Este libro está dedicado a todos los que, consciente o inconscientemente, han hecho renacer en mí, en algún momento de sus vidas, el tema zombi.
A mi mamá, que me sacó de casa una noche de tormenta, en ausencia de mi padre, para ver en casa de nuestra vecina La noche de los muertos vivientes.
A Cristina, que aprendió a sufrir a mi lado. ¡Verde!
A mi pequeña Ágata, que me cogía de la mano para cruzar la calle y en las tardes de invierno me decía: «Papiloto, ¿jugamos a los zombis?».
Al editor de Dolmen, Vicente García, por interesarse en lo que de mí pudiera nacer.
Al escritor Juan de Dios Garduño, por creer en mis narraciones como nadie lo ha hecho hasta ahora.
A la escritora Pilar Pedraza, por tener tan buenas palabras hacia la novela.
A mi amigo José Rafael Martínez Pina, por su lectura y corrección.
A mi amiga Mónica jurado Sáenz, por su lectura y opinión.
Pero como he dicho al principio, a todos los que de una forma u otra, han tocado el tema zombi en mi vida.
Muchas gracias.
Un libro es de por sí un zombi.
Véanlo de esta manera: el libro sobrevive al autor y, cuando se publica, nace, pero ya nunca muere. Ni el fuego puede hacerle a frente, porque los libros han evolucionado y ahora tienen el poder de ser digitales. Aunque no es lo mismo. Ya no huelen. De todas formas siguen siendo zombis. Inmortales. Hasta el fin de los tiempos. Y no se les puede matar porque no tienen cerebro.