Los vuelos más económicos salían a las cinco de la tarde, por lo que cogió el tren algo más temprano para estar allí a tiempo. Candi solía leer la prensa durante los viajes largos, pero ahora era lo último que deseaba ver. Decidió perderse entre los paisajes de montaña que circulaban a toda velocidad por los ventanales del vagón, leer un par de páginas del libro de Marian Keyes que tenía entre manos y regresar a la espesura.

Campos inmunes al miedo.

El vagón estaba a rebosar. Frente a ella, un asiento para tres personas contenía siete individuos. Un letrero azul con letras blancas anunciaba que la máxima capacidad por departamento era de diez personas. Sin embargo, Candi dejó de contar cuando llegó a veinte. Ella había tenido la suerte de llegar temprano a la estación y ser de las primeras en subir al tren. Y, por supuesto, en coger asiento. Candi había abandonado a su marido a la hora del almuerzo. Dio una vuelta a la manzana para respirar aire fresco y su maleta con ruedas ya esperaba en la esquina.

Sus pensamientos regresaron al vagón. A su lado, un señor bastante mayor intentaba no molestarla con el codo, pero era tarea imposible. Con el traqueteo y tanta gente por asiento, poco a poco se iban resbalando y la presión se acentuaba. De todas formas, el señor era todo un caballero e intentaba no rozarse demasiado. Teniendo en cuenta que en estado de alarma todo vale, los derechos de las personas desaparecen. Aquel caballero se disculpaba con un leve gesto de su rostro arrugado o poniendo la mano sobre la de Candi y pidiendo perdón. El viejo iba bien abrigado con una gabardina marrón de lana y sombrero negro. Debía atravesar uno de sus últimos inviernos. El frío le debilitaba, pues no paraba de tiritar. Articulaba palabras bajo la bufanda, pero no llegaba nada entendible a sus oídos. Una de las veces, Candi tuvo la impresión de que el hombre estaba rezando y eso le puso los pelos de punta.

Un fuerte nerviosismo gobernaba todo el vagón. Probablemente, el tren en general. Los que iban acompañados murmuraban con los de al lado, los de enfrente. Y los que no… Lo cierto, es que era imposible saber quién se conocía ya de antes. La palabra se iba cediendo como en un debate organizado.

Los altavoces anunciaron con voz serena la próxima parada: un nombre que Candi no recordaba. De algún lejano lugar llegó un leve silbido de válvulas neumáticas y el vagón se sacudió varias veces. Comenzaron a verse, a través del ventanal, sendas luces como faroles indicadores de vía. Caía el sol de la tarde tras la pradera labrada y árboles remotos. El frío repentino comenzó a hacer mella en los cristales y el vapor se fue apoderando del vidrio como una plaga. Los frenos chirriaron mientras las luces del exterior titilaban a modo acompasado.

Pegada al frío cristal, que le calmaba de la sofocación del interior del habitáculo, Candi observó a gente corriendo hacia la parada con mochilas a la espalda y maletas. Hombres, mujeres, niños de todas las edades, corrían hacia la muchedumbre que aguardaba en primera línea y que se aproximaba demasiado a la vía. Agitaban sus manos y gritaban.

El tren pasó lentamente por Winesbah.

Un rumor constante se fraguó en el aire de pronto. Candi no tenía ni idea, pero tuvo la sensación que de un momento a otro ocurriría algo. El rumor en el interior del vagón creció. Una niña empezó a llorar al fondo. Dos más. Una mujer decía:

—Por favor, por favor… ¡Tengan cuidado!

Un hombre en el pasillo gritaba:

—¡Que no pare, me cago en la puta! ¡No cabe más gente! ¡Que esperen al próximo!

Un chico oculto entre pelo y piercings saltó de su asiento y señaló a Candi.

—Señora, aléjese de la ventana —aconsejó.

