Mira decidió que aquel juego no merecía la pena. Echando con fuerza hacia atrás las patas consiguió dar un gran salto y colgarse sobre el gran tirador rojo de la puerta de emergencia, que descendió hasta que se abrió. Miles de olores la sedujeron entonces.
Se sacudió para eliminar de su pelaje tanto regusto y lloriqueo. Contenta, a la vez que echaba a correr hacia el aparcamiento, percibió el hedor de MAMÁ y se entristeció. Gotitas de ese líquido repugnante, corrupto y canceroso, yacían sobre su hocico y le subían por la frente. La arruinaban. No sabía cómo se había manchado, cómo podía haber llegado hasta el suave pelaje.
Mira se tendió en el asfalto y se revolcó. Con las patas delanteras, se frotó el morro y así alivió un poco la desazón que sentía al respirar. Olía a sangre podrida. Sangre humana fétida. Viciada. Cuando ya no pudo más, se sentó sobre sus cuartos traseros, levantó la cabeza hacia el cielo y emitió un único aullido.
Durante la mañana, en sus primeras horas, el rocío de unos yerbajos cercanos la encandilaron y comenzó a seguir el rastro. Llegó a la frescura, al verde. Empezaba a disfrutar del enorme espacio a su alrededor. Instintivamente, meneaba el rabo como en un día de fiesta.
La carretera. Hacía mucho, pero que mucho tiempo, que no husmeaba el alquitrán. Esa esencia candente y maravillosa que tantas ganas de orinar le provocaba. Después de hacerlo, corrió un poco más y salió del asfalto hacia la zona de recreo alargada que se inmiscuía entre árboles y flores. Olfateaba nerviosa de un lado a otro y cuando por fin encontró el sitio perfecto, al depósito ideal, dio varias vueltas sobre sí misma y evacuó del todo.
Terminó y se alejó a la aventura, trotando. Llenando de aire sus pulmones… La fetidez irrumpió de nuevo en su hocico y la hizo sacudirse y revolcarse en el suelo. Gimoteó. Era incapaz de deshacerse de aquel repugnante olor. Tocó inútilmente el hocico con una pata y luego con la otra. Ahora también estaba manchada su pata, pero daba igual. El olor no se iba. La sangre ya estaba seca, pero era capaz de oler a GENTEMALA a kilómetros. Ahora su olfato era todo un infierno. Con el sol, se le estaba formando una costra negra que no podía ver. Pero que le repugnaba oler.
Volvió a erguirse.
Mira no quería volver a casa. AMO gritaría NO y le pegaría en el lomo. Salir de EL LUGAR QUE OLÍA A COMIDA era MALO. Lo sabía. AMO le iba a gritar. Tal vez, le lanzara una patada de esas que tanto daño le hacían en sus cuartos traseros. Pero a Mira no hacía falta que le riñeran mucho. Mira ya estaba molesta consigo misma por ser tan cobarde, por haber huido y, sobre todo, por tener un ladrido poco estremecedor; por consiguiente, en lugar de regresar al edificio, Mira bajó por la calle principal y aprovechó el momento.
A su derecha había cuatro hileras de casas llenas de cantidad de fragancias. No podía distinguir sus formas: las veía anchas, altas y grises. Intentó no husmear en profundidad para evitar gran parte del hedor en su hocico. Estaba muy nerviosa, y saber que no podía quitarse esa putrefacción de encima la estaba alterando. Quería morder. Morder. Morder. Morder. De todos modos, pudo percibir el tufo de algunas alimañas bajo aquellos techos a dos aguas, y ese pensamiento le dio estabilidad.
Las casas estaban gobernadas por un silencio inusitado. Un misterio que Mira no comprendía, era porque en cada una de ellas sentía vestigios humanos y todavía olían a habitabilidad. Corrió entre ellas y oyó murmullo de gente en algunas. Sonidos varios propinados al vacío. Pausados, con respiración entrecortada. Miedo. Demasiada inquietud en la burbuja de silencio bajo la que se encontraban. Pasó por un callejón sin dejar de correr y salió a otra hilera de casas más pequeñas y más anchas. Advirtió como en una de las casas, MACHO y HEMBRA se quejaban de placer y se dejaban llevar por su instinto sexual.
Mira no sabía dónde ir. Dejó atrás la zona de viviendas y se acercó lentamente al campo y a la parte de la valla que daba al bosque de abedules. Delante de ella había un mundo lleno de posibilidades. Cierto era que, pocos segundos después de hacer sus necesidades, le había entrado mucha hambre. Solía pasar. Ahora estaba hambrienta. Su estómago dolía cuando evacuaba del todo, y tenía que encoger fuertemente el ano para tolerarlo. Necesitaba por lo menos beber.
Se detuvo y sacó la lengua para compensar el esfuerzo.
