No era demasiado tarde —apenas un poco más de las ocho— cuando Terens ya estaba sentado en el porche de su casa bebiendo té y observando la valla.

A su hermano Max no le gustó el hecho de que la hubiesen colocado tan cerca del jardín, entre ellos y el bosque. Por lo visto, quedaban pocos restos de empalizada cuando llegaron a aquel tramo y tuvieron que ir estrechando el cerco hasta llegar a la roca. Además, ante la palabra de Samuel Day, poco pudieron hacer. Todo el pueblo estaba de su lado y los Rodríguez no paraban de preguntarse por qué. Su hermano Max había prometido que cualquier día, cuando todo volviera a la normalidad, le daría su merecido a ese tipo. Había llegado de la ciudad con su mujer y su hija y por el solo hecho de ser policía retirado y porque el alguacil Sung y Pipe habían caído, ahora se creía el mandamás del pueblo.

Pero su hermano Max prometía muchas cosas. Demasiadas, y nunca hacía nada. El muy iluso le había garantizado que volvería. Era idiota. Siempre se había creído superior a todo lo que le rodeaba. Estaba por encima de los problemas. El mundo se había convertido en un lugar en el que, miraras donde miraras, los humanos ya no eran la especie dominante, pero el muy necio se había limitado a hacer una nueva promesa.

«Encontraré a la niña. Volveré pronto». Palabras que habían despertado a Terens de su letargo de dolor. Al menos, para eso habían servido.

¿Acaso era gilipollas? Sabía que no volvería. Él, mejor que nadie, sabía lo egoísta que eran las personas. Era su tema de conversación favorito. Terens había intentado quitarse la vida en un par de ocasiones y ellos se lo habían fastidiado. Con ayuda de los médicos se limitaron a meterle en la cabeza que el suicida era una persona egoísta que no miraba por el bien ajeno. El que no espera nada, de nadie. El que no se preocupa del daño que producirá a los demás con su muerte. El que marcará para siempre a las personas que le quieren.

¿Él era el egoísta? ¿Y ellos? ¿Max sí tenía derecho a inmolarse de esa manera? ¿Le servía la excusa de ir en busca de Sara para quitarse de encima la preocupación por la supervivencia?

—Vamos, hombre… —dijo, y apoyó la taza de té en la mesilla. Los padres de Max y Terens habían levantado una encantadora casita de estilo Tudor que se alzaba entre el inmenso bosque de abedules y la zona oeste del pueblo. La familia Rodríguez vivía allí con sus dos hijos. Su padre contaba que, cuando compraron la parcela, tuvieron que cortar unos cuantos árboles para poder edificar con facilidad. Poco tiempo después, levantaron otra casa al otro lado. Otra, dos parcelas más allá. Y otra. Fue así como comenzaron a crearse las calles del pueblo.

Mürren, un tipo extraño que no hablaba con nadie y que daba miedo a todos los niños de Rotten, levantó la casa de enfrente. Sin embargo, el tipo del que el padre de Terens y Max decía que nunca miraba a los ojos y que andaba como si le quemara el suelo puso la fachada de su casa mirando al bosque. Luego, levantó una alta separación con listones de madera y cercó su parcela como si fuera un fuerte del Viejo Oeste. De este modo, su vivienda daba la espalda a la nueva calle. La gente de la calle se quejó, pero nadie en el ayuntamiento decidió tomar cartas en el asunto sobre lo antiestético de la parcela de Mürren. La administración del municipio veía el lugar como un sitio únicamente transitado por residentes; un lugar casi inaccesible para muchos, e indiferente para posibles turistas de la vía verde.

La señora Mürren era una mujer agradable. Como de un día para otro dejaron de verla por el supermercado y por la farmacia de Gavin, donde solía aparecer cada poco para comprar pastillas de menta, comenzó a circular el rumor de que Mürren la había matado. También se decía que la había enterrado en el bosque. Terens recordaba haber estado noches y noches sin dormir, mirando por la ventana de su cuarto hacia los oscuros abedules. Esperando que el espíritu de la vecina llegara hasta su ventana y le llamara entre la niebla para darle caramelos de piñones como hacía en vida. Rogó a sus padres que le cambiaran a la habitación de Max —ocho años mayor que él— al que nada de esta historia le daba miedo.

Los rumores, en los pueblos, tienen un noventa y ocho por ciento de verdad.

