8

Milo metió la llave en el contacto, pero no la hizo girar.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

—Hay algo en Cruvic… —Puso el coche en marcha—. Quizá llevo demasiado tiempo en este trabajo. ¿Sabes lo que vi esta mañana en la comisaría? Un recién nacido muerto a mordiscos por unos perros. La madre, una muchacha soltera de diecisiete años, estaba hecha un mar de lágrimas y decía que había sido un accidente. Luego los detectives averiguaron que los perros estaban en el patio del vecino, detrás de una cerca de dos metros y medio. Resulta que mamaíta mató al niño y luego lo echó a los perros para destruir las pruebas.

—Cristo.

—Sin duda ahora la chica se hará la víctima, aparecerá en televisión, escribirá un libro. —Sonrió torcidamente—. No creo que se me pueda criticar por tener una visión bastante negra del mundo.

Metió la mano bajo el asiento, sacó un teléfono móvil y marcó un número.

—Aquí Sturgis. ¿Algo nuevo? Bueno, espero.

—Mister Autopista de la Información —dije, tratando de no pensar en la imagen del bebé descuartizado—. ¿Desde cuándo facilita teléfonos móviles el departamento?

—La idea del departamento de una autopista de la información son dos latas de tomate extragrandes y un gran ovillo de cordel. El aparato me lo ha dejado Rick, él tiene uno nuevo que es una maravilla de la tecnología. No me gusta hablar por la radio del departamento sin disponer de una banda segura, y los teléfonos de pago son una lata. Pero también lo es solicitar reembolsos por los canales oficiales, así que las llamadas se las apunto a Blue.

Investigaciones Blue era su trabajo extra: tareas de vigilancia a horas intempestivas, casi todas referidas a fraudes de seguros. Mi amigo detestaba aquel empleo y últimamente había estado rechazando los trabajos que le ofrecían.

—Si lo que te preocupa son los reembolsos, quizá debas facturarlos como consultas ginecológicas —dije.

Él lanzó una breve risa.

—Sí —dijo al teléfono—. Ya, ya… ¿dónde? Bien, ya sé. Gracias.

Mi amigo enfiló Civic Center en dirección oeste.

—Cindy Vespucci —la chica a la que Kenny Storm echó del coche— acaba de contestar a mi llamada. Dentro de un cuarto de hora estará almorzando en el Ready Burger de Westwood. Está dispuesta a hablar si nos pasamos por allí antes de su siguiente clase.

El restaurante se encontraba en Broxton, en el borde occidental del Village, donde las calles son angostas; caminando se llega antes que en coche. Un letrero amarillo de plástico, una empañada vidriera, dos mesas cojas en la acera, una de ellas ocupada por dos muchachas que bebían Coca-Colas con cañitas de plástico. Ninguna de las dos nos hizo caso, y entramos en el local. Otras tres mesas, paredes amarillas de azulejos, también empañadas. El suelo de ladrillos estaba salpicado de pedazos de lechuga y de envoltorios de pajas. El olor a carne frita lo llenaba todo. Un cuarteto de empleados asiáticos de velocísimas manos cortaban, repartían, envolvían y tocaban arpegios en la caja registradora. Una pequeña cola, formada principalmente por estudiantes, iba desde la puerta hasta el mostrador.

Milo estudió las mesas de dentro. Los comensales que se fijaron en él no lo hicieron por mucho tiempo. Y lo mismo ocurrió con los muchachos de la cola.

Salimos de nuevo a la calle y Milo miró la hora. Una de las muchachas dejó su vaso en la mesa y preguntó:

—¿Agente Sturgis?

—Sí, señorita.

—Soy Cindy.

Aunque era una universitaria de primer curso, parecía una estudiante de escuela superior de segundo. No mediría mucho más de metro y medio, pesaría cuarenta y dos o cuarenta y tres kilos, y era más bien bonita, con cierto aspecto de ninfa. Cabello largo y rubio, ojos azules como el cielo, nariz respingona y boquita de piñón. Inmediatamente me sentí protector y me pregunté si alguna vez tendría una hija.

Llevaba una sudadera gris de la universidad, pantalones negros ceñidos y zapatillas de deporte blancas. Junto a su silla había una bolsa con libros. Se mordía las uñas. La muchacha que estaba con ella también era bonita y rubia, un poco llenita. La mesa estaba llena de grasientos papeles y de sobrecitos de ketchup y mostaza.

