20

Cuando salí del edificio, resultó un alivio volver al sol.

Tal vez su calidez disipara la amargura que se había metido dentro de mí en el despacho de Seacrest.

¿El dolor y la ira habían sido auténticos, o una simulación para evitar que yo siguiera insistiendo?

Ante la pregunta de cómo se llevaban Hope y él, Seacrest en ningún momento dijo que bien, se limitó a afirmar que ninguno de los dos eran personas fáciles, y que el hecho de que hubieran seguido juntos significaba algo.

Luego admitió que sentía celos, aunque los convirtió en agradecimiento.

Vivir con una obra maestra…, eso era algo que podía llegar a ser agobiante.

Recordé lo rápidamente que Seacrest había enrojecido. Tenía la mecha corta.

La gente que tiene graves problemas para controlar su temperamento suele traicionarse fisiológicamente.

«Pueden ustedes husmear todo lo que les dé la gana».

¿Lo dijo porque era inocente o fueron las palabras de un psicópata retándonos a atraparlo si podíamos?

Mi cita en el despacho de Kenneth Storm, padre, en Pasadena no era hasta la una. Julia Steinberger terminaría su clase en veinte minutos.

Desde la biblioteca, llamé de nuevo al teléfono de Casey Locking. Me respondió la misma grabación.

En Inglaterra ya habría anochecido, pero aún era una hora adecuada para llamar a la otra estudiante de Hope, Mary Ann Gonsalvez.

De nuevo, el teléfono sonó y sonó, sin que nadie lo contestara.

Debía volver al mundo de la verdadera ciencia.

Julia Steinberger iba camino de su despacho en compañía de dos estudiantes graduados. Al verme, frunció el entrecejo y les dijo:

—¿Me permiten unos minutos, muchachos? Luego pasaré por el laboratorio.

Los dos estudiantes se alejaron y Julia abrió la puerta de su despacho. La mujer llevaba un vestido negro con falda por la rodilla y un collar de ónice negro. Parecía preocupada. Cuando la puerta se cerró a nuestras espaldas, ella siguió de pie.

—No sé si lo que voy a hacer está bien —dijo—, pero la primera vez que vino usted por aquí hubo algo que no le conté. Probablemente, no tenga importancia… Todo esto me resulta de lo más desagradable.

—¿Algo referente a Hope? —quise saber.

—Sí. ¿Recuerda que le dije que me daba la sensación de que Hope había sido víctima de malos tratos?

—La mirada de ferocidad.

—Exacto. Tenía esa mirada. Pero… bueno, hubo algo más. Fue el año pasado, en el club de la facultad. No en el té de bienvenida, en otra ocasión, después de una conferencia, no recuerdo quién la daba.

Fue hasta el escritorio y apoyó las palmas de las manos en el tablero. Miró la muñeca con la que había jugueteado durante la primera entrevista, pero no la tocó.

—Charlamos un rato, y luego Hope se puso a charlar con otros invitados y Gerry y yo hicimos lo mismo. Después, quizá una hora más tarde, ya al final de la velada, entré en el servicio de señoras y estaba Hope en él, ante el espejo. Antes de entrar en el aseo propiamente dicho, hay un pequeño vestíbulo, también con espejos, y está dispuesto de modo que, al pasar, se puede ver el interior del baño. El suelo está enmoquetado, así que probablemente Hope no me oyó. —Julia bajó los ojos—. Hope estaba examinándose los brazos. El escote de su vestido dejaba los hombros al aire, pero las mangas le llegaban al codo. Yo ya me había fijado en su ropa, porque era muy elegante y supuse que habría costado una fortuna. Hope se había dejado al descubierto uno de los hombros y se estaba mirando la parte superior del brazo. En sus ojos había una mirada extraña, casi hipnótica, y su expresión era ausente. En el brazo tenía un hematoma. Un gran hematoma. Negro y azul. Justo aquí. —Se tocó uno de los bíceps—. En realidad, eran varias marcas. Puntos. Huellas de dedos. Como si la hubiesen apretado con gran fuerza. Hope tenía la piel muy blanca, bellísima, así que el contraste era marcadísimo. Como si tuviera el brazo tatuado. Y las magulladuras parecían recientes. Aún no habían tomado el típico color verde púrpura. —Conteniendo apenas las lágrimas, Julia volvió a la puerta—. Eso es todo —dijo.

—¿Cómo reaccionó Hope al verla entrar a usted?

—Se bajó la manga, enfocó la mirada y dijo «Hola, Julia», como si no pasara nada. Luego comenzó a retocarse el maquillaje y a charlar. Habló de lo distintas que serían las cosas si a los hombres se les forzase a tener siempre un aspecto impecable. Yo estuve de acuerdo con ella, y las dos hicimos como si no hubiese ocurrido nada. ¿Qué iba a hacer yo? ¿Preguntarle quién le había causado los hematomas? —Abrió la puerta—. Quizá no fuera nada. Quizá tuviese la piel delicada y le salieran morados con facilidad… pero cuando me pidió que formara parte del comité, me sentí obligada a aceptar.

Oscuros moretones sobre la blanca piel.

La súbita ira de Seacrest.

Volví al Seville y enfilé la 405 Norte.

