La noche llegaba por el horizonte. El frío repentino, incansable, bajaba por las montañas como un depredador con necesidad de alimentos. El pueblo estaba muerto. Nelson lo supo con una certeza absoluta, la misma con que sabía que todos estaban condenados de una forma u otra. Nelson miró alrededor confundido, desconcertado, intentando ver entre las mujeres que empujaban su silla de ruedas y corrían espantadas.
Drew se había separado del grupo y se metió en un coche rojo.
—¡Tiene un cuarto de depósito! —chilló.
Lo abandonó y corrió hacia otro lado.
Prestia también se alejó en dirección a una furgoneta verde. Candi Staton no soltó los mangos de la silla de ruedas y, con Nelson delante, siguió caminando a paso ligero por el aparcamiento. Al ver que Prestia y Drew se habían alejado, empezó a dar vueltas, indecisa. Nelson se estaba mareando.
—¡Medio! ¡Medio depósito, Dios Santo! —gritó Prestia desde la furgoneta—. ¡Este vale! ¡Vámonos de aquí!
—¡Ya vienen!
Candi empezó a correr y a respirar como una practicante de footing en sus últimos cien metros. Tenía fuerza. Daba sendos tirones a la silla de ruedas como un buen mozo de carga. En esa dirección el terreno descendía levemente y fueron adquiriendo una velocidad que, en pocos segundos, se volvió vertiginosa, cuando menos.
Prestia había desaparecido del asiento del conductor. Candi y Nelson llegaban al vehículo en el mismo instante en el que unos cuantos muertos vivientes se adentraban entre las hileras de coches. A pocos metros de la furgoneta, Nelson tiró fuerte del freno y la silla giró en otra dirección. Candi y él cayeron al suelo con un aparatoso golpe. El armazón más pesado de la silla aplastó las mutiladas piernas de Nelson y el chico negro chilló como una hiena ensartada. La sangre se desparramó por el pavimento y Nelson creyó que moriría allí mismo de tanto dolor. Candi se había desmoronado unos metros a su derecha y su vestido se había rasgado. De la avenida, de los aparcamientos adyacentes, surgieron sendos grupos de mordedores. Un chico de pelo negro, que se había suicidado arrojándose desde lo más alto del centro comercial, se puso en pie.
Al verlos correr como hormigas pisoteadas, los muertos proferían gritos horripilantes y corrían torpemente hacia ellos. Candi levantó el carrito con todas sus fuerzas hacia la furgoneta verde. Prestia abrió las puertas traseras y corrió a ayudarla.
—¡Candi, arriba! ¡Por el amor de Dios! ¡Métete en la furgoneta! —le gritó a la mujer en bragas.
Drew Cassy venía corriendo desde el otro lado, sorteando a los primeros asesinos que se interponían en su camino. Candi se puso en pie, sin reparar en su muslo derecho raspado y amoratado, y arrastró su pierna tan rápido como pudo hacia el vehículo. Desde allí gritó a su amiga:
—¡Drew, corre! ¡Corre, cariño, por favor! —Y dio otro tirón de Nelson hacia el interior.
La silla de ruedas se quedó en la calle. Con los nervios, habían intentado tirar del chico y de los hierros a la vez. No podían. ¿Quiénes se creían que eran? Nelson se estiró intentando ayudar, dentro de su tormento. Cayó en la parte de atrás y cerraron las puertas. Nelson abrió un poco los ojos y contempló la imagen de su abuela sentada en el asiento trasero del vehículo, observándole con sus ojos negros tan característicos.
Esta vez no sonreía.
Prestia cerró las puertas y salió corriendo hacia la parte delantera. Candi, por el otro lado, hizo lo mismo hacia el asiento del copiloto. Prestia abrió la puerta corredera lateral y luego, entró en el asiento del conductor y puso en marcha el coche. Un muerto con pantalón de peto y camiseta blanca apareció a cierta distancia del capó. Levantó las manos como en una película antigua de terror y corrió hacia el cristal. Destrozándolo de un manotazo.