John Middles, el nuevo inquilino que había comprado la casa de Mürren cuando este se marchó a su país de origen, pudo comprobarlo. Middles residía en la plaza del ayuntamiento. En una casa antigua y pequeñita que le habían dejado sus abuelos. Cuando se quedó solo, con la herencia y su dinero ahorrado, tuvo para hacerse con un hogar con vistas al bosque, como deseaba.

Años después, el día que empezó todo, la mujer de Mürren se alzó de entre la tierra del jardín de John Middles, destrozó el armazón de tablas del patio y salió a la calle. Ese día, los vecinos ya deambulaban por la calle aterrados por lo que estaba sucediendo en el cementerio y nadie reparó en los disparos que se estaban produciendo en la casa que daba la espalda a las demás en el ala oeste de Rotten. Middles, le disparó al cuerpo de la señora Mürren y astilló su hombro derecho y ambas piernas. Luego, al ver como volvía a levantarse, le destrozó la cabeza manchada de piel verdosa. John Middles no volvió a fallar y acabó con aquel cuerpo desnutrido, lento y cochambroso ante los ojos de algunos vecinos.

La única ventana de la parte lateral de la casa de Middles se abrió y apareció John.

—¡Terens! ¡Buenos días, chico! ¿Cuántos litros llevas ya?

Terens hizo ademán de no importarle nada, con las manos.

—Llevas toda la mañana ahí sentado, ¿no? —insistió John—. Solo te he visto levantarte para llenar la tetera. Tanto té debe ser malo, ¿o qué?

Pensó en no contestar. John era un tío llano, buena persona, y alguien que siempre ayudaba a sus vecinos. Y no discutía con nadie hasta que le exasperaba demasiado. Terens sabía que Middles era el encargado de vigilar sus actos, ahora que Max no estaba. Al menos, hasta que volviera.

«¡Ja!».

—Vivir sí es dañino, John —contestó Terens.

Middles le observó de arriba abajo. Su suspiro se oyó desde allí. Con medio cuerpo fuera de la ventana, se pasó la mano por el flequillo y desvió su mirada hacia los árboles. Luego, regresó a Terens y escudriñó su cabello encanecido pese a sus años. Al ver la solidez que representaba Terens con su mirada, desechó el tema.

—¿Qué piensas llevar a la barbacoa? —preguntó.

—¿Qué?

—Hay organizada una barbacoa al mediodía. Irá todo el mundo. Lo pasaremos bien. El consejo quiere que cada uno de nosotros proponga ideas sobre la situación que estamos viviendo. Quiere que contrastemos opiniones. Hay que ir, ¿no crees? Necesitamos distraernos de algún modo. ¿Piensas venir o qué?

Cada vez que Middles decía: «¿O qué?», a Terens se le erizaba el vello. ¿Existía coletilla más cargante? Terens no pudo evitar sonreír al recordar como Max solía imitarlo con el tema. Habían reído con ello en cantidad de ocasiones.

—No pienso ir —contestó.

John Middles balanceó la cabeza como un muñequito.

—Tenemos que ir todos, Terens.

Volvió a negarse.

—Mira campeón, voy a terminar de asearme y a preparar algunos menesteres. En un rato paso por ti, ¿de acuerdo? —Y se marchó sin cerrar la ventana.

Terens también se levantó y entró en la casa.

¿Acaso creían que era un chaval? Tenía treinta y dos años, por Dios. Se quitó la sudadera gris y salió por la cocina hacia la parte de atrás. Bajó los escalones. El césped del jardín trasero estaba verde y lozano. En el lado donde se juntaba con el montículo de piedra, donde tenían colocada la canasta, enloquecían las madreselvas y las nubes de mosquitos zumbaban indolentemente en torno a aromáticas flores. Los abedules había conseguido escalar la colina y a veces, Max y Terens habían tenido que perder todo un fin de semana en podar los que habían echado raíces sobre la roca, para que la casa recibiera más horas de sol.

La casa de Terens hacía esquina con la naturaleza, toda esa parte, ahora separada del bosque por vallas, cerraba el terreno para proseguir, tras el enorme montículo, hacia las primeras casas del pueblo y la iglesia. En la inmensa roca del jardín de Terens empezaban los pies de una serie de grandes y pequeñas montañas que la gente llamaba el King Kong dormido. Porque, si te ibas al camino de los túneles e inclinabas la cabeza a la derecha y le ponías un poco de imaginación, la hilera de montañas del oeste de Rotten, se asemejaba a un gigantesco mono tumbado boca arriba.

Generalmente, todos coincidían en que los Rodríguez habían construido la casa más bonita del pueblo, y en el lugar más privilegiado.

