25
—¿Alcachofas? —dijo el empleado de la gasolinera—. Eso será en Castroville, lejísimos, cerca de Monterey.
El tipo tenía las piernas arqueadas, una gran tripa y una calva más que incipiente. Lucía una trenza color castaño y sus dientes eran de la misma tonalidad. Riendo, dijo de nuevo «Alcachofas», terminó de limpiar el parabrisas y se embolsó el billete de veinte dólares que yo le tendía.
Me había apartado de la Ruta 5 para llenar el depósito un poco más allá de Grapevine, donde el tráfico se congestiona súbitamente y, cuando hay niebla, los accidentes que afectan a cincuenta coches son el pan nuestro de cada día. Aquella mañana hacía calor y el cielo estaba manchado por la calina, pero la visibilidad era perfecta.
Volví a la carretera y seguí en dirección norte. Según el mapa, Higginsville se encontraba al oeste de Bakersfield y al sur del lago Buena Vista. A ciento sesenta kilómetros de Los Angeles y a diez grados más de temperatura. El terreno era llano, y los verdes campos de labranza estaban protegidos del viento por altos árboles. Fresas, brócoli, alfalfa y lechugas, todo ello esforzándose en crecer en el aire saturado de humos de gasolina.
Tras girar en una carretera de dos pistas, llegué a unos terrenos altos punteados por minúsculos ranchos y por pequeños puestos de venta situados al borde de la carretera que en aquellos momentos se encontraban cerrados. Después, la carretera descendía de nuevo y me encontré con un cartel coronado por un emblema del Rotary Club y que rezaba HIGGINSVILLE, 1234 HABITANTES. Las letras estaban casi borradas, y el metálico limón que había en la punta del poste parecía corroído por los elementos.
Pasé ante un pequeño robledal y crucé el cenagoso cauce de un arroyo. Luego, un pequeño estacionamiento vacío y un establo semiderruido en cuyo tejado una cuarteada inscripción anunciaba ROPAS DEL OESTE. Tras un solar vacío comenzaba la calle mayor, llamada Lemon Boulevard, formada por dos manzanas de edificios de un solo piso: un almacén de abastos que era también el café del pueblo, una tienda de baratijas, un bar y el local de una iglesia evangelista.
Aquella mañana, cuando habló conmigo por teléfono, Milo me dijo que el representante local de la ley era un sheriff apellidado Botula. La oficina del sheriff se encontraba al final de la calle y frente a ella estaba estacionado un viejo coche patrulla Ford de color verde.
En el interior de la oficina, sentada tras un alto mostrador donde había una centralita telefónica estática, una bonita rubia algo entrada en carnes y que parecía demasiado joven para votar leía atentamente. Tras ella, un muchacho hispano de oscura tez que vestía uniforme color caqui estaba sentado a un escritorio metálico. También él tenía un libro frente a sí. El chico no parecía mucho mayor que la muchacha.
Al oír la campanilla de la puerta, los dos alzaron la vista. Cuando el muchacho se puso en pie vi que medía más de metro ochenta. Su cutis era color nuez moscada y carecía totalmente de arrugas. La boca era grande, azteca. Tenía el cabello largo y fino, bien recortado y peinado. Su mirada era penetrante, observadora.
—¿Doctor Delaware? Soy el sheriff Botula. —Se acercó al mostrador, abrió una pequeña puerta batiente y tendió hacia mí una mano cordial y firme—. Esta es Judy, nuestra alguacil, contable y mensajera.
La joven le dirigió una mirada como diciéndole supongo-que-bromeas, y él, sonriendo, aclaró:
—Judy también es mi esposa.
—Judy Botula. —La joven cerró el libro y se nos acercó. Leí el título de la cubierta. Técnicas policíacas básicas de inspección y registro.
Botula dijo:
—Pase. En previsión de su llegada, hemos hecho unas pequeñas investigaciones preliminares. Bueno, quien las ha hecho ha sido Judy.
Judy Botula dijo:
—Nada del otro mundo.
El sheriff aclaró:
—Somos nuevos aquí, y aún nos estamos aclimatando. Rodeé el mostrador y me senté en una silla junto al escritorio.
—¿Desde cuándo están en el pueblo?
—Desde hace dos meses —dijo Botula—. Los dos trabajamos media jornada. Compartimos el puesto.
