locking tras la gran puerta de hierro?

Bonita residencia para un estudiante. ¿Padres en buena posición? ¿O sería la casa de Cruvic, y el chico iba a hablar con él?

Paré, hice un giro en u con maniobra y enfilé de nuevo hacia la casa. Me detuve lejos de la puerta, me cercioré de que ya no había nadie en las inmediaciones y luego avancé lentamente. La dirección estaba inscrita con pequeños números blancos en el pilar de la izquierda. Me la aprendí de memoria.

¿Qué tenía que ver un estudiante graduado de psicología con la fertilidad o los abortos?

¿Habría reemplazado a Hope en el cargo de consultor?

¿Una red de corrupción lo bastante amplia como para englobar a Hope y a Mandy Wright?

¿O se trataría quizá de algo tan inocuo como una tesina sobre embarazos no deseados o sobre los efectos psicológicos de la esterilidad?

Pero Locking nunca mencionó nada parecido, y Hope nunca había escrito sobre tales temas.

Además, una cuestión académica así no justificaba que la enfermera de Cruvic llevara en su automóvil a Locking.

Todo aquello carecía de sentido.

Cuando detuve el coche frente a mi casa, Robin y Spike estaban subiendo las escaleras de la entrada. Me había olvidado de ir a por la pizza.

Robin me dirigió un saludo y el perro giró y se cuadró, con la cabeza alta y las patas en el suelo, como si estuviera posando en una exposición canina. Su actitud fue de recelo hasta que me escuchó decir «Hola». Entonces, comenzó a tirar de la correa. Robin lo soltó y Spike se acercó a hacerme caricias.

Mientras le acariciaba la cabeza, no dejó de lanzar ahogados gemidos ni de frotarse contra mí. Al fin, se sacudió y fue conmigo hacia Robin.

La alcé en brazos y la besé intensa y prolongadamente.

—Vaya —dijo Robin—. Será el perfume que me he puesto esta mañana.

—No es el perfume, sino mi imperecedero amor —dije. La besé de nuevo y luego ella abrió la puerta y entramos—. ¿Qué tal te fue el trabajo de reparación? —quise saber.

Ella se echó a reír e inclinó la cabeza hacia adelante, flexionando el cuello y sacudiendo el rizado cabello.

—Logré salvar casi todos los instrumentos. Pobre Montana. Y, encima, esta noche aún me queda trabajo. Prometí arreglar la guitarra de doble mástil de Eno Burke. La necesita mañana para una grabación.

—Supongo que bromeas.

—Ojalá. Al menos, me pagan triple.

Le froté los hombros.

—¿Tienes para toda la noche?

—Espero que no. Antes de ponerme, quiero dormir un rato.

—¿Te preparo café?

—No, gracias, me he pasado el día atiborrándome de cafeína. Lo siento, Alex. ¿Planeabas algo especial?

—Yo siempre estoy abierto a cualquier proposición.

Ella apretó la espalda contra mi pecho.

—¿Qué tal una siestecita juntos? Puedes contarme un cuento para que me duerma.

Aquella misma noche, más tarde, me puse la bata y me senté a la mesa de mi despacho para repasar la correspondencia. Facturas, farsantes tratando de venderme cosas, y el cheque que me debía hacía tiempo un abogado que coleccionaba Ferraris.

No dejaba de pensar en Locking y la enfermera Anna… Debía controlar mi imaginación.

No me había sido posible localizar a Milo en ninguna parte. De pronto recordé que aquella noche estaba visitándolos clubes de Strip.

Codeándose con gente de postín.

Pensar en ello hizo que mis labios se curvaran en una sonrisa.

Llamé a mi servicio de contestación telefónica.

La profesora Julia Steinberger había llamado poco después de que yo saliera en dirección a Beverly Hills.

Había dejado un teléfono del campus y otro de Hancock Park.

Su marido contestó al segundo timbrazo y dijo:

—Mi esposa no está en casa, y probablemente tarde en regresar. ¿Por qué no la llama mañana a su despacho?

Cordial, pero fatigado.

Dejé mi nombre, me puse una camiseta y un chándal, y fui a por Spike, que dormía como siempre en la cocina. Le pregunté si le apetecía hacer un poco de ejercicio. Él hizo caso omiso de mí, pero cuando cogí su correa se levantó de un salto y me siguió hasta la puerta.

En el exterior, escuché a Robin, trajinando.

Spike y yo dimos un largo paseo hasta Beverly Glen, y nos metimos por oscuras calles laterales en las que la fragancia a laurel era casi sofocante.

De vez en cuando me detenía para que Spike olisquease, mirase en torno o gruñera a invisibles presencias.