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Un libro de autoayuda cambió la vida de Hope Devane.
Lobos y ovejas no fue lo primero que publicó. Una monografía sobre psicología y tres docenas de artículos en revistas la habían hecho titular de una cátedra a los treinta y ocho años, dos antes de su muerte.
Tal posición académica le dio seguridad laboral y la libertad para irrumpir en la escena pública con un libro que no agradó a sus compañeros de claustro.
Lobos y ovejas permaneció un mes en la lista de bestsellers, convirtiendo a su autora en una figura habitual en los medios de comunicación y haciéndole ganar más dinero del que habría acumulado en diez años trabajando como profesora.
Estaba bien dotada para conseguir la atención del público. Rubia y atractiva, daba bien en la pequeña pantalla. Eso, unido a una voz suave y bien modulada que por radio resultaba firme y persuasiva, hizo que no tuviera la menor dificultad para conseguir entrevistas de promoción para su libro. Y aprovechaba al máximo cada una de sus apariciones. Pese al subtítulo de Lobos y ovejas, que rezaba Por qué es inevitable que los hombres hagan daño a las mujeres, y qué pueden hacer las mujeres para evitarlo, y a su tono condenatorio, su imagen pública era la de una mujer inteligente, segura de sí misma y agradable que no gustaba de exhibirse, pero que, cuando estaba en público, sabía comportarse con elegancia.
Yo sabía todo aquello; pero ignoraba totalmente qué clase de persona había sido.
Milo me había dejado tres cajas de pruebas procedentes del Departamento de Policía de Los Angeles para que las revisara: el currículo de la mujer, cintas de audio y vídeo, algunos recortes de prensa y el libro. Paz y Fellows habían entregado todo aquel material sin haberlo estudiado ni total ni parcialmente.
La noche anterior, Milo me comentó que había heredado el caso. Lo hizo sentado frente a Robin y a mí a la mesa del restaurante marinero de Santa Mónica. La barra se encontraba atestada de gente, pero la mayor parte de los reservados estaban vacíos, y nos habíamos acomodado en un rincón, lejos de los deportes en pantalla gigante y de las asustadas personas que trataban de trabar relación con extraños. A mitad de la cena, Robin se levantó para ir al servicio de señoras y Milo dijo:
—Adivina cuál ha sido mi regalo de Navidad.
—Para Navidad falta mucho.
—Quizá por eso la cosa no es ningún regalo. Se trata de un caso viejo, con tres meses a la espalda: el de Hope Devane.
—¿Por qué te lo han encargado?
—Porque es un caso muerto.
—¿El nuevo teniente?
Él mojó un langostino en salsa y se lo llevó entero a la boca. Lo masticó meticulosamente. No dejaba de mirar a su alrededor, aunque no había nada que ver.
Nuevo teniente, vieja canción.
Milo era el único detective reconocidamente gay del Departamento de Policía de Los Angeles, y nunca terminarían de aceptarlo. Los veintitrés años que duró su ascenso al grado de detective tercero estuvieron salpicados de humillaciones, sabotaje, períodos de benigno olvido y episodios próximos a la violencia. Su historial de casos resueltos era excelente, y en ocasiones eso servía para mantener la hostilidad bajo control. Su calidad de vida dependía de la actitud que tenía el jefe que le tocaba en cada momento. El nuevo teniente estaba preocupado y nervioso, pero el conflictivo departamento posdisturbios le estaba complicando mucho la vida y no estaba prestando demasiada atención a Milo.
—¿Te confió el caso porque le aparece que es poco probable que lo resuelvas?
Él sonrió, como paladeando un chiste privado.
—Es que, además —dijo—, sospecha que Devane era lesbiana. «Eso, ejem, ejem, debe de ser terreno más o menos conocido para usted, Sturgis».
Otro langostino desapareció. El carnoso rostro de Milo permaneció estático mientras su dueño plegaba y desplegaba la servilleta. Llevaba una horrible corbata marrón y ocre que no pegaba ni con cola con su chaqueta gris verdoso. Su negro pelo, moteado ya de blanco, estaba cortado casi a cero en los lados, pero en la parte alta llevaba el cabello largo, y las patillas eran grandes y canosas.
—¿Existe algún indicio de que Hope Devane fuera gay? —pregunté.