Entonces la olió.
Husmeó más en el aire para ver si no se equivocaba. Luego, echó a correr al encuentro de ese extraño olor, sin apartar el hocico de la acera. Dejó a un lado las casas más grandes que había visto y llegó hasta unos jardines llenos de montículos de césped. El enlosado que abría camino por la hierba menuda estaba salpicado de fragmentos de cerámica muy suaves. El camino dio a otro mayor a cuya derecha se abría un pequeño parque lleno de humedades que sedujeron a Mira a más no poder. Frescura.
Sin embargo, el miasma que había en el aire y que tanto odiaba estaba cerca. Muy cerca. Quiso encontrarlo de una vez y actuar, o se iba a volver loca.
La encontró entre los árboles. Mira la contempló con silenciosa incredulidad. ELLA se giró y ladeó la cabeza. Ese no era un gesto natural entre los humanos. Mira lo hacía normalmente para comprender algún gesto o para poder visualizar mejor una figura. Le disgustó que ELLA la estuviera imitando.
ELLA dio un paso hacia el frente y levantó una mano sin apenas fuerza. Mira comenzó a gruñirle y a enseñarle los dientes. No quería que se acercara. ¿O sí? El hedor la inundaba desde todos los ángulos posibles. Recordó que tenía en su propio morro algo parecido, pero nada atractivo en comparación al estaba oliendo ahora. Eso, extrañamente, la llenó de pena. Gimoteó. Pero rápidamente volvió a gruñir a su oponente. Agachó las patas delanteras y se sobó nuevamente el hocico. Enseñó los dientes. No podía parar. La atracción, el regusto, el odio. El rostro sin vida de ELLA mostraba una fría expresión de ahogado dolor. Miedo también. Tenía la piel muy estirada, las mejillas y los ojos hundidos y vacíos. Mira, con los ojos adecuados, hubiera podido observar que su piel tenía un peculiar tinte verdoso.
—¿Ummm…? —oyó Mira. No entendió y le ladró.
Mira avanzó un paso, pero al momento se apartó desconfiada. Gruñó y se quejó. La odiaba. Tenía que atacar, morderla. Acabar con su maldad. Sabía de sus intenciones. Quería hacerle daño. Por eso se acercaba lentamente.
Mira quería ser su amiga, pero no podía. Quería acercarse y sentir su tacto. Sus manos finas sobre el lomo y que le rascara sus orejas picudas. Era desesperante el olor a putrefacción que desprendía. Era hediondo, mísero y, sin embargo, atractivo. Disfrutar con el dolor era la proposición de la chica. Mira nunca había sentido el mal y el bien en un mismo ser humano.
Mira se revolcó, pero rápidamente se puso en pie. Ladró, después de otro lamento de ELLA. Poco a poco se sintió mal. La perra se sacudió. ELLA le acarició el pelaje y apretó con fuerza sus orejas. Mira lloró, pero no pudo soltarse. La chica tiró de su carne y dio un bocado. Un pellizco con la otra mano. Mira lanzó una dentellada e intentó zafarse. Lo consiguió. Mordió el brazo de ella y saltó sobre su cuello. Asco, repugnancia, peste, infección. ¡Delicioso sabor en su boca! ELLA dio un paso atrás y cayó al suelo, no pudiendo soportar el peso de la mistoloba. La pata de Mira se dobló y se lastimó al caer. En el forcejeo, se rasgaron la piel mutuamente.
ELLA no gritaba, no parecía sentir el más mínimo dolor. Mira mordía, ELLA mordía. Fue entonces cuando los ojos de la perra se llenaron de oscuridad. Giró la cabeza y le crujió. La fetidez se convirtió en dulzura. Dulzura total. Empezó a sentir como los nervios en su cabeza se convertían en clavos que agujereaban su cerebro. Mira siguió mordiendo, destrozando la maldad de ELLA, olvidando los olores, los sonidos con los que una vez se deleitó. Únicamente, deseaba comer. Rajar el cuello suave de caramelo bajo sus fauces y morder.
Morder. Morder. Morder.
Mira, embadurnada en sangre, se relamió y sintió placer. De nuevo, hambre. Más.
Hambre. Hambre. Hambre.
Cuando ya no quedaban despojos que morder en el cuerpo de ELLA, Mira olisqueó a su alrededor. Se sentía enormemente bien, aunque sus fuerzas se habían reducido. En realidad, iban y venían. La sensación de PERRAMALA había desaparecido. Tenía mucha hambre. Su cuerpo pesaba como el de un oso, apenas podía moverse. Notaba cómo la sangre nueva bajaba a sus venas y aquello la llenaba de excitación. Era una mistoloba en la flor de la vida: cinco años, casi treinta kilos de peso y, ahora, en libertad.
Olía bien. Por el camino del fondo, olía MUY BIEN.