26

La señora Campos se puso en pie de nuevo.

—¿Seguro que no quiere beber nada?

—Si acaso, algo sin alcohol, gracias.

Abrió la puerta de la nevera y sacó del interior otra cerveza y una lata de naranjada.

—¿Le vale esto?

—Desde luego.

Abrió ambas latas, se sentó e, inmediatamente, comenzó a golpear el suelo con los pies. Luego enderezó el cojín del asiento, se echó la trenza hacia adelante, la desanudó y comenzó a rehacerla.

—Hay algo que debe usted tener en cuenta —dijo—. En aquella época, las cosas eran muy distintas. —Bajó la vista a sus pies y apartó un cuenco de comida color rosa—. Hope vino con su madre cuando era muy niña. Al padre nunca lo conocí. La madre me explicó que era marino y murió en el mar… Ese profesor que se casó con ella… ¿por qué creen que la maltrataba?

—No tenemos la certeza de que lo hiciera. Únicamente lo sospechamos.

—¿Y por qué lo sospechan?

—Porque los que infligen malos tratos suelen ser los maridos.

—¿Tiene ese hombre mal genio?

—No lo sé —mentí—. ¿Por qué?

—He tenido dos maridos y, aunque a ninguno de ellos lo calificaría de brutal, ambos tenían caracteres muy fuertes, y hubo momentos en que me dieron miedo. ¿Cuántos años le sacaba ese hombre a Hope?

—Quince. ¿Por qué lo pregunta?

Elsa Campos se llevó la lata de cerveza a los labios y dio un largo trago.

—Siempre fue muy madura para su edad.

—¿De dónde eran Hope y su madre? —quise saber.

Ella meneó la cabeza y dio un trago aún más largo. Probé la naranjada, que sabía a caramelo mezclado con disolvente de pintura. Traté de reunir saliva para librarme del sabor, pero tenía la boca seca.

—La madre se llamaba Charlotte. Todos la llamaban Lottie. Ella y la niña aparecieron un buen día con el grupo de trabajadores eventuales. Lottie era agraciada, pero, por su aspecto, parecía okie[2]. Aunque quizá sólo fuera de ascendencia okie. ¿Sabe usted algo sobre los okies?

Asentí con la cabeza.

—¿De dónde procede su familia? —preguntó la señora Campos.

—De Missouri.

Ella reflexionó sobre mi respuesta.

—Bueno, a mí me pareció que Lottie era okie pura. Bonita, como ya le he dicho, pero flaca, casi esquelética. Hablaba con mucho acento y no parecía tener una gran educación. Ya sé que ahora lo de okie es un término que se considera despectivo, pero yo soy demasiado vieja para preocuparme por los cambios del viento. Por entonces nadie se escandalizaba por usar la palabra okie, así que los sigo llamando okies. Mi propia familia es californiana, pero a mí me han llamado de todo, desde comedora de tacos hasta pelo grasiento, y no me he muerto. ¿Sabe usted quiénes eran los californios?

—Los primeros colonos mexicanos.

—Los primeros colonos después de los indios. Antes de que los de Nueva Inglaterra acudieran al oeste en busca de oro. En mí se mezclan las ascendencias hispana y anglosajona, pero como no parezco exactamente el prototipo de la mujer norteamericana, toda la vida me han llamado espalda mojada y chicana. Aprendí a hacer oídos sordos y a ocuparme de mis asuntos. Lottie Devane, la madre de Hope, era okie.

Otros dos tragos y acabó con la cerveza.

—Era una chica atractiva: esbelta, con buen busto y buenas piernas. Pero tenía aspecto de haber corrido mucho y no por muy buenos caminos. Se contoneaba al andar, como si bailase. Además, era rubia natural, aunque al mes de estar aquí se tiñó el pelo de platino, como el de Hope. La madre tenía el cabello del tono de la miel. Usaba sombra de ojos azul, pestañas postizas, lápiz labial escarlata y vestidos muy ceñidos. Por entonces, todas las mujeres, pudieran o no, querían parecerse a Marilyn Monroe.

Apartó la mirada y siguió:

—La historia de Lottie es que llegó con los trabajadores eventuales, pero ella nunca salió a recoger limones. Pese a ello, se las apañó para pagar el alquiler de una cabaña de dos habitaciones en Citrus Street. Eso está a tres manzanas de distancia. Al lugar lo llamábamos la calle de las mondas, porque los trabajadores se llevaban a casa la fruta que estaba excesivamente madura y la utilizaban para hacer limonada, así que las aceras estaban llenas de mondas de limón. La calle la formaban dos hileras de cabañas, prácticamente chozas. Baños comunales. Ahí vivían Lottie y Hope. Sin embargo, no tardaron mucho en conseguir una cabaña doble. Cuando Lottie no estaba de viaje, solía quedarse en casa.