—Qué va. Pero decía cosas desagradables de los hombres, así que ergo, ipso facto.
Robin volvió a la mesa. Se había retocado el pelo y se había vuelto a poner pintalabios. El vestido azul marino realzaba el bronceado de su tez, y la seda acentuaba cada uno de sus movimientos. Habíamos pasado algún tiempo en una isla del Pacífico, y su aceitunada piel aún conservaba el recuerdo del sol.
Yo había matado a un hombre allí. Fue un caso claro de defensa propia, y no sólo salvé mi vida sino también la de Robin. A veces, aún tengo pesadillas.
—Estáis muy serios —dijo Robin, sentándose a la mesa. Nuestras rodillas se tocaron.
—Hago mis deberes —dijo Milo—. Como sé que Alex se lo pasó muy bien en el colegio, le permito que me ayude.
—Acaban de encomendarle el caso de Hope Devane —expliqué.
—Creía que habían dado el asunto por irresoluble.
—Y así había sido.
—Qué espantoso.
Algo en su voz me hizo mirarla.
—¿Más espantoso que otro asesinato cualquiera? —pregunté.
—En cierto modo, sí, Alex. Un buen vecindario como ese, y de pronto una mujer sale a dar un paseo cerca de su casa y alguien la asalta y la acuchilla.
Cubrí su mano con la mía, pero ella no pareció darse cuenta.
—Lo primero que pensé —dijo—, fue que la mataron a causa de sus ideas. Lo cual sería terrorismo. Pero aunque sólo fuera un chiflado que la escogió al azar, en cierto modo seguiría siendo terrorismo. En esta ciudad, las libertades personales han descendido otro peldaño.
Nuestras rodillas se separaron. Sus dedos eran como delicados carámbanos.
—Bueno —siguió Robin—, al menos tú lo estás investigando, Milo. ¿Has descubierto algo nuevo?
—Aún no —replicó él—. En situaciones así, lo mejor es partir de cero. Esperemos que las cosas vayan bien.
Aun en las ocasiones más propicias, a Milo le costaba mostrarse optimista. En su boca, aquellas palabras sonaron huecas, a mal teatro.
—Se me ocurrió que tal vez a Alex le fuera posible ayudarme. A fin de cuentas la doctora Devane también era psicóloga.
—¿La conocías, Alex?
Negué con la cabeza.
Se aproximó el camarero.
—¿Más vino?
—Sí —dije—. Otra botella.
A la mañana siguiente, Milo me llevó las cajas de pruebas y en seguida se fue. Sobre las cajas estaba el currículo académico de la asesinada.
Su nombre completo era Hope Alice Devane. Padre: Andre. Madre: Charlotte. Ambos fallecidos.
Bajo ESTADO CIVIL, había escrito a máquina CASADA, pero sin añadir el nombre de Philip Seacrest.
HIJOS: NINGUNO.
Había nacido en California, en una población que no me sonaba de nada llamada Gigginsville. Probablemente, el lugar estaba en el centro del estado, ya que se graduó como alumna más distinguida en el instituto secundario de Bakersfield. Luego, se matriculó con una beca Regent en la Universidad de Berkeley. Acumuló matrículas de honor en todas las asignaturas, fue Pi Beta Kappa, se graduó summa cum laude en psicología, y luego continuó en Berkeley hasta obtener el doctorado.
Publicó sus dos primeras tesinas como estudiante graduada y se trasladó a Los Ángeles para adquirir capacitación clínica; el internado y los estudios de posgrado los realizó en el otro extremo de la ciudad, en el departamento de siquiatría del Hospital General del Condado. Luego la nombraron lectora de estudios femeninos en la universidad, y al año siguiente la trasladaron al departamento de psicología en calidad de profesora auxiliar.
Seguían diez páginas en las que se detallaban las sociedades a las que Devane estaba afiliada, sus publicaciones doctorales, los trabajos publicados y las conferencias. Su primer tema de investigación fue las diferencias de calificaciones entre chicos y chicas en los exámenes de matemática, y más adelante pasó a dedicarse a estudiar los roles sexuales y los métodos de crianza infantil, y, de nuevo, volvió a los roles sexuales para estudiar en qué forma afectaban al autocontrol.
