Siempre hubo una conexión especial entre Vivian y Samuel Day desde el primer momento en que se conocieron. El destino, amor a primera vista, medias naranjas… Muchas formas de llamarlo, pero ninguna tan simple como almas que son capaces de estar pensando lo mismo, en el mismo momento. El policía jubilado estaba frente al espejo labrado como una autentica obra de orfebrería, junto al cual se había desmayado su esposa al ver a su hija Eva días atrás.

A su hija Eva muerta.

Samuel estaba probándose un sombrero de cowboy de color marrón que nunca había usado. Lo había comprado en la feria del traje de Point de Flaque un día de sol. Un buen día, cuando él y su mujer volvían a estar solos en el mundo como unos recién casados. Como ahora, por aquella época, le daba vueltas al coco con que alguna vez tendría que empezar a llevar sombrero para el resto de sus días. Apenas le quedaban pelos en el tejado. Por aquel entonces, ya se le caía bastante. Pero aún había algo que cortar cada pocos meses. Por eso ahora, su cabeza se había convertido en un promontorio desnudo brillante a la luz del sol.

Se ajustó el sombrero y se mesó la perilla. En ese momento, una frase se le pasó por la cabeza sin saber por qué: «Los muertos se dirigen a sus casas».

Podría ser cierto. Era el único modo de explicar por qué Eva había llamado a la puerta días antes. Su hija Eva había sido enterrada en la ciudad, en el sepulcro que tenían comprado la familia Day hacía tres generaciones. Samuel empezó a imaginársela saliendo de allí y…

Negó con la cabeza para disipar el horror de su mente.

—Siento que está aquí. Entre nosotros —dijo Vivian en la cocina.

Samuel miró a su mujer. No respondió a sus palabras. Eran frases de autoconvencimiento. No quiso aportar ninguna opinión, como era costumbre en él. Vivian andaba de un lado para otro en la cocina preparando platos, ensaladas, guardando cubiertos, envolviendo comida con papel celofán… Su esposa odiaba que Samuel se tapara la cabeza con cualquier cosa. Sabía que, en cuanto le viera, haría un comentario adverso y le quitaría todas las ganas de llevar sombrero. Y eso que durante años tuvo que llevar gorra de plato en el cuerpo de policía.

Fueron buenos tiempos aquellos. ¿La mejor época de su vida?

Con Eva rondando por la casa, ocupada como siempre en sus estudios o en sus labores de adolescente. Vivian detrás de ella, aconsejándola en cada momento para que no se desviara del camino correcto. Y Samuel buscando cualquier excusa para invitar a comer y al cine a sus dos mujeres favoritas.

Vivian se limpió las manos con un trapo y le miró.

Rompiendo estadísticas, no hizo ningún comentario sobre el sombrero y se dirigió hacia la vitrina blanca del salón y sacó un par de manteles. Samuel oyó cómo seguía hablando consigo misma. Tenía un mal día, estaba claro. Le preguntó algo, pero ella no contestó. La siguió hasta la cocina.

—¿Me has oído?

—No, dime.

—Quería saber qué opinas de la barbacoa.

El aspecto de Vivian empeoraba por días. Parecía más vieja y ojerosa. Samuel advirtió que llevaba al cuello un pesado crucifijo de oro. Nunca lo había visto. Había algo tan ridículo en ese ornamento que brillaba sobre la blusa blanca de su mujer, que Samuel estuvo a punto de reír.

Pero se contuvo.

—Me gusta estar con ellos —respondió Vivian con frialdad—. Es una buena idea.

Sus palabras fueron gélidas como el interior de un iceberg.

—¿Por qué no me dices qué te pasa, entonces?

El rostro de su mujer se ensombreció.

—¿Dónde está la niña, Sam? ¿Por qué nos está pasando todo esto?