Había una escoba apoyada contra la pared y él la colocó tras un archivero. Las paredes estaban limpias y desnudas, sin los habituales boletines y carteles de «Se busca», y el suelo parecía impoluto, aunque con bastantes arañazos.
Judy acercó su silla y se acomodó. La joven era casi tan alta como su marido, tenía amplios hombros y rotundo pecho. Sus kilos de más estaban equitativamente repartidos entre músculos y grasa. Vestía una blusa blanca de punto, vaqueros y zapatillas deportivas, y llevaba su placa en el cinturón. Tenía ojos muy azules, serios y solemnes.
—Los dos completamos el programa de justicia criminal en la Universidad Estatal de Fresno —dijo Judy—. Queríamos ingresar en la academia del FBI, pero ahora el acceso se ha puesto muy difícil, así que pensamos que un año de experiencia no nos perjudicaría. Aunque la verdad es que por estos contornos no ocurre nada excitante.
—La vida es fácil y aburre —dijo su marido.
—Y que lo digas.
Botula sonrió.
—Así nos queda tiempo para estudiar. Respecto al caso de asesinato que lo trae por aquí… Tuvimos noticia del asunto cuando sucedió, y luego, hoy mismo, volvieron a mencionarlo las noticias. Hubo algo… una detención.
—Probablemente se trate de una pista falsa —dije.
—Ya, eso dijo el detective Sturgis… Un psicólogo trabajando con los de homicidios… ¿Eso es corriente en Los Angeles?
—No. A veces trabajo con el detective Sturgis, eso es todo.
—La psicología me interesa mucho, y una vez estemos en la academia del FBI en Quantico, intentaré entrar en la unidad de Ciencias del Comportamiento. ¿Alguna vez le ha hecho el perfil a un asesino en serie?
—No —dije.
El chico asintió, como si yo hubiera dicho «sí».
—Bueno, dígame qué le trae por aquí exactamente.
—Trato de averiguar todo lo posible acerca de la doctora Devane.
—¿Porque ella también era psicóloga?
—Principalmente, porque apenas sabemos nada de ella.
—Sí, claro… Bueno, le explico la situación. Después de hablar con el detective Sturgis, nos planteamos cuál era el mejor sistema de descubrir algo y decidimos que lo mejor sería: A, buscar en los archivos municipales; B, buscar en los registros escolares, y C, entrevistar a los más viejos del pueblo. Pero resulta que todos los archivos fueron embalados y enviados a Sacramento hace diez años, y aún no hemos sido capaces de localizarlos. Y las escuelas fueron clausuradas más o menos por la misma época.
—¿Qué fue lo que ocurrió hace diez años?
—Este sitio murió —dijo Judy—. Supongo que ya se habrá dado usted cuenta. Aquí el cultivo principal eran los limones. Había unos cuantos residentes, pero la mayoría eran trabajadores eventuales y las tiendas eran propiedad de las compañías de productos cítricos. Hace diez años, una gran helada acabó con los limoneros, y lo poco que quedó se lo cargó no sé qué plaga. Los trabajadores eventuales se marcharon, los campos se cerraron, y en vez de plantar de nuevo, las compañías compraron tierra en otras partes. Como los residentes dependían de la población ocasional, unos cuantos se fueron con ellos. Parece ser que algunos intentaron poner en marcha iniciativas turísticas: puestos de fruta y cosas de esas, pero no tuvieron el más mínimo éxito. Esto se encuentra excesivamente apartado de la carretera general.
—Según un letrero que vi, el pueblo tiene mil doscientos habitantes.
—No tiene: tenía —dijo Judy—. Ese letrero es una antigüedad. Según nuestros cálculos, aquí no habrá más de trescientas personas, y buena parte de ellas son visitantes ocasionales que vienen los veranos a pescar en el lago. Todos los que viven aquí de modo permanente tienen trabajos en otras poblaciones, excepción hecha de las mujeres que llevan las tiendas de Lemon Boulevard. Casi todo es gente mayor, así que por aquí no se ven muchos niños, y los pocos que hay van a Ford City a estudiar primaria y grado medio, luego pasan a la secundaria de Bakersfield. O sea que aquí no tenemos escuelas.
