14
La zona de Olympic que albergaba el Centro Femenino de Salud era una de esas mescolanzas típicas de Los Ángeles: fábricas, depósitos de chatarra, almacenes, una moderna escuela preparatoria que, rodeándose de una barrera de maceteros con Ficus, trataba de simular que se encontraba en una mejor situación.
La clínica se encontraba en un edificio de una sola planta y su fachada era de sucios ladrillos. Estaba situada junto a un estacionamiento rodeado de postes de hierro y gruesas cadenas. La puerta principal estaba cerrada. Llamé al timbre, di mi nombre y al cabo de un momento me abrieron.
En la sala de espera había tres mujeres y ninguna de ellas alzó la vista. Al fondo había unas puertas batientes de madera con pequeñas ventanillas. Las paredes estaban cubiertas de carteles de información sobre el sida, sobre los exámenes de mama, métodos de nutrición, y grupos de apoyo para mujeres en situaciones críticas. En un rincón había un televisor sintonizado con el Discovery Channel. Animales persiguiéndose entre sí.
Se abrió una puerta y por ella asomó una mujer de unos sesenta años, gruesa y con gafas. Su cabello era corto, canoso y rizado y el rostro redondo y sonrosado. Su expresión no tenía nada de alegre. Las gafas eran cuadradas, de montura metálica. Llevaba un suéter verde oscuro, vaqueros y mocasines.
—¿Doctor Delaware? Soy Marge —anunció, con voz sonora—. En estos momentos estoy ocupada. Aguarde un minuto.
La puerta se cerró y las mujeres de la sala de espera alzaron la vista.
La más próxima a mí era una muchacha negra de unos dieciocho años. Sus enormes ojos tenían una expresión dolida, y sus labios estaban fuertemente crispados. Llevaba el uniforme de un restaurante de comida rápida, y tenía entre las manos un libro de bolsillo de Danielle Steel. Frente a ella se encontraban las que parecían ser una madre y una hija; ambas rubias, la hija de quince o dieciséis años, la madre de cuarenta y tantos, con las raíces del cabello negras, grandes ojeras. Demacrada en cuerpo y espíritu.
Quizá la hija tuviera algo que ver con ello. Me miró directamente a los ojos, me hizo un guiño y se relamió los labios.
La chica, evidentemente retrasada, tenía el rostro anormalmente enjuto, la nariz torcida, las orejas situadas a un nivel más bajo del normal, y el cuello corto. El color de su cabello parecía natural, salvo por las puntas, que estaban teñidas de un tono rosa encendido. Llevaba el cabello largo, exageradamente cardado y echado para atrás. Sus pantalones cortos apenas le cubrían las descarnadas caderas, y un top negro dejaba al descubierto unos brazos como espaguetis, parte del liso abdomen y unos mínimos hombros. Llevaba tres pendientes en una oreja y cuatro en la otra. Lucía también un aro metálico en la nariz y la piel de las inmediaciones a la perforación aún estaba inflamada. Calzaba altas botas negras que le llegaban hasta la mitad de la pantorrilla.
Me hizo un nuevo guiño. Cruzó malévola y furtivamente las piernas. Su madre se dio cuenta y agitó la revista que estaba leyendo. La muchacha me dirigió una amplia e insinuante sonrisa. Los dientes eran grandes y desiguales. Movió los dedos en saludo. Sus pulgares eran más cortos de lo normal.
La muchacha debía de padecer algún tipo de malformación genética. Nada con nombre oficial. Lo que en mi época de interno llamábamos simplemente síndrome anómalo.
Volvió a mover las piernas. Su madre le dio un codazo y ella se quedó quieta, enfurruñada y con la vista en el suelo.
La muchacha negra lo había visto todo. Ahora volvió a su libro frotándose el abdomen con una mano, como si le doliese.
La puerta se abrió de nuevo. Marge Showalsky me hizo seña de que pasara y me condujo por un pasillo al que daban varios consultorios.
—Tiene usted suerte. Hoy es un día tranquilo.
El despacho de la mujer era grande y sombrío, con manchas de humedad en el techo. Muebles desparejados y estanterías que no parecían a prueba de terremotos. Por entre las hojas de la persiana se veía el asfalto del aparcamiento de al lado.
Se acomodó tras un escritorio que no era mucho más ancho que sus hombros y frente al cual había dos sillas plegables. Me senté en una de ellas.
—Esto era una fábrica de material electrónico. Transistores o algo así. Creía que nunca nos libraríamos del olor a metal.
En la pared, tras ella, había dos grandes carteles feministas.
—Así que trabaja usted con la policía. ¿Me puede decir qué hace?
Se lo expliqué a grandes rasgos.
Marge se encajó las gafas y sonrió irónicamente.