Vivian llevó dos dedos a su boca e intentó morderse las uñas mientras lloraba. Samuel intentaba no pensar en la paranoica historia en la que estaban envueltos, pero estaba claro que su mujer, todo lo contrario. Tenía que repetirle las palabras del psicólogo, tenía que empezar a olvidar. La cordura de su mujer estaba sufriendo demasiado. El tormento en su alma se reflejaba en el exterior. Los dedos en la boca de Vivian temblaban. Había dejado de comer. Solo quedaba un leve recuerdo de su belleza en su actual apariencia desgastada.

—Perdóname por ser tan sincero, Viv. No tengo respuestas. Estoy tan perdido como tú. No sé cómo acabara todo esto…

Ella se giró y miró por el ventanal de la cocina. Desde allí había una vista excelente de toda la calle y, por encima de las casas, del puerto de montaña, el centro comercial y la entrada oeste al pueblo, en un descenso miles de veces transitado por excursionistas. No había nadie allí ahora. Únicamente se vislumbraba un coche gris, abandonado de forma negligente sobre la carretera.

Vivian miraba por aquella ventana para seguir llorando con tranquilidad. Sabía que por la cabeza de su mujer no paraba de rondar una y otra vez el mal trago que debió ser ver a la niña después de tantos años. Peor aún, haberla visto en aquella situación de maloliente descomposición. Se le erizó el vello al recordar como él y su esposa se habían abrazado y habían llorado juntos mirando lo que quedaba de Eva, mientras su difunta hija estaba sentada en el sofá.

Una escena realmente triste.

—Voy al servicio —dijo Vivian, y pasó por su lado sin levantar la cabeza.

Tal vez, ella estuviese recordando lo mismo.

Medias naranjas.

Samuel fue hacia el fregadero e instintivamente abrió el grifo del agua. La válvula dejó escapar un gorgoteo y escupió algunas gotas de barro. Hacía tiempo que la civilización había caído y, con ella, el mantenimiento de las centrales hidráulicas. En el pueblo, cada vez que lo necesitaban, extraían el agua de dos antiguos pozos que tenían en la plaza del ayuntamiento. Algún iluminado político había decidido conservarlos como patrimonio artístico y, curiosamente, ahora estaba salvando la vida de sus habitantes. Ahora dependían de ellos y de unas cuantas garrafas de agua mineral que la gente había llevado a la iglesia.

Pocas.

Samuel miró el centro comercial y arrugó el entrecejo. Aquello aún era una mina por explorar. Cogió un vaso del mueble y se acercó a la ventana. Lo llenó con agua de una botella pequeña que había junto a una maceta seca y miró fuera otra vez mientras bebía.

Pensó en las palabras de su mujer: «¿Dónde está la niña, Sam? ¿Por qué está pasando todo esto?». Preguntas que marcarían el resto de sus días.

Entre las casas apareció un perro.

Marrón y completamente manchado de sangre. Caminaba lentamente por el recinto y sacudía la cabeza como si tuviera una mosca en el cerebro. Daba zancadas como un caballo irritado, corría y se paraba para reanudar el paso como en un desfile. Un comportamiento extraño que le hizo pensar en la posibilidad de que el animal pudiera estar infectado o aun peor… Muerto y resucitado.

Samuel Day ya había reflexionado sobre la posibilidad de que los animales pudieran estar padeciendo la misma maldición que sacudía al mundo.

No reconocía al perro. Jamás lo había visto. No tenía la más mínima idea de quién era su dueño.

—¡Vivian! —gritó.

Su mujer contestó desde el cuarto de baño.

—¡Ven rápido!

El perro continuó su coreografía y avanzó hasta el final de la calle. Desde allí pudo ver cómo sacaba la lengua para compensar el esfuerzo. Husmeaba el aire y pataleaba con una de sus patas traseras. Su rabo se movía como poseído.

El perro desapareció renqueante por un callejón lateral. Se dirigió al parquecillo infantil que había tras las casas de Bansky y Snyder.

—¿Qué ocurre? —preguntó su mujer desde la puerta de la cocina.

Samuel la miró, pero no dijo nada. Solo lo pensó:

«Leche puta, ¿de quién es ese perro?».