CAPÍTULO TRES
El minero con cuernos de la especie Devaroniana salió del transporte de personal inhabilitado y se lanzó contra la nave recién aterrizada.
—¡Oye, niño imbécil! —gritaba mientras Kanan salía del Expedient—. ¿Qué estabas tratando de probar?
Kanan tenía poco más de veinte años, pero nunca había respondido cuando le decían «niño», y menos cuando lo decía un zoquete como Yelkin, quien trabajaba haciendo hoyos para los explosivos. Kanan se volteó, caminó junto a su nave y abrió la escotilla de carga.
El musculoso minero se acercó amenazadoramente a Kanan y lo tomó por el hombro.
—¡Te estoy hablando!
Con rápidos reflejos, Kanan agarró la mano de Yelkin y le torció el brazo haciendo que se arrodillara, en su rostro se dibujó una mueca de dolor. Kanan no lo soltó y habló en un tono bajo y calmado cerca del oído puntiagudo de su cautivo.
—Amigo, tu nave estaba en mi camino. Y yo tengo un plazo límite.
—Todos lo tenemos —dijo Yelkin en su intento por liberarse—. Viste cómo le dispararon al carguero. El Imperio vino a revisar…
—Entonces ve más rápido sin hacer tonterías.
Kanan soltó a su cautivo y este cayó al piso jadeando, después sacudió su túnica verde de largas mangas y regresó al Expedient.
Varios mineros llegaron junto a Yelkin.
—¡Maldita mosca suicida! —dijo uno—. ¡Todos están locos!
—Alguien necesita enseñarte algunos modales —le dijo otro a Kanan.
—Ya me lo han dicho. —Sin preocuparse, Kanan miró alrededor de la bahía de aterrizaje.
Los droides cargueros que normalmente le ayudaban aún no llegaban, evidentemente sin entender toda esta situación imprevista que se producía en la zona de carga. Parecía que iba a ser uno de esos días en los que tenía que hacer todo por sí mismo.
Kanan descargó una carretilla flotante y la colocó frente a la nave. Y así comenzó la ardua tarea de arrastrar las cajas metálicas. La baja gravedad de Cynda las hacía más ligeras que si estuviera en Gorse aunque no menos voluminosas ni riesgosas de transportar. Arrastrando la primera caja, se dirigió hacia donde estaban los mineros.
—Están estorbando el paso —dijo—. Por ahora.
Okadiah apareció en el lado más lejano de la nave.
—Caballeros, piensen que deben seguir esta regla: «No molesten a alguien que trae explosivos».
Los mineros se retiraron, no sin mirar amenazadoramente a Kanan cuando pasó. Mientras se sobaba el brazo, Yelkin le gruñó a Okadiah.
—Veo que se junta con tremendos obreros, jefe.
—Como lo hice con todos ustedes en algún momento —dijo el viejo hombre, después apuntó hacia el sur, hacia un conjunto de elevadores—. Empecemos la maniobra. Si el Imperio hace una inspección hoy, también la jefa Lal estará aquí. Al menos pretendan estar trabajando. Y quisiera agregar que, en honor de ese pobre inocente que voló en mil pedazos, hoy habrá hora feliz toda la noche en El Cinturón de Asteroides. Incluso los recogeremos y los llevaremos de regreso a casa —sonrió enseñando sus dientes.
Momentáneamente calmados, los mineros se dieron la vuelta y se dirigieron a los elevadores. Okadiah miró cómo Kanan colocaba una caja en la carretilla flotante—. ¿Aún haciendo amigos y ganado influencia?
—No sé por qué lo haría —dijo Kanan.
—Es cierto. No te vas a quedar. Ya me lo habías dicho: tú nunca te quedas.
—Traigo ropa en la parte de atrás —dijo Kanan mientras se volteaba para agarrar otra caja—. Ya sabes, viaja ligero y la muerte nunca te alcanzará.
—Yo dije eso, ¿cierto? —Okadiah asintió—. ¿Trabajarás hoy en el bar?
—Si me puedes pagar.
