Candi frunció el ceño. Se sentía enormemente segura allí dentro, pero aún no entendía cómo había terminado con un café en cada mano y paseando por los pasillos a oscuras de un centro médico familiar en un pueblo perdido en el culo del mundo.
La paz llegaba a sus oídos a través del hilo musical. María Callas zarandeaba su voz a través de Le nozze di Figaro, de Mozart. Aquella melodía hacía soportable la soledad. La música de ambiente en el inmueble había sido idea del oficial de guardia Ben Respibi. Un chico guapo, alto, de ojos azules, con el que Candi había vuelto a sentirse como una quinceañera la noche pasada.
Ben Respibi era la mano derecha de Samuel Day, el ex policía. Los ojos azules de Ben visitaban constantemente el edificio. Como si tuviera la misión de vigilarlos o como si quisieran estar cerca de ella. Era fácil dar con el apuesto muchacho. Frecuentaba la recepción del ambulatorio de vez en cuando y allí se sentaba como un vigilante de seguridad a leer novelas de terror.
Candi y él tenían mucho en común.
Samuel Day, el viejo del mechón blanco, perilla y gorro de vaquero, el que parecía llevar la voz cantante en aquel búnker al aire libre llamado Rotten, había sugerido que Mitch y ella (los nuevos) podían instalarse en el ambulatorio junto al malherido Nelson. El chico negro aún necesitaba atención médica. Con el paso de los días se había recuperado bastante bien del atropello. Pero sus piernas seguían sin responder. Era imposible saber si volvería a andar. No quedaban médicos en el pueblo, lo más parecido a uno era Prestia. Una chica bajita, de muy buen tipo, estudiante de enfermería, la cual había pasado de estudiar para una licenciatura a llevar un centro clínico al completo. Prestia, bien por la mañana, bien por la tarde, se acercaba a ver a Nelson y le administraba los medicamentos necesarios y disponibles para soportar el dolor.
En la planta baja del ambulatorio había dos consultas y una sala de curas. Esta última la habían adecuado para que fuera más accesible y como habitación para Nelson. El chico de color parecía ser el único enfermo del pueblo.
En la primera planta había cinco habitaciones, dos de las cuales fueron ocupadas por Candi y Mitch. Al fondo del pasillo, por donde se acercaba Candi ahora, había una sala de descanso con microondas, frigorífico y máquina de refrescos y café. Candi llevaba dos cafés en la mano en la semioscuridad del amanecer: cappuccino y latte macchiato. Candi apoyó los dos cafés en el poyete de la ventana y subió la persiana hasta arriba. La palmera, en el macetero gigante que había a un lado, lo agradeció. Recogió nuevamente los vasos y se acercó a la 102.
La puerta estaba entreabierta.
—Mitch, ¿estás despierto? —llamó a la puerta con el pie.
Oyó unos pasos y la puerta se abrió. Mitch apareció con unos vaqueros a medio abrochar y colocándose una camiseta azul que tapaba a duras penas su torso fornido y robusto. Candi no apartó la mirada.
También pudo ver sus calzoncillos de color rojo.
—Pasa, Candi. Oh, gracias —dijo Mitch al ver los cafés.
—Latte macchiato, ¿no?
—Exacto —sonrió Mitch. Dio un sorbo y lo apoyó sobre una mesa azul en el interior de la habitación. Candi lo miraba mientras terminaba de vestirse—. Le he pedido ropa a esta gente. Me la ofrecieron. Tienen de todo —continuó Mitch.
El capitán se alejó para sentarse en un sillón también azul. Empezó a enlazar los cordones de sus botas militares con energía, lo único que mantenía de su anterior indumentaria.
—Quizás pudieras pedirles algo para ti —dijo.
—Ya lo hice. De hecho, este chándal no es mío… —contestó Candi con desfachatez, dando un pellizco a la tela elástica.
El hombre la miró sonrojado.
—Perdón si te ha molestado mi comentario. Soy demasiado despistado para algunas cosas. Mi mujer decía que no tenía… —Mitch calló y bajó la mirada hacia sus botas.
Continuó anudándolas.
—He pensado que podemos bajar y tomarnos el café con Nelson —terció Candi.
—¿Cómo está hoy?
—Aún no lo he visto. Me acabo de levantar. He dormido más de lo que suelo. Pasé despierta gran parte de la noche, ¿sabes? No he podido pegar ojo desde que esto empezó. También tiene la culpa la inmensa cantidad de cafeína que tomamos anoche mientras jugábamos a las cartas… —Candi cogió aire y suspiró—. Menos mal que Ben me ofreció su café helado. Jamás lo había probado, ¿sabes? Ahora solo de pensarlo me da nauseas.
—Te cae bien ese chico, ¿eh?
—Es muy amable.