Aunque Pasadena suele estar saturada de smog, aquel día el aire se encontraba limpio y los edificios de oficinas de Cordova Street parecían resplandecientes, como una pintura de Richard Estes.

Inversiones y Bienes Raíces Storm ocupaba un edificio neocolonial de una sola planta rodeado por resplandecientes parterres de flores y árboles de jacaranda aún en flor. El estacionamiento adjunto se encontraba magníficamente cuidado. Aparqué junto al coche sin identificación policial de Milo en el momento en que mi amigo se apeaba de él. Milo llevaba su portafolios y un magnetófono y vestía traje gris, camisa blanca y corbata roja y azul.

—Llevas un atuendo muy conservador —dije, bajando la vista a sus botas de campo y tratando de no sonreír.

—En el mundo de los negocios, hay que vestir como un negociante. Por cierto: visité un par de bares de Sunset Strip que quizá Mandy Wright frecuentó.

—¿Quizá?

—No obtuve una identificación segura; pero sí probable. A esos sitios no van más que mujeres de largos cabellos y cuerpos perfectos. Una chica fea hubiera llamado más la atención. O sea que tuve suerte encontrando a dos camareros que hace un año ya trabajaban allí. Ninguno de ellos está dispuesto a jurar que conocía a la chica, sólo dijeron que su rostro les resultaba familiar.

—¿Iba por allí por trabajo o por pasar el rato?

—En esa profesión, ¿cuál es la diferencia? Y si Mandy iba por allí en busca de clientes, los de los bares no lo admitirían, porque correrían el riesgo de que se les retirase la licencia para vender licores. Lo que me hace pensar que podemos encontrarnos ante una pista significativa es el hecho de que los dos locales se hallen a sólo una manzana de distancia el uno del otro, así que tal vez Mandy estuviera efectivamente haciendo la carrera. El Club None y The Pit. Lo malo es que ninguno de los camareros recuerda haberla visto en compañía de nadie.

—Pero eso sitúa a Mandy en Los Ángeles.

Milo cruzó los dedos.

—Otra cosa. Hablé con Gunderson, el detective de Temple City que se ocupó de la denuncia de Tessa contra su padre. Ahora Gunderson es subjefe, y apenas recuerda el caso, pero sacó el expediente y dijo que, según sus notas, nunca se tomaron en serio la denuncia de la chica. Pensaban que Tessa no estaba del todo bien de la cabeza. Gunderson recordaba vagamente al padre como a un tipo decente que confesó tener antecedentes juveniles no estando obligado a ello, y que se mostró muy franco en todo cuanto dijo. Así que cada vez parece más probable que Muscadine diga la verdad y ya no tengamos que preocuparnos más por ese maldito comité. ¿Listo para enfrentarte al viejo Storm?

—Sí, pero… He descubierto indicios de que Hope fue víctima de malos tratos. —Le resumí lo que me había contado la profesora Steinberger, y luego conté mi breve conversación con Seacrest.

—Moretones y mal genio —comentó mi amigo, frunciendo el entrecejo—. ¿Qué fue exactamente lo que lo alteró?

—Estaba molesto desde el principio, y enrojeció cuando le pedí que me hablara de su relación con Hope.

—Bien. Quizá estemos comenzando a ponerlo nervioso. Quizá yo deba trabajarlo un poco más… Resultaría muy interesante que él la hubiera maltratado durante años y luego Hope hubiese escrito un libro explicando a las mujeres cómo defenderse de los malos tratos.

—No sería la primera vez —dije.

—¿Qué quieres decir?

—Que no sería la primera vez que el cómo tiene más importancia que el qué. Pequeños esquemas. Pero si Hope y Seacrest tenían problemas, el libro y la notoriedad que su publicación dio a Hope tal vez hicieran que la insatisfacción de ella cristalizase y tomara la decisión de romper con su marido. Quizá, en ese sentido, la fama fue, en efecto, su sentencia de muerte. Pero lo que no se me ocurre es qué relación puede tener todo eso con Mandy Wright. Ah, otra complicación: anoche volví a pasar frente a la consulta de Cruvic. Él no estaba, pero la enfermera Anna, sí. Acompañada por Casey Locking.

Le conté lo de la casa de Mulholland, y Milo tomó nota de la dirección.

—Mierda —dijo—. Tan contento que estaba yo con mis bonitas teorías… De acuerdo, averiguaré quién es el dueño de la casa. Mientras, vamos a amargarle un poco la vida al muchacho malhablado.

Cruzamos una amplia y tranquila zona de recepción para llegar al despacho de Kenneth Storm, padre. Pasamos ante un par de secretarias que al vernos alzaron por un momento la vista de sus teclados. Como sonido de fondo, se oía un programa radiofónico de debate.

Los Storm constituían un buen ejemplo de herencia genética. Los dos tenían cuello de toro, amplios hombros, pelo rubio rojizo cortado al cepillo, y ojos pequeños y recelosos con tendencia a clavarse en lo que miraban.

Storm padre era un cincuentón con el descuidado aspecto de un delantero de fútbol americano dado a la molicie. Llevaba un blazer azul marino con botones dorados y un distintivo masónico prendido de la solapa. La chaqueta del hijo era verde oscuro, con botones tan brillantes como los del padre.

