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—Sí: lo de la prueba de la parafina es cierto. Seacrest no ha disparado ningún arma recientemente —dijo Milo—. Sin embargo, pudo contratar a alguien para que disparase contra Locking. Quizá a alguien que conoció en el ambiente sadomasoquista.

—Pero en lo que dice de las fotos tiene razón —dije—. Si las hubiese destruido, nunca habrías sospechado de él. Así que tal vez la verdadera causa de que se mostrase evasivo fuera los juegos de sumisión.

—Pero ¿por qué conservó las fotos?

—Tal vez por el motivo que dijo. Eran recuerdos.

—¿Sentimentales o sexuales?

—Puede que sentimentales y sexuales.

—¿Te crees el rollo de que Hope era su dios, y él se postraba ante su altar?

—Eso explicaría un matrimonio así —dije—. Ella estuvo tan controlada de pequeña, que ansiaba tener a alguien dispuesto a renunciar totalmente a su ego. Pese a lo que Hope le dijo a Elsa Campos, lo de que la ataran y encerraran debió de ser aterrador. Una obsesión de la que deseaba librarse. Y la pasividad de Seacrest lo convertía en la pareja ideal para ella. Él les dijo a Paz y Fellows que durante años fue un solterón empedernido. Quizá Seacrest fuera una luna buscando su sol.

—¿Así que Hope deseaba librarse de su obsesión, y trató de conseguirlo haciendo que la volvieran a atar, que la manipulasen y magullaran?

—Escenificó de nuevo su infancia —dije—. Sólo que esta vez, quien mandaba era ella.

—Con sus jueguecitos, los tres hubieran hecho un buen papel en los programas de debate —dijo Milo.

—Por como hablas —dije—, más que un legendario detective de West Hollywood pareces un policía burgués con una amante esposa y un estilo de vida convencional.

Yo llevaba tiempo sin oír a Milo reír tan fuerte.

—Las armas que encontraste en casa de Locking eran artillería muy pesada para un estudiante —seguí.

—Tres pistolas y un fusil —dijo él—. Todas estaban cargadas, pero metidas en un armario. El chico pecaba de exceso de confianza.

—Y no te olvides del material pornográfico que tenía —dije—. Locking era de San Francisco. La ciudad de Big Micky y el negocio de Big Micky. ¿De quién es la casa?

—Aún no lo sé, pero según un vecino, era alquilada. Antes que Locking, hubo otros inquilinos.

—Resultaría interesante que el casero fuera también propietario de la casa de Cruvic en Mulholland.

—Cruvic le paga el alquiler a una corporación cuya base está aquí, en Los Angeles. Triad, o Triton, o algo así, pero aún no la hemos relacionado con ninguna persona en concreto. Respecto a Big Micky, lo que he logrado averiguar hasta el momento es que era una especie de magnate del sexo: cines, locales con actuaciones en vivo, salones de masaje, servicios de acompañantes… El tipo se retiró por graves problemas de salud. Lo tenía todo fastidiado: el corazón, el hígado, los riñones. Hace relativamente poco, le hicieron un par de trasplantes de riñón rechazados y Kruvinski quedó muy mal.

—En Las Vegas, Ted Barnaby vio a Cruvic con un viejo que tenía la piel amarilla —dije—. Eso significa ictericia, o sea problemas de hígado. ¿Has averiguado si Mandy Wright trabajó alguna vez en San Francisco?

—Aún no. Pero hay otra conexión con el norte de California: la madre de Hope murió allí. En el Centro Médico Stanford. Cáncer de mama. Sus cuentas las pagó un tercero cuya identidad aún no hemos conseguido averiguar.

—La historia de siempre —dije.

—Una extraña mezcla de académicos y gánsteres. —Se rascó la mandíbula—. Detesto este caso. Hay demasiada gente lista metida en él.

Milo me acompañó hasta el exterior de la comisaría. Cuando llegamos a la acera de la calle Purdue, alguien llamó:

—¿Detective Sturgis?

Un gran Mercedes azul se encontraba estacionado en zona prohibida al otro lado de la calle. En la parte posterior se veían dos antenas de teléfono móvil. El automóvil tenía todo tipo de extras que debían de elevar al doble su precio original.

El hombre sentado al volante tenía algo más de sesenta años. Llevaba la cabeza afeitada y lucía un intenso bronceado que debía de ser parte sol, parte lámpara. Grandes gafas negras, camisa blanca, corbata amarilla. Cuando apagó el motor, en su muñeca brilló un reloj de oro. El hombre se apeó y cruzó la calle con paso rápido. Metro ochenta y tres, flaco y ágil. Debía de haberse sometido a unos cuantos liftings faciales, pero el tiempo había aflojado las suturas y la piel de la barbilla le temblaba.