Okadiah guiñó y caminó sin prisa tras sus compañeros. Kanan atendía de vez en cuando el bar, pero durante varias noches fue su mejor cliente. Él también intentó ser cadenero del bar, aunque terminó armando más peleas que las que detenía. Aun así, este sistema había sido lo más cercano a llamarse «hogar» que cualquier otro en los años en que estuvo viajando. Sería un lugar difícil de dejar.
Pero lo hizo. La carga de trabajo lo dejaba exhausto. Desistió de esperar a los droides de carga para que lo ayudaran, así que terminó llenando la primera carretilla flotante y empujándola al elevador del carguero.
Mientras las puertas se cerraban tras él, seguía pensando. Echaría de menos el lugar, sí, ciertamente echaba de menos Cynda. En todos sus viajes nunca había encontrado un lugar así. La bahía de aterrizaje no le gustaba tanto, pero ya estaba preparado para el gran espectáculo en cuanto las puertas del elevador se abrieran.
Se abrieron, miles de metros abajo, y Kanan fue bombardeado con un chispeante despliegue de luces y colores. Estaba en una de las grandes e incontables cavernas subterráneas. Las estalactitas de cristal emergían, mientras que las estalactitas colgaban a su alrededor; cada una actuaba como un prisma: refractaba las luces de los trabajadores, logrando un efecto caleidoscópico. Mejor aún, los cristales ofrecían calor, haciendo que muchas cavernas oxigenadas de Cynda fueran tan brillantes y agradables que lograban contraponer lo oscuro y pegajoso que era el planeta vecino: Gorse.
Antes del Imperio, el lugar había sido una reserva natural. Era literalmente un punto brillante en las vidas de muchos residentes de Gorse. El turismo era en la luna, y en Gorse estaba el sector económico más importante. Hasta que los científicos de la República descubrieron que el interior de Cynda contenía una cantidad inmensa de thorilide, nadie quería excavar ahí mientras tuvieran algo de material en la cara oscura de Gorse. Incluso Kanan lo sabía, ni siquiera se preocupaban en buscar thorilide en la cara soleada de Gorse, donde el calor era lo suficientemente fuerte para derretir a cualquier droide fabricado.
Pero entonces, casi el mismo día en que el Canciller Palpatine proclamó el primer Imperio Galáctico, se recibió un reporte de que las minas de Gorse se encontraban agotadas. Las refinerías ya no eran productivas. El Imperio no podía permitirlo, y no necesitó hacerlo. Cynda estaba justo ahí, lista para ser explotada.
Ahora Kanan veía los resultados mientras empujaba su carretilla flotante desde la antecámara intacta hasta el área principal de trabajo. Fragmentos de cristal del tamaño de guijarros llenaban el piso, y las botas crujían al caminar. Sólo las grandes luces industriales iluminaban la cavidad. El techo no podía verse con tanta humareda arriba. Un desagradable olor a quemado llenaba el aire.
El Imperio había profanado el lugar, pero resistiría poco. Mientras que el thorilide era útil en su forma procesada, en la naturaleza tenía una estructura molecular frágil. El esfuerzo por liberar la sustancia de sus vetas, ya un proceso extraordinariamente difícil, a menudo resultaba en el colapso de la misma en sus componentes elementales. Cynda era la veta madre en más de una forma, ya que en el interior de sus duras columnas cristalinas lograba preservar el thorilide, incluso cuando eran estalladas desde su base. Al ver cómo las estructuras prismáticas reaccionaban a los disparos láser, el estallido era la única forma.
La necesidad de generar materiales explosivos le había dado a Kanan trabajo, pero también a los Gorsianos una causa para protestar. Algunos eran más escandalosos que otros. Y unos pocos eran realmente pesados al respecto.
«Como este tipo», pensó Kanan, reconociendo una voz que venía del final de la zona de trabajo. «Caray, Skelly».
—No estás escuchando —dijo el hombre pelirrojo, con polvo gris flotando de su chaleco protector, mientras movía los brazos—. ¡No estás escuchando!
Con el eco perfecto que la caverna producía, nadie podía evitar escuchar a Skelly; Kanan pensaba que si aún hubiera estalactitas intactas, la voz de Skelly las tiraría.