Los dos se encontraban acomodados tras el escritorio de madera amarillenta y forma de canoa del padre. El tablero estaba totalmente despejado salvo por una figura en bronce que representaba un cowboy, y por una escribanía de ónice verde. El despacho era mucha habitación para tan poco mueble. Las paredes estaban forradas de roble y el suelo se encontraba cubierto por una moqueta color beige. En las paredes había gran cantidad de diplomas y testimonios honoríficos que daban fe de la notoriedad del padre en el terreno de los seguros y los bienes raíces. La estancia olía a humo de cigarro, aunque no se veía ningún cenicero.

En pie frente al escritorio había un tipo corpulento, de nariz aguileña y cabellos grises, vestido con un traje de tres piezas gris marengo, camisa azul claro con gemelos y corbata color rosa intenso. Se presentó como Pierre Bateman, abogado de Storm. Me sonó su nombre, pues era él quien había firmado la carta de queja por lo del Comité de Comportamiento. Antes de que tuviéramos oportunidad de sentamos, Bateman comenzó a recitar con voz grave y monótona las condiciones en que debía realizarse el interrogatorio. Kenneth Storm, hijo, bostezó, se rascó la oreja y metió y sacó por un ojal la punta del índice. Su padre mantenía la vista clavada en el tablero del escritorio.

—Además —dijo Bateman—, en cuanto a los temas que se van a tratar…

—¿Es usted abogado criminalista, señor Bateman?

—Soy el abogado del señor Storm. Me ocupo de todos sus negocios.

—¿Considera que esto es un asunto de negocios?

Bateman mostró los dientes.

—¿Me permite continuar, detective?

—¿Ha contratado el señor Storm, hijo, sus servicios profesionales?

—No creo que eso tenga importancia.

—La tiene si pretende usted establecer normas para la entrevista.

Bateman acarició uno de sus gemelos de zafiros y miró al muchacho.

—¿Deseas nombrarme tu abogado, Kenny?

El chico puso los ojos en blanco. El padre se golpeó una manga con un índice.

—Sí, claro.

Bateman siguió:

—Perfecto. Respecto al interrogatorio, detective, se abstendrá usted de…

Milo dejó el magnetófono sobre el escritorio.

—Dispense, pero me opongo —dijo Bateman.

—¿A qué?

—A que grabe usted la conversación. Esto no es ni un testimonio judicial ni una declaración en regla, y mi cliente no ha sido acusado oficialmente de nada…

—Entonces, ¿por qué actúa usted como si lo hubiera sido?

—Detective —insistió Bateman—, le ruego que me deje seguir hablando, porque…

Milo lo interrumpió con un ruidoso suspiro. Cogió el grabador y lo examinó.

—Señor Bateman, hemos venido aquí por cortesía, hemos alterado varias veces nuestro horario por cortesía, y por cortesía hemos permitido que el padre de su cliente esté delante pese a la circunstancia de que el muchacho ya es mayor de edad. No hemos venido a hablar de un delito juvenil. El muchacho nos interesa porque tuvo un enfrentamiento sumamente hostil con una mujer que posteriormente fue asesinada a puñaladas.

El hijo rezongó algo y el padre le dirigió una penetrante mirada.

—Detective —dijo Bateman—, sin duda…

—Abogado —dijo Milo, acercándose al otro unos pasos—. Aunque su representado no es sospechoso de momento, tantas condiciones y tantos circunloquios lo que consiguen es dar la sensación de que el chico tiene algo que ocultar. Si quiere usted seguir pavoneándose, allá usted. Pero si al final hablamos, la conversación quedará grabada, y en cuanto a las preguntas, haré las que me dé la gana. De lo contrario, los citaré en la Comisaría Oeste de Los Angeles y tendrán ustedes que enfrentarse al ambiente y a la prensa.

El hijo volvió a rezongar entre dientes.

—Ken —dijo el padre, en tono reprensor.

El muchacho puso de nuevo los ojos en blanco y se tocó una espinilla que tenía en el cuello. Sus manos eran grandes, fuertes y lampiñas.

Milo dijo:

—Lamento tener que molestarte, muchacho. Aunque supongo que, habiendo dejado los estudios, tendrás tiempo de sobra.

El chico alzó la mandíbula y los tendones del cuello se le marcaron. El padre volvió a tocarse el gemelo.

Bateman dijo:

—Ha sido un bonito discurso, detective. Ahora, permítame seguir con las estipulaciones.

Milo recogió el magnetófono y se dirigió hacia la puerta.

Sayonara, caballeros.

Estábamos cruzando la zona de recepción cuando Bateman llamó:

—Detective…

Seguimos caminando y el abogado tuvo que apretar el paso para ponerse a nuestra altura. La zona de recepción había quedado en silencio. Las dos secretarias no nos quitaban ojo. El locutor radiofónico estaba pontificando acerca de lo que cobraban los deportistas profesionales. El lugar olía a enjuague bucal.

—Eso ha sido un exabrupto, detective —susurró melodramáticamente Bateman—. Kenny es un chiquillo.

—Tiene diecinueve años y tamaño más que suficiente para hacer mucho daño, señor Bateman. Espere nuestra llamada.

Milo abrió la puerta y Bateman nos siguió hasta el estacionamiento.

—El señor Storm está muy bien considerado en esta comunidad, detective, y Kenny es un buen muchacho.

—Me alegra mucho oírlo.

