Jason dejó atrás la iglesia y avanzó hacia la calle solitaria. El entorno era bastante tenebroso. Pese a tener sol en lo más alto y estar bastante iluminado, la soledad —en ausencia del canto de los pájaros—, era agobiante. El niño salió a la siguiente calle y dio con el mismo panorama. Una de las razones por la que no le gustaba andar a solas por el pueblo, era el impacto que suponía encontrarse tan solo en un lugar en el que siempre había visto a gente deambulando por las calles, desde que tenía uso de razón.

Jason era muy de hablar con todo el mundo. Le encantaba estar acompañado y charlar, incluso con los mayores que se cruzaba. Odiaba que no le saludaran, un simple «hola» bastaba. Pero, sobre todo, odiaba no tener a alguien a su lado al que poder decirle lo que estaba pensando en estos momentos. Tenía la sensación de estar soñando o de estar inmerso en una de esas películas apocalípticas que tanto le gustaba ver a su madre cuando iban al cine. Cuando vivía. Cuando todo era normal. Cuando…

Jason se paró y miró al fondo de la avenida. Las hileras de casas se extendían en ambas direcciones. Hacia el final estaba el bosque de abedules. En esta época del año, la tonalidad de sus hojas variaba con cada rama y en sus innumerables brazos, las podías encontrar de diferentes tipos de verde y marrón. Jason imaginó por un momento que estaban rodeados y que, como en aquella película que tantas pesadillas le dio, las ramas de los árboles cobraban vida. Se balanceaban como tentáculos independientes y acechaban hasta encontrar su manjar. Su madre le había enviado a dormir antes de que terminara aquella película, pero Jason tuvo ocasión de ver cómo unas ramas inmundas violaban a una de las chicas en el bosque.

Las casas estaban cerradas a cal y canto. Jason había estado con los hombres del pueblo, ayudando a comprobar el interior de algunos de aquellos hogares que ya no tenían dueño. Después, iban cerrando puertas para que nadie se colase dentro. Las casas blancas a un lado, las de color crema a otro, mostraban ahora suciedad en la mayoría de sus fachadas. Paredes y ventanas adornadas de un color grisáceo, que representaban abandono.

Volvió a mirar al fondo hacia los abedules y reparó en la valla que salvaguardaba sus vidas. Aunque alguna vez habían aparecido muertos vivientes por ese lugar, que él supiera, ninguno había llegado por otro lado. Aquella parte estaba vacía ahora. No había nada tras la valla metálica. Sin embargo, tenía la sensación de estar siendo observado.

Atravesó otra de las calles por la pequeña separación que había entre las casas y salió a otra calle. Miró al fondo. Nada. Nada tras la valla. Nada en la avenida. Otra calle. Nadie. De la siguiente calle sí se había apoderado un rumor en el aire. Giró a la derecha y subió por la acera donde el vientecillo hacia bailar a la arena y a una bolsa de plástico sin publicidad. Dejó a un lado un pequeño parque que daba paz a tanto ladrillo, y lo bordeó. No quiso entrar. Olía mal. Tuvo la sensación de que allí le aguardaba algo. Pero, por supuesto, no iba a entrar solo. Probablemente, ni acompañado.

Corrió sin mirar atrás y cuando llegó al aparcamiento del centro comercial, vio a la gente del pueblo. Aún olía a podrido.

Drew Cassy pasó buena parte de aquella mañana de víspera de un espléndido día, repasando los detalles para que todo saliera bien. Drew dijo a su nueva amiga Candi, que la recogería temprano. La acompañaría al colegio situado en la plaza del ayuntamiento, donde habían quedado todas las mujeres para preparar la comida. Allí hablaron de muchísimas cosas. Ambas sintieron que se conocían de toda la vida. Habían intimado ya en la cantidad de citas nocturnas que habían tenido en el ambulatorio mientras jugaban a algunos juegos de mesa con Nelson, Mitch y Ben. Pero aquella mañana, habían terminado por congeniar al cien por cien. Tomaron café, tostadas e incluso un sorbito de aguardiente con anís y azúcar. Durante aquel desayuno se habían mofado de cantidad de situaciones y comportamientos de los hombres. Además, como dijo una señora regordeta en el comedor, ambas se parecían físicamente. Dos mujeres rubias, pasados los cuarenta y no muy estropeadas. «No demasiado estropeadas, señora», contestaron entre risas. Drew y su inseparable sombra de ojos esmeralda. Candi y sus intrigantes ojos negros. Los mismos gustos. Las mismas preocupaciones. Lo mejor: que deseaban lo mismo en un hombre. Lo peor: como era de prever también había diferencias. Algunas tan importantes como el número de relaciones que habían tenido. «¡Tú sí que has vivido la vida!», se le escapó a grito pelado a Candi. Más risas. Candi, al principio, se sintió desubicada. Pero poco a poco, y gracias al buen rollo entre Drew y ella, pudo olvidarse de quién era y de dónde venía.