Milo le tendió la mano y Cindy tragó saliva y se la estrechó. La expresión de su rostro se hizo menos resuelta. Mi amigo se inclinó sobre ella y, con voz suave, dijo:

—Encantado de conocerte, Cindy. Te agradezco mucho que hayas aceptado hablar con nosotros.

—No tiene importancia. —La muchacha miró a su amiga y le dirigió una inclinación. La chica llenita nos dirigió una mirada y, luego, se puso en pie y se echó el bolso al hombro.

—¿Cin?

—Estoy bien, Deb. Nos vemos a las dos.

Deb asintió con la cabeza y echó a andar calle arriba. Antes de cruzar la calzada y entrar en una tienda de discos, se volvió un par de veces a mirarnos.

Cindy preguntó:

—¿Quieren que hablemos aquí?

—Como prefieras.

—Pues… Seguro que alguien quiere usar la mesa. ¿Qué tal si caminamos?

—De acuerdo.

Agarró su bolsa de libros, se echó el pelo para atrás y sonrió tan forzadamente que, haciéndolo, debió de quemar unas cuantas calorías.

Milo le devolvió la sonrisa. Cindy volvió la vista hacia mí.

—Este es Alex Delaware.

—Hola. —Me tendió la mano. La estreché y recibí el débil apretón de unos dedos gélidos y casi infantiles.

Los tres nos dirigimos hacia la izquierda de la manzana. Al otro lado de la calle había una gran extensión asfaltada: uno de los estacionamientos universitarios situados fuera del campus y atendidos por pequeños microbuses. Un autobús azul con el motor al ralentí estaba detenido cerca de la entrada. Había miles de puestos, todos ellos ocupados.

Milo propuso.

—¿Paseamos por aquí? Esto parece bastante tranquilo.

Cindy, tras pensárselo, asintió con la cabeza. Tenía los labios crispados y las manos fuertemente entrelazadas.

Entrando en el estacionamiento, la joven dijo:

—Cuando era pequeña, a la escuela vino un policía y nos dijo que no debíamos salir corriendo por entre los coches estacionados.

—Buen consejo —dijo Milo—. Miremos bien a los dos lados.

La risa de Cindy fue algo forzada.

Tras caminar un rato, Milo comentó:

—Supongo que sabes por qué nos interesa hablar contigo, Cindy.

—Claro. Por lo de la profesora Devane. Ella era… Lamento de veras lo que le sucedió, pero no tuvo nada que ver ni con Kenny ni conmigo.

—Estoy seguro de que así es, pero debemos comprobarlo todo.

De pronto, los ojos de la muchacha se animaron.

—Habla usted como en las películas de la tele.

—Sí, sólo que esto es la realidad.

Cindy miró a Milo y luego a mí.

—Nunca había conocido a un auténtico detective.

—Somos fantásticos. Estamos a mitad de camino entre el Pulitzer y el Nobel.

La joven lo miró con fruncido ceño.

—Es usted gracioso. ¿Qué quiere que le diga de la profesora Devane?

—Háblanos de tu experiencia ante el Comité de Comportamiento interpersonal.

La fina boca se torció.

Milo dijo:

—Supongo que te es difícil hablar de ello; pero…

—No, no tan difícil. Ya no. Es agua pasada. Kenny y yo hemos arreglado nuestras diferencias.

Seguimos caminando. Unos pasos más tarde, la muchacha siguió:

—En realidad, estamos saliendo juntos.

Milo enarcó las cejas.

—Quizá a usted le parezca raro, pero a nosotros nos va bien. Supongo que entre los dos existía algún tipo de… no sé, de química. Puede que eso fuera lo que causó nuestras diferencias iniciales. De todas maneras, ya está todo arreglado.

—Así que Kenny sabe que estás hablando con nosotros.

—Claro. En realidad, fue él… —La muchacha se interrumpió.

—¿Él te pidió que lo hicieras?

—No, no. Pero como yo estoy aquí en la ciudad, y él se ha ido a San Diego, pensamos que yo podía aclarar las cosas por los dos.

—Muy bien —dijo Milo—. ¿Qué hay que aclarar?

Cindy se cambió al otro hombro la bolsa de libros.

—En realidad, nada. —Su voz se había hecho más aguda—. Al poner la queja cometí un error. No debí armar tanto lío; pero había complicaciones. Entre Kenny y yo… es una larga historia que, a decir verdad, no hace al caso.

—¿Lo de tu madre y su padre? —apunté.

Ella me miró.

—Así que eso también salió a relucir.

—Las sesiones se transcribieron —explicó Milo.