Hope había cursado sus estudios de secundaria en Bakersfield, así que ya entonces el pueblo debía de ser muy poca cosa.
—En cuanto a los veteranos de la época en que la doctora Devane era niña, la mayor parte parecen haber muerto, pero logramos encontrar a una señora que quizá le dio clase a la profesora Devane cuando aquí había escuela. Al menos, tiene edad suficiente para ello.
—¿Quizá le dio clase? —dije.
Botula explicó:
—No es una persona fácil de interrogar. —El hombre se llevó un dedo a la sien—. Quizá a usted le ayude el hecho de ser psicólogo.
Judy intervino.
—Nosotros podríamos acompañarlo; pero lo más probable es que nuestra presencia resultase contraproducente.
—¿Tuvieron ustedes problemas con esa señora?
—Fuimos a verla ayer —dijo Botula—. No fue una entrevista productiva.
—Eso es decirlo muy suavemente. —Judy frunció el entrecejo y regresó a la centralita, en la que no había parpadeado ni una luz desde mi llegada.
Botula salió conmigo de la oficina.
—Judy cree que el motivo de la hostilidad de la señora fueron los prejuicios raciales. Nuestro matrimonio.
—¿Usted no está de acuerdo?
Él alzó la vista al sol y se puso unas gafas.
—No sé por qué la gente hace lo que hace. El caso es que la señora se llama Elsa Campos, y vive al principio de Blossom Lane. Gire a la izquierda en la primera esquina.
Mi sorprendida expresión le hizo sonreír.
—Cuando mencioné los prejuicios raciales, creyó usted que la señora era de ascendencia inglesa, ¿a que sí?
—Efectivamente.
—Ya —dijo él—. Es lógico. Pero la gente es como es. La dirección es Blossom Lane número ocho, pero no le hará falta. Cuando llegue, ya se dará cuenta.
Blossom Lane carecía de aceras, y sólo había dos polvorientas franjas a los lados del maltratado camino. Junto a la cuneta crecían unos cuantos limoneros que parecían enanos junto a los gigantescos eucaliptos. La jardinería urbana brillaba también por su ausencia.
El lado norte de la calle estaba ocupado por casas; el lado sur, por resecos campos. Los números del uno al siete correspondían a cabañas más o menos desmanteladas. La casa de Elsa Campos era mayor, un bungalow de dos pisos de madera de secuoya, con un porche cerrado flanqueado por dos inmensos cedros. La tierra de los alrededores estaba reseca y cuarteada, y no había indicios de que recibiera el menor cuidado. Una cerca de alambre de más de dos metros rodeaba la pequeña finca. El cartel de CUIDADO CON LOS PERROS resultaba redundante, pues al otro lado de la cerca una jauría de no menos de veinte canes ladraba, aullaba y saltaba.
Terriers, spaniels, un esbelto doberman rojo, mestizos de todos los tamaños, clases y colores, y un inmenso animal negro con aspecto de oso que permanecía más atrás olisqueando el suelo.
El estrépito era ensordecedor, pero ninguno de los perros parecía fiero. Muy al contrario, las colas se agitaban al viento, las lenguas asomaban por las bocas, y los perros de menor tamaño saltaban alegremente y arañaban la cerca.
Me apeé del Seville. El estrépito se hizo más fuerte y algunos perros comenzaron a correr agitadamente en círculos.
Eran al menos dos docenas. Todos parecían cuidados y sanos. Pero con tantos animales, la higiene tenía límites, y percibí el olor del lugar mucho antes de llegar a la cerca.
No había timbre ni cerradura, sólo una simple aldaba. Los perros continuaban ladrando y saltando y algunos hociqueaban la cerca. Distinguí montones de excrementos en el terreno, pero el suelo estaba limpio en un radio de tres metros en torno a la casa, y en la zona despejada aún se veían las huellas del rastrillo.
Tendí la mano, palma abajo, a uno de los spaniels, y él me la lamió. Luego la lengua de un mestizo de retriever asomó por la cerca y me babeó los nudillos. El doberman se acercó y, tras mirarme fijo, volvió a alejarse. Otros perros comenzaron a competir por un hueco para asomar la lengua, y la cerca se estremeció. Pero el gran animal negro siguió donde estaba.
Estaba preguntándome si entraba o no cuando la puerta de tela metálica del porche se abrió y en el umbral apareció una vieja vestida con sudadera rosa y vaqueros y que sostenía una escoba entre las manos.