—¿Viajaba con frecuencia?

La señora Campos se encogió de hombros.

—Solía pasar días enteros fuera.

—¿Adónde iba?

—Como no tenía coche, hacía autostop. Probablemente, iba a Bakersfield, y quizá incluso llegara a Fresno, porque volvía con cosas bonitas. Más adelante, se compró un automóvil.

—¿Volvía con cosas bonitas?

La piel que rodeaba los negros ojos se tensó.

—Mi segundo marido trabajaba en el departamento de personal de una de las compañías fruteras, y lo sabía todo acerca de todos. Me dijo que cuando Lottie hacía autostop se ponía en el borde de la carretera y se subía la falda hasta arriba… Ella y Hope vivieron aquí hasta que Hope cumplió catorce años. Entonces, se mudaron a Bakersfield. Hope me explicó que se mudaban para que ella pudiera asistir a una secundaria próxima a casa.

—Esa mujer estuvo muchos años pagando el alquiler sin necesidad de ir al campo a recoger limones —dije.

—Ya le digo: Lottie tenía buenos andares.

—¿Hablamos de un amante fijo, o de clientes?

Ella me miró fijo:

—¿Por qué hoy en día todo tiene que decirse tan a las claras?

—Necesito información, no insinuaciones, señora Campos.

—Bueno, no entiendo de qué puede servirle este tipo de información; pero sí: Lottie aceptaba dinero de hombres. No me pregunte cuánto, porque no lo sé. Y tampoco sé si la cosa era por las claras, o bien ella les sugería que le dejasen un regalito bajo la almohada. Yo no entraba ni salía en eso, porque prefería ocuparme de mis propios asuntos. A veces Lottie se pasaba varios días fuera y al regresar traía un montón de trajes nuevos. ¿Eran simples viajes de compras, o algo más? Lo ignoro. Lo que sé es que también traía ropas para Hope. Prendas caras. Le gustaba vestir bien a la niña. Otras chiquillas andaban en vaqueros y camisetas; pero la pequeña Hope siempre llevaba vestidos almidonados. Además, Hope era muy cuidadosa. Nunca se ensuciaba ni participaba en juegos violentos. Acostumbraba a quedarse en la cabaña, leyendo y haciendo prácticas de caligrafía. Aprendió a leer a los cinco años, y siempre le encantaron los libros.

—¿Cree usted que Hope estaba al corriente de lo que hacía su madre?

Ella se encogió de hombros y se cambió de mano la lata de cerveza.

—¿Alguna vez Hope le habló de eso, señora Campos?

—Yo no era su psicóloga, sino sólo su maestra.

—Es más frecuente que los niños hablen con maestros que con psicólogos.

Dejó la lata de cerveza y cruzó los brazos sobre el pecho.

—No, nunca me habló de ello, pero todos lo sabían y Hope no tenía nada de estúpida. Siempre pensé que era la vergüenza lo que le impedía hablar del tema.

—¿Volvió a verla después de que ella se mudase a Bakersfield?

Los brazos se crisparon sobre el pecho.

—Al año de marcharse, vino a verme. Había ganado un premio y quería enseñármelo.

—¿Qué premio?

—Uno a los méritos escolares. Patrocinado por una compañía de piensos. La entrega fue durante una gran ceremonia en la feria del condado de Kern. Hope me mandó una invitación, pero yo estaba con la gripe y no pude asistir. Ella vino a verme un par de días más tarde y me enseñó las fotos. Los ganadores fueron ella y un estudiante varón. Los dos alumnos más aventajados. Hope no hizo más que repetirme que quien se merecía el premio era yo, por haberla enseñado tan bien. Se empeñó en regalarme el trofeo.

—Parecen sentimientos muy maduros para una adolescente.

—Ya le he dicho que siempre fue muy madura. La escuela tenía sólo un aula, y estando la mayor parte de los chicos y chicas mayores trabajando en los campos, me resultaba fácil dedicarle a Hope casi toda mi atención. Aunque en realidad lo único que hice fue darle libros y más libros. Ella era una lectora insaciable.

De pronto, la señora Campos se puso en pie y salió sin dar explicaciones. Me acerqué al cajón de la maltrecha Shih Tzu y la acaricié con la punta de un dedo. La perrita me miró con ojos suplicantes. Su respiración era rápida.

—Hola, bonita —dije—. Ponte buena.

Las menudas orejas se pusieron de punta. Le acaricié suavemente el sedoso pelo blanco.

—Mire —dijo Elsa Campos a mi espalda.

La vieja sostenía entre las manos un pequeño trofeo dorado. Una copa de bronce sobre una pequeña base de nogal. El metal estaba oxidado y sucio. Tomé el trofeo y leí lo escrito en la base:

EL PREMIO BROOKE-HASTINGS

A LA EXCELENCIA ACADÉMICA

CONCEDIDO A

HOPE ALICE DEVANE

ESTUDIANTE DE ÚLTIMO CURSO

—¿Brooke-Hastings? —pregunté.