—Vaya. Fantástico. —La muchacha parecía a punto de llorar—. Pensaba que todo había sido confidencial.

—Un asesinato hace que las cosas cambien, Cindy. Pero nos esforzamos por evitar que nuestras averiguaciones trasciendan.

Ella suspiró y meneó la cabeza.

—¿Hasta qué punto se aireará lo nuestro?

—Si no guarda relación con la muerte de la profesora Devane, esperamos que no haya que mencionarlo siquiera.

—No tuvo nada que ver. Al menos, lo mío y lo de Kenny no lo tuvo. —Se golpeó el pecho—. ¡Dios, pero qué idiota fui dejándome llevar!

—Leyendo lo transcrito, da la sensación de que tu queja contra Kenny podía estar justificada —dije.

—Bueno, pues no era así. Ya les he dicho que se trata de algo complicado. Sí, a causa de nuestros padres. No es que mamá me pidiera que… la defendiese. Simplemente, hubo ciertas cosas que interpreté mal. Eso es todo. No es que Kenny se portara impecablemente, pero no es ningún salvaje. Pudimos haber arreglado nuestras diferencias. La prueba es que lo hemos hecho.

Volvió a cambiarse la bolsa de hombro.

Milo dijo:

—Me ofrecería a llevártela, pero, probablemente, eso no sea políticamente correcto.

Ella pareció ir a decir algo, pero cambió de lado y, mirando sesgadamente a mi amigo, le entregó la bolsa, que entre las manazas de Milo parecía una fiambrera.

Irguiendo los hombros, Cindy se volvió para mirar hacia el Village mientras continuábamos paseando por entre los coches estacionados.

—¿Vamos a tardar mucho?

—No, no mucho. ¿Qué tal se llevan tu madre y el padre de Kenny?

—Bien.

—¿Han vuelto a salir?

—¡No! Sólo son amigos. Gracias a Dios. Eso resultaría… incestuoso. Ahí radicó gran parte del problema inicial. Kenny y yo no nos dimos cuenta de lo complicadas que eran las cosas. Además, su madre murió hace un año y él aún no se ha repuesto.

—¿Qué me dices de que te echara del coche?

Cindy se detuvo.

—Por favor, detective: si hubiera sido víctima de acoso o malos tratos, me habría dado cuenta.

Milo no respondió.

Ella siguió:

—Aquella noche, él… Fue una estupidez. Dije que quería bajarme, él me abrió la portezuela y al salir tropecé y caí.

Se rio, pero con cara de funeral.

—Me sentí como una perfecta idiota. Debemos tratar de comunicamos mejor, eso es todo. Y la demostración la tiene ante sus ojos: nos va muy bien.

—Eres buena estudiante, ¿no, Cindy?

La muchacha se sonrojó.

—Hago lo que puedo.

—¿Promedio de sobresaliente?

—Hasta ahora, pero sólo llevamos dos trimestres.

—Kenny no es un gran estudiante, ¿verdad?

—¡Es inteligentísimo! —Se humedeció los labios—. Lo único que le ocurre es que necesita una motivación.

—Motivación.

—Exacto. La gente se mueve a ritmos distintos. Yo siempre he tenido claro lo que deseo ser.

—¿Qué deseas ser?

—Psicóloga o abogada. Quiero trabajar por los derechos de los niños.

—Bueno —dijo Milo—, no nos vendría mal tener a más gente ocupándose de eso.

Seguimos caminando por entre los vehículos. Uno de los coches abandonó su puesto, conducido por una muchacha no mucho mayor que Cindy. Esperamos a que se alejase.

—Así que Kenny está en San Diego —dijo Milo—. Creí que se encontraba en la Universidad de Palms, en Redlands. Ella negó con la cabeza.

—Al final decidió que no.

—¿Por qué?

—Necesita serenarse.

—O sea que Kenny no está siguiendo sus estudios en San Diego.

—Todavía no. Está trabajando en prácticas en una empresa inmobiliaria de La Jolla. Amigos de su padre. Por ahora parece contento. Es buen vendedor. Sabe convencer a la gente.

—Seguro que sí.

Cindy se detuvo de nuevo y miró vivamente a mi amigo.

—¡A mí no me convenció de nada, si es eso lo que sugiere! ¡No soy ninguna estúpida, y nunca aceptaría una relación que no estuviese basada en la igualdad!

—¿Qué entiendes por igualdad, Cindy?

—Equilibrio. Juego limpio emocional.

