Los muertos llenaban toda la vaguada. El humo y los gases se extendían por el prado calcinado. Nada de cuanto había observado en sus años de soldado o durante sus ejercicios en los países del Este, podía compararse a la sensación de temor que ahora le embargaba.

Cuanto más tiempo contemplaba los cuerpos muertos, más le parecía estar mirando una de esas imágenes en blanco y negro de Rodchenko, donde se lograban todos los ángulos y uno se maravillaba con una perspectiva diferente de una situación única.

Tan aterradora como un accidente de tren.

—No contestan, señor —dijo Rori, rodilla en tierra.

Mitch miraba el armatoste de hierro. Le había ordenado al chico que contactara con la base y lanzara como código de situación: Echo, Delta, Delta, Charlie. El radiorreceptor continuaba mudo. Mitch agarró el enlace y lo apoyó contra una roca. Alzó la antena al máximo. Volvieron a intentarlo. Nadie contestaba al mensaje de auxilio.

—Siga intentándolo —ordenó Mitch.

Era tremendamente extraño que Receptor-0 o Base JT no contestaran a una llamada con ese código de situación. A cualquier llamada. Abajo, la linterna del sargento Farquart emitía un cono de luz incapaz de penetrar el polvo y el hollín suspendidos en el aire.

Los cadáveres —la mayoría no eran más que bultos grisáceos, salvo algún brazo entre las piedras por aquí o algún cuerpo en una postura imposible por allá— habían llegado a la última parada. Junto al sargento estaba el soldado con perilla rubia y pocos dientes, cuya conducta peligrosa era famosa en todo el cuartel. Le llamaban Bala. No era de la compañía de Mitch: pertenecía a la 3a Sección de Armas en la 1a, pero se lo habían colado.

En las maniobras se solían hacer intercambios de soldados para fomentar la fraternización entre los destacamentos. Mitch había oído hablar de Bala. Era un tipo peligroso de manejar, le había explicado el comandante. Otros tantos capitanes se habían quejado de él en anteriores maniobras. Aquel tipo tenía tantas menciones honoríficas como puntos de omisión.

«Ahora nos toca a nosotros, ten cuidado», le había alertado el comandante.

El tal Bala había hecho buenas migas con Farquart. No se había despegado de él desde que llegaron al campo. Mucha culpa tenía que el sargento lo tratara como a un igual y no hiciera valer su rango.

Mitch dio un paso adelante.

—¡Soldado! ¡Baje usted el arma! —gritó Mitch, y su voz retumbó en el valle.

El muy idiota apuntaba a los muertos con la mirilla como si hubieran salido airosos de una emboscada.

Bala dejó de apuntar, pero no contestó al capitán.

Farquart le dijo algo y Bala levantó la vista. Acto seguido se colgó el fusil en el hombro. Mitch se frotó las manos y ordenó nuevamente al soldado Rori que no cesara en su intento con el enlace. Luego, bajó por el terraplén.

Solo el último vagón se mantenía en pie, aunque sin cristales. Las cortinas se mecían en sus ventanas al son del vientecillo helado de la sierra en los comienzos de la noche. Los demás vagones se abrían a izquierda y derecha a lo largo de las zanjas hasta la infinita oscuridad, que no era total, gracias a los focos que Mitch y Rori habían encendido arriba en el camino. Ayudaban también las linternas de exploración y las lejanas luces de la locomotora oculta en los matorrales del bosque negro. Y la luna. La seductora luna llena.

Todos los vagones que veían desde allí estaban abiertos por la mitad. Mitch pensó que ese era un buen dato a tener en cuenta por parte del ingeniero que hubiera diseñado el tren y quisiera buscar posibles causas del descarrilamiento. Aparte de gente muerta, lo que más había eran cables desparramados liberando chispas. Uno de los vagones había rodado cientos de metros sobre el campo. Tenía el techo abierto como una lata de sardinas y, allí en medio, podría pasar por una obra de arte moderno. Había otro completamente aplastado en la parte posterior de la roca donde estaba el enlace. Otro contenía gente a medio salir por las ventanas. Y bajo las ruedas. Manchas negras se volvían rojas al recibir la luz. Sangre. Mucha sangre. Sangre por doquier.

Mitch volvió a dirigir su linterna al camino. Estuvo muy atento de no pisar a nadie. Había demasiados. El tren debía de ir hasta los topes. Llegó al llano y vio como la mayoría de los muertos habían salido despedidos en aquel tramo. Se giró y alumbró en la lejanía en busca de alguna posible lógica al descarrilamiento. Pero nada obstruía los raíles.

El sargento Farquart se acercaba a él. Se quitó la gorra, se secó el sudor y dijo en voz baja:

—¿Qué hacemos?