—Habiendo problemas como los de las bandas y el de la gran delincuencia, parece que la policía debería ocuparse de cosas mejores que…

—¿Que atosigar a respetables ciudadanos? —dijo Milo—. ¿Y qué le vamos a hacer, si somos así de estúpidos? —Llegamos junto al coche de Milo.

—Aguarden un minuto. —La tensa voz de Bateman reflejaba más nerviosismo que indignación.

Milo sacó las llaves.

—Escuche, detective, estoy aquí para que ellos se sientan protegidos. Kenny es buen muchacho, se lo digo de veras. Lo conozco desde hace años.

—Para que se sientan protegidos, ¿de qué?

—Últimamente, tanto el padre como el hijo han estado sometidos a muchas y muy graves tensiones.

Milo abrió la portezuela del coche y metió en él sus cosas. Bateman se le acercó más y bajó la voz.

—Supongo que eso a usted no le importará mucho, pero Ken, el padre, tiene problemas financieros. Bastante graves. El mercado inmobiliario.

Milo se irguió pero no dijo nada.

—Son momentos difíciles para padre e hijo —siguió Bateman—. Primero murió la esposa de Ken, súbitamente, a causa de un aneurisma. Y ahora esto. Ken forjó su empresa partiendo de cero. Construyó este edificio hace veinte años, y ahora están a punto de embargarlo. Y ni siquiera el embargo resolverá todos sus problemas, ya que los acreedores son muchos, demasiados. O sea que ese es el motivo de que todo lo que tenga que ver con la ley lo ponga nervioso. Yo, además de su abogado, soy su amigo, y me siento en la obligación de protegerlo cuanto me sea posible.

—No hemos venido aquí a hablar de cuestiones inmobiliarias.

El abogado asintió con la cabeza.

—La verdad es que apenas sé nada sobre leyes criminales, y le advertí de ello a Ken. Pero él y yo fuimos juntos al colegio, y él se empeñó en que yo estuviera presente.

—¿O sea que el padre piensa que el muchacho necesita consejo legal?

—No, no… Lo único que desea es evitar que el sistema abuse de ellos. A decir verdad, Kenny no es ningún genio y tiene bastante mal carácter. A Ken le pasa lo mismo. Y el padre de Ken era igual, si vamos a eso. Toda la familia tiene malas pulgas.

Bateman sonrió, pero Milo no le devolvió la sonrisa.

—¿Kenny es hijo único?

—No, tiene una hermana que estudia en Stanford Med.

—La hermana lista.

—Cheryl es una lumbrera.

—¿Qué tal se llevan Kenny y ella?

—Bien. Pero Kenny nunca ha estado a la altura de Cheryl, y todo el mundo se da cuenta de ello. A lo que voy, detective, es que, teniendo en cuenta los temperamentos de mis representados, y añadiendo a ello las múltiples tensiones a que están sometidos, existe la muy probable posibilidad de que tanto uno como otro se acaloren y terminen estallando, y produciendo una pésima impresión.

—¿Cuál?

—La de que Kenny es capaz de cometer actos violentos. Y no lo es, puede creerme. En la escuela secundaria, jugó al fútbol con mi hijo. Tenía la velocidad y la fuerza necesarias, pero dejó el equipo porque le faltaba agresividad.

—Lo que quiere decir es que el chico no tiene instinto asesino, ¿no?

Bateman dirigió a mi amigo una mirada de reproche.

—Además, Kenny me ha asegurado que la noche del asesinato él estaba en San Diego.

—¿Confirma alguien eso?

—No, pero ya le he dicho que Kenny no es ningún Einstein.

—¿Y…?

—Por lo que leí sobre el crimen, saqué la conclusión de que había sido premeditado. El asesino acechó a la mujer, no dejó pruebas materiales… Eso no es propio de Kenny. El puede perder los estribos y soltar de todo por la boca. Quizá incluso pueda dar algún puñetazo. Pero en seguida se calma.

—Tiene inteligencia suficiente para cursar estudios universitarios —comenté.

—Entró en la universidad de auténtico milagro —dijo Bateman—. Créame. Ken buscó y consiguió que lo recomendaran varios distinguidos exalumnos y le pusieron tutores al chico, y, con todo eso, Kenny tuvo que pasar cuatro veces por el test de aptitud escolar. Luego, aunque se mató a estudiar, no fue capaz de dar la talla. Y la misma historia se repitió en la Universidad de Palms. Y ahora esto. La cosa no ha podido producirse en peor momento. El muchacho tiene la autoestima por los suelos. Por eso lo que dijo usted sobre el mucho tiempo libre de que Kenny dispone resultó cruel. Que la policía lo interrogue a uno no tiene nada de agradable. Sinceramente, detective, el chico está muy asustado.

—Pues no lo parecía.

—Disimula; pero créame: no le llega la camisa al cuerpo.

Milo sonrió al fin.

—Aprecia usted al chico, ¿verdad?

—Pues sí, detective.

La sonrisa se hizo más amplia.

—Pues yo no, señor Bateman. Ese muchacho no ha hecho nada por ganarse mi simpatía.