—Ya.
—¿Qué quieres decir?
—Nada, nada.
—Nada, no. ¿Qué insinúas? Te recuerdo que soy una mujer casada.
—¡También yo soy un hombre casado y anoche estuvimos comportándonos como parejitas en aquella sala!
Candi se cruzó de brazos.
—¿Qué problema tienes?
—Ninguno —contestó Mitch, y se detuvo jadeando—. Perdón, perdón. Lo siento mucho. No quise… Te pido disculpas. No quise increparte con mis indiscreciones.
Candi refunfuñó y lanzó un insulto por lo bajo.
—Tienes toda la razón —dijo Mitch—. Lo soy. Te lo ruego, discúlpame. Yo no soy así. Son los nervios. Me siento mal por lo que hice anoche, pero tranquila, tú no tienes nada que ver.
—Anoche nos sentamos a jugar cuatro adultos. Unas cuantas partidas de cartas, eso es todo. Nos lo pasamos bien. Reímos. Nos hace falta, después de lo que estamos viviendo, ¿no crees? No tiene por qué remorderte la conciencia nada, porque no pasó nada. Drew, Ben, tú y yo lo pasamos bien. Mira… No sé dónde está mi marido. No sé si estará vivo o muerto. Pero, ¿qué puedo hacer? Lo cierto es que me da igual porque… Porque él me maltrataba.
Candi se imaginó a sí misma haciendo una confesión en uno de esos programas de la tele.
Mitch la miraba con los ojos muy abiertos.
—Yo…
—Tú, nada. El problema es mío y no pasa nada si quiero… —Candi se echó a llorar. No había llorado aún. Contenía toda la rabia. Había vivido situaciones de peligro que no podía imaginar, demasiada intensidad enquistada en su interior. Había estado a punto de morir varias veces en muy poco tiempo.
Cuando los días pasaron, creía que lo llevaría bien. Ella era fuerte. No lloraba con las historias de amor y ningún hombre le había hecho llorar en su vida. Cuando era joven y su padre le obligaba a estar en casa antes del anochecer y se llevaba un bofetón por no obedecer, no lloraba. Candi tuvo una pelea con una chica en la facultad que no paraba de hablar mal de ella. Aquella arpía terminó haciéndole mucho daño. Era tremendamente salvaje, le arrancó gran parte de su pelo. El dolor rozó la locura.
Pero Candi no lloró.
Mas, ahora, era diferente. Como ser humano, su resistencia debía tener un límite. Elevado, pero existente. Las valiosas lágrimas brotaron de su cara. Se giró para que aquel hombre que había conseguido quitar el tapón de su entereza no la pudiera ver.
—No, no y no. No llores, por favor —suplicó Mitch, apoyando la mano en su hombro.
—No tienes la culpa —dijo Candi entre sollozos.
—Sí, soy un imbécil. Tiene toda la razón. Un gilipollas. Ruego me disculpes. No llores, por favor, o… yo también…
Candi no respondió. Mitch dio un paso atrás y se derrumbó.
—¡Oh, mi mujer! ¡Mis hijas! ¡Dios mío! —exclamó—. ¿Dónde están? ¡Las necesito!
Candi se dio la vuelta y encontró al hombre abatido con la cara tapada por sus grandes manos. Se había arrodillado en el suelo y sollozaba desesperado. De pronto, se habían cambiado las tornas.
—Tranquilo. Están bien. Seguro que lo están —le dijo con suavidad.
Sus palabras sonaban bastante inverosímiles. En aquel cuarto blanco y azul, con un cuadro abstracto en la pared del fondo, cuyas formas pudieran representar a una mujer durante el parto, todo sonaba demasiado irracional. Pero, ¿así era el protocolo durante el apocalipsis, no? Calmar al prójimo con mentiras.
—¿Dónde vivías?
Mitch se calmó algo:
—En Vany —contestó.
—¿Eso está cerca de aquí?
—Unos sesenta kilómetros al norte.
—Conocías este pueblo, entonces.
—Estuve aquí hará unos años. Cuando inauguraron el centro comercial vinimos al cine con las niñas —Mitch volvió a gemir—. ¡Mis hijas!
—¿Quieres hablar de ello? —preguntó Candi, frotándole el brazo.
Mitch negó con la cabeza entre lágrimas.
Unos segundos después, se reincorporó, se limpió los ojos y sonrió con tristeza.
—¡Candi! —dijo con un gallo. Era la primera vez que la llamaba por su nombre. Sonó bien—. Tienes que perdonarme, en serio. Soy un cretino. —Ella se encogió de hombros. Mitch le cogió las manos—. Escucha: los cafés deben de estar fríos. Vamos a por otros y bajamos con el chico, ¿de acuerdo? Ahora, Nelson es nuestra familia.