Drew corría descalza hacia la furgoneta. Los tacones habían volado en cuanto había echado a correr. Un muchacho con medio cuerpo quemado y sin manos, quiso alcanzarla con tanto ímpetu que, cuando ella se paró, el engendro voló por delante hasta estamparse con una farola. Empezó a oír disparos. Alguien disparaba a los muertos. Luces y sombras, y alguien reventando cráneos. Las balas sobrevolaban el lugar, pero Drew no supo exactamente por qué parte, y tampoco se paró a descubrirlo. Drew solo miraba al suelo y corría de puntillas con todas sus fuerzas. En la oscuridad que se cernía sobre ellos, el alumbrado público hizo acopio de fuerzas y comenzó a iluminar el escenario de la matanza. La mayoría de las personas, gente muy mayor, sucumbía ante el ataque de los muertos. Uno de esos babeantes seres cayó de bruces a los pies de Drew con un agujero de bala entre las cejas. Drew no tuvo tiempo de sortearlo y, al pisar aquella carne flácida y descompuesta, resbaló y dio con la cabeza en el suelo. Pensó que ahí se acababa todo. Dolorida, miró a un lado y encontró una señora con pantalón vaquero y pechos colgantes arrastrándose hacia ella como una boa con hambre.
La furgoneta la aplastó sin miramientos.
Prestia asomó y tiró de ella hasta ponerla en pie. Drew se dejó caer en el asiento de atrás y sintió que algo se había desencajado en su espalda. Gritó mientras un dolor sordo le recorría toda la columna de arriba abajo. Apretando los dientes, agarró la manija y cerró la puerta. Docenas de criaturas se adentraron en el aparcamiento y ya era casi imposible distinguir a la gente viva del pueblo. La luz anaranjada de las farolas mostraba la batalla campal en la que se había sumido el pueblo. Prestia aplastaba todo bicho que se ponía delante del furgón. Mientras atravesaban la avenida principal, Prestia pisó el acelerador a fondo y aconsejó a todo el mundo que se colocara los cinturones de seguridad.
—¿Cómo vas ahí detrás, Nelson? —gimió Prestia con una voz chillona. Estaba fuera de sus casillas.
—Bien…
—¡Aguanta! ¡Saldremos de aquí!
Un hombre viejo se acercó a la furgoneta y salió despedido hacia arriba. Los muertos no intuían el peligro. No entendían la situación. Una mujer negra bastante fornida irrumpió por el lado del copiloto y unos brazos moteados atravesaron la destrozada ventana y le tiraron del pelo a Candi.
—¡Maldita sea!
Prestia giró el vehículo hacia el otro lado para ayudar.
—¡Aaaarrrghh!
Los brazos cayeron en el asfalto con el manojo de pelos entre sus dedos.
Candi lloraba sujetándose la cabeza como una loca. Drew le puso la mano en el hombro e intentó consolarla. Prestia observó a aquella mujer y sintió compasión. También furia. La furgoneta abandonaba el pueblo. La iglesia era testigo de ello. Otro muerto, un tipo gordo con camiseta negra y pistolas en las manos, se puso enfrente del vehículo; Prestia pisó a fondo y lo reventó. El parachoques también quedó hecho trizas. El impacto les hizo dar un bote y la furgoneta estuvo a punto de volcar por un momento levantando en el aire ambas ruedas del lado derecho. El golpe provocó otra punzada en la espalda de Drew, la cual también lloraba junto a su amiga Candi. Los ojos llorosos gobernaron el interior del vehículo como si no hubiera algo infeccioso en el aire. Por el retrovisor, vieron por última vez el pueblo.
—… hacerlo —Candi dijo algo entre el desconsuelo.
—¿Cómo dices?