—De acuerdo. Lamento si te he ofendido. —Mi amigo se rascó la barbilla. Habíamos llegado al extremo del estacionamiento. Tras la cerca crecían altos árboles que eran agitados por la suave brisa.

Cindy dijo:

—Las cosas, entre Kenny y yo, van bien. Sólo he accedido a hablar con usted porque deseaba comportarme como es debido. El asesinato de la profesora Devane fue horrible, pero realmente está usted perdiendo el tiempo conmigo. La profesora no constituía una parte significativa de mi vida. Ni de la de Kenny. El sólo la vio en esa ocasión y yo sólo asistí a su clase un par de veces antes de presentar la queja. Era una mujer agradable, pero yo nunca, ni al principio, las tuve todas conmigo. En cuanto entré en aquella sala, me di cuenta de que había cometido un error.

—¿Por qué?

—Por la forma como estaba montado: los tres sentados a aquella larga mesa. Grabadora, bolígrafos y papel. Tenía un aire… inquisitorial. Nada que ver con lo que la profesora Devane me había dado a entender… Mire, lo siento, ya sé que ella está muerta, y le aseguro que yo la admiraba muchísimo, pero la verdad es que actuó de modo engañoso.

—¿A qué te refieres?

—Por lo que ella dijo, yo esperaba que fuese una especie de sesión conjunta. Todo el mundo manifestaría sus sentimientos e intentaría sacar una conclusión. Una especie de grupo de debate. En cuanto vi aquella mesa, me di cuenta que las cosas iban mal. Kenny dijo que deberían haber puesto velas negras, y tenía razón. Lo que deseaban era someter a juicio a los varones.

—¿A qué clases de la profesora Devane asististe?

—Roles sexuales y desarrollo personal. Ni siquiera estaba matriculada, pero unas amigas de la fraternidad asistían a aquellas clases y no dejaban de decirle a todo el mundo lo fantásticas que eran. Que estaban aprendiendo todos los secretos sobre la diferenciación sexual y el comportamiento humano. Todos los secretos sobre los hombres. Como los martes tenía un hueco en mi horario, decidí asistir.

—¿Era la profesora Devane buena maestra?

—Fantástica. Amenísima. Daba su clase en el Morton Hall 100, una sala inmensa con capacidad para más de seiscientas personas. Pero tuve la sensación de que me hablaba a mí directamente. Lo cual es muy raro, puede creerme, en especial en las clases de primer año; en ellas, muchos de los miembros de la facultad prácticamente sestean.

—A todo le ponía su toque personal —dije—. Eso fue lo que hizo en televisión.

—Exacto. Y dominaba su materia. Era una conferenciante excepcional.

—¿Y fuiste a sus clases dos o tres veces? —dijo Milo.

—Sí.

—¿Cómo fue lo de presentar la queja contra Kenny?

—La cosa… el incidente… fue un lunes por la noche, y el martes, cuando llegué al aula, seguía muy trastornada. —Se humedeció los labios con la punta de la lengua—. La profesora Devane estaba hablando sobre la violencia doméstica y yo comencé a tener la sensación de que había sido víctima de ella. Fue una de esas tonterías que una hace cuando se encuentra bajo fuertes tensiones. Acudí a verla después de clase, y le dije que tenía un problema. Me llevó a su oficina, me escuchó y me preparó un té. Me eché a llorar y ella me dio un pañuelo. Luego, cuando me calmé, me dijo que tal vez tuviera la solución para mi problema. Fue entonces cuando me habló del comité.

—¿Qué te dijo?

—Que era algo nuevo y de gran importancia para la defensa de los derechos de la mujer en el campus. Me dijo que yo podía desempeñar un papel muy significativo en la batalla contra la indefensión femenina.

Cindy miró la bolsa de libros.

—Yo tenía mis dudas, pero ella mostraba tanto interés… Deme la bolsa, yo la llevaré.

—No te preocupes —dijo Milo—. ¿Piensas que la profesora Devane te engañó?

—No, no creo que fuera un engaño premeditado. Quizá simplemente oí lo que quise oír porque estaba muy trastornada.

—Yo creo que tenías buenas razones para estarlo, Cindy —dije—. Volver caminando al campus sola y de noche debió de darte bastante miedo.

—Mucho. Se escuchan tantas historias…

—¿Sobre asesinatos?

Ella asintió con la cabeza.

—De psicópatas que merodean por las colinas… Mire lo que le sucedió a la profesora Devane.

Milo preguntó:

—¿Crees que la mató un psicópata?

