3
Ed Gabelle era un fisiosicólogo con una gran mata de cabello canoso, boca pequeña y una voz aguda y cantarina que en ocasiones parecía decantarse hacia el acento inglés. Su especialidad era producir lesiones en las neuronas de las cucarachas para observar los resultados. Alguien me había comentado que, últimamente, intentaba conseguir alguna subvención para realizar estudios sobre el consumo abusivo de drogas.
Poco después de la hora del almuerzo lo encontré saliendo del club de la facultad. Vestía pantalones vaqueros, camisa a juego y una llamativa corbata amarilla de cachemir.
Me saludó con las habituales frases de cortesía y se quedó muy desconcertado cuando le expliqué lo que deseaba.
—¿La policía, Alex? —dijo en tono lastimero—. ¿Por qué?
—He trabajado otras veces para ellos.
—¿Ah, sí? Bueno, pues lo lamento, pero no te voy a resultar de mucha ayuda. No es un asunto que corresponda al departamento.
—¿Y qué clase de asunto es?
—Bueno… digamos que Hope era una individualista. Ya sabes a qué me refiero. Su libro y todo eso.
—¿No cayó bien en el departamento?
—No, no me refería a eso. Hope era brillante, y estoy seguro de que con su libro ganó buen dinero; pero no era muy dada a… relacionarse.
—No disponía de tiempo para sus colegas.
—Exacto.
—¿Y qué me dices de los estudiantes?
—¿Estudiantes? —Lo dijo como si la palabra fuese un vocablo extranjero—. Sí, supongo que algunos tenía. Bueno, encantado de verte, Alex.
—¿Pretendes decirme que el comité era un proyecto única y exclusivamente suyo?
Se humedeció los labios.
—¿De qué iba el asunto, Ed? —insistí.
—Pues la verdad es que en eso no puedo entrar. Y, de todas maneras, es un asunto cerrado.
—No, ya no. Un asesinato lo cambia todo.
—¿Tú crees? —Gabelle echó a andar.
—Al menos, dime…
—Lo único que puedo decirte —replicó, con voz más aguda que de costumbre— es que no puedo contarte nada. Tendrás que hablar con alguien de más arriba.
—¿Como quién?
—Como el decano de los estudiantes.
Cuando le expliqué a la secretaria del decano lo que pretendía, la mujer se cerró como una ostra y dijo que ya me llamaría. Colgó sin siquiera pedir mi número. Telefoneé de nuevo a Milo para comentárselo, y él me dijo:
—Así que se están tapando unos a otros. Me gusta. Bueno, yo me ocuparé personalmente del decano. Gracias por leer ese currículo tan atentamente.
—Para eso me pagan.
Él se echó a reír y, luego, recuperando la seriedad, dijo:
—Parece evidente que Hope estaba molestando a alguien con su comité. Por cierto: tengo el teléfono de la ayudante de producción del programa de Mayhew. ¿Te importa hablar con ella, y así yo me puedo concentrar en el claustro de profesores?
—Claro, yo me ocupo —dije.
—Se llama Suzette Band. A ver qué averiguas.
Tardaron cinco minutos en localizar a Suzette Band, pero cuando la mujer se puso al fin al teléfono, su tono era amable y curioso.
—Así que es usted de la policía. Qué emocionante.
Aunque hacerse pasar por un agente de la ley es un delito grave, me resultó más fácil cometerlo que explicarle cuál era mi cometido exacto.
—¿Recuerda usted una invitada que tuvieron el año pasado, la profesora Hope Devane?
—Oh… Sí, claro que sí, fue terrible. ¿Detuvieron al fin a su asesino?
—No.
—Pues, cuando lo hagan, comuníquenoslo, por favor. Nos gustaría hacer un programa de seguimiento. Hablo en serio.
No me cupo la menor duda de que así era.
—Haré lo posible, señorita Band. Mientras, quizá pueda usted sernos de ayuda. Cuando entrevistaron a la profesora Devane, había otro invitado, un hombre llamado Karl Neese.
—Sí, ¿qué pasa con él?
—Desearíamos hablar con él.
—Pues… No sé… Espero que no hable usted en serio. —Se echó a reír—. Es un disparate, aunque… Sí, comprendo su interés; pero… no pierdan el tiempo con Karl.
—¿Por qué?