Un fuerte impacto retumbó en el cristal un segundo después. Candi cayó hacia atrás sobre el viejo de la gabardina. La gente empezó a gritar. De repente, el vagón se llenó de incesantes y atronadores golpes a la chapa. La gente del interior esperaba asustada en sus asientos y contemplaba con espanto la desesperación de los de fuera. El estruendo sobre el metal ensordecía y dañaba los tímpanos. Una gran piedra se estrelló contra otro de los cristales y lo llenó de estrías.

—¡Pero serán hijos de puta!

—¡La gente está loca, vamos!

—¡Pues ya que no pare!

—¡Eso! ¡Que les den por culo a todos!

Los de fuera seguían golpeando el tren. Los más jóvenes lanzaban patadas. Otros suplicaban. Algunos maldecían al gobierno. Unos pocos corrían junto a las puertas y tiraban de estas para abrirlas. Dentro, al otro lado del vagón, la multitud que permanecía en pie se alejaba como podía hacia el pasillo. Buscaban refugio en el otro costado. Los que estaban sentados aguantaban con terror para no perder su sitio, aunque algunos no pudieron aguantar y se levantaron.

Rápidamente, otros ocuparon su lugar.

Desde el regazo del viejo, Candi vio las siluetas difuminadas recriminando con las manos. Piedras de todos los tamaños volando hacia el convoy y golpes de todos los tipos.

—¡Oiga, la niña! ¡No empujen a la niña! —se oyó en el pasillo—. ¡Están aplastando a la niña! ¿De quién es esta niña?

Llantos.

Los cristales aguantando a duras penas. En uno de ellos apareció un agujero de bala. La gente empezó a gritar. El chico mulato que aguardaba como Candi su destino, pero al otro lado, se tapaba los oídos con ambas manos y con sus pies empujaba el cristal.

Candi sintió por fin la fuerza de la máquina cogiendo rapidez. Las luces de fuera empezaron a titilar con mayor insistencia. Un suspiro general reinó en la sala, aunque algunos pasajeros seguían escondiéndose de un peligro del cual empezaban a estar a salvo. Sin embargo, los de la puerta aún estaban apilados como becerros.

Los golpetazos fueron cesando. Alejándose a medida que el tren cogía velocidad. Pronto el desasosiego se convirtió en debate. Los gritos pasaban a vagones traseros, pero allí duraron poco.

—¡Madre de Dios!

—¿Pero qué ha pasado?

—Dieron un aviso en las noticias de que algunos trenes no pararían en pueblos pequeños.

—¡La gente es muy bruta, joder!

—¡Podían haber herido a alguien! ¡A algún niño…!

—¿Y qué ha considerado el gobierno como pueblo pequeño? Porque me gustaría saber adónde me lleva este puto tren entonces.

—Yo voy a Gregory. Como no pare…

—Esto va de mal en peor. La desinformación nos mete a todos el miedo en el cuerpo. Ese mensaje por la radio pone nervioso a cualquiera. No pueden arruinarnos la vida así. Tienen que decirnos qué está pasando, Virgen santa.

—Pero, mire usted: es que la gente no se entera. No-lo-sa-ben.

—¡Aparten! ¡Apártense, por favor! —Un joven alto y bien peinado propinó unos cuantos codazos y se hizo sitio en la puerta para entrar. Cogió a la niña perdida y la atrajo hasta él. La niña casi había perdido el aliento a causa del llanto y el bullicio.

—Levántala, ponla en alto. Que respire bien —dijo una mujer con gafas azules de profesora. El joven la alzó y se la puso sobre los hombros. La niña dobló la cabeza y lloró con más fuerza. Estaba muy asustada.

Candi se reincorporó y pidió perdón al hombre en el que estaba apoyada. El viejo tenía los ojos cerrados. «Duerme como si estuviera muerto», pensó. Aquella idea le heló la sangre. Aun así, estaba demasiado alterada para imaginar cosas. Desconcertada, se esforzaba en observar a los demás y, al mismo tiempo, no mirar a la niña que lloraba. Dejar de oír los llantos era una buena medicina. El agobio que desprendía no era normal.