—Detec…

—Tengo entre manos un asesinato brutal sin resolver en el que se mezclan todo tipo de connotaciones violentas. Lo que veo es que su cliente es un muchacho fuerte y agresivo con muy mal carácter, que no ha hecho más que tratar de darnos esquinazo, y que cuando al final accede a vernos lo hace en presencia de su padre y de un abogado que se dedica a enmendar cada sílaba que sale de mi boca. ¿Qué pretende usted? ¿Que le sirva mis preguntas en bandeja, adornadas con perejil?

Bateman mostró de nuevo los dientes. Su mirada era firme, pero su expresión corporal hablaba de derrota.

—Claro que no, detective, claro que no. Lo único que intento es… Bueno, probemos de nuevo. Pregunte lo que quiera y grabe lo que le dé la gana, pero yo tomaré nota detallada de cuanto se diga. Y, por favor, trate de recordar que se trata realmente de un buen chico.

Cuando volvimos al despacho, ambos Storm fumaban cigarros y sobre el escritorio había aparecido un cenicero.

—¿Panameños? —preguntó Milo.

Ken asintió y exhaló humo suficiente para ocultar sus rasgos faciales. Kenny hizo una mueca que tal vez pretendía ser una sonrisa.

Milo puso en marcha el magnetófono, recitó la fecha y el lugar, su número de placa, y citó el nombre de Kenny como el del sujeto de una «entrevista personal con referencia al caso policial uno-ocho-siete, caso forense numero nueve-cuatro barra siete-siete-seis-cinco, profesora Hope Devane».

Al escuchar su nombre, Kenny se puso muy serio. Aspiró una bocanada y contuvo una tos.

Bateman y yo nos sentamos, pero Milo siguió de pie.

—Buenas tardes, Kenny.

Gruñido.

—¿Conoces el motivo de que estemos aquí?

Gruñido.

—¿Cuántas veces viste a la profesora Devane?

Gruñido.

—Tienes que responder.

—Una vez.

—¿Cuándo?

—En el comité.

—¿En la audiencia del Comité de Comportamiento interpersonal presidido por la profesora Devane?

Gruñido.

—¿Qué quieres decir?

—Que sí.

—He leído las transcripciones de esa audiencia, hijo.

Parece que las cosas se pusieron desagradables.

Gruñido.

—¿Cómo?

—Esa mujer era una hija de puta.

El padre se quitó el cigarro de entre los labios.

—Ken.

—Qué demonios, las cosas como son —dijo el chico.

—Así que la profesora no te caía bien.

—No ponga palabras en su boca —ordenó el padre.

Milo le dirigió una mirada.

—Muy bien, respetaremos tus palabras textuales. Crees que la profesora era una hija de puta.

El padre frunció los labios y Bateman le pidió calma con un gesto.

Milo repitió la pregunta.

El chico se encogió de hombros.

—Esa mujer era lo que era.

—¿El qué?

—Una jodida hija de puta.

—¡Ken!

—Le ruego que deje de interrumpir, señor Storm —dijo Milo.

—¡Se trata de mi hijo, maldita sea, y tengo derecho a…!

—Déjalo, Ken —recomendó Bateman—. No pasa nada.

—Ya —dijo el padre—. No pasa nada, todo va sobre ruedas.

—Abogado —dijo Milo.

Bateman se levantó, fue junto a Ken y le puso una mano en el hombro. Ken se la sacudió y fumó furiosamente.

—¿Por qué dices que era una hija de puta, Kenny? —preguntó Milo.

—Por lo que hizo.

—Procura ser más concreto.

—Por la trampa que me tendió.

—¿Qué trampa?

—En la carta me decía que sólo íbamos a discutir el asunto.

—Ante el comité.

—Sí. Esa mujer estaba empeñada en conseguir que Cindy dijera que yo era una especie de violador, lo cual es una perfecta imbecilidad. —Miró de reojo a su padre—. No fue más que una pelotera estúpida entre Cindy y yo. Luego, ella me llamó.

—¿Te refieres a la profesora Devane?

—Sí.

—¿Cuándo te llamó?

—Después.

—¿Después de la audiencia?

—Sí.

—Después, ¿cuándo?

—Al día siguiente. Por la noche. Yo me encontraba en la fraternidad Omega.

—¿Para qué te llamó?

—Para atosigarme.

—¿A qué te refieres, hijo?

—Estaba cabreada porque su jueguecito le había salido mal.

—¿Por qué dices que trató de atosigarte?

—Me dijo que, aunque Cindy no quisiera acusarme, yo tenía problemas… problemas para reprimir mis impulsos o una mierda así. Dijo que, si no me controlaba, ella misma se ocuparía de que recibiese mi merecido.

—¿Te amenazó?

El chico se removió en el asiento, miró su cigarro y lo dejó en el cenicero. Su padre no le quitaba ojo.

—No lo dijo tan a las claras. Fueron más bien insinuaciones.

—¿Qué clase de insinuaciones?

—No recuerdo las palabras exactas. Me vino a decir que me estaría vigilando, y que ella tenía el control de todo.

—¿Utilizó la palabra «control»? —pregunté.

—No… Bueno, no sé. Pero más que lo que dijo fue cómo lo dijo. «Ojo con lo que haces». O algo por el estilo. Esa mujer era una radical.

—¿Radical? —preguntó Milo.

—Izquierdosa.

—¿Habló contigo de sus tendencias políticas?

El chico sonrió.