Kanan vio que el objeto del hostigamiento de Skelly no le prestaba atención, y no podía culparla. Un miembro de cuatro brazos y piel verde de la subcomunidad Besalisko de Gorse, Lal Grallik, era la gerente de Moonglow Polychemical. Andar del planeta a la luna y de regreso era el trabajo de la jefa Lal. Skelly era sólo otra molestia que atender.
—Estoy escuchando, Skelly —dijo ella—. Podrían escucharte hasta en Gorse.
«Estoy seguro de que ella quisiera estar allá ahora», pensó Kanan. De estatura baja y compacto, Skelly sólo se podía describir con la palabra «intenso». Kanan sabía vagamente del récord militar como tunelero de aquel hombre de cuarenta y tantos años. Las cicatrices y marcas de viruela en su cara describían todos los antecedentes militares recientes de este hombre. Pero mientras Kanan sentía empatía por cualquiera que hubiera pasado por todo eso, tenía poca paciencia con la forma en que Skelly hablaba, siempre gritando, como si estuviera entre llamaradas. El hombre podía hacer más ruido que la turbina de un jet.
—Estoy tratando de salvar vidas aquí —dijo Skelly, y sus pobladas pestañas de color castaño rojizo bajaron con toda seriedad—. Y a ti también. —Viendo que Lal regresaba su atención al manifiesto electrónico que tenía en sus cuatro manos de cuatro dedos, Skelly miró alrededor y se encogió de hombros—. Nadie escucha.
Kanan sabía que Skelly había trabajado como experto en demolición para Dalborg, uno de los otros consorcios mineros. Okadiah le explicó que había sido despedido de cada una de las grandes empresas en los últimos cinco años. En la única en que no había trabajado era en la empresa donde trabajaba Kanan. No era muy pequeña; y Okadiah había dicho que era pura suerte. Kanan estaba de acuerdo. Skelly sabía que transportaba una carga de demolición, pero una dosis de neurosis venía con el paquete. Y siempre parecía como si durmiera en el piso. Incluso cuando Kanan lo hizo de verdad, se aseguró de verse presentable.
Skelly volteó a ver a la jefa de Moonglow.
—Mira, Lal, todo lo que tienen que hacer, tú y las otras compañías, es suspender por un tiempo las explosiones en la Zona Cuarenta y Dos. El tiempo suficiente para que pueda probar...
Lal lo miró incrédula.
—¡Pensé que te habías dado por vencido!
Skelly entrecerró los ojos.
—Es lo que quieres, ¿no? Lo olvidé. Todos sus trajes son los mismos. Por ustedes mismos…
Kanan intentó interrumpirlo mientras empujaba el palé.
—Voy a pasar, voy a pasar.
Lal, claramente agradecida de tener a otra persona además de Skelly con quien hablar, miró la carga que Kanan estaba empujando y lo cotejó en su manifiesto.
—Me da gusto que lo hayas logrado, Kanan. Escuché que hubo problemas por allá.
—No es asunto mío —dijo Kanan mientras acomodaba la carretilla—. Aquí están tus bombas.
—Este lote va a la Zona Cuarenta y Dos —dijo Lal, mientras hacía indicaciones a unos trabajadores. Ella asintió a Skelly, quien se enfurecía al ver la carretilla flotante—. El lugar favorito de cierta personita —susurró.
Skelly se apoyó en el mango de la carretilla.
—Ya te lo dije, no podemos seguir haciendo estallidos allá abajo. No con estas…
—Llévalas a casa entonces —dijo Kanan, caminando alrededor de Skelly—. Hazte estallar.
—Empezó a descargar una a una las cajas con explosivos, mientras los trabajadores se las llevaban.
—Espera —dijo Skelly, finalmente poniendo atención al piloto carguero. Se paró junto a Kanan y miró a Lal—. Escucharías a Kanan, ¿cierto? Él es uno de tus mejores transportistas de explosivos y uno de mis mejores amigos.
—Cierto en lo primero. Falso en lo segundo —dijo Kanan mientras continuaba con su trabajo.