—Esto es terrible, sargento —murmuró también Mitch, sin saber por qué lo hacía—. Ni Receptor ni Jota Tango contestan a las claves de emergencia, pero nada. Algo debe de ocurrir. Esto es muy grave.

—No creo que nos hayan dejado aquí tirados, mi capitán.

—Hechos peores se han dado.

—Voy a inspeccionar los vagones del fondo —señaló Farquart—. Tal vez alguien necesite ayuda.

—No sé. Eso no es lo que dice el protocolo de asistencia.

—Pero quizás podamos salvar a alguien, señor.

Mitch imaginó al sargento saliendo en los noticiarios. Un sargento en maniobras de rutina se ha topado con un accidente de tren en el que han muerto cientos de personas. Pese a todo, ha salvado unas cuantas vidas. Su alto conocimiento en primeros auxilios y su valentía fueron claves en el momento crucial… ¿Mención honorífica?

Farquart las buscaba como quien busca palomitas antes de entrar en el cine.

—Puede usted ir si quiere. Pero permanezca a la vista. Tengo un mal presentimiento.

—A la orden, mi capitán. Me llevo al soldado de la 3a, si no le importa.

—No tarden.

Mitch se separó de ellos. No quería indagar. No quería ser valiente. Tenía la extraña sensación de estar siendo observado como en un concurso de esos en que te vigilan las veinticuatro horas de día. Cuanto más contemplaba los cuerpos bajo la tenue luz de los focos, más vueltas le daba el estómago. Como máximo dirigente del escuadrón, decidió que reservarse y esperar sería una buena solución durante la próxima media hora. Observar hasta que se le pasara el mal cuerpo.

El soldado Rori bajó un poco por el repecho y le tendió una mano.

—¿Nada? —le preguntó Mitch.

—Nada, mi capitán. Ya ni siquiera se oyen interferencias. Es muy extraño. Esos enlaces tienen muchísimo alcance. Los he comprobado en cantidad de ocasiones: son maravillosos. No sé si será el caso de este en particular, pero los nuevos contactan vía satélite. Son de lo mejorcito que tenemos en el ejército. Funcionaban incluso bajo tierra, ¿recuerda? Lo vimos con nuestros propios ojos cuando estuvimos en las maniobras de las CODEE de hace cuatro años. Quizás si subo con él a un lugar más alto…

—No creo que sea culpa de la cobertura.

Acudieron nuevamente al montículo. El puesto de observación AK-12. Mitch oteó el paisaje en la negrura. A pesar de la oscuridad, podía ver las siluetas del sargento y el soldado en la pequeña misión de exploración que ellos mismos habían planeado. Tenían miedo. Los muy estúpidos continuaban apuntando con los fusiles a los cuerpos. Farquart saltó por una abertura y subió a un vagón. Bala esperó y dijo algo. Farquart salió y de regreso saltó a tierra.

Detrás de ellos, Mitch vio como se levantaba alguien.

—¡Un superviviente!

Rori dejó el enlace y se le acercó.

—Detrás de ellos. ¡Mire! —señaló—. ¡Venga conmigo!

Regresaban al terraplén cuando Rori gritó:

—¡Se están levantando, mi capitán!

Mitch dio un salto. Había pánico en aquellas palabras. Mandó silencio. Miró en derredor. Sintió como si les hubiesen tendido una emboscada. Oyó cómo se rompían cristales y cómo un constante murmullo se hacía con el páramo. Decenas de ellos se alzaban. El levantamiento. El alzamiento. ¿Nadie había muerto?

—¡Capitán!

Volvió a ordenar silencio. Observó su entorno. El soldado estaba asustado. El horror le consumía por los pies. Era normal. ¿A quién no? Las víctimas del accidente se estaban levantando a la vez. ¿Cómo podían levantarse todos? ¿La cordura se pierde? ¿Te la roban? Como soldados, habían sido entrenados para no pensar. Mente en blanco, instinto bruto. La tierra es la vida. Por eso inconscientemente permanecían agachados. Mitch buscaba en su cerebro una lógica para lo que sus ojos veían bajo la espectral luz de la luna.

Farquart y Bala abrieron fuego. Los fogonazos iluminaron todo el valle. Aquellos gilipollas, excitados por el miedo, disparaban a diestro y siniestro, mientras corrían de vuelta. Alguno de aquellos seres intentaba atraparlos, pero entre disparos, culatazos y patadas, los dos militares se abrían paso como en una película de acción.

Saltaban, pegaban y seguían apretando el gatillo. ¿Por qué seguían disparando?

No tenían fuego real.

—Carga la bayoneta, vamos a ayudarlos —ordenó Mitch.

—Tenemos que marcharnos, mi capitán… ¡Virgen santa, solo tenemos munición de fogueo!

—¡Deja de llorar! ¡No me gustan los hombres que lloran! Ven, quédate al borde de la rampa y ayúdanos a subir cuando regresemos —dijo al soldado.