—Robert Barone —dijo, con voz velada. Extendió una bronceada mano—. Creo que lleva usted algún tiempo tratando de localizarme, pero he estado fuera de la ciudad.

—¿En San Francisco? —preguntó Milo, estrechando la tendida mano.

La sonrisa de Barone fue tan súbita como las malas noticias, y tan cálida como un sorbete helado.

—Pues no: en Hawai. Un pequeño descanso entre caso y caso. —Las gafas de sol se volvieron hacia mí—. ¿Y usted es el detective…?

—¿En qué puedo servirle, señor Barone? —preguntó Milo.

—Eso es justamente lo que yo iba a preguntarle, detective.

—¿Vino usted aquí en persona para ofrecer su servicios al insignificante Departamento de Policía de Los Angeles?

—Según están las cosas —dijo Barone—, necesitan ustedes toda la ayuda que puedan recibir. Hablando en serio: necesito hablar de cierto asunto. De no haberlo encontrado a usted, me hubiese dirigido a su superior. —Aún mirándome, Barone dijo—: No he oído su nombre.

—Holmes —dijo Milo—. Detective Holmes.

—¿Como Sherlock?

—No —dijo Milo—, como Sigmund. Bueno, ¿qué quiere el doctor Cruvic? ¿Protección policial ahora que Darrell Ballitser ha aireado su nombre por las ondas? ¿O acaso desea confesar algo?

Barone se puso serio. En su calva cabeza había manchas de vejez.

—¿Qué tal si entramos?

—Ha estacionado usted en zona prohibida, abogado.

Barone se echó a reír.

—Estoy dispuesto a correr el riesgo de que me multen.

—Supongo que para eso le pagan —dijo Milo—, pero luego no me eche la culpa. —Volviéndose hacia mí—: Hasta luego, Sig. Investiga lo que desees respecto a los asuntos de los que estábamos hablando.

Se dirigió hacia la puerta principal de la comisaría. Barone lo siguió a toda prisa.

Investigación. Sobre el clan Kruvinski/Cruvic.

El abogado de la familia había ido a la policía en persona porque alguien estaba preocupado.

Little Micky seguía siendo el único que tuvo una relación confirmada con Hope.

Fui en el coche hasta la biblioteca y busqué el nombre del padre de Cruvic. Encontré quince menciones de Mike V. Kruvinski repartidas a lo largo de veinte años, todas ellas en periódicos de San Francisco. Un par de fotos mostraban a un hombre de cuello de toro, facciones brutales y ojos rasgados, prueba indiscutible de su paternidad. Pero era más tosco que su hijo, una escultura peor terminada.

Ni una sola mención en los periódicos de Bakersfield. ¿Porque la ciudad y la época eran más tranquilas, o porque hubo sobornos?

La mayor parte de las noticias de San Francisco tenían que ver con arrestos por obscenidad. El «empresario del sexo y presunto delincuente» fue detenido docenas de veces durante los años setenta y principios de los ochenta. Demasiada carne en los espectáculos, demasiado contacto entre bailarinas y clientes, demasiado licor servido a menores de edad.

Recordé algo que Cruvic había dicho en su consulta de Beverly Hills.

El aumento de los problemas de infertilidad debido a «los excesos de promiscuidad que hubo en los años setenta».

Hablaba por experiencia.

Los artículos mencionaban infinidad de arrestos, pero no decían nada de condenas. Un montón de sobreseimientos antes del juicio.

También se había utilizado contra él la táctica que se empleaba habitualmente contra los zares del crimen. Hubo una acusación de evasión de impuestos de la que Kruvinski se escapó porque pudo demostrar que la mayor parte de sus ingresos procedía de sus fincas agrícolas en el Central Valley, varias de las cuales incluso habían conseguido subsidios federales. Sus negocios de las calles O’Farrell y Polk terminaron cerrando pero, aparentemente, no a causa de problemas legales.

Casi no había citas textuales del interesado. Cuando Kruvinski quería comunicarse con la prensa, lo hacía a través de Robert Barone. Lo que sí encontré fue una entrevista de hacía diez años, un elogioso reportaje firmado por un periodista que parecía enorgullecerse de tener el pulso de San Francisco metido en su bolsillo.