Había publicado un promedio de cinco artículos anuales en prestigiosas publicaciones científicas, lo cual era algo que daba alas a cualquier carrera docente. Sin embargo, el currículo no me pareció fuera de lo común en nada hasta que llegué al final de la sección de bibliografía. Allí, un subencabezado con el título de Publicaciones diversas y trabajos en los medios de comunicación, me permitió intuir cuáles habían sido sus actividades durante el año que precedió a su muerte.
Lobos y ovejas, junto con sus traducciones a idiomas extranjeros, seguido de docenas de entrevistas en radio, televisión y prensa, y apariciones en los programas vespertinos de debate.
Programas con títulos como ¡Al contraataque!, Huyendo del animal de presa, La nueva esclavitud, La conspiración de la testosterona.
La sección final era Actividades universitarias y departamentales, y en ella las cosas volvían a su polvorienta solemnidad académica.
Como profesora auxiliar, figuró en cuatro comités: Programación y asignación de alojamientos, Orientación para estudiantes graduados y Seguridad animal-sujeto. Todos ellos eran trabajos fatigosos que yo conocía bien. Luego, seis meses antes de su muerte, la nombraron directora de Comportamiento interpersonal, algo de lo que yo nunca había oído hablar.
¿Estaría aquello relacionado con el acoso sexual? ¿Abusos a las estudiantes por parte de miembros de la facultad? Aquello era algo que, potencialmente, podía suscitar suspicacias. Hice una marca junto a la nota y pasé a ocuparme de Lobos y ovejas.
La sobrecubierta del libro era de color rojo mate con letras de oro en relieve y un pequeño gráfico entre el nombre de la autora y el título donde se veían las siluetas de los animales a los que aludía el libro.
La boca del lobo estaba llena de colmillos y el animal tenía las garras tendidas hacia la minúscula oveja. En la contraportada estaba la foto en color de Hope Devane. La mujer tenía un rostro ovalado de facciones suaves, llevaba un vestido beige de cachemir, lucía una sarta de perlas, y estaba sentada muy erguida en un sillón de cuero marrón tras el cual había estantes con libros ligeramente desenfocados. Sostenía una pluma Mont Blanc entre los dedos y tenía a mano un tintero de plata. Dedos largos, uñas pintadas de color rosa. Cabello rubio color miel echado para atrás. Ligeros toques de colorete en las mejillas. Ojos color castaño claro, grandes y directos, amables sin ser débiles. Una sonrisa confiada, quizá irónica, en los nacarados labios.
Las páginas tenían los bordes arrugados, y Milo había resaltado en amarillo ciertos párrafos y hecho abundantes anotaciones en los márgenes. Leí el libro, recorrí tres kilómetros en coche, por Beverly Glen, hasta la universidad, donde estuve un rato entretenido con los ordenadores de la biblioteca Biomed.
Obtuve resultados interesantes. Regresé a casa y miré los vídeos de los programas de debate.
Cuatro programas, cuatro ruidosas y frívolas audiencias, un cuarteto de suntuosos y sensibleros anfitriones totalmente intercambiables.
«El show de Yolanda Michaels»: ¿Qué es una auténtica mujer?
Hope Devane tolerando la machacona retórica de una mujer antifeminista que predicaba las virtudes de los estudios bíblicos y de los cosméticos, y recomendaba esperar al marido en la puerta llevando por toda ropa un impermeable transparente.
«¡Sid, en vivo!»: ¿Prisioneros del sexo?
Hope Devane debatiendo con un antropólogo y especialista en hormigas convencido de que todas las diferencias sexuales eran innatas e imposibles de modificar y de que lo que deberían hacer hombres y mujeres era aprender a convivir. Hope trataba de ser razonable, pero el resultado final resultaba más bien frívolo.
«El show de Gina Sydney Jerome».
Hope Devane en una mesa redonda con otros tres autores: una lingüista que desdeñaba la psicología y recomendaba que hombres y mujeres aprendieran a interpretar correctamente el lenguaje; un periodista neoyorquino especializado en cuestiones femeninas que no tenía nada que decir, pero que lo decía con abundancia de polisílabos; y un hombre con aspecto de macho que aseguraba haber sido un marido maltratado y había plasmado su trágica experiencia en trescientas páginas.