—No sé, pero una compañera de fraternidad que trabaja en el periódico estudiantil fue a hacer unos trabajos de documentación en la comisaría de policía del campus. Le dijeron que hay montones de violaciones consumadas y frustradas que nunca aparecen en las noticias. Y allí me encontraba yo, en la más completa oscuridad. Tuve que regresar casi a tientas.

—No debió de tener ninguna gracia.

—Ninguna en absoluto. —De pronto se echó a llorar y se cubrió la cara con las manos.

Milo se cambió la bolsa de una mano a la otra, como si fuera una pelota.

—Lo siento —dijo la muchacha secándose los ojos con los dedos.

—No hay nada que sentir —replicó él.

—Pues crea que yo siento muchísimas cosas. Quizá incluso estar hablando con usted. Porque, total… ¿para qué? La vida universitaria ya es bastante complicada sin toda esta mier… sin todos estos líos. —Se secó de nuevo los ojos—. Disculpe mi léxico. Nunca pensé que fueran a asesinar a una conocida mía.

Milo sacó de un bolsillo un pequeño paquete de plástico y le entregó a Cindy un pañuelo de celulosa. ¿Acaso mi amigo esperaba las lágrimas?

Ella lo tomó y se secó con él. Luego, tras mirar a su alrededor, dijo:

—¿Puedo irme ya? A las dos tengo una clase en el campus norte, y dejé la bici en Gayley.

—Sólo otro par de preguntas. ¿Qué piensas de los demás miembros del comité?

—¿A qué se refiere?

—¿También ellos se mostraron inquisitoriales?

—Él, sí… El tipo, el estudiante graduado… No recuerdo cómo se llama.

—Casey Locking.

—Sí, supongo que sí. Él lo tenía claro. Se sabía bien su papel.

—¿Qué papel?

—El de Mister Feminista. Probablemente, quería hacerle la pelota a la profesora Devane. Me pareció uno de esos tipos que intentan demostrar lo poco machistas que son desacreditando a los demás hombres.

De pronto la muchacha sonrió.

—¿Qué pasa, Cindy?

—Lo más gracioso es que cuando él y Kenny se acaloraron, la pelea fue típicamente masculina, y perdone. Locking trataba de no ser sexista, pero su estilo seguía siendo de macho: hostil, agresivo, competitivo. Quizá ciertas cosas no se puedan cambiar. Quizá deberíamos aprender a aceptarnos tal como somos.

—Siempre y cuando el fuerte no machaque al débil —dijo Milo.

—Sí, claro. Nadie tiene vocación de víctima.

—La profesora Devane fue una víctima.

Cindy miró fijamente a mi amigo. Bajo uno de sus ojos seguía habiendo una huella húmeda.

—Lo sé. Es terrible. Pero… ¿qué puedo hacer?

—Justo lo que haces, Cindy. ¿Qué me dices de la otra mujer del comité, la profesora Steinberger?

—Se portó bien. En realidad, no dijo mucho. Estaba muy claro que aquel era el circo de la profesora Devane. Me dio la sensación de que, de algún modo, la profesora Devane se tomaba la cosa a título personal.

—¿Por qué lo dices?

—Porque luego, cuando dije que deseaba olvidar el asunto, ella me dijo que no debía retractarme, que ella me apoyaría en todo y hasta el final. Y cuando dije que no, la profesora Devane se mostró fría, distante. Como si yo le hubiese fallado. Yo me sentía horrorosamente mal, y lo único que deseaba era salir de allí y volver a ser la de siempre.

—¿Tuviste algún contacto con ella después de eso?

—La profesora me llamó en una ocasión a la fraternidad. Fue muy amable, sólo quería saber qué tal me iba. También se ofreció a mandarme una lista de libros que podían venirme bien.

—¿Libros feministas?

—Supongo. No le hice mucho caso. Más o menos, la corté.

—¿Porque no confiabas en ella?

—Usaba muy buenas palabras, pero yo ya había tenido suficiente.

—¿Y Kenny?

—¿Qué pasa con él?

—¿La profesora Devane también lo llamó?

—Que yo sepa, no. Mejor dicho: estoy segura de que no lo hizo, porque él me lo habría comentado. Kenny…

—La muchacha se interrumpió.

—Kenny, ¿qué?

—Nada.

—¿Qué ibas a decir?

—Nada. Simplemente, que Kenny no mencionó que ella lo hubiese llamado.

—¿Ibas a decir que Kenny la odiaba?

Cindy apartó la mirada.