Había hablado con Kruvinski en su casa y el artículo explicaba en parte la retirada del empresario pornográfico de los espectáculos en vivo.

—Nos pasamos al vídeo —dijo el antaño robusto empresario, sentado en el salón de su lujosa casa de Sausalito, con amplias vistas sobre la bahía—. Al público ya no le apetece ir a los teatros, ni soportar asedios policiales.

Luego, con su habitual generosidad, y su peculiar sonrisa eslava, tan amplia como el Embarcadero, Micky K. me ofreció un whisky, un Chivas de veintiún años vertido, cómo no, de la genuina botella azul. Sin embargo, él no pudo participar en la libación. Problemas de hígado. Problemas de riñón. El trasplante del año pasado, el segundo, fue como un faro de esperanza en la niebla, pero no lo aceptó.

Traté de rechazar la invitación, pero Micky no quiso ni oír hablar de la abstinencia en nombre de la empatía. Un afectuoso «Querida» hizo que apareciese la hermosa, esbelta y bronceada esposa de Micky, la antigua actriz y modelo Brooke Hastings, que llegó procedente de la cocina, donde estaba preparando exquisitas delicias culinarias. La señora K., resplandeciente al sol de Sausalito, secó la frente a su marido y le susurró al oído amorosas palabras de esposa.

—Su distracción favorita es observar a los leones marinos —me confió, mientras vertía en mi vaso una generosa dosis del divino néctar que destilan los hermanos Chivas—. Hace que les lleven pescado fresco todas las mañanas. Adora a los animales. Y a todo lo orgánico y viviente. Eso fue lo que me atrajo de él.

Luego, besó la coronilla del viejo de un modo que rebasaba con mucho las imposiciones del deber matrimonial. Él sonrió y miró por un ventanal tan amplio como el escenario del teatro Love Palace. Su expresión era soñadora, y quizá Micky estuviera soñando, quién es este humilde cronista para decir lo contrario. La antigua señorita H. puso un brazo en torno a su esposo y él siguió mirando. Mirando y soñando. Como en las películas. No como en las películas que él produce, pero, a su modo, igualmente sensual. La señorita H. cruzó las esculturales piernas y el que suscribe sorbió Chivas, notando en su gaznate de esclavo de las linotipias la ardiente caricia de la lava escocesa. En conjunto, no había sido un mal día en Xanadú. Esperemos que Micky disfrute de muchos similares.

Brooke Hastings. Una actriz que usó como nombre artístico el de la empresa de carnes y piensos de su marido. Una broma de Kruvinski. ¿Se habría dado cuenta ella de con qué la estaba comparando su marido?

Quizá se tratara de una broma familiar, ya que el hijo utilizó el mismo nombre para el instituto al que supuestamente asistió durante el año entre residencias, el que siguió a su marcha de la Universidad de Washington.

Terminé de leer los demás artículos. Ninguna mención a la primera esposa, al hijo médico, ni a ningún otro familiar. Terminaba con los problemas de salud de Big Micky. Pathos suficiente para asfixiar a un adicto a los programas de debate.

¿Dónde estaba ahora el viejo? ¿Se habría trasladado a Los Angeles para que su retoño pudiera cuidar de él? ¿Se encontraría oculto tras los altos muros de la mansión de Mulholland?

Pero la ausencia de funcionamiento renal significaba diálisis. Equipo, sistemas de control.

«¿Una clínica particular?»

¿A eso iba la enfermera Anna la noche en que la vi en su coche con Locking?

¿A hacer de enfermera privada de un paciente muy particular?

El hijo médico atendiendo al padre enfermo…

Pero el hijo era ginecólogo. ¿Estaría capacitado para tratar a un paciente así?

Un ginecólogo que al principio quiso ser cirujano.

¿Por qué había abandonado el programa de residentes de la Universidad de Washington?

¿Y qué había hecho durante el año?

Regresé a casa y llamé a Seattle.

El jefe del programa de cirugía para residentes se llamaba Arnold Swenson, pero su secretaria me dijo que era nuevo en el puesto, ya que sólo llevaba un año en él.

—¿Recuerda usted quién era el jefe de residentes hace catorce años?

—No, porque por entonces yo tampoco estaba aquí. Un momentito que pregunto.

Instantes más tarde, una voz femenina más madura:

—Soy Inga Blank, ¿en qué puedo servirlo?

Repetí la pregunta.

—Debía de ser el doctor John Burwasser.

—¿Sigue en activo?

—No, ya se retiró. ¿Puede usted aclararme a qué se deben estas preguntas?