—No, pero era evidente. Pertenecía a ese feminismo radical que trata de establecer un nuevo orden, ¿comprende a qué me refiero?

—No del todo, hijo.

—Socialismo. Control central. —Una mirada a su padre—. El comunismo murió en Rusia, pero hay gente que sigue empeñada en convertir a Norteamérica en un país totalitario.

—Ya —dijo Milo—. Así que crees que la profesora Devane formaba parte de una conspiración de izquierdas.

Kenny se echó a reír.

—No, no soy un fanático de ultraderecha. Sólo digo que existen ciertas personas a las que les gusta controlar las cosas, establecer normas para todo el mundo… Como lo de que Playboy es una revista obscena y odiosa que habría que prohibir. Acción afirmativa para todos.

—Y la profesora Devane pertenecía a esa clase de personas.

Kenny se encogió de hombros.

—Lo parecía.

—Y dijo que te iba a vigilar.

—Algo por el estilo.

—¿Te explicó cómo pensaba vigilarte?

—No, no le di oportunidad.

—¿Y eso?

—La mandé a la mierda, colgué y volví a jugar al billar. Como de todas maneras pensaba largarme, ¿qué demonios me importaba lo que esa hija de puta me dijese?

—¿Pensabas dejar la universidad?

—Sí. Ese sitio es una cagada, una puta pérdida de tiempo. En la universidad no se aprende a llevar un negocio. —Otra mirada de reojo a su padre. Este, con la cabeza envuelta en una nube de humo, miraba los diplomas enmarcados.

Milo dijo:

—Así que pensabas que la profesora era una hija de puta y que trataba de amenazarte. ¿Te asustó su amenaza?

—Qué va. Ya le digo que todo aquello eran gilipolleces, y yo ya tenía pensado largarme.

—¿Pensaste en tomar alguna acción contra ella?

—¿Qué clase de acción?

—La que fuera.

El padre se volvió hacia Bateman.

—¿Puede hacer preguntas tan genéricas, Pierre?

—¿Le importa formular de otro modo la pregunta, detective? —preguntó Bateman.

—Sí me importa —dijo Milo—. ¿Pensaste en tomar alguna acción contra la profesora Devane, Kenny?

La mirada del chico fue de su padre a Bateman.

Milo golpeó el suelo con el pie.

—¿Papá?

El padre miró a Kenny con desagrado.

Milo insistió:

—¿Tengo que repetir la pregunta?

Bateman dijo:

—Adelante, Kenny.

—Nosotros… mi padre y yo, hablamos de demandarla.

—Demandarla —repitió Milo.

—Por hostigarme.

—Eso fue justamente lo que hizo esa mujer —dijo el padre—. Fue un completo atropello.

—Le hubiera estado bien —dijo el chico—. Pero no llegamos a hacer nada.

—¿Por qué no?

Para aquello no hubo respuesta.

—¿Porque la asesinaron? —preguntó Milo.

—No, porque mi padre tuvo ciertos… Se tuvo que ocupar de cosas de la empresa.

—Muy bien, hablamos de demandarla —dijo Ken, en tono vivo—. ¿Y qué? Salvo que me haya perdido alguna noticia de última hora, creo que este sigue siendo un país libre.

Milo mantenía la vista fija en el chico.

—¿Pensaste alguna vez en tomar otro tipo de represalia contra la profesora Devane, Kenny?

—¿Como cuál?

—Cualquiera.

—¿Como cuál?

—Como agredirla físicamente.

—Qué va. Además, de haber querido golpear a alguien, no hubiera sido a ella, sino al mamón de su compinche. Yo nunca pegaría a una mujer.

—¿De qué mamón hablas?

—Del maricón ese que siempre andaba con ella, el tipo que la agarró conmigo, no recuerdo su nombre.

—¿Consideraste la posibilidad de agredirlo a él físicamente?

Bateman dijo:

—Detective, eso no es…

Kenny dijo:

—No, no lo consideré; pero de haber pensado en sacudir a alguien, él habría sido el elegido. No dejó de meterse conmigo, como si tratase de ser aún más feminista que la profesora.

—O sea que, de haber hecho algo contra alguien, habría sido contra el muchacho, no contra la profesora Devane.

El padre intervino:

—Mi hijo en ningún momento ha dicho que quisiera agredir a nadie.

—Exacto —dijo el chico—. A él le hubiera sacudido de buena gana. Pero ella era una mujer. Soy de los que abren las puertas a las damas.

—Las puertas y las portezuelas de los coches —dijo Milo—. Eso hiciste con Cindy, ¿no?

El chico cuadró los hombros.

Milo le echó un vistazo al magnetófono.

—Muy bien. Ahora cuéntanos dónde estabas la noche del asesinato.

—En La Jolla. —La respuesta fue rápida.

—¿Qué hacías allí?

—Es donde vivo y donde trabajo.

—¿Dónde trabajas?

—En la Inmobiliaria Excalibur, en el programa de prácticas. Aunque eso pasó a la historia, porque el negocio inmobiliario anda por los suelos.

—Así que lo dejaste.

—Sí.

—¿Y qué estás haciendo ahora?

—Reflexionar.

—Reflexionar, ¿sobre qué?

—Sobre las opciones que se me presentan.