Una larga pausa, tras la cual…
—¿Está usted grabando nuestra conversación?
—No.
Silencio.
—¿Señorita Band?
—¿Seguro que no está usted grabando?
—Seguro. ¿Qué pasa?
—Bueno… La persona con la que realmente debe usted hablar es Eileen Prietsch, la productora; pero está de viaje. Le diré que lo llame cuando…
—¿Para qué perder el tiempo, si Karl es alguien de quien no hay motivo para preocuparse?
—Realmente es así. Lo que ocurre es que… Karl, en el programa es…
—¿Un invitado profesional?
—Yo no he dicho eso.
—Entonces, ¿por qué no debemos preocuparnos por él?
—Escuche… En realidad, yo no debería contarle nada de todo esto, pero no quiero que le dé a este asunto más importancia de la debida ni que desacredite por ello el programa. Bastantes problemas tenemos ya con los metomentodo de Washington, que no hacen sino buscar chivos expiatorios. Nuestro propósito es llevar a cabo un servicio público de buena fe.
—¿Y Karl formaba parte de ese servicio público?
Escuché un suspiro al otro extremo del hilo.
—Muy bien —seguí—. Así que le pagaron para que le buscara las cosquillas a la profesora.
—Yo no lo diría así.
—Pero el tipo es un actor, ¿no? Si consulto la guía de actores o de agentes, lo localizaré de todos modos.
—Mire —dijo ella, alzando la voz. Luego suspiró de nuevo—. Sí, es un actor. Pero tengo entendido que en el programa no dijo nada que no fuera su sincera opinión.
—Entonces, ¿por qué no voy a preocuparme por él? Tuvo un enfrentamiento bastante desagradable con la profesora Devane.
—Pero eso fue porque… Vaya, es usted de lo más insistente… Muy bien: para serle sincera, Karl es un profesional. Pero también es muy buen tipo. Lo habíamos usado en otras ocasiones, y para otros programas. Utilizamos a gente como él para dar mayor interés a los coloquios. Sobre todo cuando tenemos invitados académicos, que suelen ser bastante aburridos. Todos los programas lo hacen. Y algunos, incluso, ponen actores entre el público, cosa que nosotros jamás hacemos.
—¿Pretende usted decirme que él no sentía hostilidad hacia la profesora Devane?
—Claro que no la sentía, es un hombre sumamente amable. Incluso creo que el año pasado lo tuvimos en el programa dedicado a la gente de bien. Ya sabe: los que son demasiado decentes para triunfar y todo eso. Es un excelente profesional. Muy adaptable. Tiene uno de esos rostros que se olvidan con facilidad.
—O sea que el público no recuerda haberlo visto antes.
—A los que son como Karl les ponemos barba o peluca. De todas maneras, el público tampoco es demasiado observador.
—El caso es que me sigue interesando hablar con él. ¿Tiene su número a mano?
Una nueva pausa.
—Escuche, le propongo un trato.
—¿Tengo que elegir entre el dinero y lo que hay detrás de la cortina número tres?
—Muy gracioso —dijo ella, pero a su voz había regresado la cordialidad—. Este es el trato: si usted promete llamarme en cuanto den con el asesino para que nosotros seamos los primeros en hacer el seguimiento de la noticia, yo le daré el teléfono de Karl. ¿De acuerdo?
Simulé reflexionar sobre la oferta.
—De acuerdo —dije al fin.
—Espléndido… Oiga, y quizá pueda usted venir al programa. El as de los detectives y todo eso. ¿Es usted fotogénico?
—Los focos hacen que se me enrojezcan los ojos, pero mis colmillos conservan el color blanco.
—Ja, ja, muy gracioso. Probablemente, sería usted un invitado fantástico. En el programa hemos tenido policías, pero todos actúan de forma muy envarada.
—¿Como los profesores?
—Como los profesores. La mayoría de la gente resulta aburrida si no se la ayuda. Salvo que tenga una historia importante que contar.
—Vi una grabación del programa de la profesora Devane —dije—. Me pareció que lo hacía muy bien.
—Pues sí, tiene usted razón. Era una mujer con mucha clase y sabía ganarse al público. Lo que le sucedió fue realmente terrible. Podría haberse convertido en una invitada habitual.
El número de teléfono de Karl Neese correspondía al Valle, pero el mensaje de su contestador decía que, si la llamada era para un papel, el hombre estaba localizable en el trabajo. La boutique masculina de Bo Bancroft, en el Robertson Boulevard.