—La compañía de piensos.

Le devolví el trofeo y ella lo dejó en una mesita. Volvimos a tomar asiento.

—Insistió en que me lo quedase. Tras la muerte de mi segundo marido, guardé en los armarios muchas cosas, entre ellas esto. No había vuelto a recordarlo hasta ahora.

—¿Le contó Hope alguna otra cosa?

—Hablamos de qué universidad le convenía más, y de qué carrera debía cursar. Le dije que la Universidad de Berkeley no tenía nada que envidiar a las de la Ivy League[3] y era bastante más barata. Nunca supe si me hizo caso o no.

—Sí se lo hizo: se graduó en Berkeley —dije, y mis palabras llevaron una sonrisa a sus labios.

—Yo por entonces ya había comenzado a recoger perros, y también hablamos de eso. De las excelencias de la piedad. A ella le interesaban las ciencias de la vida, y pensé que podría ser una buena doctora o veterinaria. Psicóloga… Sí, eso también iba con su carácter. —La señora Campos comenzó a juguetear con su trenza—. ¿Otra naranjada? —me ofreció.

—No, gracias —dije.

—Yo tampoco tomaré más cerveza, no vaya usted a pensar que soy una borrachina… Como le decía, Hope era una muchacha muy cortés y educada, y tenía un magnífico léxico. Esta ciudad era bastante salvaje, pero Hope nunca llegó a formar parte de ella. Era como si sólo estuviera aquí de visita. En cierto modo, con Lottie ocurría lo mismo… Pese a su… conducta, destacaba entre la sordidez general. Hope también me contó lo que hacía Lottie en Bakersfield. Era bailarina. Supongo que ya sabe a qué me refiero. Trabajaba en un antro llamado Blue Barn. Un sitio para vaqueros. Antes, en las afueras de la ciudad, pasados los corrales de ganado y las fábricas de fertilizantes, había un montón de tugurios. Country y sexo para los chicos blancos, y mariachis y sexo para los mexicanos. Chicas que bailaban y se sentaban en las piernas de los clientes… Mi segundo marido fue por allí unas cuantas veces hasta que yo me enteré y le ajusté las cuentas.

—El Blue Barn —dije.

—No se moleste en buscarlo, porque cerró hace años. Era propiedad de un gánster inmigrante que trataba en ganado de dudosa procedencia. Abrió el club durante los años sesenta, cuando los hippies pusieron de moda quitarse la ropa, y amasó una gran fortuna. Luego lo vendió todo y se fue a San Francisco.

—¿Por qué?

—Probablemente, porque en San Francisco tenían aún más manga ancha que aquí.

—¿De qué época estamos hablando?

Tras reflexionar unos momentos, Elsa Campos replicó:

—De los setenta. Tengo entendido que el tipo también hizo cine porno.

—Estamos hablando del jefe de Lottie.

—Si a lo que ella hacía se le podía llamar trabajo, a lo que él hacía también se le podía llamar ser jefe.

—Esa vida debió de resultarle muy dura a Hope.

—La pobre lloró al contármelo. Y no sólo por las cosas que Lottie hacía para vivir, sino porque Hope estaba convencida de que su madre sólo las hacía por ella. Como si, caso de no haber tenido una hija, Lottie hubiera trabajado de secretaria o algo así. La verdad es que ciertas mujeres no se molestan en aprender una profesión si ven el modo de salir adelante por otros medios. La noche del día que llegó a Higginsville, Lottie ya salió a dar un paseo llevando un traje rojo muy ceñido que era como un reclamo.

—¿Se fue a San Francisco con el dueño del club?

—Pues no lo sé; pero… ¿para qué iba a querer él llevársela, habiendo tantas hippies jovencitas por todas partes? En aquellas fechas, Lottie ya era demasiado mayor para la clase de negocios a que se dedicaba aquel tipo.

—¿Cómo se llamaba el jefe de Lottie?

—Kruvinski. Polaco, yugoslavo, checoslovaco o algo así. Al parecer, durante la segunda guerra mundial, fue general en no sé qué ejército, se trajo dinero de Europa, se instaló en California y comenzó a comprar terrenos. ¿Por qué le interesa saber su nombre?

—Hope trabajaba con un doctor llamado Mike Cruvic.