En cuanto la vieron, los perros dieron media vuelta y corrieron hacia ella.
—Déjenme en paz —dijo la mujer, pero metió la mano en un bolsillo y echó un puñado de algo en la parte limpia del suelo—. ¡Ahí tienen!
Los perros se dispersaron y comenzaron a olisquear frenéticamente por el patio. La escena parecía sacada de una vieja película de dibujos animados de la Warner Brothers. La vieja se volvió hacia mí y se acercó a la puerta, arrastrando la escoba por el suelo.
—Hola —saludé.
—Hola. —Lo dijo como si me imitase. Frunció los párpados y me inspeccionó atentamente. La mujer medía metro setenta y era muy flaca. Tenía el pelo negro recogido en una trenza que le llegaba a la cintura y las mejillas hundidas y resecas como el polvo. Las manos, aguileñas y bronceadas por el sol, tenían uñas gruesas y amarillentas. En la sudadera ponía RENO! Al extremo de las flacas piernas, unas zapatillas blancas de deporte.
El gran perrazo negro se acercó con paso lento y contoneante. Era tan peludo que los ojos apenas se le veían. La cabeza llegaba a la cintura de la mujer, y la lengua era del tamaño de una bolsa de agua caliente.
—Nada de eso, Leopold —dijo la mujer, con voz cascada—. Ve con los otros a buscar las golosinas.
El perro ladeó la cabeza como hace Spike y la miró con melodramáticos ojos.
—Nada de eso. Busca.
La enorme cabezota se frotó contra el cinturón de la mujer. Lo cual me hizo recordar algo: el bullmastiff de la señora Green. Aquella era mi semana de viejas y perrazos. De la peluda boca escapó un hondo gemido. Advertí fuertes músculos bajo la negra piel.
La mujer miró hacia los otros perros, que seguían buscando lo que ella les había tirado. Echó mano a un bolsillo de sus vaqueros y sacó otro puñado de comida: fragmentos de galletas para perros.
—¡Busca! —dijo, al tiempo que los arrojaba. Los animales del patio se arremolinaron, pero el gran perrazo negro siguió donde estaba. Tras echar una subrepticia mirada a los otros, la mujer sacó una galleta entera y la metió apresuradamente en la boca de la bestia.
—Bueno, Leopold, ahora lárgate.
El perro negro masticó con evidente satisfacción y luego se alejó lentamente.
—¿De qué raza es? Parece un perro de pastor.
—Es un bouvier des Flanders. Belga. ¿Entiende usted que alguien pudiera abandonar a una preciosidad así?
—Debe de tener calor, con todo ese pelo.
Ella me miró con escepticismo.
—Son muy resistentes. Y tienen un gran instinto protector.
—Yo tengo un bulldog francés —dije—. Mucho más pequeño, pero con la misma actitud ante la vida.
—¿Qué actitud?
—Soy una estrella. Aliméntenme.
Con impasible expresión, la vieja comentó:
—Bulldog francés. Pequeño y con orejas enormes, ¿no? Nunca he tenido uno de esa raza. ¿Es su único perro?
Asentí con la cabeza.
—Pues yo tengo veintinueve, contando a los tres enfermos de dentro de la casa.
—¿Recogidos?
—Pues sí. Algunos, de las perreras, los demás me los encontré yendo en el coche. —Olfateó—. Qué hediondez, ya es hora de echar el líquido desodorante: tiene un elemento químico que disuelve los excrementos. Bueno, ¿quién es usted y qué desea?
—Me han dicho que fue usted maestra en la escuela de este pueblo, señora Campos.
—¿Quién se lo ha dicho?
—El sheriff Botula y su…
Ella hizo un desdeñoso gesto.
—Esos dos. ¿Qué más le contaron? ¿Que soy la loca del pueblo?
—Me dijeron simplemente que tal vez usted pudiera darme información sobre una mujer que creció aquí. Lamentablemente, la asesinaron, y la policía de Los Angeles me ha pedido que…
—¿La asesinaron? ¿De quién me habla?
—De Hope Devane.
Mis palabras hicieron que de su rostro desapareciese el color. Miró en dirección a los perros y cuando se volvió de nuevo hacia mí, en su expresión había una mezcla de inocencia hecha añicos y de pesimismo confirmado.