—Comprendo —dijo Milo—. Pero el día del asesinato seguías en el programa de prácticas de la Inmobiliaria Excalibur, ¿no?

—Sí —dijo el chico—. Pero concretamente ese día estaba con unos amigos en la playa. —Chasqueó los dedos—. Corey Vellinger, Mark Drummond, Brian Baskins.

—¿Amigos de La Jolla?

—No, de aquí. De la fraternidad Omega. Vinieron a visitarme.

—¿Cuánto tiempo pasaste con ellos?

—Desde las diez hasta las cinco. Luego ellos volvieron a Los Angeles.

—¿Qué hiciste a las cinco?

—Paseé un rato en coche, alquilé una película en un Blockbuster, y creo que luego fui a la tienda Wherehouse a por unos CD.

—¿Compraste alguno?

—No. Sólo miré.

—¿Te dieron recibo de la película que alquilaste?

—No.

—¿Pagaste con tarjeta de crédito?

—No. Había rebasado el límite de mi tarjeta, así que les dejé un depósito y pagué en efectivo.

—¿Qué alquilaste?

Terminator Dos.

—¿Luego te fuiste a casa a verla?

—Primero cené.

—¿Dónde?

—En el Burger King.

—¿Te vio alguien allí?

—No. Sólo paré a recoger la hamburguesa.

—¿Dónde te la comiste?

—En casa.

—¿Un apartamento?

—Sí.

—¿Dónde?

—Motel Coral, cerca de Torrey Pines.

—¿Te vio alguien allí?

—No creo, pero puede.

—¿Puede?

—No conozco a nadie, es un cuchitril que él alquiló para que yo me alojase mientras me encontraba en el programa.

—¿Quién es él?

—Mi padre.

El mayor de los Storm fumaba con la vista en la pared.

—Era un sitio que se alquilaba por meses —dijo.

—Así que volviste a tu habitación con la película y la cena. ¿A qué hora fue eso?

—A las seis o las siete.

—¿Qué hiciste luego?

—Ver la tele.

—¿Qué viste?

—La MTV, creo.

—¿Qué pasaban?

Kenny se echó a reír.

—Yo qué sé, vídeos musicales y mierdas de esas.

—¿Volviste a salir aquella noche?

—No.

—Una velada tranquila, ¿no?

—Sí. En la playa me había quemado y no me sentía del todo bien. —Sonreía, aunque en sus últimas palabras hubo un matiz de inseguridad.

—¿Hiciste algo aquella noche, aparte de ver la tele? —preguntó Milo.

Una pausa.

—No.

—¿Nada en absoluto?

—Realmente, no.

—¿Realmente, no?

El chico miró a su padre.

—¿Kenny? —dijo Milo.

—Prácticamente, eso fue todo.

—¿Prácticamente?

El padre se volvió hacia el chico frunciendo el entrecejo.

—¿Prácticamente? —repitió Milo.

Kenny se tocó la espinilla del cuello.

—No te hurgues —dijo el padre.

—¿Qué más hiciste esa noche? —preguntó Milo.

La respuesta del chico fue casi inaudible.

—Beber cerveza.

—¿Te tomaste una cerveza?

—Sí.

—¿Sólo una?

—Un par.

—¿Cuántas?

Nueva mirada a papá.

—Un par.

—¿O sea dos? —quiso saber Milo.

—Tal vez tres.

—¿O cuatro?

—Quizá.

—¿Te emborrachaste, hijo?

—No. —Ahora los pequeños ojos se removían inquietos.

—¿Consumiste algo, aparte de la cerveza?

—¡No!

—Cuatro cervezas —dijo Milo—. ¿No sería un paquete de seis?

—No. Sobraron dos.

—Así que seguro que fueron cuatro.

—Probablemente.

—¿Probablemente?

—Quizá por la mañana me bebí otra.

El padre miró al chico y meneó lentamente la cabeza.

—Desayuno de campeones —dijo Milo.

Kenny no respondió.

—Cenaste, viste la tele y luego cuatro cervezas. ¿A qué hora te bebiste la cuarta?

—No sé, a eso de las ocho, digo yo.

Lo cual dejaba tiempo suficiente para el trayecto de dos horas hasta Los Angeles, y luego una hora para acechar a su víctima. Pero la perra se había puesto mala a primera hora de la noche.

—Y luego, ¿qué?

—Luego, nada.

—¿Te dormiste a las ocho?

—No. Seguí mirando la tele.

—¿Estuviste viendo televisión toda la noche?

—Más o menos.

—Te convendría que alguien te hubiera visto, hijo.

—La habitación es pequeña —dijo Kenny, como si eso lo explicase todo.

—¿Llamaste por teléfono?

—Pues… no.

—¿Seguro que no?

—No… no recuerdo.

—Podemos examinar tus recibos telefónicos.

El chico miró a Bateman.

Bateman dijo:

—Eso tendremos que discutirlo.

—Discuta lo que quiera —dijo Milo—, pero sin coartada y después del enfrentamiento que Kenny tuvo con la profesora Devane, obtendré un mandamiento judicial con toda facilidad.

El chico se irguió en su asiento y luego dejó caer los hombros y murmuró:

—Este… ¿podemos hablar usted y yo en privado?

—¿Por qué, Kenny? —quiso saber el padre.

—Desde luego —dijo Milo.