Miré la dirección. Estaba entre Beverly y la Tercera, junto a Designer Row. A aquellas horas, sería un trayecto de veinte minutos.
La tienda era minúscula, estaba llena de espejos, de antigüedades brasileñas adornadas con rosas e imágenes religiosas, y percheros atestados de trajes de tres mil dólares. El equipo de sonido reproducía música ambiental. Había dos personas trabajando, ambas vestidas de negro: tras la registradora, una muchacha rubia de ojos aburridos, y tras el mostrador Neese se dedicaba a doblar suéters de cachemir.
Desde que apareció en el programa, el actor se había dejado el pelo más largo y, además, ahora llevaba barba. En persona parecía más joven. Pálido y con expresión de ansiedad. Sus dedos eran muy largos y muy blancos.
Me presenté y le expliqué el motivo de mi visita.
Él terminó de doblar ropa y se volvió lentamente.
—Supongo que está usted de broma.
—Ojalá lo estuviera, señor Neese.
—¿Sabe una cosa? Cuando me enteré de lo que había sucedido, pensé que tal vez alguien me llamara.
—¿Por qué?
—Por lo desagradables que se pusieron las cosas en el programa.
—¿Más desagradables de lo debido?
—No, qué va. Para eso me pagan. «Sal y pórtate como un perfecto cabrón». —Se echó a reír—. Un alarde de dirección artística, ¿no?
—¿Qué más le dijeron?
—Me dieron el libro de esa mujer, para que lo leyera y supiese de qué iba el asunto. Luego, debía meterme al máximo con la profesora. La verdad es que no fue una mala actuación. Hace seis meses aparecí en Xavier!, haciéndome pasar por un padre incestuoso carente de todo remordimiento. Me pusieron una barba barata, unas gafas de sol y una camisa que en la vida real ni muerto me pondría; pero, pese a todo, me preocupaba que algún idiota me reconociese por la calle y me diera un guantazo.
—¿Realiza usted este tipo de trabajos con frecuencia?
—Con menos frecuencia de la que me gustaría. Pagan quinientos o seiscientos dólares por actuación, pero al cabo del año no salen muchas bicocas como esa. —Meneó la cabeza—. No diré que me parezca absurdo que haya venido usted a averiguar si soy o no el lobo feroz, pero la verdad es que no lo soy. La noche en que la profesora Devane fue asesinada, yo estaba haciendo café-teatro en Costa Mesa. El hombre de La Mancha. Me vieron cuatrocientos jubilados. —Sonrió—. Al menos, difusamente. Pero, qué demonios, quizá alguno de ellos incluso estuviera sobrio. Aquí tiene el número del productor.
Me dio un número con el prefijo 714, y luego dijo:
—Fue una lástima.
—¿El qué?
—Que la mataran. Esa mujer no me gustaba, pero era lista, y supo responder como es debido a todas las barbaridades que le solté. Es sorprendente la cantidad de personas que no son capaces de expresarse aunque sepan de qué va la cosa.
—¿Ella sabía que el programa estaba apañado?
—Claro. No es que ensayáramos, pero nos pusieron juntos antes de empezar el programa. En la sala de espera, le dije que me proponía lanzarme a degüello contra ella, y ella me dijo que le parecía muy bien.
—Entonces, ¿por qué dice usted que la profesora no le gustaba?
—Porque trató de comerme la moral. Poco antes de que empezara el programa. Se mostró amistosa conmigo mientras estuvimos en maquillaje y la productora estaba presente. Pero en cuanto nos quedamos solos, ella se me acercó y, hablándome al oído casi seductoramente, me dijo que había conocido a muchísimos actores, y que todos ellos estaban psicológicamente jodidos. «Incómodos con sus identidades», dijo. «Representan papeles para sentir que controlan la situación». —Rio entre dientes—. Todo lo cual es cierto, pero… ¿quién demonios quiere oírlo?
—¿Cree que intentaba intimidarlo?
—Estaba claro como el agua que trataba de intimidarme. Y, total, ¿para qué? Aquello no era más que una farsa. Como los combates de lucha libre que pasan por televisión. Yo era el malo y ella la buena. Los dos sabíamos que yo terminaría mordiendo el polvo. Entonces, ¿para qué tratar de comerme la moral?