—Supongo que, si ha leído usted las transcripciones, eso no le sorprenderá mucho. No, a Kenny esa mujer no le gustaba nada. Dijo que era una… que era una manipuladora. Y una feminista radical. Kenny, políticamente, es más bien conservador. Y no lo culpo por sentirse maltratado. Antes de lo del comité, ya estaba teniendo serios problemas en la universidad, e incluso se había planteado pedir el traslado. El comité fue la última gota.

—¿Culpaba a la profesora Devane de que él tuviera que cambiar de universidad?

—No, estaba harto de todo.

—¿De la vida en general? —pregunté—. ¿O de algo específico?

Ella alzó la vista, alarmada.

—Comprendo a qué se refiere; pero es ridículo. Kenny no le hizo nada. Él no es de esos. Además, la noche en que la profesora Devane fue asesinada, él ni siquiera estaba en Los Angeles. Kenny reside ahora en San Diego y sólo viene aquí los fines de semana, para verme. Está esforzándose por poner su vida en orden… Sólo tiene diecinueve años.

—¿Viene todas las semanas? —preguntó Milo.

—No, casi todas. Además, a ella la mataron un lunes, y Kenny los lunes no viene por la ciudad.

Milo la miró y sonrió.

—Parece que has estudiado a fondo su horario.

—Sólo se me ocurrió hacerlo después de que usted me llamó. Nos llevamos una gran sorpresa, y luego supusimos que se había enterado usted de lo del comité y nos llevamos las manos a la cabeza. Usted ya conoce el sistema. Las cosas se embarullan y hay gente que sale malparada. Quiero decir que es absurdo que se nos relacione con lo sucedido. Básicamente, seguimos siendo niños. La última vez que tuve algo que ver con la policía fue cuando un agente vino a clase y nos previno sobre los coches estacionados. —La muchacha, tras una pausa, sonrió y siguió—: Ese policía tenía un loro. Un loro parlanchín. Decía cosas como «¡Alto, está usted arrestado!» y «Tiene derecho a permanecer en silencio». Creo que el policía llamaba al animal Agente Squawk o algo así. Deme la bolsa, ya la cojo yo.

Milo se la entregó.

—Necesito olvidarme de todo esto, detective Sturgis. Debo concentrarme en mis estudios, porque mi madre hace muchos sacrificios por mí. Por eso no fui a una universidad privada. Así que, por favor…

—No te preocupes, Cindy. Gracias por atenderme.

—Mi amigo entregó una tarjeta a la muchacha.

—Robos-homicidios —dijo, estremeciéndose—. ¿Para qué me da esto?

—Por si recuerdas algo.

—No hay nada que recordar, créame. —Puso cara de angustia y pensé que iba a echarse a llorar de nuevo. Pero al fin dijo—: Gracias. —Y, tras ello, se alejó.

—Pobrecilla —dijo Milo—. De lo que le dan a uno ganas es de ponerle delante un tazón de leche y unas galletas y de decirle que su príncipe azul no tardará en aparecer, y que será un tipo sin antecedentes policiales.

—Me parece que ella cree haber encontrado ya a su príncipe azul.

Mi amigo meneó la cabeza.

—Esa muchacha tiene complejo de culpabilidad, ¿no te parece?

—Pues sí. Se culpa por lo ocurrido entre ella y Kenny Storm, y se culpa también por presentar la queja.

—Storm —dijo Milo—. Una chica brillante como Cindy encaprichada del último de la clase. ¿A qué lo atribuyes? ¿Baja autoestima?

—¿Te interesa más Storm ahora que antes?

—¿Por qué?

—Su carrera académica no ha ido bien. Lo cual significa que nunca llegó a recibir la asignación de la universidad. Lo cual significa que el muchacho podría sentirse furioso y lleno de rencor.

—Y tal vez ella esté dispuesta a mentir para favorecerlo. Quizá, pese a lo que Cindy dijo, el muchacho se quedó un fin de semana en la ciudad.

—Pudo coger prestada la bicicleta de Cindy —apunté—. O quizá él tenga su propia bici.

—Ni él ni su padre han devuelto las llamadas que les hice… Así que ahora el chico trabaja en una inmobiliaria de La Jolla. No creo que nos resulte difícil averiguar el nombre de la compañía, ver si su coartada encaja. —Alzando la vista al cielo, mi amigo dijo—: La pequeña Cindy. Parece una chiquilla de catorce años, pero habla como una adulta. En fin… La muchacha que arrojó a su bebé a los perros también parecía adorable.