—Ni hablar —dijo el padre—. ¿Pierre?

—Kenny —dijo el abogado—, si hay algo que quieras…

El chico se puso en pie y agitando los puños gritó:

—¡Quiero que se respete mi intimidad!

—Precisamente yo estoy aquí para protegerla, y…

—¡Me refiero a la auténtica intimidad, no a zarandajas legales!

—¡Ken! —exclamó el padre.

—¡Hablamos de un asesinato, papá, pueden hacer lo que les dé la gana!

—¡Cállate!

—No pido tanto, papá. Sólo un poco de jodido respeto a mi jodida intimidad.

Bateman dijo:

—Kenny: es evidente que tú y yo tenemos que…

—¡No! —exclamó el chico—. ¡No voy a decir que la maté ni ninguna chifladura así! Lo único que hice fue llamar por teléfono, ¿de acuerdo? Sólo fue una puta llamada telefónica sin la más puta importancia, pero la policía terminará enterándose de que la hice, así que lo único que quiero es hablar a solas con la policía.

Silencio.

Al fin, el padre preguntó:

—¿Qué hiciste? ¿Llamar a una puta?

El chico palideció, se sentó pesadamente y se tapó el rostro con las manos.

—Espléndido —dijo el padre—. Te felicito por tu sensatez, Kenny.

El muchacho comenzó a sollozar. Entrecortadamente, dijo:

—Lo… único… que… te… pedía… era… que… respetases… mi… intimidad.

El padre aplastó su cigarro.

—Con la de enfermedades que hay… Jesús…

—¡Por eso no quería decirte nada!

—Magnífico —dijo el padre—. Estarás orgulloso.

Kenny bajó las manos. Le temblaban los labios.

El padre dijo:

—Si tanto te preocupaba lo que yo pensase, ¿por qué lo hiciste?

—¡Usé un condón!

El padre meneó la cabeza.

Milo dijo:

—Lo que hagas en tu tiempo libre no me preocupa, Kenny. En realidad, la cosa podría ayudarte. ¿A quién llamaste exactamente?

—A un servicio.

—¿Nombre?

—No lo recuerdo. —Voz baja, insegura.

—¿Lo habías usado con anterioridad?

Silencio.

El padre apartó la vista del chico.

—¿Kenny? —insistió Milo.

—Una vez.

—¿Antes de esa noche?

El chico asintió con la cabeza.

—¿Y no recuerdas el nombre?

—Acompañantes Starr. Con dos erres.

—¿De qué conocías ese servicio?

—Lo busqué en la guía de teléfonos. En las páginas amarillas.

—¿Cómo se llamaba la chica?

—No sé… Hailey, creo.

—¿Crees?

—Lo que hicimos no fue precisamente charlar.

—¿Las dos veces fue con Hailey?

—No, sólo la segunda.

—Descríbela.

—Mexicana, bajita, cabello negro largo. De cara, no estaba mal. Buen cuer… Aspecto agradable.

—¿Edad?

—Unos veinticinco años.

—¿Cuánto cobró?

—Cincuenta dólares.

—¿Pagaste en efectivo?

—Sí.

—¿A qué hora llamaste a Acompañantes Starr?

—A eso de las diez.

—¿Y a qué hora llegó Hailey?

—A las diez y media o las once.

—¿Cuánto tiempo se quedó?

—Media hora. Quizá más. Después… estuvo un rato viendo la tele conmigo, y nos tomamos las dos cervezas que quedaban.

—¿Y luego?

—Luego se marchó y yo me dormí. Al día siguiente puse la radio y estaban hablando de ella… de la profesora Devane. Decían que alguien la había liquidado y yo pensé… jo, mientras a ella se la estaban cargando, yo estaba… —Miró a su padre y se enderezó en el asiento—. En el momento en que a ella la mataron, yo estaba pasándomelo en grande. Grotesco pero también… fue como una especie de venganza, no sé si me entiende.

—Por Dios —exclamó el padre—. Terminemos de una vez.

—O sea que no tengo nada que temer, ¿no? —preguntó el chico a Milo—. Dispongo de coartada. A ella la mataron a media noche y yo estaba… con Hailey, así que no pude ser yo, ¿verdad? —Suspiró profundamente—. Me alegro de que esto haya terminado. ¿Qué te parece, papá? Resulta que no maté a nadie. ¿No te alegras?

—Estoy muy contento —dijo el padre.

—Acompañantes Starr —dijo Milo.

—Búsquelo en la guía. Si quiere, me someteré al jodido detector de mentiras.

—¡Cierra la boca! —le ordenó su padre—. ¡Basta de palabrotas! —Se volvió rápidamente hacia Milo—. ¿Ya está contento? ¿Le parece que ya le ha sacado bastante sangre a la piedra? ¿Por qué no nos dejan en paz y se van a detener a algún delincuente verdadero?

Milo miró al muchacho.

—¿Qué me cuentas de Mandy Wright?

El chico pareció auténticamente desconcertado.

—¿De quién?

—¡Cristo bendito, déjelo en paz de una vez! —exclamó el padre.

—Ken —dijo Bateman.

—Ken —repitió el padre, como si el sonido de su propio nombre le desagradase. Señalando hacia la puerta dijo—: Largo. Los dos. Esta sigue siendo mi oficina, así que respeten mi intimidad.