A ambos lados de aquel pasadizo de cemento había escaleras roñosas que conducían a dos pequeños túneles de servicio. Bansky anduvo por el agujero, sorprendido de encontrar bajo tierra algo tan grande y desconocido por tanta gente. La luz entraba a duras penas y, a lo lejos, señalaba un gran punto en la pared. Calculó unos cien metros para llegar hasta la claridad. Había dejado atrás dos túneles más que no tenía ni idea de adónde llevaban pero que, sin duda, pretendía explorar con tiempo. Los túneles excavados tenían cierto aire misterioso. No eran alcantarillas. En algunos tramos estaban a medio excavar y, en otros, la pared estaba asentada mediante muros de contención. Había agujeros en las paredes por los que se filtraba la luz entre amasijos de raíces. Estaba muy cerca. Una sombra borró una parte de la luz al final del túnel y Bansky se paró. Levantó lentamente las dos pistolas como un vaquero y abrió mucho los ojos. Esperó un segundo, quieto como una estatua de piedra. No apareció nadie. Alguien merodeaba por el lugar o quizás hubiese sido el viento meciendo las ramas.
Reflexionó un momento sobre si en el pueblo se había hablado alguna vez de excavaciones o algo parecido. De túneles. De yacimientos arqueológicos… y lentamente un recuerdo inexacto llegó a su mente.
Quizás no tuviera nada que ver. O tal vez mucho. Una tarde de principios de verano en la que apareció por la heladería una chica morena, muy guapa y bien vestida, que hacía trabajos para el Centro Documental de la Memoria Histórica de los pueblos de la vía verde. Aquella institución estaba junto al ayuntamiento y todo el mundo conocía al señor que lo llevaba. El viejo Tinny. La chica, con su encantadora sonrisa, venía solicitando firmas para un proyecto de identificación antropológica en… ¿O era de excavación?
—Mientras te tomes algo, firmo lo que tú quieras, tesoro —le respondió Bansky, frente a las bateas de helados.
—Una copa de la casa con tres bolas de stracciatella, por favor —respondió la morena con una sonrisa angelical.
Obviamente, Bansky no había leído lo que había firmado. Pero algo le decía que tenía que ver con la enorme madriguera en la que se encontraba ahora mismo. Seguía sin entender qué relación podía tener, ni por qué esos agujeros llegaban hasta el sótano de su casa. Aunque quizás aquella excavación se había topado con el proyecto de su padre. Podría ser. Hubo un tiempo en que su padre iba y venía mucho al ayuntamiento. Regresaba maldiciendo, quejándose y hablando de juicios y expropiaciones. Fue poco antes de que el paro cardiaco se lo llevara. Por mucho que Bansky se interesó, no consiguió ninguna explicación.
Así era su padre.
Llegó hacia donde el túnel se curvaba. La luz, a pocos metros. Desde su escondrijo comprobó que era aire puro lo que entraba. El exterior. Unas ramas taponaban la abertura como en un cuento de fantasía. El sol rebosaba fuerza allá fuera, en contraposición a la plena oscuridad que había dentro. Poco podía ver, pero escuchaba el agua caer y los pájaros silbar. Por un momento, creyó que todo lo acontecido permanecía atrás. Al otro lado del agujero, los muertos se habían levantado de sus tumbas, al otro lado del agujero, tenías que permanecer encerrado para sobrevivir. Sin opción, el mundo se venía abajo con el paso de las horas. No quedaba gobierno alguno que velara por sus ciudadanos. Pero a este lado, no.
Como en Alicia en el país de las maravillas, solo tenía que despertar. Y eso se conseguía saliendo por la abertura donde los pájaros cantaban y el sol relucía. Era así de fácil. Salir. Todo es una broma, un sueño. Este lado el mundo sigue siendo un lugar bello donde los bancos aún guardan tu dinero. Un lugar con un mañana por el que mirar. Un lugar donde poder irte de vacaciones a paises exóticos y disfrutar de bufés interminables de comida. Todo. A este lado del agujero. Donde los pájaros cantan. Bansky asomó un poco y apuntó con una de las pistolas. Sacó algo la cabeza entre las ramas y brotó de la espesura. Dio unos pasos hacia el día radiante y un muerto se abalanzó sobre él escupiendo sangre.
Bansky disparó dos veces.
Una de las balas rasgó el ojo izquierdo del objetivo y la otra se perdió en la hojarasca. Bansky volvió a calibrar y las segundas balas consiguieron reventarle la cabeza. Durante unas milésimas de segundo observó lo que se le venía encima. Estaba en una especie de vaguada, el agua caía limpia de una pequeña cascada y el río abajo se enorgullecía de sus aguas negras infectadas. Decenas de muertos vagaban sin rumbo por la preciada naturaleza. Erraban sin sentido como cucarachas en una bañera. Era como si hubiesen atravesado la vastedad del campo y hubiesen quedado allí atrapados, sin saber qué camino tomar.