—Parece usted un experto en evasivas —dijo—. Y la verdad es que yo tampoco puedo decirle gran cosa. A las mujeres que acuden aquí, lo único que les queda es su intimidad.
—La única persona que me interesa es Hope Devane.
La mujer sonrió de nuevo.
—¿Cree que no estoy al corriente de quién es usted? Es el alienista que trabaja con Sturgis. De todas maneras, me anticiparé a sus preguntas y le daré las respuestas: sí, aquí efectuamos abortos cuando disponemos de un médico dispuesto a realizarlos. No, no pienso decirle cuáles son esos médicos. Y, por último, Hope Devane apenas tenía relación con nosotros, así que estoy segura de que su asesinato no tiene nada que ver con esta clínica.
—O sea que apenas tenía relación con ustedes —dije—. Lo contrario que el doctor Cruvic.
Soltó una risa capaz de corroer el metal. Abrió un cajón, sacó de él una pipa de madera de brezo y frotó la boquilla.
—Mike Cruvic es un médico con excelentes credenciales que ha decidido dedicar parte de su tiempo a ayudar a las mujeres necesitadas. ¿Cree que hay muchos como él haciendo cola para colaborar con nosotros? Este lugar sobrevive de milagro. La mayor parte del personal son enfermeras que nos dedican su tiempo libre. Nuestro teléfono lo atiende un contestador, y tratamos de atender las urgencias. Quizá el mes que viene tengamos un buzón de voz: «Si se está usted muriendo, apriete el uno».
Se puso la pipa en la boca y la mordió con tal fuerza que la cazoleta se inclinó hacia arriba.
—Aprietos económicos —dije.
—Estamos totalmente estrangulados. —Marge alzó un puño—. Hace unos años, disponíamos de subsidios del gobierno, de personal en nómina, y de un magnífico programa de inmunización y prevención. Luego el gobierno comenzó a hablar de reforma sanitaria, llegaron de Washington unos cretinos hablando de responsabilidad contable y cosas así, y la situación se fue poniendo cada vez más fea. —Se quitó la pipa de la boca y apuntándola como si fuera un periscopio, siguió—: Bueno, ¿y qué tal le va como colaborador de Milo Sturgis? Sólo he accedido a verlo para hacerle esa pregunta.
—¿Conoce usted al detective Sturgis?
—Conozco su fama. Y también la de usted: el psicoanalista «hetero» que siempre va con Sturgis. Su amigo, doctor, es un personaje legendario.
—¿En la comunidad gay?
—No, en el Club de Campo de Los Angeles. ¿Qué cree? —En sus ojos relució un brillo malévolo—. ¿Sabe? Hay quien piensa que es usted un homosexual oculto, y que si fuera un profesional de veras competente, se daría cuenta de que está enamorado de Sturgis.
Sonreí.
—Vaya, si tenemos a un Giocondo. —Sonrió desde detrás de su pipa. Aquella mujer tenía un extraño parecido con Theodore Roosevelt—. Dígame una cosa: ¿por qué su amigo se niega a implicarse?
—¿En qué?
—En la política sexual. Debería utilizar de un modo constructivo su buena imagen.
—Le aconsejo que le pregunte usted misma al detective Sturgis por qué no lo hace.
—Vaya, parece que puse el dedo en la llaga. Sturgis debería implicarse. Un policía gay que logró superar todas las barreras, que plantó cara al departamento… ¿Cuándo fue? ¿Hace cinco años o así, no? Le rompió la mandíbula a un teniente porque lo llamó marica. —Masticó la boquilla de la pipa, satisfecha—. En ciertos bares, aún se habla de eso.
—Esa es una versión nueva —dije.
—¿Conoce usted otra?
—Mi amigo le rompió la mandíbula el teniente porque el teniente puso en peligro la vida de mi amigo.
—Bueno, supongo que esa también es una buena razón —dijo ella—. Pero… ¿por qué esa falta de conciencia social? Nunca acepta invitaciones para participar en marchas ni en actos para recaudar fondos, jamás se ha afiliado a ningún movimiento ni asociación. Y a ese novio médico que tiene le ocurre tres cuartos de lo mismo. Dos tipos como ellos podrían hacer mucho bien.
—Tal vez crean que ya lo hacen.
Marge me miró de arriba abajo.
—¿Es usted bisexual?
—No.
—Entonces, ¿qué tienen que ver el uno con el otro?
—Somos amigos.
—Nada más que amigos, ¿eh? —La mujer se echó a reír.
—¿Como Hope y Cruvic?
Su risa se cortó.
—Comprendo que desee usted mantener la discreción —dije—. Pero en un caso como este, hay que investigarlo todo.
