El rumor del agua era dulcemente relajador. El olor a tierra mojada en la gruta enternecía los sentidos. Sin embargo, lo que le hacía disfrutar del momento allí, en el culo del mundo, era la ausencia de voces humanas. Hacía rato que no escuchaba a nadie. Por un momento, rechazó el amodorramiento. Pero sus ojos en la oscuridad de la cueva de poco servían. Así que dejó caer sus parpados y se dejó llevar.
Dejarse llevar.
Entonces se incorporó de un salto. El corazón le latía violentamente, tenía la mano en la pistola y el estómago vacío. Lo único con lo que contaba su estómago para combatir el hambre era una sustancia sin peso. Su estómago profirió un indescriptible sonido y Mitch se arrugó en la penumbra. La luz del enlace parpadeaba y el irritante sonidito calaba en el alma. Colgó. Y durante un rato permaneció sentado allí, inmóvil, preguntándose qué le había despertado. ¿Un sueño? Parecía más un pensamiento en la semiinconsciencia del despertar. Una calavera. Una calavera y cientos de ellas detrás. Una carretera y un tío gordo corriendo para salvarse. Un fulgor verde y la muerte. Los ojos de la muerte, la boca de los vivos.
El rumor del agua desapareció de sus oídos y se oyeron unos pasos de alguien entrando en la cueva. En la entrada apareció la silueta de un hombre pequeño, de comportamiento exaltado y manos abiertas. El hombre vestido de color caqui se dirigió con cautela hacia las pertenencias de Mitch. ¿Había dicho algo? Le dirigió una mirada inquisitiva y el soldado se clavó en el sitio.
—¿Mi capitán? Me envía el sargento. Quiere saber si usted ha recibido el mensaje.
Mitch recordó el enlace y su endiablado sonsonete.
Lo había apagado de mala gana. Ese sargento era demasiado idiota. No le dejaba en paz. Mitch odiaba la preponderancia. Tan odiosa como tener que soportar unas maniobras en el campo cuando lo que uno deseaba en esta época era estar con la familia.
—Qué quiere el sargento ahora —respondió Mitch con sequedad.
—¡Ha ocurrido algo! —gritó el soldado desde el agujero en la roca. El hombre vestido de color caqui dio un paso al frente y se detuvo. Mitch observó cómo su silueta se empequeñecía al ingresar en la débil oscuridad—. Hemos escuchado un fuerte estruendo, mi capitán. Varias explosiones —continuó—. El sargento me alertó para que le avisara. Espera órdenes en el punto de referencia AK-12.
—¿En el camino de los túneles? ¿Tan lejos ha ido?
—Sí, mi capitán… La tierra tembló bajo nuestros pies.
—Qué raro —reflexionó Mitch. La sexta compañía jamás usaría ese camino para atacar. No tenía nada que ver con lo previsto. Llevaban dos días sin tener noticias de la base. Era inusual, pero no anormal. Cada mando era libre de crear nuevas estrategias. Las compañías buscaban modos de divertirse dentro de las rutinarias maniobras. Mas no se esperaban sorpresas para estas. El comandante le aseguró que serían tranquilas y pasajeras… Típicas. Aunque, ahora que lo pensaba, quizás solo quería calmar su berrinche y cortar sus quejas.
Se agachó y empezó a atarse las botas.
—Espéreme fuera, por favor.
—¡A la orden, mi capitán!
Al acercarse donde había dejado colgadas las trinchas, disminuyó su ritmo. Porque, con cada paso, el incipiente presentimiento tomaba una forma más consistente y horrible. Comprobó que estaban todos los pasadores y se puso las amarras. Cogió su arma y la colocó en el cinto. El cargador en la otra parte. Subió a sus hombros el enlace (¡Mierda, cómo pesaba la caja de hierro!) y salió.
Rescató la gorra del bolsillo lateral de su pierna y se la ajustó en la cabeza.
La barba le picaba. Pese a estar oscureciendo aún había claridad en la garganta. Un último rayo de sol ensartaba el desfiladero de oeste a este. Arriba, en la buitrera, los buitres habían desaparecido. Normalmente, hacían círculos sobre sus cabezas, algo que arrancaba decenas de bromas entre los soldados. Pero ahora no estaban. Y sin embargo, él se encontraba allí. El aire seguía siendo puro, lleno de ese otro aire que alteraba los sueños, y el agua seguía descendiendo sobre la roca a través de las cientos de cataratas que se habían constituido hasta donde alcanzaba la vista.
Mitch miró al soldado y cómo había encendido un cigarro y apoyaba su pierna sobre un matojo que parecía una mujer abierta de piernas.
—Usted es al que llaman Rori, ¿no? —le preguntó.
—¡Sí, mi capitán!
—¿AK-12, entonces? Tire el pitillo y sígame. Vamos.