Representar papeles para creer que se controla la situación.
Pequeñas cajas.
Quizá Hope se hubiera visto a sí misma como una actriz.
Cuando regresé a casa, llamé al productor de la función de Costa Mesa. Su ayudante examinó los libros y verificó que, efectivamente, Karl Neese estaba en escena la noche del asesinato.
—Sí, El hombre de La Mancha fue una de nuestras obras de más éxito —me dijo la mujer—. Se vendieron muchísimas entradas.
—¿Sigue en cartel?
—Qué va. En California, todo es pasajero.
Milo llamó a las cinco menos diez.
—¿Tienes proteínas en casa?
—Seguro que algo encuentro.
—Pues comienza a buscar. Noto en la nariz el olor de la caza y estoy hambriento.
Parecía eufórico.
—¿Sacaste algo de la visita al decano? —pregunté.
—Si me das de comer, te cuento. Estaré ahí en media hora.
Proteínas no faltaban. Robin y yo habíamos hecho la compra hacía poco, y en la nueva nevera cabía el doble que en la vieja.
Preparé a mi amigo un bocadillo de carne. La blanca cocina parecía inmensa. Demasiado grande. Demasiado blanca. Aún no había terminado de acostumbrarme a la casa nueva.
La anterior tenía ciento setenta metros cuadrados y era toda maderos viejos, cristales coloreados y caprichosos ángulos. La construyó, usando materiales de desecho y madera reciclada, un artista húngaro que, tras arruinarse en Los Angeles, regresó a Budapest a vender automóviles rusos.
Yo la había comprado años atrás, seducido por su emplazamiento. La casa estaba en las estribaciones de las colinas situadas al norte de Beverly Glen, y la separaba de los vecinos una amplia franja de terrenos comunales arbolados. El lugar era tan solitario que en mis paseos encontraba más coyotes que personas.
La soledad del lugar resultó perfecta para el psicópata que una seca noche de verano incendió la casa. «Esto era como una tea», fue el dictamen del jefe de bomberos.
Robin y yo decidimos volver a construir. Tras un par de intentos fallidos con contratistas que no sabían lo que era la seriedad, ella decidió ocuparse de supervisar la construcción. La nueva casa medía doscientos cuarenta metros cuadrados, era de estuco blanco, tenía tejas de cerámica grises, suelos y escaleras de madera blanqueada, barandillas de latón, tragaluces, y tantas ventanas como permitían las normas de conservación energética. En la parte posterior de la propiedad se encontraba el taller donde Robin trabajaba feliz y contenta todas las mañanas en compañía de Spike, nuestro bulldog francés. Varios viejos árboles habían sido inmolados, pero hicimos plantar eucaliptos, pinos canarios y secuoyas, construimos un jardín japonés y un estanque lleno de pequeñas carpas.
A Robin le encantaba el lugar, y los escasos invitados que habíamos tenido dijeron que había quedado espléndido. «Tres chic, pero de todas maneras me gusta», había dicho Milo. Yo asentí, sonreí y recordé el olor ligeramente mohoso de la vieja madera por las mañanas, los maltrechos marcos de puertas y ventanas, los crujidos del suelo de tarima…
Añadí pepinillo al emparedado de Milo, volví a guardar la bandeja en la enorme nevera, preparé café y repasé las notas de mi último trabajo para el juzgado de familia. Se trataba de una disputa por la custodia de dos hijos adoptivos de tres y cinco años. El padre y la madre eran ingenieros. La madre se había largado a un rancho para turistas en Idaho, y el padre estaba furioso y no se encontraba en condiciones de ocuparse de los pequeños.
Los niños estaban sumamente bien educados, y sus dibujos parecían indicar que estaban encajando bien la situación. El primer juez del caso era un hombre muy capaz, pero el idiota que se ocupaba de él ahora apenas se molestaba en leer los informes. A los abogados de ambas partes les indignaba que yo no estuviera de acuerdo ni con unos ni con otros. Últimamente, Robin y yo estábamos dándole vueltas a la posibilidad de tener hijos.
Estaba haciendo los últimos retoques en la versión final de mi informe cuando sonó el timbre.
