9
Abandonamos en coche el Village, bordeando la parte oriental del campus y atravesando Sorority Row. Se veía a estudiantes haciendo footing, caminando y paseando ociosamente. Las espinosas puntas de los cactus del Jardín Botánico asomaban por encima de la verja, como una medida de seguridad suplementaria.
Comenté:
—Parece ir tomando cuerpo una cierta imagen de Hope. Brillante, carismática, hábil en el trato personal. Pero capaz de alterar las normas cuando le convenía y, por lo que ha contado Cindy, capaz también de cambiar de bando con rapidez. Eso es coherente con las pequeñas cajas.
Unos novios risueños cogidos de la mano, más o menos de la edad de Kenny y Cindy, cruzaron la calle ante nosotros enfrascados en ellos mismos. Milo tuvo que dar un frenazo. Ellos siguieron caminando, como si nada.
—Ah, el amor —dije.
—El amor, o demasiados años martirizándose los oídos con el walkman y los videojuegos. Bueno, te dejaré en tu casa.
—¿Por qué no me dejas aquí mismo e intento ver a la profesora Steinberger?
—¿La que apenas abrió la boca?
—A veces las personas que más callan son las que más tienen que decir.
—Muy bien. —Detuvo el coche en las proximidades de una parada de autobús, en cuyo banco estaban sentadas dos mujeres hispanas con uniformes de criadas que nos miraron fijamente antes de seguir su charla.
—¿Luego volverás andando a tu casa?
—Claro, sólo son tres kilómetros.
—Eso es un maratón… Escucha, si dispones de tiempo y te apetece, quisiera que hablaras con los demás estudiantes que tuvieron que ver con el comité. Quizá tú no los asustes como yo asusté a Cindy.
—Yo creo que con ella llevaste la cosa muy bien.
Él frunció el ceño.
—Quizá debí venir con un loro. ¿Te animas a interrogar a los estudiantes?
—¿Cómo los localizo?
Mi amigo se volvió hacia el asiento trasero, agarró su maletín y se lo puso sobre las piernas. Sacó una hoja de papel, y me la entregó.
Eran fotocopias de varias fichas estudiantiles con fotos y de los horarios de clases. Las reproducciones eran oscuras y emborronadas, y convertían a Cindy Vespucci en morena. Kenneth Storm era mofletudo, tenía el cabello corto y un rictus de tristeza en la boca, y eso era cuanto se podía decir acerca de él.
Doblé la hoja y me la guardé.
—¿Cómo me recomiendas que me presente?
Tras breve reflexión, mi amigo replicó:
—Creo que será mejor que les cuentes la verdad. Diles cualquier cosa que los anime a hablar. Probablemente, contigo se entenderán mejor, porque tú eres profesor y todo eso.
—Quizá no —dije—. Recuerda que son los profesores quienes los suspenden.
La alta y blanca torre de psicología se encontraba en el borde exterior del sector de ciencias —quizá esto fuese algo más que un mero accidente arquitectónico— y el cubo de ladrillos que albergaba la Facultad de Química era el edificio contiguo.
Hacía mucho que yo no entraba en el pabellón de química. La última vez fue sólo para seguir un curso de psicopatología avanzada en una clase que no era la mía; en mis tiempos estudiantiles, psicología era una de las carreras más populares de la universidad, y las aulas rebosaban de jóvenes tratando de comprenderse a ellos mismos. Veinte años más tarde, el miedo al futuro era el factor dominante, y empresariales la carrera más buscada.
El edificio de química seguía impregnado del acre olor del ácido acético, y las paredes seguían siendo de color verde dentífrico, aunque quizá estuvieran algo más sucias que en mi época. No se veía a nadie, pero escuché ruidos tras una puerta en la que se leía: LABORATORIO.
En el directorio aparecían dos Steinberger, Gerald y Julia, ambos con despachos en el tercer piso. Subí por las escaleras y localicé el de Julia.
La puerta se encontraba abierta. La profesora estaba sentada a su escritorio, corrigiendo exámenes con una emisora que emitía rock suave sintonizada en el aparato de radio. Era una mujer de aspecto agradable, como de treinta años. Vestía suéter negro, camisa blanca y pantalones grises de lana. En torno al cuello llevaba un collar de ámbar y plata antigua que parecía árabe. Tenía los hombros cuadrados, rostro serio, barbilla puntiaguda, y la boca serena pintada de rosa. El reluciente cabello castaño le llegaba hasta los hombros y el flequillo le caía justo por encima de las elegantes cejas. Tenía los ojos grises, claros y serenos. Eran hermosos y la hacían parecer hermosa.
