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Ronald Oster era demasiado joven para ser tan cínico.
Alrededor de veintiocho años, pelo rojo y crespo, montones de pecas, tripa incipiente. Vestía un traje de tres piezas que le estaba una talla pequeño.
Me encontré con él frente a la cárcel del condado, cerca de la larga fila de mujeres que todas las mañanas esperaban para ver a los prisioneros. Algunas de ellas nos miraron, pero Oster no les prestó la menor atención. Mantenía la mirada fija en mí mientras se fumaba un British Oval.
—¿Qué le ha hecho cambiar de idea? —preguntó.
—Consulté a mi abogado y él me dijo que podía usted obligarme. Y, puesto que parece que tendré que perder el tiempo, prefiero que me paguen por ello.
Él seguía sin quitarme ojo.
—Hablando de lo cual —seguí—, mis honorarios son de trescientos setenta y cinco dólares a la hora, contando el tiempo a partir del momento en que salgo de mi casa. Le mandaré la factura y espero que la pague en el plazo de treinta días. También espero que me mande usted un contrato a tal efecto antes de tres días.
Le entregué mi tarjeta profesional.
—Así que es por el dinero —dijo él, metiéndose un pulgar en el bolsillo del chaleco.
—Preferiría no hacerlo; pero si lo hago, desde luego no es por simpatía hacia su cliente.
Oster apretó entre los dedos el ovalado cigarrillo.
—Deseo dejar algo bien claro, doctor. A partir de este momento, usted, en este caso, trabaja sólo para mi cliente. Cualquier cosa que el señor Muscadine le diga, así como cualquier cosa que yo le diga respecto al señor Muscadine, queda amparada por las normas de confidencialidad médica. Incluida esta conversación.
—Siempre y cuando hayamos llegado a un acuerdo.
—Hemos llegado. Sin embargo, en cuanto a abonar sus honorarios, soy un funcionario público, y debo hacerlo todo a través de los canales oficiales.
—Esfuércese al máximo. Y que quede clara una cosa. Si su cliente me amenaza de algún modo, me acogeré a la ley Tarasoff y lo denunciaré inmediatamente.
Eso no le gustó, pero logró sonreír.
—La ley Tarasoff se aplica a amenazas contra terceras partes.
—Nadie dice que no se pueda aplicar a un analista.
—Detecto hostilidad, doctor.
—Simple instinto de conservación.
—¿Por qué iba a amenazarlo mi cliente?
—Dicen que ya ha cometido varios asesinatos. Mi pregunta era retórica, para cercioramos de que los dos conocemos las reglas.
—¿Siempre que trabaja para un abogado le dice las cosas tan a las claras?
—No suelo trabajar para abogados.
—Tengo entendido que trabaja usted mucho en casos de custodia infantil.
—Cuando lo hago, trabajo para el tribunal.
—Comprendo. Así que le tiene usted miedo al señor Muscadine. ¿Por qué?
—No temo de él nada específico, pero prefiero ser cauto. Supongamos que en mi informe no llego a las conclusiones que a él le interesan. El hecho de haber asesinado a toda esa gente tiende a indicar que el señor Muscadine no encaja bien los fracasos.
—¿Fracaso? —Arrojó la colilla del cigarrillo lejos de sí—. ¿Le llama fracaso a la pérdida de un órgano vital?
Miré mi reloj.
Oster siguió:
—Esencialmente, a ese hombre lo violaron, doctor Delaware.
—¿Cómo ocurrió la cosa, según él?
—Prefiero que el propio señor Muscadine se lo cuente. Si es que al fin decido que usted hable con él. Aunque no sea así, usted recibirá el contrato y un cheque por el tiempo que me ha dedicado hoy.
—Lo cual significa que ya le pertenezco a usted y no puedo cooperar voluntariamente con la policía.
Oster sonrió.
—Muy bien —dije, tras consultar de nuevo mi reloj—. Por lo que a mí respecta, cuanto menos tenga que ver con este asunto, mucho mejor.
De nuevo mi interlocutor introdujo un pulgar en el chaleco. La cola de mujeres iba pasando ante nosotros.
—Puede que esto no dé resultado —dijo Oster.
—Usted verá.
—Me interesa su opinión profesional porque yo estoy convencido de que se trata de un caso claro de angustia psíquica idéntico al que pueden experimentar las esposas maltratadas. Pero, teniendo en cuenta su historial con la policía, no estoy seguro de que pueda usted mostrarse imparcial en el dictamen.
—Usted me da los datos y yo hago mi informe. Si busca a alguien para utilizarlo como muñeco de ventrílocuo, lo lamento, pero no soy el hombre indicado.
Oster miró mi tarjeta.
—Detecto una clara parcialidad en favor de la fiscalía.
—Lo que usted diga.
—¿Nunca apoya a la otra parte?
—Tengo mis propios criterios. Si quiere una puta, vaya a Hollywood Boulevard y agite un billete de veinte.
Sus pecas se hicieron más intensas y la piel que había entre ellas se puso roja. Al fin lanzó una sonora carcajada.
—Muy bien, eso me gusta. Es usted mi hombre. La tensión psíquica de ese muchacho es tan evidente, que hasta usted la verá. Y que una persona como usted testifique en ese sentido, será tanto más impresionante. Un consultor de la policía.
Tendió la mano y se la estreché. Algunas de las mujeres de la cola nos miraron, e imaginé lo que pensaban.
—Entremos —dijo Oster—. Y no se preocupe: Reed no le hará ningún daño.