Fui a la puerta, atisbé por la mirilla, vi el amplio rostro de Milo, y abrí. Su coche policial sin identificación externa estaba estacionado de mala manera detrás de la camioneta de Robin. En la parte trasera se escuchó el zumbido de una sierra mecánica, y luego los ladridos de protesta de Spike, al que no le gustaba nada el polvo de serrín.
—Calla, chucho —dijo Milo. Y luego, tras consultar su Timex—: Cinco minutos he tardado desde el campus. ¿Qué te parece?
—Que deberías dar mejor ejemplo.
Sonriendo, se limpió los pies en el felpudo y entró en la casa. La nueva alfombra persa era mullida, tenía un brillo plateado y me gustaba bastante. Mis cuadros y objetos de arte no habían sobrevivido al incendio, y las paredes estaban tan desnudas como un cuaderno nuevecito.
En la casa nueva como en la vieja, la cocina atraía a Milo como un imán. Mientras iba hacia ella, un tragaluz lo iluminó desde arriba, dándole aspecto de muñeco de nieve gigante.
Para cuando me reuní con él, Milo ya había sacado el emparedado y un cartón de leche y estaba sentado a la mesa.
Se comió el emparedado en tres bocados.
—¿Otro? —pregunté.
—No, gracias… Bueno, sí, por qué no. —Se llevó el cartón a los labios, lo vació, y luego se palmeó la tripa. Llevaba un mes reduciendo su consumo de alcohol y había bajado algo de peso, quizá hasta los ciento diez kilos. La mayor parte del peso la llevaba en la tripa y en el rostro. Las largas piernas, que lo hacían llegar al metro noventa, no eran particularmente delgadas; pero, por contraste, lo parecían.
Llevaba un blazer verde pálido, camisa blanca y corbata negra, pantalones marrones y botas camperas de cuero. Se había afeitado apurando, salvo por una pequeña zona gris detrás de la oreja izquierda, y su abotargado rostro parecía toscamente modelado en arcilla. Tenía los pelos de punta a causa de la estática.
Mientras le preparaba su segundo emparedado, comenzó a sacar papeles de su portafolios.
—Mi botín: la lista de enemigos potenciales. —Se limpió los labios con el dorso de la mano.
Le llevé la comida.
—Delicioso —dijo, comiendo a dos carrillos—. ¿Dónde consigues la carne?
—En el supermercado.
—¿Ahora eres tú quién se ocupa de la compra? Chico, podrías presentar tu candidatura a la presidencia del país. ¿O tú y tu costilla se turnan?
—Mi costilla —repetí—. A ver si te atreves a decirle a Robin en la cara que es «mi costilla».
Él se echó a reír.
—La verdad es que este caso me ha hecho reflexionar. Yo pensaba que a mí no me afectaba la cosa del machismo, pero la verdad es que todos tenemos nuestros cromosomas y fuimos educados como pequeños salvajes, ¿no te parece? Bueno, lo del decano fue de lo más divertido. El tipo se mostró amable y nervioso cuando al fin accedió a recibirme. Y no creas que conseguir verlo fue fácil. Tuve que enseñar la placa y hacer referencia a lo que podría decir la prensa sobre el Comité de Comportamiento. En cuanto mencioné eso me franquearon el paso al sanctasanctórum y el decano me ofreció café y me estrechó cordialísimamente la mano. Me dijo que no había por qué sacar el comité a colación, ya que fue «una insignificancia», «provisional» y «de breve duración». Me dijo que el comité se desmanteló debido a «consideraciones constitucionales y de libertad de expresión».
Sacó un sobre del portafolios.
—Tuve la suerte de que el decano dio por hecho que yo sabía más de lo que realmente sabía. Así que voy y me echo un farol, le digo que en el campus me han contado versiones distintas de la historia. Él dice que no, que se trata de un asunto muerto. Yo le contesto que la profesora Devane también está muerta. ¿Por qué no me lo cuenta usted todo desde el principio?, le digo. Y él me lo cuenta.
Mi amigo agitó el vacío cartón.
—¿Tienes más leche?
Le serví más, bebió y se secó los labios.
—Tenías razón al pensar que se trataba de un caso de acoso sexual. Pero no entre estudiantes y miembros de la facultad, sino entre estudiantes y estudiantes. Todo fue idea de la profesora Devane. Vieron tres casos, todos ellos de muchachas que habían asistido a las clases de Hope sobre roles sexuales, y le expusieron sus quejas ante ella. En vez de usarlos canales oficiales, la profesora Devane decidió tirar por la calle de en medio. Envió notificaciones a las demandantes y a los demandados y organizó un pequeño tribunal.