Las dos estaban preparando los manteles.

Tenían enormes rollos de papel, de más de un metro, que habían traído unos chicos de la ferretería, y de los que ellas iban cortando sendos trozos ajustados al tamaño de cada mesa. Una de ellas lo sujetaba, la otra lo fijaba con pinzas. Aún quedaban mesas por colocar. Las había de todos los tipos: mesas de playa, de salón, de hierro forjado, camillas, escritorios e incluso pudieron ver una mesa de maestro. Todas ellas amontonadas junto al camión de mudanzas que habían utilizado para el transporte de mobiliario.

El lugar que el Consejo había creído idóneo para celebrar la barbacoa era un enorme espacio abierto junto a un aparcamiento situado al final del pueblo. Gran parte del terreno era observado por el enorme centro comercial que se erigía al otro lado de la calle. Con la ayuda de los hombres, las mesas se fueron colocando en filas o en grupos de cuatro. Las más pequeñas, y algunos pupitres, se utilizaron para colocar bandejas, platos, vasos, bebidas y garrafas con agua. Muy cerca de todo ello, junto a las farolas, dispusieron los hornillos y las barbacoas. Bombonas en las más sofisticadas y un par de ellas de latón. Y, por supuesto, una pila de sacos de carbón.

Aún era temprano, pero iba apareciendo gente. La mayoría venía andando y aparecían de entre las casas como nómadas que han encontrado un oasis. Al ver tanto revuelo, la felicidad conquistaba sus caras y se unían a la organización con apremio los más activos. En cambio, las personas mayores se sentaban directamente en las mesas y esperaban ser servidos. Al principio, la inquietud permanecía en sus rostros y miraban a cada lado del llano esperando ver algo raro, pero poco a poco se fueron soltando y conversaban con sus vecinos, como en un día de fiesta.

Drew criticaba a aquellas mujeres por su predisposición a que se lo dieran todo hecho. Candi lo veía normal: eran señoras de más de sesenta años que a poco aspiraban ya. Y si sumábamos lo que le había ocurrido al mundo, solo quedaba en ellas, miradas llenas de temor y desconfianza. No pegaban nada como supervivientes en un mundo dantesco y enloquecedor lleno de seres en buscaban sangre. La tercera edad era carne fácil para la bestia. No tenían oportunidad alguna. Nada que hacer, contra las criaturas de las que Candi se había librado en el accidente de tren. Ahora, lo único que les quedaba era arremolinarse formando grupos y murmurando por lo bajo sobre lo que ocurría a su alrededor.

Sus esposos lo llevaban mejor. Los hombres tenían la habilidad de librarse rápidamente de todo espanto y buscaban algo que hacer o preguntaban cómo podían ayudar para sentirse útiles. A la gente le encantaba la idea de sentirse en familia. Pasarlo bien y olvidarse de todo al menos por un día. Dicha frase había sido utilizada por el Consejo en la octavilla que habían impreso y que habían repartido anunciando la celebración de la barbacoa.

Sin embargo, Drew le había comentado a Candi que el verdadero motivo no era ese.

El Consejo estaba formado por Drew Cassy, Samuel Day, Berta Aure, John Middles, el padre Mile y el viejo Tinny. Poco después de lo que denominaban «El Día del Cementerio», la gente se había reunido en la iglesia para rezar. Sus almas se encontraron, de la noche a la mañana, fuera de lugar. Solo les quedaba Dios, contó Drew. Decía que hasta ella se vio a sí misma asistiendo al centro religioso en busca de alguna respuesta. Nadie entendía qué había pasado y por qué los muertos se habían levantado de sus tumbas en Rotten. Por qué atacaban a los vivos. Y lo peor: por qué estaba empezando a ocurrir en todo el país. Drew contó a Cassy que vio a un señor que había muerto semanas atrás, llamando a la puerta de su casa.

