Atravesaron la comarca. El hombre que lo había atropellado aconsejó dar la vuelta para salvar al chico negro. Unos kilómetros más adelante, paró el coche después de atravesar un túnel con curva. La oscuridad que precedía al amanecer iba desapareciendo. La neblina espesa y baja se desperdigaba por entre los matorrales sin ayuda del viento. Una lechuza ululaba en algún lugar. Cercano o lejano. Mitch y Bala bajaron del coche, abrieron el maletero y dieron una fuerte sacudida a la sobrecubierta del asiento trasero para tener más sitio. Tiraron todas las demás cosas que había y colocaron allí a Nelson, el chico moribundo.

—Duele… Por favor, despacio… —musitó.

Candi bajó del coche y se acercó a él. El chico estaba muy asustado. Como todos. Pero el pobre muchacho malherido se protegía como si esperase ser golpeado por alguien.

—¿Cómo estás? —dijo Candi.

Y le cogió sus manos ensangrentadas.

—Creo que… de cintura para abajo… se acabó mi vida normal.

Nelson intentó sonreír, pero solo conseguía esputar sangre cada vez que abría la boca.

El hombre que le había atropellado lo vio y maldijo en voz baja. Acto seguido, hizo señas a los militares para que se acercaran.

—Me llamo Max Rodríguez y vengo de Rotten —dijo. El hombre señaló el camino por el que habían venido. Luego, se giró al otro lado—. Me dirigía a la ciudad. Pero daré la vuelta si con eso salvo al chico… No tenemos médico, pero quizás se pueda hacer algo, no sé, en la clínica familiar.

—¿No tienen médico allí? —cuestionó Bala.

—Teníamos. La doctora Baena y sus auxiliares cayeron el día del cementerio. Una chica, Prestia, estudia enfermería y nos ayuda como puede. Lo que digo es que hay que darse prisa o el chico… —miró hacia el coche—. Mierda, el chico se está muriendo, ¿no?

—Probablemente —contestó Bala.

—Pero yo no quería… Apareció de repente. No debía quedar nadie vivo por aquí.

—¿Vivo? —preguntó Mitch.

—¿De dónde habéis salido? ¿Quiénes sois?

Los militares se presentaron. Candi se acercó. Les estaba oyendo.

—El chico y yo —dijo Candi, señalando el amasijo en el que se había convertido Nelson— íbamos en el tren.

—¿Qué tren?

—Un tren ha descarrilado ahí delante —intervino Mitch—, justo en el sitio de donde salimos. Muchísimos muertos.

—¡Pero eso es terrible! —dijo Max, llevándose una mano a la frente—. ¡Ahora irán… o querrán…! Bueno, tenemos que volver cuanto antes. Pongámonos en marcha.

¿Papá? ¿Eres tú? ¿Estoy en casa? —oyeron.

Mitch, Bala, Candi y Max se miraron. Sus ojos se dirigieron al coche y temerosos se dirigieron hasta él. Encontraron al chico negro con los ojos vueltos y hablando. Delirando. Con un movimiento brusco, Nelson retorció las manos hacia dentro y empezó a darles vueltas como si se diera cuerda a sí mismo. Sus labios no se movían, pero las palabras salían de su boca como en un ventrílocuo. Carraspeó un par de veces y movió la cabeza. Hizo gesto como si estuviera mirándolos uno por uno.

Su rostro se detuvo en Max, el hombre de Rotten. La suave voz de una chica se volvió a escuchar en boca de Nelson.

Papá, te quiero tanto… —Y le tendió los brazos.

Max se arrodilló junto al chico negro y le cogió las manos para que pararan de girar como ruecas.

—¿Hija? ¿Estás ahí? —dijo Max, y pegó su oído a la boca de Nelson.

Tengo miedo… —susurró el chico negro.

Sus manos dejaron de moverse y sus parpados se cerraron.

Max miró a los demás y se puso en pie.

—Mierda puta, ¿qué ha sido eso? —preguntó Bala.