La vieja canción habitual…
«En vivo con Morry Mayhew»: ¿Cuál de los sexos es el débil?
Hope Devane debatiendo con un tipo que se daba a sí mismo el título de jefe de una organización de derechos del hombre de la que yo nunca había oído hablar y que se cebó en Hope con misógina furia.
Aquel vídeo era distinto: el nivel de hostilidad alcanzaba cotas muy altas. Rebobiné y lo pasé de nuevo.
El misógino se llamaba Karl Neese. Alrededor de treinta años, delgado y de apariencia liberal con su traje negro y su corte de pelo a la moda, pero neandertaloide en sus opiniones, acaparando el uso de la palabra y repartiendo insultos sin cesar. Sicodrama a la parmesana.
Hope Devane, el objeto de las iras del hombre, mantuvo la corrección y en ningún momento lo interrumpió ni alzó la voz, ni siquiera cuando los comentarios de Neese provocaron los aplausos de los cretinos repartidos entre el público.
MAYHEW. Muy bien, señor Neese, ahora preguntemos a la doctora…
NEESE. ¿Doctora? No le veo el estetoscopio.
MAYHEW. La doctora es psicóloga…
NEESE. O sea que su familia ha tenido el dinero suficiente para pagarle unos estudios absolutamente inútiles.
MAYHEW. (Conteniendo una sonrisa.) Muy bien, doctora Devane, si ahora tiene usted la bondad de explicarnos…
NEESE. Explíquenos por qué las feministas no nos dejan de machacar con sus problemas, bla-bla-bla-bla, y, sin embargo, encuentran perfecto abortar porque los niños son un engorro…
MAYHEW. … los motivos por los que, según usted, las mujeres son víctimas de hombres sin escrúpulos…
NEESE. Porque les gustan los hombres sin escrúpulos, los malos tipos, el peligro, las emociones. Y no aprenden, sino que vuelven a por más. Las mujeres dicen que les gustan los hombres decentes; pero intenten ustedes conquistar a una mujer siendo decentes. Decente significa débil, y débil significa primo. ¡Y para los primos no hay mimos!
(Risas, aplausos.)
DEVANE. Puede que en lo que dice tenga usted algo de razón.
NEESE. (Con expresión lasciva.) Pues sí, muñeca, claro que sí.
DEVANE. A veces caemos en pautas de conducta peligrosas. Supongo que el quid de la cuestión radica en lo que aprendemos en la infancia.
NEESE. ¿Tú me enseñas lo tuyo y yo te enseño lo mío?
MAYHEW. (Sonriendo.) Vamos, Karl. ¿A qué lecciones se refiere, doctora?
DEVANE. A los modelos de los que aprendemos. A los comportamientos que se nos enseña a emular…
Veinte minutos de pullas y burlas de Neese y de equilibrados razonamientos de Hope. Cada vez que él conseguía entusiasmar al público, ella esperaba a que las cosas se calmaran y luego ofrecía breves y precisas réplicas exentas de alusiones personales. Hope se ceñía estrictamente a lo que consideraba su papel. Al final del programa, la gente escuchaba lo que ella tenía que decir y Neese parecía frustrado.
Miré de nuevo la grabación, concentrándome en Hope y en su eficacísima forma de actuar. Miraba directamente a los ojos, produciendo una sensación de intimidad, y hablando con un aplomo que hacía que lo obvio pareciese profundo.
Carisma. Sosegado carisma.
Si el medio era el mensaje, Hope era una brillante mensajera, y no pude evitar preguntarme qué cimas no habría alcanzado de haber vivido lo suficiente.
Cuando terminó el programa, la cámara tomó un primer plano del rostro de Neese. Su sardónica sonrisa se había esfumado.
Serio. ¿Furioso?
Era una idea disparatada; pero… ¿se habría dejado aquel hombre llevar por la ira?
¿Y por qué no? El caso estaba paralizado, y Milo me había dicho que especulase a mi aire. Anoté el nombre de Neese y luego cogí el informe del homicidio.
Palabras, fotos. Siempre fotos…
Eran cerca de las cinco cuando llamé a Milo a la oficina de detectives del oeste de Los Angeles y le dije que lo había revisado todo, incluido el libro.