Le puso los pelos de punta.

Se encontraban en apuros, pero… ¿Cómo explicarlo? En aquel pueblo no había laboratorios que hubiesen dejado escapar algún virus; no había caído ningún meteorito, el gobierno no hacía pruebas con sus aldeanos… Sin embargo, la sensación era que todo había empezado allí. Por alguna extraña razón. Tampoco supieron a quién solicitar ayuda: los máximos dirigentes, tanto el alcalde como el jefe de policía, habían muerto en el altercado. Incluso, el musculoso ayudante y alguacil Sung.

Fue entonces cuando surgió la figura de Samuel Day. Un ex policía que había buscado su lugar de retiro en la sierra y que apareció entre todos ellos con planes en mente. El tal Day no quiso tomar las decisiones por su cuenta, era bastante democrático. Y menos sin ser oriundo de Rotten, como él había expuesto. Samuel Day solicitó crear un Consejo y de este modo se tomarían las futuras decisiones por el bien de la comunidad. Drew se acercó a Candi y dijo en voz baja:

—El verdadero motivo de la barbacoa es hacer que la gente lo pase bien, sí. Pero lo peor de todo es que apenas nos quedan suministros. Se está hablando de una semana, como mucho. Tenemos un problema.

Junto a ellas, sentado en una silla de ruedas estaba Nelson. Llevaba puesto un batín de hospital azul y, de cintura para abajo, estaba vendado por completo. Nelson no se había olvidado de nada. En su sillita de ruedas miraba a las montañas como si pudiera perderse en ellas, y se preguntaba si algún día podría volver a andar.

Prestia, la enfermera, era una chica encantadora. De su edad. En sus ojos azules podía ver el diagnóstico: «No volverás a andar, chico». Le llamaba chico tal vez para alejarse de él. Del apego que había nacido entre los dos, pero que ninguno necesitaba. Sabía que Prestia tenía miedo de darle aquel dictamen, una y otra vez le recordaba que no era médico, ni siquiera enfermera. Era estudiante de enfermería, y ya ni eso. Prestia era maravillosa, pero a sus veintiséis años era demasiado reservada. Probablemente, una chica con su comportamiento no tendría novio. Ni lo necesitaba. Cuando se quedaba a solas en la habitación con Nelson, era simpática, agradable, abierta… Pero delante de los demás, Nelson se convertía en un mero paciente para ella. Un chico con problemas al que solo podía curar con vendajes y antisépticos.

Nelson quería saber más de Prestia. Indagar en la vida de los demás era lo que a Nelson más le gustaba hacer. Su trabajo había consistido durante años en hacer preguntas indiscretas mientras echaba las cartas a la gente. Ellos siempre contestaban, pues para eso llamaban a las líneas telefónicas de pago. Nelson le había contado a Prestia en qué trabajaba. Qué hacía en la vida antes de la pesadilla, y a ella se le escapó una sonrisita. Prestia no creía. Para no molestarlo, le había echado la culpa a que había desarrollado más la parte racional de su cerebro, gracias sus estudios de ciencias. Aquello, en otra situación, hubiera enervado a Nelson y hubiese sacado lo peor de él. Lo suyo también era ciencia.

Pero aquella chica era su única amiga de momento. Confiaba en ella. Prestia era lo único que le distraía del infierno. La persona que le ayudaba a no pensar en la mierda en la que se había convertido su vida. Una vida sin piernas. Nelson recordó la dulce mirada de Prestia, su fugaz sonrisa, y deseó verla una vez más. Jamás había sentido algo parecido por una mujer… Prestia. Prestia. Prestia.

Su amiga.

Nelson era muy directo. Para trabajar en televisión no tenías que tener ninguna vergüenza. Fue un buen consejo. Nelson se lo había dicho a Prestia durante una de las curas y ella se había reído una vez más. Pero era cierto. La televisión no era un mundo temeroso de Dios. Para una persona como Nelson, aquello era un considerable dolor de cabeza. Dios guiaba sus pasos desde que nació. Estaba seguro. A través de él, la gente podía saber sobre su futuro. Nelson tenía visiones. Había venido al mundo para ayudar a los demás con los mensajes que el Creador le transmitía. Gracias a su desarrollado subconsciente estaban en contacto. La abuela de Nelson lo repetía constantemente: «Tenemos línea directa con Dios». Nelson recordaba claramente cómo la gente iba a casa de su abuela y atravesaban aquel angosto pasillo que olía a rosas. Decenas de conocidos (y otros no tanto) en busca de respuestas para encontrar la tranquilidad. Deseando poder expulsar el desasosiego de sus vidas. Como si aguardaran en un hospital los resultados de unas pruebas.