—Tienes que dejar de hacerlo. —Candi se tocaba la cabeza como si la tuviera en carne viva. Le caían las lágrimas, como si no pudiera contenerlas. Aun así, seguía hablando.
—¿El qué?
—No puedes ir atropellándolos a todos. Lo único que nos queda ahora es la furgoneta. Sin ella estaremos perdidas. Intenta evitarlos, Prestia.
Prestia miró hacia atrás y preguntó a Drew por qué se lamentaba.
—Me he hecho daño en la espalda. No es nada.
—¿Nelson?
—¿Nelson?
Nelson se revolvió y quedó quieto en la oscuridad. ¡Dios! ¿Por qué aquella imagen de la abuela sentada en el asiento? ¿Por qué le miraba por encima del hombro de tan mala gana? ¿Por qué no se desvanecía?
Jamás una aparición duró tanto rato.
—Estoy… bien —mintió a Prestia.
Mantuvo los ojos cerrados y pensó. A juzgar por la forma, no era una de esas apariciones normales de la abuela. Su mirada representaba gravedad. Daba la impresión de… lo que ella desprendía… era cumplimiento.
«Nano, cuando la gente va a morir, ve a sus seres queridos».
Aquello sí tenía sentido. Pero, entonces, ¿significaba que iba a morir ya? La abuela se reclinó hacia él y le puso algo frío y húmedo en la frente. A primera vista era su mano, pero el tacto era como el de un paño de hilo o una toalla mojada. El agua resbaló sobre sus ojos, las mejillas y hasta la comisura de sus labios.
Una mano firme le cacheteó. Nelson siguió inmóvil. La carne en contacto con su cara no parecía la de un muerto. Era suave y cálida. El pecho. Le dolían el pecho y sus partes. No sentía el cuerpo. Su miembro estaba mojado.
—¡El coche! ¡Para el coche! ¡El chico no está bien! —oyó en la lejanía.
Nelson sintió entonces una enorme tranquilidad. Su cuerpo era embadurnado con unas cremas frías como el hielo. Un chico muy guapo, de rasgos muy marcados, le masajeaba los pies y se los besaba. Su cuerpo se elevaba. Pesaba muy poco. Apenas tenía que moverse y ya notaba como flotaba llevado por la brisa que recorría el cielo azul, allá donde las nubes no llegan.
Se sentía enormemente bien. Ya nada importaba. Miró hacia abajo y vio el mar. Lo más importante: sus queridas piernas seguían estando. Todo había sido un sueño. Oyó las olas golpeándose entre ellas. El sonido de los peces, al mover sus bocas bajo el agua. La verdadera madre del ser humano no era la tierra, sino el mar. El mar sobre el que él y todas las demás almas se deslizaban y se enfrentaban a la luz del sol. Las nubes, la arena, los árboles… allí reposaban todos los que una vez existieron…
Podía ver… De pronto, oscuridad. La noche. La luna llena sobre una figura. Una cara dulce, ovalada y sombría sudaba sobre él. Pestañeó y sonrió al ver a Prestia. Qué guapa era aquella chica, Dios. Qué bien le hacía sentir el solo hecho de verla. Jamás pensó que se decantaría por el amor de una chica hasta que apareció ella. Contempló sus suaves manos sobre su pecho. Se lo había estado masajeando. Le había soplado en su boca. Le había besado. Un sabor dulce y cálido permanecía dentro de él. Le había devuelto la vida a un muerto.
—Deja de llorar, por favor —murmuró Nelson, tirado en el suelo.
Prestia dejó de apretarle el pecho y se llevó las manos a la cara para desahogarse. Nelson se las sujetó.
—No lloréis —dijo a Candi y a Drew, ambas iluminadas por la luz natural de la diosa Selene.
Candi y Drew sollozaban abrazadas. Habían parado el coche en plena vereda. La luna resplandecía. No hubo ninguna conversación más. Solo besos y abrazos. Y un camino incierto por el que transitar.