—Entonces consiga un mandamiento judicial. Además, ¿qué más da que estuvieran echando tres polvos diarios encima de este mismo escritorio? Y no digo que lo hicieran. ¿A quién le importa? El caso es que Mike no la mató. Que se acostara o no con ella es indiferente. A Hope Devane la asesinaron porque se hizo famosa y algún maldito cerdo se cabreó por ello.
—¿Se le ocurre quién puede ser ese cerdo?
—Hay demasiados sueltos para contarlos. Lo repito: la doctora Devane apenas trabajó para nosotros. Lamento enormemente la muerte de cualquier mujer, pero no puedo decirle nada concreto acerca de Hope Devane.
Se puso en pie no sin esfuerzo y rodeó el escritorio camino de la puerta.
—Salude de mi parte a su legendario amigo. Y dígale que, por mucho que se esfuerce en contentar a sus jefes, ellos siempre lo considerarán un simple maricón.
Las dos muchachas habían desaparecido de la sala de espera, en la que sólo estaba la madre de la rubia retrasada. La mujer alzó la vista de su lectura cuando yo pasé. Tenía entre las manos la revista Prevention.
Estaba a punto de montarme en mi Seville cuando la vi correr hacia mí con trote cansino. Baja y menuda, tenía la cintura alta y la espalda encorvada. Su labio inferior era fino, y el superior casi inexistente. Llevaba vaqueros azul claro, blusa blanca y zapatillas de lona color carne.
—La enfermera me dijo que era usted siquiatra.
—Psicólogo.
—De pronto se me ocurrió que…
Le dirigí una sonrisa.
—¿Sí?
Se acercó más, con cautela, como quien se aproxima a un perro desconocido.
—Soy el doctor Delaware —dije, tendiéndole la mano.
Ella se volvió hacia la clínica. En el cielo sonó un rugido y ella respingó. Una Cessna en vuelo bajo, que probablemente acababa de despegar del aeródromo privado de Santa Mónica. La mujer observó cómo la avioneta se alejaba en dirección al océano. Al cesar el ruido, ella dijo:
—Me preguntaba si… ¿Trabaja usted por casualidad en la clínica?
—No.
—Oh. —Desilusión—. Bueno, perdone la molestia.
Se volvió, dispuesta a irse.
—¿Puedo ayudarle en algo? —pregunté.
Ella se detuvo. Se retorció las manos.
—No, déjelo, disculpe.
—¿Está segura? —le pregunté, tocándola en el hombro con gran suavidad—. ¿Le ocurre algo malo?
—Simplemente, pensé que tal vez en la clínica hubieran conseguido al fin a un psicólogo.
—¿Para su hija?
Seguía retorciéndose las manos.
—¿Problemas de adolescencia? —quise saber.
Asintió con la cabeza.
—Se llama Chenise —dijo, insegura, como si fuera a deletrearle el nombre ante algún funcionario—. Tiene dieciséis años.
Se llevó la mano al bolsillo de la camisa y en seguida la retiró.
—Constantemente olvido que he dejado de fumar… Sí, son problemas de adolescencia. Me vuelve loca. Siempre ha sido así. Yo… ya no sé qué hacer con ella… La he llevado a un millón de clínicas, e incluso al hospital del condado. Siempre la atiende algún estudiante que no tiene ni idea de nada. La última vez, terminó sentada en las piernas del tipo y él no supo qué hacer. En los colegios se lavan las manos. Ha tomado todo tipo de medicaciones desde niña, y ahora está… El doctor Cruvic, el médico de aquí, el que la operó, dijo que convenía que a Chenise la viera un psicólogo, y consiguió que viniera uno, una mujer. De veras buena: en seguida comprendió de qué pie cojeaba mi hija. Ya le digo: era muy lista, y por eso a Chenise no le gustaba hablar con ella. Pero yo la obligaba. Luego… —bajó la voz—… le ocurrió algo terrible. A la psicóloga, quiero decir. —Meneó la cabeza—. No quiero ni contárselo… Bueno, tengo que volver, probablemente ya habrán terminado de examinar a Chenise.
—La psicóloga que el doctor Cruvic consiguió para ella, ¿se llamaba Devane?
—Sí —dijo ella, sin apenas aliento—. La doctora Devane. ¿Está usted enterado de lo que le sucedió?
—En realidad, ese es el motivo de que haya venido por aquí, señora…
—Farney, Mary Farney. —Tenía los ojos muy abiertos, que eran del mismo color que los de su hija. Bonitos. En tiempos, ella también debió serlo. Ahora tenía el agobiado aspecto de alguien condenado a no poder olvidar ninguno de sus errores—. No… No entiendo lo que quiere usted decir.
—Soy psicólogo y a veces colaboro con la policía, señora Farney. En estos momentos trabajo en el caso de la doctora Devane. ¿Sabe usted…?