—¿Qué le ocurrió, y cuándo?
—Alguien la acuchilló frente a su casa hace tres meses.
—¿Dónde?
—En Los Ángeles.
—No podía ser en otro sitio. Dígame: ¿llegó a hacerse médico o algo así?
—Era psicóloga.
—Bueno, viene a ser lo mismo.
—¿De niña ambicionaba estudiar medicina? —pregunté.
Ella apartó la mirada, y la fijó en el reseco y vacío campo del otro lado de la calle. Se llevó ambas manos a las mejillas y se estiró la piel. Por un momento, vi ante mí a una mujer más joven.
—Asesinada. Qué cosa tan increíble. ¿Tienen idea de quién lo hizo?
—No. Hasta el momento, nos encontramos en un callejón sin salida, y la policía quiere averiguar todo lo posible sobre la víctima.
—Por eso le pidieron a usted que viniera a verme.
—Exacto.
—Habla usted de la policía en tercera persona. ¿Significa eso que no pertenece al cuerpo, o simplemente quiere decir que es usted pomposo?
—Yo también soy psicólogo, señora Campos. A veces actúo como consultor de la policía.
—¿Tiene usted algún documento que lo demuestre?
Le mostré mi identificación.
Ella la estudió con gran atención unos momentos y luego me la devolvió.
—Sólo quería cerciorarme de que no era usted periodista. Detesto a los periodistas porque una vez hicieron un reportaje sobre mis perros donde se me describía como a una chiflada. —La mujer se tocó la puntiaguda barbilla y siguió—: La pequeña Hope. No voy a decir que recuerde a todos mis alumnos; pero a ella no la he olvidado. Bueno, no se quede ahí. Pase.
Echó a andar hacia la casa, dejando que yo abriese la puerta por mí mismo. El bouvier se encontraba en el fondo del patio, pero cuando alcé la aldaba dio media vuelta y echó a correr hacia mí.
—No pasa nada, Lee —dijo Elsa Campos—. No te comas al señor. Aún.
Siguiendo a mi anfitriona, crucé el porche y entré en una oscura salita llena de muebles baratos y de cuencos para comida de perros. Las repisas estaban llenas de objetos de cerámica y cristal, y olía a piel canina húmeda y a antisépticos. Sobre la chimenea había un reloj de cuco que, más que de Suiza, parecía proceder de Lake Arrowhead.
La estancia era pequeña y se encontraba a sólo tres pasos de la cocina. La señora Campos me dijo que me sentara. Sobre una repisa había un secador de pelo, varias botellas de champús caninos, un horno microondas y un pequeño cajón de plástico. En el interior del cajón había algo menudo, blanco e inmóvil. Encima había ampollas de cristal, jeringuillas con capuchón de plástico y rollos de vendas.
—Hola —dijo Elsa Campos, inclinándose sobre el cajón. El diminuto perro sacó la lengua y gimió. Ella lo acarició por unos momentos—. Se llama Shih Tzu y tiene un año. Alguien le dio con un palo en la cabeza y le dejó paralizados los cuartos traseros. Luego la tiró en un cubo de basura. Las piernas se le infectaron. Cuando la recogí, no era más que un saco de huesos, y en la perrera estaban a punto de gasearla. Nunca será normal, pero conseguiré que se habitúe a vivir con los demás. Leopold me ayudará a conseguirlo. Él es el alfa, el jefe de la jauría. Trata muy bien a los débiles.
—Espléndido —dije. Sin saber por qué, recordé el gran rostro de Milo, sus negras cejas, sus brillantes ojos, la lentitud de sus movimientos.
—¿Le apetece beber algo?
—No, gracias. —Me senté en un sillón cubierto con una funda gris. Los suaves cojines de plumas se cerraron en torno a mi cuerpo. A uno y otro lado del reloj de cuco había desvaídas fotos de paisajes. Las cortinas eran de felpilla marrón, y la lámpara imitaba una cornamenta de alce con polvorientas bombillas en las puntas.
Elsa Campos sacó una cerveza de una vieja nevera Kelvinator.