Nelson era uno de los elegidos por Dios. Por la Virgen. Su abuela lo decía. Le enseñaba a canalizar sus mensajes. Debía utilizarlos para ayudar a los demás. Su abuela le enseñó a hablar con su madre, después de que ella muriera. Le enseño a no tener miedo de ellos. A caminar por la línea de lo increíble todos los días. A ver siempre el lado bueno. Le enseñó a ver la naturalidad de la muerte en la vida… Pero Nelson había elegido el camino equivocado. Había ganado dinero con su don y por eso Dios le había castigado. Había castigado a todos.

«Nelson. No puedo guiar tus pasos. No tienes pies con los que darlos», oyó en su cabeza.

John Middles recogió la nota del suelo y la leyó:

Volvió a la calle y subió en la moto. La había dejado con el pie puesto y con el motor en marcha. Abandonó la calle pensando en Terens y en la oscuridad que envolvía al chico. Llegó a la calle principal y fue a velocidad reducida por la amplia avenida que atravesaba el pueblo, observando el panorama a su alrededor. No le dio tiempo a pensar mucho más cuando llegó a la glorieta, la bordeó y salió al lugar donde estaban todos.

Aparcó la moto junto a una de las farolas del aparcamiento y caminó hacia las mesas.

Durante unos instantes estuvo admirando la rapidez con la que se había levantado aquel festejo. Muchos de los que allí estaban trabajaban en algo y se comunicaban con sus vecinos bajo la cálida luz del sol. Todo hacía presagiar de un día maravilloso para el recuerdo. Middles buscó con la mirada a Laurel-Ann. La encontró junto a sus tías Julia y Maia, gemelas, sentadas a una mesa. Preparaban lo que parecía un enorme barreño con ensalada.

Mientras Middles se dirigía allí, Berta Aure se le adelantó y, al verle, le llamó con el dedo. Laurel-Ann le dio un cuchillo a la señora Aure, y esta le dijo algo a la joven que le hizo sonreír.

—Buenos días a todas, menos a una —dijo Middles, sujetando a Laurel-Ann por los hombros.

—Vaya, ¿te has caído de la cama? —cuestionó Laurel.

—¿Sabes hacer una ensalada, John? —bromeó Maia—. Porque aquí parece que ningún hombre sabe cocinar.

Tenía una enorme bandeja de patatas bajo ella y estaba cortándolas a tiras.

—Señora tía, Middles aprende rápido. Dígame cómo y lo haré con mucho gusto —dijo John y empezó a remangarse la camisa.

—Ji, ji. No, déjalo. Y no llames tía a mi hermana, que nos haces sentir mayores —replicó Julia—. Además, el señor Day estaba preguntando por ti hace un momento.

—Sí, tenemos que reunirnos, John —aclaró Berta Aure.

—Está bien —musitó Middles—. Oye, Laurel-Ann, no veo por aquí a Terens.

—¿Buscas a Terens Rodríguez? —cuestionó una de las gemelas.

—Dijo que pasaba de venir —alegó Laurel-Ann. Ella y su tía Julia habían empezado a volcar una lata de atún sobre el barreño. Las dos se defendían bastante bien con el peso de la lata. La joven echó más aceite y empezó a removerlo cuando su tía le indicaba.

—Necesitamos más huevos —dijo Maia.

—Voy yo —dijo Berta Aure, y se marchó hacia el fondo de las mesas.

—Me dejó una nota. Decía que estaba aquí contigo —dijo Middles—. Bueno, quizás venga más tarde.

—Espero que sí —dijo Laurel-Ann—. Y si no, cuando termine esto, me acercaré a ver qué tal.

—Está lejos. Yo voy un momento en moto y lo recojo.

—¿Has venido en moto, John?

—Odio andar —alegó John Middles—. Y estoy mal de una pierna… Mira.

Middles anduvo de un lado para otro imitando a un cojo. Lo hacía muy bien. Las mujeres rieron.

—Qué socarrón que estás hecho —rio Maia.

—No, en serio. Ahora dentro de un rato me acerco, ¿ok? —dijo a Laurel.