—Trabajo con el Departamento de Policía de Los Ángeles en un caso de homicidio. Tratamos de conseguir información sobre uno de sus antiguos residentes.

—¿Un caso de homicidio? —dijo ella, alarmada—. ¿De qué residente se trata?

—Del doctor Mike Cruvic.

El silencio de la mujer valió por muchas palabras.

—¿Señora Blank?

—¿Qué ha hecho?

—Únicamente tratamos de averiguar lo más posible sobre él.

—Su paso por el programa fue muy breve.

—Sin embargo, usted lo recuerda.

Más silencio.

—No puedo darle el teléfono del doctor Burwasser, pero déjeme usted el suyo y le daré al doctor su recado.

—Gracias. ¿Puede usted decirme algo respecto al doctor Cruvic?

—Lo lamento, pero no.

—Pero no le ha sorprendido que la policía se interese por él.

La escuché aclararse la garganta.

—Son muy pocas las cosas que me sorprenden.

Como no esperaba que me devolviesen la llamada y suponía que Milo continuaba con Barone, me puse un chándal y me dispuse a sudar la frustración.

El teléfono sonó en el momento en que estaba cerrando la puerta a mi espalda. Volví corriendo al interior y descolgué antes de que mi servicio de contestación respondiese.

—Doctor Delaware —dije.

—Soy el doctor Burwasser —dijo una voz seca y malhumorada—. ¿Usted quién es?

Comencé a explicarme.

—Me huele a cuento —dijo.

—Si lo desea, puedo pedirle al detective Sturgis que lo llame…

—No, no quiero perder el tiempo con esto. Cruvic estuvo con nosotros menos de un año, hace catorce.

Y después de todo aquel tiempo, seguían recordando a Cruvic, cuya estancia parecía haber sido breve pero memorable.

—¿Por qué se marchó? —quise saber.

—Eso no importa.

—Muy pronto importará. Era amigo de una mujer que fue asesinada, y es un posible sospechoso. Cuanto más nos cueste conseguir la información, más publicidad recibirán los hechos.

—¿Eso es una amenaza?

—En absoluto. Es un hecho, doctor Burwasser.

¿Hizo Cruvic algo que pusiera en entredicho el programa de cirugía?

En vez de responder, el hombre dijo:

—En mi vida he visto muchas cosas, los asesinatos no me impresionan.

—¿Qué hizo el doctor Cruvic?

—Aquí no asesinó a nadie.

—¿Asesinó a alguien en otra parte?

—No, claro que no. ¿Está usted grabando la conversación?

—No.

—No es que me importe, porque nada de lo que digo es difamatorio, todo está en los expedientes.

—Exacto.

Se produjo un silencio.

—¿Qué hizo el doctor Cruvic, doctor Burwasser?

—Robó.

—¿A quién?

—Eso no voy a decírselo porque los muertos merecen el mayor respeto.

Tardé unos momentos en asimilar el comentario.

—¿Robó a un cadáver?

—Lo intentó.

—¿Cuánto fue?

Burwasser lanzó una seca risa, como si necesitara aquel desahogo.

—Es difícil decirlo. Los precios del mercado varían.

—¿Joyas?

—Casi. —Otra risa—. Joyas familiares. Órganos. Sorprendimos a ese cabroncete intentando extraer un corazón. El único problema era que el donante no estaba del todo muerto.

—Jesús.

—No dramatice, ya le dije que no fue un asesinato. El paciente se encontraba desahuciado: encefalograma plano. Estábamos a punto de desconectar los aparatos y declararlo muerto, pero no conseguíamos localizar al pariente más próximo.

—Pero el corazón aún latía.

—Pues claro que sí, de lo contrario, ¿para qué molestarse en extraerlo? Era un corazón fuerte y en perfectas condiciones. Un joven con lesiones en la cabeza. Un accidente de moto. Era un turista alemán. Ese idiota hubiera podido causar un incidente internacional.

—¿Para quién trató de robar el órgano?

—No para quién: para qué. Para investigar. Nos convenció de que le concediéramos un pequeño laboratorio, dijo que deseaba practicar resecciones de vesícula biliar en perros para una tesis que estaba escribiendo.

—¿Y no era cierto? —pregunté.

—Bueno, trabajó en unos cuantos beagles, pero sólo lo hizo para cubrir las apariencias. El muy idiota se imaginaba a sí mismo como un experto en trasplantes, como un futuro Christian Barnard. Yo puse fin a esos delirios. A pesar de las presiones.