Anotó algo en un papel y lo dejó a un lado.
—¿Qué desea?
Le expliqué quién era, intentando sin éxito que mi presencia allí resultara lógica, y añadí que deseaba hablar de Hope Devane.
—Ah. —Intrigada—. ¿Me permite ver su identificación? —Voz agradable. Acento de Chicago.
Le mostré la placa. Ella estudió mi nombre durante un buen momento.
—Por favor —dijo, devolviéndome la placa. Luego señaló una silla.
Aunque atestado, el despacho olía a bien aireado. Los muebles metálicos grises de la universidad resultaban un poco tristes, pero los animaban los colgantes batik que pendían de las paredes y las muñecas de artesanía popular repartidas entre los libros de la biblioteca. La radio estaba colocada en la repisa de la ventana, tras el escritorio, junto a un tiesto con una planta. Alguien cantaba las alabanzas a la libertad que sólo el amor depara.
Los exámenes formaban un montón bastante alto. El que la mujer acababa de dejar a un lado estaba lleno de pequeñas marcas y de signos de interrogación en rojo. Lo había calificado con notable. Al advertir que yo lo miraba, ella lo cubrió con un cuaderno y apartó el montón en el momento en que sonaba el teléfono.
—Hola —dijo—. Pues no, aún no. —Me echó una mirada—. En quince minutos me reúno contigo. —Una bonita sonrisa y un leve rubor—. Yo, también.
La mujer colgó, se apartó del escritorio y reposó las manos sobre el regazo.
—Era mi marido, que está abajo. Solemos almorzar juntos.
—Si este es un mal momento…
—No, no. Él también tiene cosas que hacer y no creo que esto nos lleve mucho tiempo. Bueno, explíquemelo otra vez, porque sigo intrigada. Pertenece usted a la facultad, pero trabaja con el Departamento de Policía en el esclarecimiento del asesinato de Hope, ¿no?
—Pertenezco a la Facultad de Medicina del otro extremo de la ciudad. He realizado algunos trabajos forenses y de vez en cuando la policía recurre a mí como consultor. El asesinato de Hope Devane es lo que ellos llaman un «caso no resuelto». No existen pistas y el nuevo detective que se ocupa del caso ha decidido partir de cero. La verdad es que han recurrido a mí porque ya no saben qué hacer.
—Así que pertenece usted a la otra facultad. —Sonrió—. ¿Es usted el enemigo?
—Me doctoré aquí, así que el mío es más bien un caso de lealtades divididas.
—¿Y cómo se las arregla en los partidos de fútbol?
—No les presto atención.
Ella se echó a reír.
—Yo tampoco. Desde que llegamos aquí, Gerry, mi esposo, se ha convertido en un fanático del fútbol. Antes trabajábamos para la Universidad de Chicago que, puede creerme, no es exactamente el paraíso de los deportistas. De todas maneras, me alegro de que la policía siga investigando el asesinato de Hope. Pensé que habían tirado la toalla.
—¿Por qué?
—Porque a la semana del asesinato los medios dejaron de mencionarlo. ¿Es cierto que cuanto más se tarda en resolver un caso menos posibilidades hay de éxito?
—Sí, suele ser así.
—¿Cómo se llama el nuevo detective?
Se lo dije y ella anotó el nombre.
—¿Significa algo el hecho de que el detective Sturgis haya decidido no venir personalmente?
—Eso se debe a una mezcla de estrategia y de falta de tiempo —expliqué—. El trabaja en el caso sin ayudantes, y hasta ahora no ha tenido suerte con los miembros de la facultad a los que ha interrogado.
—¿Por qué?
—Lo tratan como si fuese un neandertal.
—¿Lo es?
—En absoluto.
—Bueno —dijo ella—, supongo que como grupo, tendemos a mostrarnos intolerantes. Aunque, en realidad no formamos un grupo. Lo único que la mayoría de nosotros tenemos en común es la paciencia para soportar veintitantos años dando clase. Hope y yo somos excelentes ejemplos de ello, así que no veo cómo voy a poder ayudarlo.