—Qué rapidez.
—Es de lectura fácil, la mujer tenía un excelente estilo. Muy fluido. Como si se encontrase sentada junto al lector, compartiendo con él su sabiduría.
—¿Y qué piensas del contenido?
—Gran parte de lo que dice es indiscutible. Defiende tus derechos, cuida de ti misma, define tus metas con realismo de modo que puedas alcanzar el éxito y mejorar tu autoestima. Pero en lo tocante a cuestiones más radicales, no aporta hechos que respalden sus tesis.
Todas las referencias a la testosterona y a la psicopatía sádica están bastante sacadas de quicio.
—Todos los hombres son asesinos sexuales.
—Todos los hombres tienen el potencial necesario para convertirse en asesinos sexuales, e incluso el sexo consentido es parcialmente una violación, ya que el pene está construido como una arma y la penetración implica invasión y pérdida de control por parte de la mujer.
—El control la obsesionaba, ¿no?
—Sí, ese es su leitmotiv. Fui a la biblioteca y les eché un vistazo a los estudios que ella cita en su libro. No dicen lo que según ella dicen. Sacó los datos de su contexto, informando de modo selectivo y manipulando los hechos. Pero a no ser que uno se tome la molestia de examinar con cuidado cada una de las fuentes, la manipulación apenas es perceptible. Y, dejando aparte su talento para escribir, comprendo que el libro se vendiera tan bien. Tenía una clientela segura, porque las mujeres casi siempre son las víctimas. Ya escuchaste a Robin anoche. Cuando volvimos a casa, me contó que ese asesinato la había mantenido muchas noches en vela porque ella se identificaba con Hope. No se me hubiera ocurrido nunca que Robin hubiese dedicado al asunto ni un solo momento de reflexión.
—¿Qué te parecieron las cintas de vídeo?
—En ellas Hope también está impecable. Ni siquiera perdió la calma cuando en el programa de Mayhew le pusieron delante a ese cretino. ¿Lo recuerdas?
—¿Un idiota flaco vestido de negro? Realmente la puso a parir, ¿no?
—Pero ella lo manejó a las mil maravillas y en ningún momento se dejó avasallar. Para mí, al final la vencedora indiscutible fue ella, y el tal Neese parecía furioso. ¿Y si el tipo le guardó rencor por la humillación?
Silencio.
—Supongo que bromeas.
—Me dijiste que utilizase la imaginación. Esos programas son como barriles de pólvora. Tratan temas muy delicados y los asistentes acaban con los nervios de punta. Eso es exactamente lo que, como psicólogo, me dijeron que debía evitar. Siempre he pensado que, en programas así, sólo era cuestión de tiempo que se produjeran actos violentos.
—Hmm… Muy bien, investigaré al tipo. ¿Cómo se llama?
—Karl Neese.
Él repitió el nombre.
—Estaría bueno que… Bueno, ¿tienes algo más que decirme acerca de Hope?
—Pues no, de momento, nada más. ¿Y tú qué cuentas?
—Nada. Me da la sensación de que el marido oculta algo, y tus colegas de la universidad no me han sido de la menor ayuda. Lo único que hacen es citarme estadísticas según las cuales si un caso tarda demasiado en ser resuelto, más vale olvidarlo. Además, me tratan como si yo fuera un patán. Cuando conversan conmigo hablan verdaderamente despacio.
—¿Esnobismo de clase?
—Quizá hice mal presentándome ante ellos restregando los nudillos contra el suelo al tiempo que pelaba un plátano.
Me eché a reír.
—Bueno, a fin de cuentas posees un máster. ¿Por qué no mencionaste ese hecho durante la conversación?
—Sí, claro, eso hubiera impresionado muchísimo a un montón de tipos con títulos de doctor. ¿Qué me dices de las heridas? ¿Crees que la cuchillada en la ingle tiene implicaciones sexuales?
—Si fue intencionada, no cabe duda de que revela una clara hostilidad sexual.
—Pues claro que fue intencionada. Las tres heridas eran limpias, no fruto del error o la precipitación. La alcanzó exactamente donde quería alcanzarla: corazón, ingle, espalda.
—Dicho así, la cosa parece orquestada —dije—. Una secuencia de heridas premeditada.