—Pues parece que ha tropezado usted con una buena pista —dijo ella, sonriendo—. El nombre de pila de Kruvinski también era Mike. Pero todo el mundo lo llamaba Micky. Big Micky Kruvinski. Aunque, en realidad, más que grande, era recio. De cuerpo, de cuello, de todo. En una visita que hice a Bakersfield con mi segundo marido, nos lo encontramos desayunando en una cafetería. Gran sonrisa, cordial apretón de manos… Me pareció un hombre simpático. Pero Joe, mi marido, me dijo que no me fiara, que yo no tenía ni la menor idea de las barbaridades de que era capaz aquel tipo. ¿Qué edad tiene el doctor Cruvic?

—Más o menos, la de Hope.

—Entonces, tiene que ser el hijo. Big Micky sólo tuvo un hijo: Little Micky. Él y Hope asistían a la misma clase en la secundaria de Bakersfield. Precisamente, él fue el alumno varón que ganó el premio Brooke-Hastings con Hope. Todos sospecharon un apaño, pero si el chico llegó a ser médico, quizá fuera de veras inteligente.

—¿Por qué se sospechó que hubo apaño?

—Porque Big Micky era el propietario de la Compañía Brooke-Hastings. Y del principal matadero de la ciudad, y de plantas enlatadoras, y de máquinas expendedoras, y de una gasolinera, y de grandes terrenos de labranza. Todo eso, además de los clubes. El hombre, simplemente, no paraba de adquirir propiedades.

—¿Vive aún?

—No sé. Yo no me acerco por la ciudad. Me quedo aquí, ocupándome de mis cosas.

Cogió el trofeo y lo golpeó con una uña. El chapado era de poca calidad, y de él se desprendieron unos fragmentos dorados que cayeron lentamente al suelo.

—Joe, mi marido, se fumaba cuatro paquetes diarios, así que acabó sufriendo un enfisema. El día que Hope vino a verme, él estaba en el dormitorio de atrás, bajo una tienda de oxígeno. Cuando ella se fue, yo fui a enseñarle a mi marido el trofeo y el artículo, y él se echó a reír. Lanzó tales carcajadas que estuvo a punto de desmayarse. Le pregunté dónde estaba la gracia y él me dijo: «¿A que no sabes quién es el ganador masculino? ¡El hijo de Big Micky!» Luego se rio un poco más y dijo: «Supongo que esa golfa trabajó horas extra para echarle una mano a su hija». Eso a mí me sentó fatal. Yo estaba tan contenta de mi éxito como maestra, y va mi marido y me pincha el globo en las narices. Pero no le dije nada, porque, ¿cómo iba a discutir con un hombre en aquel estado? Además, sospechaba que debía de haber algo de verdad en sus palabras, porque yo sabía cómo era Lottie y lo que hacía. Sin embargo, Hope era brillante, y estoy segura de que se mereció el premio. ¿Qué especialidad médica escogió Little Micky?

—Ginecología.

—Así que se dedica a tocar mujeres. De tal palo… ¿Y dice usted que Hope trabajó con él? ¿Por qué?

—Él es especialista en fertilidad —dije—. Nos dijo que Hope servía de consejera a los pacientes.

—Fertilidad. Qué risa.

—¿Por qué?

—El hijo de Big Micky trabajando por la vida. ¿Es un hombre decente?

—No lo sé.

—Sería estupendo que lo fuera. Que tanto él como Hope hubieran logrado elevarse por encima de sus orígenes. Está bien que el chico ayude a la creación de vida en vez de terminar con ella como hacía su padre.

—¿Big Micky mató a alguien?

—Pues podría ser, pero a lo que me refiero es a cómo liquidó espiritualmente a aquellas pobres muchachas. Las usó y punto. —Se apretó las manos—. Y su comportamiento con los animales. Eso siempre es significativo. Su matadero era un gran edificio gris con furgonetas sobre raíles que entraban y salían. En un extremo concentraban a los animales, los metían en las furgonetas mugiendo y gimiendo, y por el otro extremo salían despedazados y colgados de ganchos. Yo lo vi personalmente porque Joe tuvo la amabilidad de llevarme por allí una vez, al salir de un restaurante de la ciudad. Cosas así le parecían divertidas. Acabábamos de cenar estupendamente, y no se le ocurrió llevarme a mejor sitio. —Se humedeció los labios, como si tratara de librarse de un mal sabor.

»Aunque ya era tarde, el matadero estaba funcionando a pleno rendimiento. Se oía y se olía a un kilómetro de distancia. Yo me puse furiosa, y le ordené a Joe que diera media vuelta. Él lo hizo, pero no sin antes hablarme de Big Micky. Me contó que a ese tipo le gustaba ir por el matadero a eso de media noche. Al parecer, se ponía un delantal de goma y unas botas y luego empuñaba un bate de béisbol con clavos en la punta. Los trabajadores paraban la línea, llevaban ante su jefe unas cuantas reses y cerdos, y lo dejaban desfogarse con ellos durante el tiempo que le apetecía. —Elsa Campos se estremeció.

»Según Joe, esas eran las cosas que a Big Micky le divertían.