Oyó pasos dentro de la casa y ruidos metálicos en el fregadero. Regresó del jardín y vio a Laurel-Ann, con el pelo recogido con un lápiz, recogiendo sus utensilios de té.

Terens la miró con grandes ojos. Laurel-Ann estaba loca por él desde que era pequeña. Todo el mundo lo sabía. Además, a ella no le importaba soltarlo a los cuatro vientos. En el pueblo era un hecho por todos conocido. Años atrás, Terens lo había dejado con una chica de Pont de Flaque, con la que no habían avanzado nada en mucho tiempo. Aun así, Terens quedó realmente triste. Y, cuando llegó a casa durante una oscura noche de tormenta, lo estuvo hablando con Laurel-Ann. Ella subió para hablar con él al enterarse de la noticia y terminaron acostándose juntos.

Fue como hacerlo con alguien de la familia.

—Eres muy pesada —dijo Terens.

—Ya sabes que no puedo vivir sin ti.

—Y ahora que Max no está, esto será peor aún, ¿verdad? —Estuvo a punto de soltar un «¿o qué?», pero se contuvo. Lo malo de las coletillas es que se pegaban—. ¿Serás mi nueva mamá entonces?

—Lo siento, cariño. Soy cinco años menor que tú.

—Bueno, ¿qué quieres ahora?

—¿Sabes lo de la barbacoa? —preguntó Laurel-Ann secándose las manos con un trapo.

—¿Te refieres a la mediocridad con la que a la gente del pueblo le gusta pasar el rato?

—Ah, lo sabes.

Terens se tiró en el sofá y cogió su libro. Pero no pudo centrarse en la historia.

—Dime, ¿por qué lo hacen? ¿Qué consiguen? —replicó desde allí—. ¿Por qué negarse a pensar que estamos perdidos? La comida se acabará tarde o temprano. Tendremos que salir. ¿Cuánto tiempo más podremos vivir así? ¿De verdad creen que esto terminará de un día para otro? La radio, la televisión, los gobiernos, los ejércitos… dirán que la guerra ha terminado e irán de pueblo en pueblo anunciándolo como en La vida es bella… Sí, claro. La gente saldrá a la calle y las enfermeras besarán a los soldados en las avenidas de Nueva York. ¡Ja! ¿Por qué? ¿Por qué pensar así?

—Esperanza, supongo.

—No me hables de esperanza, no me hables de esperanza —contestó Terens. Leyó la primera frase del capítulo otra vez. Y otra vez. Pero no pudo seguir—. Por culpa de la esperanza muere gente buena y sobreviven los malos.

—Hoy estás muy hablador. Me alegro. Además, has regresado a ese tono de filósofo griego que tanto echábamos de menos.

—¿Qué quieres decir?

Laurel fue hacia la puerta de entrada, le miró y se ajustó las gafas. Después, también se ajustó las tetas. No era un gesto nuevo. Terens no sabía si lo hacía para provocarle o por manía.

—Lo que quiero decir es que, mientras podamos, tenemos que disfrutar —insinuó Laurel—. Yo voy a ir. No me la perdería por nada del mundo. Si piensas quedarte solo todo el día, allá tú.

Y cerró de un portazo.

—Hipócritas… —dijo Terens a la habitación vacía.

Cerró el libro y se puso en pie. Decidió leer fuera. Antes se acercó a la pequeña mesa de cristal que había junto al polvoriento televisor y de un bloc de notas arrancó una hoja. Escribió:

E hizo un dibujito que le hizo algo de gracia. Acto seguido abrió la puerta de la calle y dejó la nota en el suelo, en un lugar bien visible, para que Middles pudiera verla sin problemas.

Aun así, quince minutos después, sonó el timbre. Terens estaba en el patio trasero inmerso de una vez por todas en su libro. Hizo caso omiso a la llamada y no hubo más distracciones. Solo, silencio. Terens percibió el mal olor poco después: carne en descomposición, perros muertos o guano. Sabía lo que eso suponía. Aunque decidió que el hedor estaba en el ambiente y que se desplazaba con el viento en ocasiones. Entró de nuevo en la parte baja de la casa y observó el rellano de la parte principal. Todo estaba amenazadoramente solitario.

Regresó al patio donde estaban la manta tendida en el césped y su libro.