—¿A qué te refieres?
—Acuchillarla primero en el corazón podría ser un detalle enfermizamente romántico. Romperle el corazón a alguien, quizá como venganza. Aunque supongo que el asesino se decidió por el corazón para matarla rápidamente. Pero, para conseguir eso, ¿no habría sido más eficaz degollarla?
—Desde luego. El corazón no es un blanco fácil, puede uno pegar en una costilla y fallar totalmente el blanco. La mayor parte de las muertes rápidas por arma blanca son degüellos. ¿Qué me dices de las otras heridas?
—La ingle —dije, recordando la compostura de Hope y sus impecables ropas. Hasta el último cabello en su sitio. La dejaron desangrándose en la calle—. La herida de la ingle podría ser una extensión de la del corazón: el amor deteriorado, el elemento sexual… En tal caso, la herida de la espalda sería el golpe de gracia: la puñalada por detrás. El símbolo de la traición.
—Para herirla en la espalda —dijo él—, el asesino tuvo que entretenerse en darle la vuelta y colocarla de bruces. Por eso me interesa lo que dices de que la cosa parece orquestada. Imagina que te encuentras en la calle y acabas de matar a alguien. ¿Te entretienes en hacer una cosa así? A mí me parece un crimen pasional llevado a cabo con toda premeditación.
—Furia fría —dije—. Intimidad criminal… ¿alguien a quien ella conocía?
—Ese es justamente el motivo de mi interés por el esposo de la víctima.
—Sin embargo, para alguien como ella la intimidad podía significar algo totalmente distinto. Su libro la hizo aparecer frente a millones de personas. Pudo desencadenar la ira de cualquiera. Incluso la ira delirante. Alguien a quien no le gustó su modo de firmar un libro, alguien que la vio en televisión y estableció con ella una relación patológica. La fama es como desnudarse en un teatro a oscuras, Milo. Nunca se sabe quién está entre el público.
Mi amigo guardó silencio por unos momentos.
—Vaya, gracias por hacer que mi lista de sospechosos aumente hasta el infinito… Hay algo que los periódicos no llegaron a publicar. Hope acostumbraba a dar un paseo de entre treinta y sesenta minutos cada noche, más o menos a la misma hora. Entre diez y media y once. Normalmente, paseaba con su perra, una rottweiler, pero ese día el animal tuvo graves problemas de estómago, y se pasó la noche en la clínica veterinaria. Muy casual, ¿no te parece?
—¿Crees que lo envenenaron?
—Esta mañana llamé al veterinario y me dijo que nunca llegó a examinar a fondo a la perra, porque a la mañana siguiente ya había mejorado; pero sus síntomas eran de haber ingerido algo en mal estado. Sin embargo, añadió que los perros se pasan el tiempo comiendo porquerías.
—¿Tenía la rottweiler esa costumbre?
—Que él supiera, no. Y ahora ya es demasiado tarde para realizar análisis. Esa es otra de las cosas que Paz y Fellows no se molestaron en indagar.
—El hecho de que envenenaran a la perra significaría que alguien estuvo vigilando a Hope Devane durante algún tiempo, tomando nota de sus hábitos —dije.
—O quizá fuera alguien que ya la conocía. Un marido encajaría perfectamente en esa orquestación de amor y sexo. Un marido traicionado.
—¿Es ese el caso?
—No lo sé; pero supongamos que sí. Y si Seacrest era más inteligente y frío que el cornudo normal, ¿qué mejor modo para apartar de él las sospechas que hacer que la cosa pareciera un crimen callejero?
—Pero hablamos de un profesor de historia de mediana edad, sin el más mínimo antecedente de agresividad doméstica. Cero violencia, punto.
—Siempre hay una primera vez —dijo Milo.
—¿Tienes alguna idea de qué tal encajaba el tipo la fama de su esposa?
—No. Ya te he dicho que ese hombre no se muestra nada colaborador.
—Lo de la fama pudo ser un punto conflictivo en su matrimonio. Seacrest era más viejo que ella, y posiblemente, antes de la publicación del libro, tenía un peso específico académico mayor que el de su esposa. Y quizá no le sentara bien que se hablase de él en televisión. Aunque en las grabaciones pude advertir que ella hablaba de su marido con afecto.