Frente a ella, una anciana lloraba y se quejaba en silencio. Vestía de negro. Candi recordó a Edmundo. Ella jamás vestiría así. Entonces, en una zona de su conciencia, flotó un aviso sobre el desconcertante momento que estaba viviendo… Había hecho lo que todo el mundo. Huir.

¿Huir?

Huir.

Los medios de comunicación llevaban días aconsejando.

¿Y no era peor quedarse en casa? Si se termina el mundo, ¿quién espera sentado? ¿Puedes quedarte quieto y sin hacer nada? ¿Quién no busca por encima de todo estar junto a sus seres queridos? Probablemente así habían pensado los cientos de personas que iban en el tren. Los millones de personas que habían comenzado a desplazarse en todo el país. El mundo estaba en movimiento. Aunque aún no se sabía qué ocurría realmente. Los noticiarios, la radio y la televisión se habían llenado de cantidad de programas que aventuraban teorías a diestro y siniestro. Internet mostraba cientos de páginas con imágenes de lo que estaba ocurriendo en diversos puntos del mapa. Desde el primer día. El segundo, habían desaparecido. Se corrió el rumor de que el Estado se había encargado de censurarlas.

Teorías.

El gobierno aún no había comentado nada. Un tipo flaco y con perilla del Ministerio de Defensa había salido a rueda de prensa con una expresión amarga. Al aluvión de preguntas de los periodistas se limitaba a responder con un simple:

—No lo sabemos.

Candi pensó en Edmundo otra vez. Quizás su marido no la había maltratado. La verdad es que no recordaba nada y eso la ponía furiosa. ¿Tan fuerte le había dado como para no saber? Pero entonces… ¿Por qué acusarlo en estos momentos de incertidumbre? Se había dejado guiar por su intuición y lo había abandonado. «Que se vaya al infierno», se dijo. Empezó a imaginar a los policías de la comisaría en el hipotético caso de que hubiese ido a denunciarlo:

—Señora, ¿se acaba el mundo y usted viene ahora a poner una denuncia de maltrato? ¡Vaya tela!

Se sintió muy pequeña. El cabrón de su marido parecía saber lo que iba a ocurrir y aprovechó el momento que tanto había deseado para atizarle.

No.

No era el momento adecuado. Fue consciente. Edmundo había sido el hombre de su vida. Por supuesto que le amaba. Se lo había dicho cientos de veces. Es más, aún lo pensaba pero… no. Edmundo había roto el lazo. Le había pegado y la había dejado inconsciente. Pagaría por ello.

Candi se había encargado de que así fuera.

—Esto solo empeora las cosas —dijo el chico mulato de enfrente. Llevaba una blusa de flores amarillas y violetas. Unos pantalones verdes. Camisa no, blusa. El chico de piel morena se levantó y puso una rodilla sobre el asiento en el que estaba sentado. Desde allí, con sendos golpes, ajustó el cristal por cada lado y la ventisca que entraba se apaciguó.

Candi no supo si aquel chico se había dirigido a ella. Ella seguía ensimismada en sus pensamientos. Sobre todo en los que continuaban arremolinados en su estómago. Necesitaba hablar con alguien. Hablar. Un misterioso deseo de hacerlo, como si supiera que aquel viaje iba a ser el último, le embelesó los sentidos. La fatiga subía por su garganta. No era el momento. No podía ir al lavabo. Tampoco podía vomitar allí. Desestimó abrumarse y quiso ser fuerte. ¿Había actuado de una forma cruel contra su marido? En su pérfido corazón salía a flote la espina. La espina era haber abandonado a Edmundo después de haberle tirado por el váter todas las pastillas del corazón. Lo imaginó muerto en el sofá, mirando la foto del beso de recién casados. Amor perdido, agotado, extinción. Eso la estaba matando. Perdió su asiento e intentó atravesar la marabunta de gente cuando el tren alcanzó su máxima velocidad.