Nadie tenía palabras.

Candi no se había percatado, pero con una mano tapaba su boca. Estaba aterrorizada. Le temblaban las rodillas. Los ojos tan abiertos como los túneles cercanos por donde había empezado a florecer el sol. Nunca pensó que se pudiera tener tanto miedo al amanecer. Max hizo un gesto extraño con la cara y se retrasó unos pasos para mirar por delante del coche. Se quedó mirando hacia allí. Los demás, extrañados, le siguieron la mirada.

Al comienzo del siguiente túnel había una figura.

Max empezó a caminar en esa dirección. Candi dijo algo, pero Max pareció no oírla. La silueta salió de las sombras y pudieron distinguir entonces la forma de una muchacha. Por sus movimientos, rígidos y descoordinados, nada parecía ir bien. Cuanto más andaba, más se mostraban sus rasgos. Tenía el pelo largo y su piel era blanca como el mármol. Parecía joven, casi una niña, sus labios… No tenía. Arrastraba sus pies con lentitud. Llevaba puesta una camiseta blanca y azul y un pantalón oscuro cuya pierna izquierda había desaparecido en su mayor parte: ni tela ni piel ni carne… Solo hueso y unos botines blancos relucientes.

Las lágrimas cayeron por el rostro de Max.

—Tenemos que irnos —dijo Mitch.

—Un momento, viene sola. Acabemos con ella antes —aconsejó Bala.

Max se volvió y vieron sus ojos enrojecidos.

—Qué —dijo Bala.

Max se limpió la cara. Aunque seguía llorando.

—Llevaros el coche —dijo—. Juradme que iréis al pueblo e intentaréis salvar al chico. Os lo pido por favor. Hacedlo por mí o… por vosotros mismos. Rotten es la zona más segura en muchos kilómetros a la redonda. Llevamos tiempo evitando a los muertos. Solo tenéis que seguir este camino en línea recta y cuando veáis un árbol enorme, centenario y que prevalece sobre todo lo demás, girad por ese camino. No antes. Pues cantidad de senderos se unen a la vía verde. Recordad: un árbol tan grande como un edificio. —Max paró para coger aire—. Por vuestras caras puedo decir que esto es nuevo para vosotros. Para los de nuestro pueblo, no. Allí os pondrán al tanto. Ahora… Ahora dejadme con mi pequeña. Solo os pido eso. Largaos y dejadnos tranquilos.

Candi quiso decir algo, pero Max la silenció.

—No, por favor. Duele. No a las preguntas que arañan el alma y te hacen sufrir —comentó el hombre con rostro apesadumbrado.

Marchó por el camino. El cuerpo de la chica avanzaba lentamente de forma apática hacia él. La criatura extendía una mano huesuda…

Mitch preguntó a Bala si sabía conducir. Candi tuvo la necesidad de despedirse de ese hombre alto y fornido de mirada torva. Pero Max ya estaba lejos.

Cerraron las puertas del Chevrolet y dieron la vuelta lentamente para volver por donde habían venido. Mitch y Bala se pusieron delante. Candi atrás. Nelson continuó en el maletero. Mientras avanzaban, en el interior del coche reinó un silencio sepulcral. El capitán del ejército agachó la cabeza para mirar por el retrovisor de su lado. El soldado conducía con mil ojos puestos en la carretera. Bala era un tipo nervioso e impulsivo. Peligroso, pensó Candi. Daba sendos acelerones al motor como si los persiguiera el diablo.

Candi conocía aquel coche. Edmundo y ella habían tenido uno igual cuando eran novios. Cuando todo iba bien. Candi apretó una manilla escondida tras el asiento trasero izquierdo con la intención de echarlo hacia delante. Funcionó. Liberó así al inconsciente Nelson de la oscuridad del maletero. Le dio aire. Y su preocupación por él se disolvió un poco.

En el camino, Max abrazó a la chica moribunda. Le sujetó la cabeza y la meció con sus brazos. Candi recordaría aquella imagen siempre.