—¿Los estudiantes ignoraban que el comité no era oficial?
—Así es, según el decano. Todo de lo más ético, ¿no te parece?
—Jesús —dije—. Supongo que, más que consideraciones constitucionales y de libertad de expresión, fueron consideraciones económicas: el temor a una demanda judicial.
—Él no lo admitió, pero a esa misma conclusión llegué yo. Luego, el decano me aseguró que el comité no tuvo nada que ver con el asesinato, pero cuando le pregunté por qué no, él no supo responder. Luego me dijo que sería un gravísimo error dar publicidad al asunto, ya que hacerlo podía suponerle problemas al Departamento de Policía. Todos los participantes (acusadoras y acusados por igual), habían exigido la más estricta confidencialidad, y podían decidir demandarnos. Como no me achiqué ante eso, él amenazó con llamar al jefe de policía. Yo me quedé allí sentado, sonriendo. Él descolgó el teléfono y volvió a colgarlo, comenzó a suplicar. Yo le dije que comprendía su posición, que no era mi propósito crear problemas, y que si me entregaba voluntariamente todos los informes, yo actuaría con la máxima discreción. —Agitando el sobre que había sacado de su cartera, mi amigo dijo—: Hope grabó las transcripciones de las tres vistas.
—¿Por qué?
—¿Quién sabe? Quizá estuviera preparando otro libro. Por cierto: el decano dijo que Hope se puso furiosa cuando llegó la orden de desbaratar el comité. Dijo que era una intolerable restricción de la libertad de cátedra. Luego apareció Lobos y ovejas, y la profesora no volvió a tocar el tema.
—Quizá pretendiese utilizar el material de esas vistas en la gira de promoción publicitaria del libro.
—El decano también tenía esa sospecha e incluso, según me dijo, le advirtió que si hacía una cosa así se colocaría en una situación ilegal sumamente delicada. Según los abogados de la universidad, dado que ella no había recibido aprobación oficial para el proyecto, a efectos legales, cuando presidió el comité no lo hizo en calidad de miembro de la facultad, sino como psicóloga independiente. Así que si divulgaba información, estaría violando la norma de confidencialidad entre médico y paciente, lo cual podría costarle la licencia. Ella respondió amenazando con contratar a sus propios abogados, pero por lo visto cambió de idea, porque hasta ahí llegó la cosa.
—Es sorprendente que nada de todo eso saliera a relucir a raíz del asesinato.
—Todos estaban interesados en que la cuestión no trascendiera: la administración y los estudiantes. Sobre todo los estudiantes. —Me entregó el sobre—. Léelo cuando puedas y después me cuentas qué te parece. Esto del comité es algo a lo que no puedo cerrar los ojos, aunque mi sospechoso favorito sigue siendo Seacrest, el marido. Y ahora, aún más, ya que he tenido oportunidad de ver las declaraciones de renta de Hope.
—¿Se enriqueció con el libro?
Él asintió con la cabeza.
—Pero incluso antes de eso, la mujer tenía unas actividades extracurriculares de lo más interesante. ¿Has oído hablar de Red Barone?
Negué con la cabeza.
—Es un abogado de postín. Se dedica a defender casos de pornografía y censura, y tiene entre sus clientes tanto a gánsteres como a gente del mundo porno, aunque entre unos y otros no hay tanta diferencia. El año pasado, el tipo pagó a Hope cuarenta mil dólares en concepto de honorarios profesionales, y el año anterior, veintiocho mil.
—¿Informes para casos de incapacidad legal?
—Debió de ser algo por ese estilo. Barone tiene oficinas aquí, en Century City, y también en San Francisco; pero no me devuelve las llamadas. —Dio otro trago de leche y continuó—: El otro cliente que utilizó los servicios de Hope como consultora fue un médico de Beverly Hills llamado Mike Cruvic. En el listín figura como tocoginecólogo experto en fertilidad. ¿Se te ocurre algún motivo por el que un experto en fertilidad le pague a una psicóloga treinta y seis grandes al año dos años seguidos?
—Quizá Hope evaluase a los candidatos a tratamientos de fertilidad —sugerí.
—¿Es ese el procedimiento normal?