—¿Piensa usted que tengo montado un zoo y teme contagiarse de alguna enfermedad? —Destapó el bote y bebió un trago—. Pierda cuidado: este es un zoo limpio. No puedo evitar el mal olor, pero el hecho de que recoja animales no significa que me guste vivir entre la mugre, ¿no cree?
—Desde luego.
—Pues cuénteselo a esos dos.
—¿A los Botula?
—A los Botula —repitió ella, en tono burlón—. El señor y la señora Sherlock. —Se echó a reír—. En cuanto llegaron aquí, comenzaron a pasearse con ese viejo coche que les da el condado, como si tuvieran algo que hacer. Como en Pa trulla de caminos, aunque probablemente es usted demasiado joven y no recuerda esa serie.
—Sólo me interesan los hechos, señora —dije.
Su sonrisa duró lo que un parpadeo.
—¿Y de qué hechos pretende que le hable? ¿De que los matojos crecieron otros cinco centímetros? ¿Piensa enviar muestras al FBI? —Dio otro trago de cerveza—. Qué pareja. No paraban de ir de un lado a otro en el coche patrulla. La primera vez que pasaron por aquí y vieron a mi jauría, detuvieron el automóvil, se apearon y comenzaron a zarandear la cerca. Como es natural, los perros se pusieron nerviosos. Por entonces tenía un golden retriever cojo al que realmente le encantaba ladrar. Daba unas serenatas extraordinarias. —Sonrió de nuevo—. Salí a ver cuál era el motivo de aquella algarabía y allí estaban esos dos, contando cabezas y tomando notas. Luego ella me miró de arriba abajo y él comenzó a recitarme las normas sanitarias referentes a la tenencia de animales: para tener tantos como yo había que sacar una licencia de perrera. Me eché a reír, di media vuelta y los dejé allí plantados. Desde entonces, no he vuelto a tener contacto con esa parejita. Pronto se irán, como pasó con los anteriores.
—¿Cuántos policías han pasado por aquí?
—He perdido la cuenta. Las autoridades del condado los envían desde Fresno para que pasen un año en el limbo. La inactividad y la ausencia de McDonald’s y de televisión por cable termina sacándolos de quicio y se largan en cuanto pueden. —Rio de nuevo y luego se puso seria—. La generación de los cincuenta canales. Cuando ellos se hagan con el poder, que Dios se apiade de los animales y de los que no son animales.
Bajó la vista al interior del cajón de plástico.
—No te preocupes, bonita, que pronto correrás como las mejores. —Meneó la cabeza y su trenza osciló—. ¿Comprende usted que alguien le haga daño a un ser tan indefenso?
—No —dije—. Me resulta tan incomprensible como el asesinato.
Ella se enderezó y reposó la mano en la repisa. Dejó la cerveza y cogió una de las ampollas. Tras leer la etiqueta, la dejó. Arrimó una silla de mimbre, se sentó y plantó ambos talones sobre el suelo de linóleo.
—Hope, asesinada. ¿Sabe usted lo que hacían los griegos con los portadores de malas noticias? —Se pasó un dedo por la garganta, en movimiento de degüello.
—Espero que no sea usted griega —dije.
Ella sonrió.
—Por suerte para usted, no lo soy. Cuando en clase me tocaba hablar de los griegos, no lo hacía del modo habitual. No decía que eran cultos y nobles, ni que tenían una gran mitología, ni que iniciaron la tradición olímpica. Los utilizaba para ilustrar el hecho de que se puede ser culto y aparentemente noble y, pese a todo, cometer actos inmorales. Y es que los griegos avasallaron a todos aquellos con los que entraron en contacto, lo mismo que luego hicieron los romanos. En las escuelas ya no se enseña moral, sino sólo a fornicar sin morirse. Lo cual es lógico, porque poco provecho puede hacer uno por el mundo si está dos metros bajo tierra. Pero también deberían enseñar otras cosas… ¿Qué espera usted que le cuente?
—Quizá en la historia de Hope haya algo que contribuya a aclarar su muerte.
—¿Y por qué va a aclarar algo conocer su historia?
Sus ojos, agudos como los de un halcón, estaban fijos en los míos.
—Existen indicios de que tal vez fue sometida a malos tratos siendo ya adulta. Eso suele sucederles a las que de niña también fueron maltratadas.
—¿Qué tipo de malos tratos sufrió?
—Físicos. Golpes, magulladuras.