—Ella la conocía a usted lo bastante como para pedirle que formara parte del Comité de Comportamiento interpersonal.
Dejó la pluma sobre el escritorio.
—El comité. Imaginaba que se trataba de eso. La verdad es que cuando me pidió que colaborase en el proyecto habíamos hablado unas cuantas veces, pero distábamos de ser amigas. ¿Qué sabe la policía acerca del comité?
—Está al corriente de su historia y del hecho de que fue disuelto. Conoce también las transcripciones de los tres casos que se vieron. Me di cuenta de que usted no participó en el tercero.
—Eso se debió a que dimití —dijo ella—. Ahora es evidente que la cosa fue un error desde el principio, pero yo tardé un tiempo en darme cuenta.
—Un error, ¿en qué sentido?
—Creo que las intenciones de Hope eran buenas, pero… se pasó. Yo pensaba que el comité serviría para resolver conflictos, no para crearlos.
—¿Le expuso usted su preocupación a la profesora Devane?
Ella crispó los labios y alzó la vista al techo.
—No. Hope era una persona muy compleja.
—¿Cree que no le habría hecho caso?
—Pues no lo sé. La verdad es que… no quiero hablar mal de los muertos. Digamos simplemente que Hope era muy obstinada.
—¿Obsesiva?
—En lo referente a los malos tratos a las mujeres, desde luego. Lo cual, a mí, me parece muy bien.
Alzó la pluma y se golpeó una rodilla con ella.
—A veces la pasión deforma las cosas. Hasta tal punto, y esto pertenece más al terreno de usted que al mío, que muchas veces me pregunté si Hope no tendría una historia personal de malos tratos que le hacía perder la ecuanimidad académica.
«La que apenas habló».
—¿Lo sospechaba debido a la pasión con que la profesora Devane se tomaba los casos?
Ella se removió en la butaca, se mordió el labio inferior e hizo un gesto de asentimiento. Luego se puso un índice contra la suave mejilla.
—Debo admitir que no me resulta cómodo sugerir eso, ya que no es mi intención trivializar la actitud de Hope ni reducirla a un asunto de venganza personal. Yo soy fisioquímica, lo cual no puede estar más lejos del psicoanálisis.
Echó el sillón para atrás, de modo que su cabeza quedó a sólo centímetros de los estantes. Junto a su oído izquierdo colgaban la piernas de una muñeca de trapo. La profesora la cogió, se la puso en el regazo, y comenzó a juguetear con su cabellera de estambre.
—Quiero que sepa que tenía una excelente opinión de ella. Era una mujer brillante y que se tomaba muy en serio sus ideales. Lo cual es menos frecuente de lo que debiera… Como probablemente la cosa seguirá saliendo a relucir, quizá deba explicarle cómo llegué a formar parte del comité.
—Sí, se lo agradeceré.
La profesora Steinberger tomó aliento y acarició la muñeca.
—La primera carrera que empecé fue la de medicina, y durante mi primer año trabajé como voluntaria en un refugio para mujeres maltratadas del South Side de Chicago. Lo hice para conseguir buenas calificaciones en la facultad y también porque mi padre y mi madre son médicos y liberales de la vieja escuela, y ellos me inculcaron que ayudar a los demás es una de las cosas más nobles de la vida. Pensaba que estaba al tanto de todo lo que ocurría, pero el refugio me abrió los ojos a un mundo nuevo y horrible. Sinceramente: me sentí aterrada. Ese fue uno de los motivos de mi cambio de carrera.
Separó con los dedos los cabellos de la muñeca.
—Las mujeres con las que trabajé, las que habían superado la fase de temor y de autoengaño y eran conscientes de lo que tratábamos de hacer con ellas, tenían la misma expresión que yo veía a veces en el rostro de Hope. Una mezcla de dolor y rabia que casi parecía ferocidad. En el caso de Hope era algo que estaba en completa discrepancia con su actitud habitual.
—¿Qué actitud?
—Fría y sosegada. Muy fría y muy sosegada.
—Controlada.