—Kanan vuela con estas cosas —dijo Skelly—. Sabe lo que pueden hacer. Te puede decir: usar microexplosiones para cortar el cristal es una cosa, ¡pero no deben usarse para abrir paredes enteras! Él sabe…
—Te diré lo que sé —interrumpió Kanan, colocando un dedo sobre el esternón de Skelly y empujándolo un paso atrás—. Tengo una fecha límite de entrega. Tengo más cosas que descargar. Así que adiós. —Regresó a su carretilla vacía y la condujo de regreso.
Lal se hizo a un lado para responder a una llamada.
—Canal imperial —dijo, despidiendo a Skelly con la mano—. Esto es importante.
—Esto también es importante —murmuró Skelly para sí mismo. Viendo cómo Kanan se llevaba de regreso la carretilla flotante, fue tras él. Al alcanzarlo, trato de mantener el paso del piloto—. Kanan, amigo, ¿por qué no me apoyaste?
—Esfúmate.
—Esfumarnos es lo que nos pasará si esto sigue así —dijo Skelly, quedándose sin aliento—. Sé, mejor que nadie, lo que pueden hacer los explosivos de la familia del baradio. Hice los estimados de la potencia. He estado estudiando la sismología de esta luna…
—Te debes divertir mucho en vacaciones —dijo Kanan, empujando la carretilla de vuelta al elevador.
—…hasta uno de los temas que nunca se consideran: ¡el núcleo! —Skelly seguía hablando mientras se hacía paso en la carretilla con Kanan—. Aquí es sólido, ¿pero allá en lo profundo? ¡Esta luna puede partirse como una galleta de proteína!
—Ah.
—«Ah» es correcto. ¡Lo sabía! ¡Estás de acuerdo conmigo!
—No, la comida me hizo recordar algo —dijo Kanan, sacando una bolsa de su chaqueta—. Me salté el desayuno.
—Esto es serio —aseveró Skelly, alcanzando su propio chaleco. Usaba un guante en su mano derecha que Kanan nunca había visto que usara, excepto como tenazas. Había algo aferrado a ella, no más grande que una moneda—. Todo está en este holodisco. Tengo mi trabajo justo aquí. ¿Sabías de los temblores que se producen en Gorse cuando la luna pasa cerca de él? La única razón por la que no es peor aquí, en Cynda, es por las formaciones cristalinas que mantienen la tensión a raya. ¡Pero seguimos destruyéndolas! Si pudiera hacer que sólo una persona leyera esto…
—¿Y por qué tengo que ser yo? No soy nadie.
—Todo el mundo va al bar de Okadiah —dijo Skelly—. Tú estás siempre ahí, puedes hablar con las personas.
—¿Por qué no vas tú? —Kanan sabía por qué—. Ah ya recuerdo. Te vetaron por estar molestando a la clientela.
—Sólo échale un ojo.
—Skelly agitaba el disco delante de Kanan.
—Lárgate de mi vista, Skelly. Esto es serio —Kanan tiró su bolsa de comida en la cubierta del palé. Ponerse al tú por tú con otros empleados de otras empresas siempre provoca peleas. Okadiah ya se lo había advertido. Pero Skelly no tenía amigos que le ayudaran, y por una buena razón, y Kanan estaba llegando a su límite.
La mueca de Skelly acompañó un gruñido de odio.
—Sí, es cierto. Lo olvide. Te pagan por tu carga, ¿cierto? Y ahora todos están corriendo como eskrats porque el Imperio viene a inspeccionarlos—. Se colocó frente al piloto—. ¡Bueno, el Imperio tiene que cuidarse, o va a tener un verdadero desastre en sus manos!
—¡Última advertencia!
Skelly abrió la boca de nuevo, pero antes de que saliera una sílaba, Kanan le propinó un puñetazo en la boca. Después de cinco segundos de violencia, las puertas del elevador se abrieron en la bahía de aterrizaje, donde ya se encontraban los droides de carga que miraban cómo Kanan empujaba la carretilla que llevaba el cuerpo malherido de Skelly.
—¡Al fin llegan! —dijo Kanan. Les empujó la carretilla—. Pongan esto en alguna parte.
Mientras Kanan regresaba al Expedient por otra carga, Skelly, aturdido, miraba a los droides confundidos.
—Nadie escucha.