—Sí —dijo mi amigo—. «Philip está en sintonía con las necesidades femeninas, pero es la excepción de la regla». Un poco perdonavidas, ¿no te parece?
—Otra cosa —dije—. Que yo sepa, las feministas no han protestado por su muerte, ni por el hecho de que el asesinato no se haya resuelto. Quizá se deba a que Hope no estaba afiliada a ningún grupo feminista. Al menos, yo no vi ese dato en su currículo.
—Es cierto —asintió Milo—. ¿Sería que le gustaba ir por libre?
—Formaba parte de comités y de sociedades académicas. Pero no tenía la menor actividad política. Pese al tono del libro. Y, hablando del currículo, hubo algo que me llamó la atención: dirigió algo llamado Comité de Comportamiento interpersonal. Por el nombre, podría estar relacionado con el acoso sexual. Quizá se ocupara de recibir quejas de estudiantes contra miembros del claustro. Lo cual podría constituir otra fuente de polémicas. ¿Y si puso en peligro la carrera de alguien?
—Comportamiento interpersonal. En eso no me fijé.
—Sólo era una nota al final del currículo.
—Gracias por advertirlo. Sí, parece interesante. ¿Me harás el favor de indagar acerca de ello en el campus? El jefe de departamento no ha contestado a mis llamadas desde la primera vez que hablé con él.
—¿Ed Gabelle?
—El mismo. ¿Qué tal tipo es?
—Un político —dije—. Sí, claro que preguntaré.
—Gracias. Ahora te voy a decir lo que a mí me desconcierta de la profesora Devane. El contraste entre lo que escribía y su comportamiento en televisión. En su libro venía a decir que los varones eran basura, y daba la sensación de odiar a muerte a todos los hombres. Pero en las grabaciones da la sensación de ser una mujer a la que le agradaba el sexo contrario. Sin duda, pensaba que los hombres debíamos pulirnos en ciertos aspectos, y quizá nos mirase con cierta condescendencia. Pero, en conjunto, su actitud era cordial, Alex. Parecía cómoda con los hombres, y más que cómoda. A mí me parecía el tipo de mujer con el que se puede beber un par de cervezas.
—Más bien un par de cócteles de champán —dije.
—Vale, de acuerdo. Y no en cualquier bar de mala muerte, sino en la cafetería del hotel Bel Air. Pero el contraste sigue siendo sorprendente. Al menos, para mí.
—Bueno, supongo que con el currículo ocurre lo mismo. La primera parte es la lógica en una personalidad académica, y la segunda parecía corresponder a una estrella de los medios. Como si en Hope Devane hubiera dos personas distintas.
—Y otra cosa: quizá yo no sea el mejor juez, pero para mí, en televisión resultaba sumamente atractiva. Miraba a la cámara y sonreía de forma muy seductora, cruzaba las piernas enseñando un poco de muslo. Parecía decir mucho sin necesidad de pronunciar una sola palabra.
—Tal vez fueran pautas de psicólogo. Utilizamos los silencios para conseguir que los pacientes se sinceren con nosotros.
—Pues Hope sabía hacerlo muy bien.
—Bueno, ¿y qué pasa si era atractiva?
—Aunque no entiendo nada de psicología, me pregunto si era de las que se meten en asuntos peligrosos…
—Quizá a lo que en realidad te refieras sea a la compartimentación. A que tal vez separase las diversas facetas de su vida, como si las metiese en compartimentos estancos.
—Quizá en compartimentos estancos secretos —dijo él—. Y los secretos pueden resultar peligrosos. Además, también es posible que nos enfrentemos a un simple chiflado, a un fulano que la vio por la tele y Dios le ordenó que la matase. O quizá se trate de un psicópata que se dedica a asaltar rubias en el Westside, y Hope, simplemente, estuvo en el lugar inoportuno en el momento inadecuado. Dios no lo quiera… Bueno, gracias por tu tiempo, Alex. Si se te ocurre algo más, voy a quedarme aquí trabajando hasta tarde.
—Hablaré con Ed Gabelle sobre ese Comité de Comportamiento, y si la cosa se pone interesante, te llamo.
—La cosa ya es interesante —dijo él. Y luego lanzó una maldición.