El hedor era aún peor. Terens recordó que no había cogido el cuchillo militar que escondía bajo la almohada. Sabía que de poco le serviría en un enfrentamiento con esos seres, pero era su arma. Mejor que nada. Cada vez que pensaba en la de veces que había estado a punto de comprar una pistola y se había arrepentido… Le entraban ganas de darse un par de hostias. No había que tener miedo. Estaba bien protegido. Solo tenía que ver de dónde procedía aquello que apestaba tanto. Por dónde quería entrar. Su única opción era el bosque…

Le pareció ver unos pies desnudos. Unas piernas abiertas bajo un arbusto entre los árboles. Terens se acercó inconscientemente a la valla. Un segundo después, ya no vio nada. Las hojas estaban en movimiento, pero la figura había desaparecido hasta que… detrás de un tronco… Sintió una respiración y se giró asustado. Miró un instante a su espalda, esperando encontrar algo con la intención de morderle, y se agachó.

Pero no había nada.

Sin embargo, cuando sus ojos regresaron al bosque vio algo a lo lejos: una chica en pie se movía y murmuraba entre los matorrales. Terens se acercó a la valla porque no podía creer lo que estaba viendo. A unos cincuenta metros, entre la espesura, por un segundo creyó ver a su sobrina Sara. Estaba echada sobre el tronco de un árbol y aparecía y desaparecía con su leve movimiento. Era como si se estuviera restregando contra el leño. Las lágrimas afloraron en el rostro de Terens.

—Sobrina, ¿eres tú? ¿Sara? —lloró.

Se agarró a la alambrada con fuerza e intentó divisar mejor. La chica tenía medio cuerpo desnudo. Podía ver sus blanquecinos pechos y su cadera casi al completo. Se estaba rasgando las vestiduras con tanto forcejeo. Era como si intentara salir del boscaje, pero algo tirara de ella. Fue entonces cuando Terens entendió qué ocurría. Su sobrina muerta estaba enganchada en el árbol y con aquellos movimientos torpes era incapaz de liberarse.

Tenía que ayudarla. Tenía que salir. Sabía que era una locura. Además, probablemente, después de que le viera, tendría que matarla. Darle paz. Un nuevo movimiento brusco de la muerta hizo que saliera al llano. Entonces vio que no era Sara. Se parecía pero, obviamente, no lo era. No obstante, conocía a aquella chica. El equívoco se convirtió en estupidez, porque la muerta era bastante más mayor que la hija de su hermano.

Poco tiempo después de que la familia Day llegara al pueblo, en el Café Little y alrededores, pero sobre todo en la cafetería (punto de encuentro de la mayoría de los hombres del pueblo) donde servían alcohol a cualquier hora del día, empezaron a circular rumores de un nuevo bombón que se paseaba por las calles de Rotten.

Terens recordaba estar bebiendo en la barra y escuchar los comentarios en boca de Pignot y Bolá.

Aquellos tíos fantaseaban con lo que cada uno de ellos era capaz de hacerle a la hija de los Day, si esta no tuviera opinión y, mucho menos, escrúpulos. El dueño del Café Little les pidió varias veces que se comportaran o que, al menos, hablaran en voz baja. Pero cuando la última familia abandonó los veladores, él mismo se unió a los comentarios de Pignot y Bolá, con un «Uf, de modelo para arriba…».

No paraba de oírlo. Terens tuvo el honor de conocerla el día que coincidieron en las Fiestas de Primavera. Donde estuvieron hablando un buen rato. Sí que era encantadora. Y además, de otro mundo. Chica con estudios, inteligente, de ciudad y con novio. En una palabra: inaccesible. Un tercio de las palabras que pronunciaba ni siquiera constaban, ni constarían, en el vocabulario de Terens hasta el fin de sus días. No obstante, fue cortés con ella y ahí quedó la cosa. Rápidamente la olvidó.

Menos mal, pues al poco tiempo, se enteró de que había muerto en un accidente de coche con su chico. Desde entonces, poco más supo. Y ahora, Eva Day se le acercaba mostrando su cuerpo gris y sangre-oscuro, estirando un brazo y emitiendo una pregunta desde sus anodinos labios:

¿Ummm…?

Terens se apartó de la valla con las manos en alto, pese a que ella aún estaba a medio camino. Eva olisqueaba el aire en dirección a él. Era como un animal ciego guiándose por un rastro. Terens pensó que, si conservara un poco de instinto humano, ya se hubiese tapado la entrepierna. Los arbustos le habían rasgado las vestiduras.