Bansky pensó en el agujero. ¡Claro! De vez en cuando, a uno de aquellos caminantes le tocaba la lotería y encontraba el agujero. Así se habían colado. ¿Pero cómo habían llegado tantos a aquella zona? ¿Por qué había tantos muertos rondando por el bosque y el río? Había tantas preguntas por responder…
Unos pocos se dirigieron hacia él tras escuchar los disparos. Bansky echó a correr hacia el agujero con tanto miedo que dio con la cabeza en la parte superior y cayó de espaldas. Sintió la brecha en la frente y la sangre recorriéndole las cejas. Las malditas hojas tapaban la gruta y le habían hecho calcular mal. De espaldas y boca arriba, disparó a los muertos que emergían del follaje.
Consiguió ponerse en pie. Venían más por el otro lado. Sus pensamientos se animaron. El mundo olvidado reapareció. Era curioso cómo empezaba a recordar tantas cosas cuando estaba a punto de morir. El vado infectado de muertos no era un sitio nuevo para él. Yacía en su mente otro recuerdo semiborrado y que poco tuvo que hacer para subrayarlo y sacarlo a relucir. Aquel lugar, aquel río, la cascada en lo alto, las piedrecillas blancas junto al agua; era un lugar que le encantaba de pequeño. Su padre y su madre le llevaban allí a pasar la jornada cuando los días estaban llenos de luz como hoy. Los días en que él había aprendido la palabra «picnic» y rogaba a sus padres una y otra vez hacer una comida campestre al aire libre. Lo cierto es que, de vez en cuando, había recordado aquel lugar, pero como si estuviese en otra ciudad o, al menos, no tan cerca del pueblo. Papá y mamá se besaban sobre una de las mantas mientras él cogía renacuajos con un cubito. Le gustaba verlos allí. Juntos. Riendo. Juntando sus bocas y mirándole como el único tesoro a proteger. Le preguntaban que si quería un hermanito y él respondía que no. ¡Para jugar! No. A Bansky le gustaba jugar solo. No le gustaba compartir sus juguetes con nadie. No necesitaba a nadie. Pero su madre murió joven y la alegría y los buenos deseos se disiparon. De hecho, aquel cambio pudo ser una de las razones por las que su padre jamás volvió a llevarle a aquella cascada. Quería borrarlo de la memoria y lo había conseguido.
A su espalda, los muertos se peleaban por alcanzar la primera posición ante semejante manjar. Bansky había echado a correr por un sendero que se abría a pocos metros. Solo disparaba cuando uno de ellos estaba tan cerca como para intentar agarrarlo. Debía economizar balas. Retrasar su muerte todo lo posible. Había declinado volver a entrar por el agujero porque la mayoría de los merodeadores ya estaban sobre él. Había echado a correr sin rumbo y ahora se veía golpeando su corazón con cada paso ligero y bañando en sudor su cuerpo inútilmente por el camino.
Lo sabía. ¿Para qué correr? Pocos metros más adelante el camino se bifurcaba hacia la derecha y ascendía levemente. Salió a la carretera. Se giró y disparó a un chico rubio de unos veinte años que había resbalado en el terraplén tras intentar alcanzarle. Sus orejas rebosaron sangre cuando la bala le entró en el cerebro.
Notó entonces que estaba sobre el asfalto. ¿Una carretera? Sí, por supuesto. Era la carretera de entrada al pueblo. La reconoció al instante. Conocía aquel camino. Forzó su vista hacia lo lejos y vio las vallas. Según el hito kilométrico amarillo y blanco en el arcén, estaba a poco más de un kilómetro de la salvación. Un kilómetro.
No lo pensó más y echó a correr. Moriría en aquella carretera. Lo sabía. ¿Cuándo era la última vez que había corrido un kilómetro? ¿A toda pastilla? ¿Nunca? ¿Cuando joven? Más bien, nunca. Correr por correr, pues como que no, le decía a sus amigos. ¿Correr para salvar la vida? Pues… Esperaba que los cálculos mentales que acababa de hacer, no fueran engañosos.
Los muertos salieron del boscaje detrás de él. Cada vez eran más. Le habían seguido cantidad de ellos. Unos a otros se habían mostrado el camino. Bansky era la cabeza del pelotón. Algunos, al alcanzar la carretera, comenzaron a olisquear el aire. Un dulce aroma rondaba cerca. Aquella impresión los refortaleció, llenó sus cuerpos putrefactos de intensidad. Aullaron. Gritaron. «¡Seguid al que corre!», «¡Cogedlo!», «¡Comeos al gordo primero!», pudieron haber pensado. Pero sus cerebros parecían haberse olvidado de cómo pensar. Lo que tenían en mente eran palabras sueltas. La más conocida: «Hambre». En sus cabezas oían rumores. Gente riendo, gente haciéndoles preguntas. No contestaban. No sabían hablar. «Hasta que el cuerpo aguante», fue capaz de discurrir una señora sin pelo, quemada hasta las cejas por culpa de uno de los motores del tren. Las preguntas llegaban directamente a su masa gris muerta. Eran como agujas que los irritaban y los atormentaban.
El gordo corría y miraba hacia atrás. BANSKY, se podía leer en su espalda. Cuando uno de los muertos llegaba casi a alcanzarlo, él se giraba y le disparaba, ganando unos segundos más. Sin embargo, Bansky había pasado de correr, a trotar. De trotar, a andar en menos de cien metros. Decenas de muertos continuaban emergiendo de la floresta. Bansky cayó al suelo. No podía más. Lo curioso es que, cuando te falta el aire y estás exhausto, todo da igual.
El camino estaba hecho.