—¿Estaba casada?
—Sí.
—¿Con quién?
—Con un profesor de historia bastante mayor que ella.
—¿Fue él quien la sometió a malos tratos?
—No sabemos.
—¿Sospechan que fue él quien la asesinó?
—No —dije.
—¿No, o todavía no?
—Es difícil decirlo. No hay pruebas contra él.
—Un profesor y una psicóloga —dijo Elsa Campos, cerrando los ojos, como si tratara de imaginarlo.
—Hope también se dedicaba a la enseñanza —dije—. Alcanzó bastante renombre como investigadora.
—¿Qué investigaba?
—La psicología femenina. Roles sexuales. Autocontrol.
La última palabra la hizo estremecerse. Me pregunté por qué.
—Comprendo… Cuénteme cómo la mataron exactamente.
Le resumí los detalles del asesinato, y le hablé del libro de Hope y de la gira de promoción.
—Parece que era algo más que renombrada. Por lo visto, fue de veras famosa.
—Durante el último año, sí.
Echó la cabeza ligeramente para atrás y entornó los párpados. Me sentí como una mazorca de maíz bajo el escrutinio de un cuervo.
—¿Y qué relación tiene su infancia con todo eso? —quiso saber.
—Estamos investigando los cabos sueltos, y usted es uno de ellos.
Ella me miró fijamente unos momentos más.
—Así que se hizo famosa. Eso es lo malo de no leer los periódicos y de no mirar la caja tonta. Dejé de hacer ambas cosas hace años. Es interesante.
—¿El qué?
—Lo de que Hope se hiciera famosa. Al principio de estar en mi clase, era muy tímida. Ni siquiera le gustaba leer en voz alta. ¿Tiene usted alguna foto de ella de adulta?
—No.
—Lástima, me hubiera encantado verla. ¿Era atractiva?
—Mucho. —Cuando le describí a Hope, los ojos de la señora Campos se suavizaron.
—Era una niña preciosa… Me es imposible dejar de pensar en ella como en una niña. Menudita y rubia. Tenía el cabello casi blanco, con rizos en las puntas, y le llegaba por debajo de la cintura. Enormes ojos castaños… Yo le enseñé a trenzarse el cabello, e incluso le regalé un libro con diagramas de trenzas cuando se graduó.
—¿Cuando terminó el sexto grado?
Ella asintió, con aire ausente. El cuco salió del reloj y trinó una sola vez.
—Es la hora de las medicinas —dijo, poniéndose en pie—. En el dormitorio tengo a otros dos que están aún peor que Shih Tzu. Un collie que fue atropellado por un camión en la Ruta 5, y un mestizo de beagle al que dejaron semiasfixiado en un descampado.
Se dirigió a la cocina, llenó dos jeringuillas y desapareció por la puerta trasera.
Permanecí a solas en la penumbrosa habitación hasta que mi anfitriona regresó, con gesto adusto.
—¿Problemas? —pregunté.
—Sigo pensando en Hope. En todos estos años apenas me había acordado de ella. Albergaba la esperanza de que estuviera bien. Pero ahora tengo su rostro aquí. —Se señaló la frente—. Gracias por alegrarle el día a una vieja.
—¿Albergaba usted la esperanza de que estuviera bien? ¿Tenía algún motivo para pensar que estaba mal?
Ella se sentó y lanzó una risa.
—Se nota que es usted psicólogo —dijo.
Su vista vagó hasta el reloj y quedó clavada en él durante unos momentos.
Yo comenté:
—No recuerda usted a todos sus alumnos, pero de Hope no se ha olvidado. ¿Qué tenía ella de particular?
—Su inteligencia. Fui maestra durante cuarenta y ocho años, y ella fue una de las alumnas más aventajadas que tuve. Quizá fue la más inteligente. Comprendía las cosas al instante. Y, además, era muy trabajadora. Los niños inteligentes no suelen serlo, como usted sin duda sabe. Se duermen en los laureles, piensan que les van a servir el mundo en bandeja. Pero Hope era muy aplicada. Y no porque en su casa le hicieran las cosas fáciles.
La piel que rodeaba los negros ojos se estremeció.
—¿No? —pregunté.
—No —replicó ella tajantemente—. No fue una buena alumna gracias a su vida familiar, sino a pesar de su vida familiar.