—Las presiones, ¿de quién?

—De políticos californianos. —Pronunció con más desprecio la última palabra que la penúltima.

—¿De San Francisco?

—Pues sí. Recibí montones de llamadas de tipos extraños. Por lo visto, el padre de Cruvic era un pez gordo. Maldito lo que a mí me importó. Lo que hizo merecía la expulsión, y lo expulsé.

—¿Cómo lo descubrieron?

—Una enfermera lo sorprendió con las manos en la masa. El muy estúpido. En plena noche. Tenía una serie de instrumentos quirúrgicos junto a la cama del paciente, e incluso había hecho la primera incisión. Sólo Dios sabe cómo pensaba que iba a salirse con la suya… Bueno, y ya no digo más. Todo esto me desagrada mucho. Si quiere más detalles, dele la lata a Swenson.

Robo de órganos.

Esterilización sin el adecuado consentimiento.

El alumno más aventajado.

Pretendió establecer sus propias normas, lo cual no era sorprendente, pues había visto a su padre hacer cosas mucho peores.

¿Habría cometido años más tarde otros delitos quirúrgicos?

¿Qué papel habría desempeñado Hope en todo aquello?

Pero de nuevo la misma pregunta: ¿por qué habían asesinado a Hope y a Locking y dejado en paz a Cruvic?

Sin embargo, Cruvic estaba metido hasta el cuello en el asunto. Barone había aparecido en la comisaría porque Cruvic sabía que las cosas se le estaban poniendo feas.

«¿Asustado?»

Pero no de la policía… Asustado de lo que podía ocurrirle a él. Porque la muerte de Locking le aclaró la de Hope.

Le indicó quién y por qué.

Pero ¿por qué ahora, y no cuando mataron a Hope?

¿Y qué fue lo que decidió a Cruvic a dar la cara?

El ataque de Darrell Ballitser. Las notas de prensa que lo relacionaban con Hope.

¿Sería ese el primer indicio que el asesino había tenido de la relación entre los dos?

Pero ¿por qué, si de lo que se trataba era de una transgresión de las normas de deontología quirúrgica?

Le di vueltas y más vueltas a la cuestión.

¿Y si el ataque de Ballitser había hecho que el asesino se fijase en Cruvic?

Después, el asesino comenzó a vigilar a Cruvic… ¿Lo vio quizá con Locking? ¿En Mulholland?

Aunque también podía ocurrir que yo estuviera totalmente errado, y que Cruvic hubiese matado tanto a Hope como a Locking para que no se fueran de la lengua.

Pero entonces, ¿por qué mandar a su abogado para que hablase con Milo?

Cuantas más vueltas le daba, más me convencía de que Cruvic estaba ahora amenazado y de que él mismo era consciente de ello.

Años y años saltándose las normas de la ética, hasta que al fin ofendió a quien no debía.

Con la colaboración de Hope y Locking.

Faltas de ética… esterilización sin el debido consentimiento… robo de órganos.

La casa de Mullholland.

Una clínica particular.

Algo en lo que Locking había estado también implicado… De pronto lo comprendí.

Era muy simple.

Pero… ¿qué papel había desempeñado Mandy Wright? Una chica de alterne… una trabajadora.

Días antes de su asesinato, Mandy había estado por los clubes de Los Ángeles. Y antes de eso, se había visto con Cruvic y el padre de Cruvic en Las Vegas. Salió del casino con los dos.

No con fines sexuales.

Fue otro tipo de servicio.

Mandy le había dicho a Barnaby que se trataba de una simple actuación.

¿Qué comentó Milo respecto al Club None? Chicas con largos cabellos y cuerpos perfectos.

Mandy encajaba en la descripción.

¿También su compañera?

La pobre camarera, Kathy DiNapoli. Asesinada simplemente porque sirvió copas en el lugar menos oportuno y en el momento menos adecuado.

Cuerpos perfectos.

Contrataron a Mandy para que se ligase a alguien. A un tipo especial de cliente.

Lenta, inexorablemente, como una serpiente despertando a causa del calor, los hechos se fueron enlazando en mi cabeza.

La cadena que unía a Hope, Locking, Mandy y Kathy.

Una serpiente venenosa.

El programa «En vivo con Morry Mayhew», donde Hope apareció. ¿Cómo se llamaba la productora? Suzette Band. Le había prometido llamarla si me enteraba de algo.

El viejo trueque: información a cambio de información.

Pero, antes, Suzette tendría que decirme algo más.