Berta Aure volvió con una fuente de huevos entre sus brazos. Decenas de huevos duros y sin cáscara.

—Tomad, aquí tenéis. Vamos, John. Nos espera el Consejo —dijo Berta.

El capitán de las fuerzas armadas, Mitch Wailer, no había confiado tanto como Candi en la gente del pueblo.

Aceptaba y agradecía que los hubiesen acogido. No sospechaba nada extraño de ellos. No había ninguna maldad en aquellas personas que intentaban aislarse del miedo celebrando fiestas y procurando defender su tierra creando empalizadas con vallas metálicas. Pero Mitch era capitán del ejército, pertenecía a la 5a Compañía de Apoyo de la Sección de Armas del Tercio de Infantería y lo que para muchos era un trabajo, para él era su vida. Se podía decir que Mitch había abandonado a su familia por un sueño. Y ahora, de la noche a la mañana, había perdido las dos cosas.

«¿Por qué no tenemos noticias de Comandancia? ¿Por qué nadie viene a buscarnos?».

Mitch Wailer estaba apoyado en una de las mesas. Nelson estaba a su lado, pero ambas mentes estaban a decenas de kilómetros la una de la otra. Mitch tenía un debate interior muy fuerte. Su mujer y sus hijas estaban en Vany, su lugar de residencia. Solo sesenta kilómetros al norte de donde se encontraba en este instante. Mitch dirigió su mirada hacia la carretera del fondo, la que dejaba atrás Rotten y subía entre los árboles y el puente hacia las montañas. Por ella había entrado una tarde con su familia para ir a ver una película en el recién estrenado cine del centro comercial. El edificio ahora estaba cerrado a cal y canto, y sus cristaleras negras brillaban con el sol.

La idea era muy fácil. Solo tenía que decir a todos que se marchaba. Que le prestaran un coche, y él solo subiría por aquella carretera, atravesaría el puerto y seguiría hasta el siguiente pueblo (que si no recordaba mal era Gregory: el más grande de todos los pueblos de la vía verde).

Antes de entrar en él, hacia el este, estaba la salida hacia Vany. Y hacia el oeste se llegaba a… No lo recordaba.

Mitch había vivido toda la vida en la ciudad hasta que se casó con Robie y vinieron las gemelas. Robie había nacido en Vany, pero salía los fines de semana con sus amigas en la ciudad. Aprobó el carné de conducir a muy temprana edad y su madre le había regalado un coche. Robie y Mitch se habían conocido en la discoteca EdeN, muy famosa en aquellos años. Así había empezado todo. Y cuando ella se había quedado embarazada, la madre de Robie les había ofrecido vivir en el pueblo. Mitch, por entonces, estudiaba en la escuela de suboficiales y veía bien que Robie y las niñas tuvieran compañía. Él tenía que pernoctar por un tiempo en la escuela así que…

Fue una buena época. Con muchas puertas abiertas para que todo saliera bien.

—Eres un tío serio —dijo Ben Respibi, a su lado. Le estaba ofreciendo un cigarrillo.

—Deberías saber ya que no fumo —negó Mitch.

—Te lo habré ofrecido cientos de veces, ¿no? Perdón, es la costumbre —Ben Respibi marcó aquella mini sonrisa tan característica en él. Luego, encendió el cigarrillo que tenía en sus labios y aspiró una fuerte bocanada de humo—. Dime, Mitch: ¿cuándo piensas largarte?

Mitch lo observó durante unos segundos. Pero no dijo nada.

—Sé que tienes mujer e hijas, me lo ha dicho Candi. Es normal que quieras ir en su busca. Yo, en tu lugar, ya no estaría aquí. Candi me dijo que vivías en Vany. He estado muchas veces allí, ¿sabes? En las oficinas de la Protectora Gunesque, en la calle Serote, ¿puede ser?

—Apenas conozco el pueblo. Únicamente, vivía allí.

—Ah, bien. —Ben Respibi miró hacia el lugar de donde Mitch no podía apartar los ojos: la carretera de las montañas—. Se va por ahí, ¿no? Debe ser una especie de prueba para ti estar aquí sentado a las puertas de tu destino.

Mitch asintió.

—También lo es para mí —continuó Ben—. Ese lugar es como una puerta al pasado. Por ahí regresé yo el día del cementerio.

—He oído que eras vigilante de seguridad.

—Cierto. Trabajaba en…