—Muchísimo. Era una líder, y poseía una gran fuerza personal. Pero cuando hablábamos de los malos tratos, aparecía esa expresión en sus ojos. No siempre, pero con la suficiente frecuencia como para hacerme recordar a las mujeres del refugio. —Sonrió casi con timidez—. Quizá esté exagerando —reconoció.
—¿Le pidió a usted que formara parte del comité debido a su experiencia en el refugio?
Ella movió afirmativamente la cabeza.
—Nos conocimos en un té de la facultad, en una de esas antipáticas reuniones de principios del curso académico en las que se supone que todos traban conocimiento con todos. Mientras Gerry hablaba de fútbol con unos hombres, Hope se acercó a mí. Ella también estaba sola.
—¿Su marido no la acompañaba?
—No. Me dijo que él nunca iba a fiestas. Ella, desde luego, no me conocía de nada, porque nosotros acabábamos de llegar. Yo, aunque ignoraba su identidad, ya me había fijado en ella debido a su aspecto. Costoso vestido de alta costura, buenas joyas, excelente maquillaje. Se parecía a ciertas mujeres de Lake Forest que yo conocía, ricas herederas todas ellas. No se ve a mucha gente así en el campus. Comenzamos a charlar, y le hablé del refugio.
Jugueteó con la muñeca y la cabeza de esta cayó hacia adelante.
—Lo más curioso es que, durante años, no había hablado de aquello con nadie. Ni siquiera con mi marido. —Una sonrisa—. Como ya se habrá dado usted cuenta, no me cuesta demasiado trabajo hablar. Pero allí estaba yo, en una fiesta, con una mujer que era prácticamente una desconocida, conversando de cosas horrendas que ya casi había olvidado. Incluso tuve que retirarme a un rincón para secarme los ojos. Viéndolo en retrospectiva, creo que Hope me indujo a recordar lo del refugio.
—¿Cómo?
—Sabía escuchar. Creo que los psicólogos lo llaman «escucha activa», ¿no? —Sonrió de nuevo—. Usted mismo está empleando ahora esa técnica. Eso es algo que también aprendí en el refugio. Supongo que cualquiera puede aprender los rudimentos, pero los auténticos virtuosos escasean.
—Y Hope lo era.
Ella se rio.
—Ahí lo tiene, vuelve usted a hacerlo, me devuelve las preguntas. Es algo que funciona incluso cuando el interrogado sabe lo que está ocurriendo, ¿no?
Sonreí, me froté el mentón y, con voz teatral, dije:
—Con usted parece que resulta eficaz, ¿no?
Rio de nuevo, se puso en pie y fue a cerrar la puerta. Tenía buena figura, era más alta de lo que me había parecido: metro setenta o metro setenta y dos, y sus piernas eran larguísimas.
—Sí —dijo, sentándose de nuevo y cruzándolas—. Hope dominaba el arte de escuchar. Tenía el don de… acercarse. No sólo emocionalmente, sino también en el sentido literal de la palabra. Aunque sin parecer entrometida. Hacía que una se sintiera la persona más importante del mundo.
—Carisma y pasión.
—Sí. Como una buena predicadora.
Descruzó las piernas.
—Esto debe de resultarle extraño —dijo—. Primero le digo que apenas la traté y luego hablo de ella como si la conociese a fondo. Pero cuanto le he dicho no son más que sensaciones. Hope y yo nunca llegamos a intimar, aunque al principio pensé que ella deseaba una amiga.
—¿Por qué?
—Al día siguiente del té, me llamó para decirme que le había encantado conocerme y me propuso tomar café con ella en el club de la facultad. La invitación produjo en mí sentimientos encontrados. Hope me agradaba, pero no quería hablar de nuevo sobre el refugio. Pese a todo, acepté. Decidida a mantener la boca cerrada. —La muñeca se estremeció entre sus manos—. Increíblemente, terminé hablando otra vez del refugio. De los peores casos que había visto: mujeres que habían sido bestial e incomprensiblemente maltratadas. Fue entonces cuando detecté por primera vez la expresión de ferocidad en los ojos de Hope.
Miró la muñeca y volvió a dejarla en el estante.
—No creo que esto le sirva a usted de nada —dijo.
—Quién sabe, tal vez sí.
—¿Cómo?
—Son cosas que ilustran la personalidad de la profesora Devane —dije—. En estos momentos, poco más tenemos.