Mitch le sujetó el rostro para que el chico no perdiera el norte:

—Escucha: céntrate, ¿de acuerdo? Tiene que haber una explicación lógica. No pienses en lo peor.

Rori asintió con los ojos bañados en lágrimas de plata. Mitch cargó la bayoneta sobre la boca del fusil y corrió por la pendiente con el arma delante. Toda una horda de seres se arrastraba e intentaba caminar con las fauces abiertas y los ojos en blanco. A la mayor parte le faltaban extremidades, piel o incluso partes de la cara. Las ropas hechas jirones, manchadas de tierra, y algo que se asemejaba al pus recorría sus orificios nasales. La mayoría de ellos intentaban alcanzar a Farquart y al soldado de la tercera compañía. La luz de los disparos parecía cabrearles. Mitch pudo ver cómo algunos se tapaban los oídos a la vez que gritaban.

Farquart se enzarzó en melé con un tipo gordo que lo había agarrado y varios más. Una de las patadas que Bala lanzaba fue a parar a la cabeza del gordo y se oyó un crujido. Luego, el soldado ayudó a levantarse al sargento.

Decenas de ellos aparecían en los vagones, aquel movimiento siniestro en El vagón de los muertos vivientes, era digno de las películas de terror. Buen titulo de película de serie B… Pero real. Real para Mitch. Real para muchos.

Los que estaban muertos y colgados sobre las ventanas del vagón intentaban ponerse en pie. Unas fuertes sacudidas acometían sus cuerpos. Como si el dedo resurrector del Altísimo les hubiese concedido tiempo o como si el Bajísimo les hubiere insuflado fuerza con su aliento infernal. Se lanzaban por las ventanas como mejor solución. Sus cuerpos se estampaban contra el suelo y luego se levantaban. Del vagón que llegó en volandas hasta la explanada en el campo, algunos venían corriendo. Otros, reptando. Arrastrándose. De las grietas en la chapa del coche más cercano salían algunos y no les importaba quedarse sin piel en el intento. Otros se agarraban a los cables sueltos y la electricidad les hacía arder. Pelos y cuerpos quemados, hedor insoportable. Ojos ardiendo en figuras que seguían caminando.

Mitch odió que su vista se hubiera agudizado como la de un gato. Lo veía todo demasiado bien. Aquellas escenas jamás podría olvidarlas: quedarían grabadas a fuego hasta el fin de sus días. La fiebre que le atosigaría durante horas en el delirio de los minutos previos a su muerte recordaría la primera vez que los vio levantarse. Era su maldición. Una y otra vez.

El infierno es repetición.

Mitch se había obnubilado y cuando regresó al presente, había muchos más. Tenían más libertad de movimiento. Una señora de mediana edad gritaba intentando agarrarlo. Tenía el rostro abotargado. La criatura brillaba como si llevase demasiado maquillaje. No tenía nariz. Por alguna extraña razón estaba inflada. Quedaba visible la carne, cuyo aspecto era blando y excesivamente azul.

Su boca.

Grande.

Mitch la derribó de un culatazo cuando intentó morderle. El capitán sintió una descarga de adrenalina y empezó a abrirse paso a golpes entre todo lo que se le acercaba. Lanzó un puñetazo al rostro de un chico lleno de pelo y piercings, que había saltado sobre él como una gacela. El brazo se le llenó de sangre y se recordó usar el fusil para lo que estaba por venir.

—¡Dejad de disparar! ¡Eso los atrae! —gritó Rori desde arriba.

Cada vez eran más. Mitch intentaba llegar hasta el sargento y el soldado, pero estaba rodeado. Pensó en volver y fue entonces cuando se percató de cómo tres de ellos habían subido a por Rori.

El soldado salió corriendo.

Mitch no supo que hacer. Farquart y Bala estaban en peor situación. Rori podía escapar. Mitch corrió y consiguió esquivar a los asaltantes hasta llegar al sargento y a Bala inmiscuidos en una refriega con seis hombres. Cuando llegó, Farquart yacía en el suelo y una niña rubia, de unos ocho años, le estaba mordiendo la pierna. De la fuerte sacudida, la envió hasta unos setos. Mitch, en carrera, empujó con sus piernas a dos hombres. El estrepitoso golpe hizo que cayera con ellos al suelo. Los engendros se levantaron con mayor rapidez que Mitch y, cuando se abalanzaron sobre él, Bala tiró de su brazo y lo arrastró hasta que consiguió ponerlo en pie. El enorme tirón casi le desencaja la clavícula.

Patadas y golpes.

—¡Vámonos! ¡Vámonos de aquí, joder! —gritaba Farquart.

Echaron a correr por las vías férreas. Venían más y tenían más libertad de movimiento.

Mitch y los suyos no tenían fuego real.