Pudo verla mejor mientras se acercaba. De lo que pudo ser un traje de chaqueta, solo quedaban las mangas y el cinturón. Un poco de tela rasgada sobre su barriga. Su rostro se había vuelto color ceniza. Sus cejas habían desaparecido y la piel de sus ojos colgaba como si fuera octogenaria. Giraba la cabeza, a la sombra de los abedules, como si no pudiese enfocar bien las altas sombras que la rodeaban. Arrastraba los pies hacia delante. Sin duda, la merodeadora en la que se había convertido Eva Day había hecho un alto en el camino para resolver de donde venía ese olor tan suculento que podía ser Terens. Atraída por la curiosidad, como un conductor que se para en mitad de la autopista para contemplar a un ciervo, Eva le buscaba.

Cuando se acercó a la valla, Terens se apartó aún más. Terens vio cómo la sangre oscura manaba de entre las piernas de aquella belleza muerta. Sus piernas estaban contaminadas con varices negras.

¿Ummm…?

Terens decidió liberarla de su amargura.

Corrió hacia la casa, subió a por el cuchillo a su habitación y bajó rápidamente las escaleras. Cuando pasó por el salón reconoció por primera vez una nueva arma. Dio un salto apoyándose en la chimenea y tiró del cuadro donde reposaba el bate de béisbol firmado por el incondicional Don Mattingly. Lo dejó caer y forzó la madera hasta que consiguió separarla del marco. Luego, salió pensando en cómo saltar la valla.

Eva regresaba al bosque con paso distraído. Terens vio que le faltaban trozos de carne en los brazos.

—¿Eva?

La chica muerta no respondía a su nombre.

—¡Eva! —gritó.

No respondía.

Había tenido su oportunidad y, sin embargo, el cervatillo huía. Terens miró hacia la enorme roca donde acababan las vallas. Lo pensó mejor y corrió al porche por un taburete. Cuando volvió, Eva seguía su camino hacia esa parte del bosque de donde había salido. Apoyó el taburete cerca de la valla y la roca. Lanzó el cuchillo y el bate al otro lado y comprobó de manera fehaciente que no había ninguno más bajo los abedules. Subió al armazón metálico y el pantalón se le clavó de tal manera que pudo sujetarse con fuerza para sobrepasar la parte más alta. Después tuvo que soltarse dando un fuerte tirón al pantalón y la tela se rasgó.

Cayó al suelo sobre un hombre desde una altura de metro y medio. Gritó. Sin miedo a que le oyeran. El grito descosió la paz del bosque de abedules y el canto leve de algunos pájaros. Desde el suelo apreció como Eva iba a lo suyo. Terens sacó fuerzas para levantarse y recogió el cuchillo y el bate de béisbol azul. Avanzó rápidamente tras ella y se detuvo a un metro. La muerta estaba junto al tronco que contenía restos de sus ropas. Seguía de espaldas, no parecía notar su presencia. Terens agarró con fuerza el bate y se dispuso a golpearla con gran ímpetu en la cabeza en cuanto se girara, pero la chica se agachó.

Terens observó estupefacto como Eva Day tanteaba el suelo como un ciego buscando su cartera. Era la primera vez que veía a uno de ellos reaccionar de un modo tan humano. Entre las hojas, la hija de los Day metía las manos y buscaba algo que se introducía en los arbustos. Eva se agachó y continuó gateando introduciéndose entre las ramas. Terens tuvo que dar algunos pasos para ver por dónde iba.

Tras la floresta, descubrió el agujero.

Agujero por el cual Eva desaparecía a gatas y Terens no podía hacer nada por impedirlo. Pensó en golpearle las piernas. Hacerla parar. Tirar de ella. Evitarlo. Pero se sentía mal solo de pensar en hacerle daño sin poder mirarle a la cara. Porque, aunque estuviera muerta, sabía que se estaba comportando de un modo diferente. Aquella chica tenía un comportamiento especial respecto a los engendros que había conocido.

Pero, ¿adónde iba? ¿Qué había al otro lado de ese agujero? ¿Dormía ahí? ¿Habría más de ellos allí dentro? Terens se agachó y empezó a seguirla. Delante de él, el túnel descendía hacia la negrura. Olía a tierra mojada y a una multitud de mezclas deshonestas. El agujero comenzaba entre dos rocas donde había huellas de manos de lo que parecía ser sangre seca. Terens no estaba seguro de cómo sería el interior del túnel, pero algo le decía que estaba ante algo importante que debían saber todos los del pueblo. Echó la cabeza hacia delante para ver mejor. Tuvo la sensación de que algo se había movido.

Ese algo salió y le mordió el rostro.