—Parece usted dar por hecho que la personalidad de Hope tuvo algo que ver con el asesinato.
—¿Usted no lo cree?
—No tengo ni idea. Cuando me enteré de que la habían matado, lo primero que supuse fue que sus opiniones políticas habían hecho enfurecer a algún psicópata.
—¿Un desconocido?
Me miró fijamente.
—No pensará usted de veras que ese crimen tuvo algo que ver con el comité.
—Aún no disponemos de información suficiente para afirmar nada, pero… ¿le parece imposible que así sea?
—Para mí resulta tremendamente improbable. Eran simples chiquillos.
—Las cosas se pusieron muy desagradables. En especial con el chico Storm.
—Sí, ese tenía mal genio. Y era muy malhablado. Pero las transcripciones pueden inducir a error, hacerle parecer peor que lo que era.
—¿En qué sentido?
Tras meditar un momento, añadió:
—Me pareció… que su ladrido era peor que su mordedura. Uno de esos muchachos alborotadores que cuando se enfadan sueltan todo lo que llevan dentro. Y, por lo que leí en los periódicos, parece que el asesinato fue una especie de emboscada. No me imagino a un muchacho planeando algo así. Pero… yo no tengo hijos, así que mi opinión no debe de valer gran cosa.
—¿Qué le dijo Hope en concreto para convencerla de que formara parte del comité?
—Me aseguró que no me ocuparía mucho tiempo. Dijo que, de momento, era algo provisional, pero que sin duda se convertiría en permanente. Además, me dijo que tenía el pleno respaldo de la administración. Lo cual, naturalmente, no era cierto aunque, por como Hope lo dijo, parecía que la administración le hubiera pedido que lo organizase. Me explicó que nos concentraríamos en infracciones que no justificaban un juicio criminal y que nuestra meta sería la detección temprana: lo que ella llamaba prevención primaria.
—¿Detectar los problemas a tiempo?
—Detectar los problemas a tiempo para evitar cosas como las que yo había visto en el refugio. —Meneó la cabeza—. Hope siempre sabía qué teclas le convenía tocar.
—O sea que la engañó.
—Pues sí —dijo ella, triste—. Supongo que pensó que actuando a las claras no conseguiría nada. Y puede que tuviese razón. Desde luego, a mí no me gusta sentarme a juzgar a la gente.
—Por lo que pude ver en las transcripciones, el otro miembro del tribunal, Casey Locking, no tenía el menor reparo en hacer de juez.
—Sí el chico era muy… fogoso. O sería más exacto decir doctrinario. En realidad, no lo critico por ello. ¿Hasta qué punto puede ser sincero un muchacho cuando colabora con su supervisora de estudios? El poder es el poder.
—¿Explicó Hope por qué había nombrado al chico?
—No. Lo que sí me dijo es que uno de los miembros tendría que ser varón. Para no dar la sensación de que se trataba de una contienda entre sexos.
—¿Cómo reaccionó ella cuando usted dimitió?
—De ninguna manera.
—¿No dijo nada?
—Nada. La llamé a su despacho y le dejé un mensaje en el contestador, explicándole que me resultaba incómodo continuar, y dándole las gracias por haber pensado en mí. Nunca devolvió la llamada. Nunca volvimos a hablar. Supuse que estaba molesta conmigo… Y ahora la estamos sometiendo a juicio. Eso me perturba. Porque, hiciera Hope lo que hiciera, creo que sus intenciones eran buenas, y lo que le sucedió fue una atrocidad. —Se levantó y me condujo a la puerta—. Lo siento: no puedo seguir hablando de esto. —Hizo girar la manija y la puerta se abrió. Los ojos grises estaban fruncidos a causa de la tensión.
—Gracias por atenderme —dije—. Y lamento haberle hecho recordar cosas desagradables.
—Quizá no me haya venido mal hablar de ello… Todo este asunto es repugnante. Qué pérdida tan terrible. No es que una vida valga más que otra; pero… Hope era admirable. Tenía auténtico coraje. Y era especialmente admirable si acierto en mi sospecha de que había sido víctima de malos tratos, pues eso significaría que había logrado reponerse a ellos y reunir la fortaleza suficiente para ayudar a los demás. —De nuevo se mordió el labio—. Era fuerte. La última persona de la que uno sospecharía que era una víctima.