Los ojos azules reflejaron terror.
—¿La policía sospecha que el asesinato está relacionado con este lugar?
—No. Simplemente, tratamos de hablar con todos los que conocieron a la doctora.
—Bueno, realmente, yo no la conocía. Ya le he dicho que sólo habló con Chenise unas cuantas veces. A mí me gustaba, porque siempre que quise hablarle me atendió bien y sin prisas, comprendía las cosas de Chenise… Pero eso es todo. Tengo que volver.
—¿Y el doctor Cruvic?
—¿Qué pasa con él?
—¿También comprendía a Chenise?
—Sí, claro, es muy bueno… Llevo sin verlo desde… Desde hace tiempo.
—¿Desde la operación?
—No tenía por qué volverla a ver. Ella está bien.
—¿Quién está atendiendo hoy a Chenise?
—Maribel… La enfermera. Me tengo que ir.
—¿Le importaría darme su dirección y su teléfono?
—¿Para qué?
—Por si la policía quiere hablar con usted.
—Ni hablar, olvídelo, no quiero líos.
Le tendí una de mis tarjetas.
—¿Para qué me da eso?
—Por si recuerda algo.
—No voy a recordar nada —dijo, pero se guardó la tarjeta en el bolso.
—Gracias. Y si necesita usted que atiendan a Chenise, yo puedo conseguirle a alguien.
—No, ¿para qué? Esa niña se encierra en sí misma.
No hay quien saque partido de ella.
Me alejé en mi coche.
Cirugía. Dada la promiscuidad de Chenise Farney, no era difícil imaginar qué tipo de cirugía.
Cruvic y Hope juntos en un asunto de abortos.
¿Pidió Cruvic la ayuda de una psicóloga porque le preocupaba la muchacha? ¿O por otra razón?
Adolescente promiscua de reducida inteligencia. Una menor, por debajo de la edad de consentimiento. ¿Y que quizá fuera demasiado obtusa hasta para dar consentimiento asesorado? ¿Deseaba Cruvic cubrirse las espaldas?
Cruvic y Hope…
Holly Bondurant pensaba que entre los dos había algo, y la furia con que Marge Showalsky lo desmintió parecía confirmar tal posibilidad.
Me daba cuenta de que Cruvic nos había mentido al darnos a entender que conoció a Hope en la fiesta para recaudar fondos. Holly estaba segura de que los dos se conocían de antes.
Lo cual parecía confirmar la corazonada de Milo.
La relación entre ambos era más que profesional.
Pero, teniendo en cuenta el asesinato de Mandy Wright, ¿qué importancia tenía todo eso? Aparentemente, en el caso de Las Vegas el homicida era un desconocido.
Un psicópata que seguía suelto, al acecho, vigilando, haciendo planes. Ansioso de ejecutar una sonata de cuchillo bajo la protección de grandes y umbrosos árboles.
Pasando por Overland, me fijé en una pequeña cafetería y detuve el coche ante ella. Compré un periódico de la mañana, y lo leí, mientras me tomaba una hamburguesa y una Coca-Cola. Luego saqué la lista de los estudiantes que habían pasado por el Comité de Comportamiento.
Ya puesto, ¿por qué no terminar el trabajo?
Había tres que aún no habían sido interrogados. O, en realidad, cuatro, ya que el encuentro con la aterrada Tessa Bowlby no contaba como entrevista.
Llamé al número de Deborah Brittain en Sherman Oaks. Una máquina me dijo que aguardara la señal, pero no le hice caso. Reed Muscadine había abandonado la universidad, así que su horario de clases carecía de importancia. Lo llamé. Su contestador dijo: «Hola, soy Reed. O no estoy en casa o estoy haciendo ejercicio y no puedo parar. Pero ardo en deseos de hablar contigo, sobre todo si vas a ofrecerme mi gran oportunidad, uf, uf, uf… Así que te suplico de rodillas que dejes tu nombre y tu número. Los actores en paro también necesitan amor».
Amable, suave, bien modulada. La clásica voz consciente de lo bien que sonaba.
Si era seropositivo, ese hecho no había alterado su humor ni su deseo de estar en forma. O bien no había cambiado el mensaje del contestador.
¿Actor en paro? ¿Acaso no había conseguido trabajo en una telenovela?
¿Habría surgido algún problema con el papel?
Muscadine vivía en Fourth Street. Con un poco de suerte, yo llegaría cuando él hubiese acabado sus ejercicios y me enteraría de cómo estaba de salud y de cuáles eran sus sentimientos hacia Hope Devane y hacia el Comité de Comportamiento.
Y con mucha suerte, quizá lograse averiguar qué tenía tan asustada a Tessa Bowlby.