—Esos tratamientos pueden resultar muy duros. Un médico responsable desearía conocer por anticipado qué pacientes pueden soportarlos. O bien aconsejar a los que tuvieran dificultades para superarlos.
—¿Y por qué no se limitaba a mandarle los pacientes a la doctora? —preguntó Milo—. ¿Por qué le pagaba directamente y de su propio bolsillo?
—Buena pregunta —reconocí.
—Cuando llamé a la consulta de Cruvic, su enfermera me dijo que estaba realizando servicios comunales en una clínica femenina. Lo cual puede significar abortos, otra causa potencial de resquemores si es que Hope también andaba metida en eso. La cuestión de los abortos no ha causado grandes violencias en Los Angeles, pero con el tiempo todo llega. Y el cretino que salió con ella en televisión, Neese, sacó la cuestión a relucir, dijo que ella era una de esas feministas radicales descuartizadoras de fetos. Quién sabe, quizá algún espectador chiflado se enfureció.
—El propio Neese no fue —dije, y le expliqué que había confirmado la coartada del hombre.
—Uno menos —dijo Milo—. Así que el tipo creyó que Hope quería comerle la moral.
—Esas fueron sus palabras. Según su versión, ella trató de manipularlo.
—Bueno, tal vez Hope trató de manipular a la persona indebida… ¿Crees que merece la pena investigar el asunto de los abortos?
—La verdad es que no —dije—. Hope no era portaestandarte del movimiento de libre elección, y un asesino impulsado por motivos políticos habría hecho algún tipo de declaración pública a fin de defender su causa.
—Ya… Pero lo que sigue interesándome es saber qué servicios prestó Hope a Cruvic y Barone. Estamos hablando de cien mil dólares en dos años. Aunque, después del éxito del libro, poca falta le hacía ese dinero. —Sacó de su portafolios fotocopias de los papeles de la renta—. Su última declaración de impuestos. Ingresos brutos, seiscientos ochenta mil dólares, procedentes en su mayoría de anticipos, derechos de autor y conferencias. Después de impuestos, le quedó casi medio millón limpio, y todo ello se encuentra en una cuenta del Merrill Lynch, registrada conjuntamente a nombre de ella y de Seacrest. Deudas, muy pocas. El Mustang lo tenía desde antes, y Seacrest heredó de sus padres la casa en que vivían. Quinientos grandes. A un marido pueden entrarle ganas de quedarse con una suma así, sobre todo si existen desavenencias en el matrimonio.
—¿Cuánto tiempo llevaban casados?
—Diez años.
—¿Cómo se conocieron?
—Según Seacrest, en la piscina de la universidad.
—¿Él había estado casado antes?
—No. Según les dijo a Paz y Fellows, Seacrest había sido un solterón a ultranza. Aparte del medio millón, ese hombre va a recibir bastante más dinero. La agente literaria de Hope no me quiso dar cifras, pero aseguró que en el próximo año espera cifras sustanciosas en concepto de liquidación de derechos. Antes del asesinato, el libro se estaba vendiendo muy bien, y los editores estaban a punto de hacerle una oferta para que escribiese una segunda parte. Hace unos años Hope y Seacrest establecieron un fideicomiso matrimonial para eludir los impuestos catastrales, así que Seacrest se quedará con todo. El año pasado, el tipo tuvo unos ingresos de sesenta y cuatro mil dólares, procedentes en su totalidad de su sueldo universitario. Tiene un Volvo de ocho años, y ha conseguido ahorrar algo para el plan de pensiones de su facultad. Y, aparte de eso, está la casa. También ha escrito algunos libros, pero apenas sacó nada de ellos. Supongo que las serias disertaciones sobre la época medieval no pueden competir con el-pene-como-arma-letal.
—La proporción de ingresos era como de diez a uno.
—Un motivo más para sentir celos. ¿Y si, justo en el momento en que había conseguido el éxito, ella tenía intención de abandonarlo por otro? En tal caso, a la cuestión del dinero se uniría la cuestión de los celos. Además, ¿quién estaba en mejor posición que Seacrest para conocer los hábitos de Hope y para envenenar al perro? Había algo en lo que esa mujer estaba en lo cierto: son más las mujeres que sucumben a manos de sus allegados que las que pierden la vida a manos de delincuentes.