En la lejanía… Un disparo.

Tres segundos más tarde.

Otro.

Abrió los ojos y encontró oscuridad. Otra oscuridad. Los cerró y vio una luz mortecina a su alrededor y la sombra del fuego. Una gruta. Humedad.

—¿Quién eres? —preguntó Nelson.

La chica estaba sentada sobre una roca como las ninfas de los cuentos. De espaldas a él, arañaba la piedra sobre la que estaba sentada con una mano y con la otra se mesaba el cabello. Nelson podía notar la presencia de vapor de agua en el ambiente. De las cavidades en la roca salía luz. En el aire había borlas azules y se movían como si estuviesen bajo el mar. Nelson miró sus pies aterrado. No recordaba tenerlos mojados. No los tenía. Estaban sobre un camino compuesto de tablas ensambladas que se perdían en la negrura de la cueva.

Mi padre me llamaba Rubi y me quería. Mi madre me odiaba. La vida parece burlarse de todos nosotros cada vez que tiene ocasión. Y tú lo sabes. Es curioso, mi madre tenía tantas ganas de vivir, de conocer mundo… y se quedó embarazada. Mi madre no me quería… pero ella morirá y yo viviré por toda la eternidad —rio.

—Nadie vive eternamente —contestó Nelson.

Cuando era pequeña tenía el pelo rubio como los ángeles, por eso mi padre me llamaba así. ¿Desde cuándo hablas con los muertos, Nelson?

—No lo sé.

No… lo… ¿sabes? —Su voz había cambiado. Se había vuelto ronca como la de un hombre viejo. Áspera y ruda como la voz de la abuela de Nelson.

Sí, era su voz.

—Mi abuela me dijo que podría hablar con ellos, siempre que no tuviera miedo.

¿Y ya no temes a los muertos, Nano?

Nelson dio un paso atrás. Tenía un pase que aquella cosa imitara la voz de su abuela, pero otra bien distinta, que lo llamara de la misma forma que ella lo hacía en vida. No pudo soportarlo más. Nelson había estudiado y sabía que esos eran recursos del demonio. Nelson se llevó la mano al pecho y acarició su cruz de plata.

Siguió caminando por el entarimado y dejó atrás la sombra y sus preguntas. Despejar su mente. Debía apartarse y evitar oír sus palabras. Aunque la cueva ayudaba a repetir y repetir las palabras que de ella salían.

«El infierno es repetición».

Las tablas giraban y se perdían en la gruta. A medida que avanzaba, comenzó a dibujarse a unos metros la silueta de un niño. Cuando llegó, dijo el muchacho:

—Diles que paren. Huele a cera.

Candi miró al chico negro en el maletero y su corazón se llenó de zozobra.

En un principio no le había parecido simpático. Sin embargo, ahora sentía una fuerte empatía por él. No quería que muriese, necesitaba que se recuperase. Quizás ver gente recuperándose a su alrededor llenaba de vida su corazón.

Había sido su primer compañero desde que la pesadilla había comenzado. La noche anterior se había sentido segura a su lado. Dentro de aquel arbusto, por un momento, fueron especiales. La luz del sol se colaba ahora por los cristales del coche e iluminaba gran parte de las ropas ensangrentadas de Nelson. Murmuraba. Con su dedo pulgar e índice, Nelson frotaba el colgante de plata que tenía en el cuello. Tenía los ojos cerrados.

Mitch había ordenado a Bala que dejara de embestir a los muertos que aparecían en el camino. El soldado hacía lo que podía. Intentaba evitarlos, pero en algunos tramos había demasiados. Sobre todo en los accesos a los túneles, de los cuales habían atravesados dos hasta ahora y no muy largos.

Las luces del Chevrolet sucumbieron con un nuevo atropello. El problema era que cada topetazo se podía convertir en un problema. Unos minutos antes, un hombre que iba bien abrigado con una gabardina marrón de lana y sombrero negro, al ser arrollado voló por los aires y con el golpe había roto gran parte del parabrisas.