—Seacrest se pasó un montón de años arreglándoselas con unos ingresos módicos —dije—. ¿Qué ocurre? ¿Acaso últimamente se ha convertido en un gran vividor?
—Qué va, al contrario. En su vida no ha habido ni un solo cambio. Todos los días va de casa al trabajo y del trabajo a casa. Los fines de semana no sale. Dice que se entretiene leyendo y viendo la tele. Ni siquiera alquila vídeos. Pero si ella le fue infiel… Es imposible saber cómo reaccionaría ante una traición un antiguo solterón. No olvides la herida en el corazón. Seacrest tiene cincuenta y cinco años, Alex. Quizá sufrió la crisis de la media edad. Y, como te digo, sospecho que el tipo nos oculta algo.
—¿Por qué?
—No se me ocurre ningún motivo concreto, ese es el problema. Seacrest responde a las preguntas, pero no aporta voluntariamente la menor información. Jamás llamó a Fellows y Paz para preguntarles cómo iban sus investigaciones. Cuando me asignaron el caso, lo primero que hice fue telefonearle y me dio la sensación de que el tipo creía que aquello era una pérdida de su precioso tiempo. Se mostró como distraído.
—Quizá siguiera afectado por la muerte de su esposa.
—No, era más bien como si tuviera cosas más importantes de las que ocuparse. Si alguien a quien quisieras fuera cosido a cuchilladas, ¿cómo reaccionarías? Aunque será mejor que lo veas por ti mismo. Esta noche, a última hora, pienso hacerle una visita. No es mi propósito abusar de un amigo. Si dispones de tiempo para trabajar en el caso, puedo llegar incluso a… —Tomó aire antes de seguir—:… a pagarte. —Del bolsillo de la chaqueta sacó un documento doblado—. Una sorpresa de tío Milo.
Placa de identificación policial, y un contrato de consultor por triplicado, con mi nombre escrito en la línea de puntos. El departamento estaba dispuesto a contratarme por no más de cincuenta horas, a menos de una cuarta parte de lo que yo cobraba en mi consulta privada. La letra menuda limitaba las responsabilidades del Departamento de Policía de Los Angeles. Si yo resbalaba en una piel de plátano o me pegaban un tiro, ellos lo sentirían mucho, pero se lavarían las manos.
—Ya sé que es una miseria —dijo Milo—, pero para lo que el departamento acostumbra, es como la vitrina principal de «El precio justo».
—¿Cómo conseguiste que aprobaran mi contratación?
—Mentí. Le dije al jefe que las feministas radicales y las lesbianas marimachos estaban muy descontentas por lo poco que progresaban las investigaciones. Si no lográbamos dar la sensación de que estábamos esforzándonos al máximo, corríamos el riesgo de terminar ante la Comisión Policial. Le dije que a las feministas y a las marimachos les encantaban los loqueros, y que interpretarían el hecho de que contratáramos tus servicios como una muestra de sensibilización hacia sus problemas.
—Muy original.
—También le pedí un ordenador nuevo; pero tú salías más barato. ¿Trato hecho?
—Cincuenta horas —dije—. ¿Alimentarte está incluido en el trato?
—¿Tú qué crees?
Mi amigo fue a la nevera y sacó de ella un pedazo de pastel de chocolate.
—Aunque tú sospeches de Seacrest —dije—, yo sigo creyendo que debes considerar la posibilidad de que el asesino sea un desconocido, un perturbado.
—¿Por qué?
—La distribución de las heridas parece cosa de un demente. De alguien que siente un enorme odio hacia las mujeres. Y, por la forma en que organizó el comité, sabemos que Hope era de armas tomar. ¿Quién sabe a cuántos ofendió, tanto en la vida real como desde la pequeña pantalla? ¿Averiguaste si se habían cometido otros asesinatos con heridas similares?
—He repasado tres años de homicidios con arma blanca en Westside y no hay nada que encaje. Mañana probaré en la división de Wilshire, y veré si encuentro a alguien que recuerde algo significativo. También he enviado teletipos a otras jurisdicciones, pero eso también lo hicieron Paz y Fellows, y no consiguieron el menor resultado. ¿Bueno, qué, te animas a ir a conocer a Seacrest esta noche? Naturalmente, si tu mujercita y tú no tenéis planes… Y, por cierto, voy atrás a saludarla a ella y al chucho, para demostrar que trato por igual a todos los sexos y a todas las especies.