Candi se reincorporó en el asiento trasero y se acercó a los militares.

—Tenemos que ir más despacio. Vamos a matar a algún inocente —aconsejó.

—¡Y una mierda! —vociferó Bala. El soldado sujeto al volante como un niño en su coche de carreras—. ¡No pienso parar!

—La señorita tiene razón —dijo el capitán.

—¡No me voy a parar para que un maldito muerto de esos me muerda!

—¡Usted hará lo que yo diga, soldado!

Bala miró a Mitch unos segundos y se mordió el labio.

—¿Tiene algún problema? —cuestionó el capitán—. ¿Quiere decirme algo, soldado? —El soldado regresó la vista a la carretera, pero Mitch siguió hablándole muy de cerca—. Nadie le está diciendo que pare. Tranquilícese. Haga todo lo posible por no atropellarlos, ¿entendido? Es cierto que puede haber gente como ellos que se haya salvado, ¿me oye? ¿Me está oyendo?

—Sí.

—¿Sí?

—¡Sí, mi capitán! —gritó Bala sin quitar ojo a la carretera.

Nelson gimió desde el maletero.

Candi se giró.

—¿Cómo? ¿Dijiste algo, chico?

—Por favor, paren… Ayúdenlo. Ayuden al niño —suspiró Nelson.

—¡Puta mierda! ¡He dicho que no voy a parar! —relató Bala.

—¿De qué estas hablando ahora? ¿Es que no te enteras de nada? —gritó Mitch.

—¡El que no se entera de nada es usted, mi capitán! ¡Hay algo ahí delante, en el camino, joder! ¡Quiere que paremos!

—¿Cómo?

Mitch no podía ver el camino. El viejo de la gabardina había destrozado la parte del parabrisas de su lado e incluso goteaba sangre. Desde entonces, Mitch se había dedicado a observar por la ventanilla lateral. El capitán se inclinó hacia el soldado y vio cómo un niño gateaba por la carretera más adelante. La sombra salió del camino y cayó en la cuneta.

Levantó una mano.

Mitch se volvió para mirar por la luneta trasera, por encima de Candi. Los caminantes más cercanos quedaban muy atrás. Aunque algunos corrían, seguían corriendo con intención de alcanzarlos.

—No hay peligro. ¡Para el coche! —ordenó.

—Puede haber alguno escondido cerca. De entre los matorrales puede salir alguien. ¡No voy a parar, joder!

Mitch pensó con precaución. Bala caminaba entre el pánico y la histeria. Era peligroso. La noche anterior había reaccionado bien y había luchado como si llevara toda la vida en el frente. Pero ahora las cosas habían cambiado. Sus ojos languidecían. La idea debía de haber madurado en su cabeza como lo estaba haciendo en la de todos. Los muertos se levantan. Así de claro. Pero, ¿y si había sido así en todo el mundo? El tipo que les había dejado el coche parecía estar al tanto desde hacía tiempo. No estaba asustado. Era algo normal en su vida. ¿Los muertos gobernaban la Tierra? ¿Desde cuando?

Mitch pensó en su mujer y sus hijas… Divertido, divertido, divertido. Bala debía de estar pensando en los suyos también. Tal vez tuviera mujer e hijos. Obviamente le preocupaba su seguridad. Miles de cosas debían estar pasando por su cabeza. Por eso estaba tan nervioso. Al borde de la locura.

—Solo te pido que reduzcas sin parar el motor. Acércate, por favor…

—¡No pienso hacerlo!

—¡Pues para! ¡Yo llevaré el coche!

—¡Y una mierda!

—¡Por el amor de Dios, Bala! ¡Es un niño! ¿Vas a dejarlo ahí? ¡Solo quiero que reduzcas la velocidad y veamos cómo está!

—Por favor —dijo Candi.

El Chevrolet se fue acercando. El soldado retiró la marcha y el coche, gracias a la inercia, llegó hasta la altura de la pequeña figura en el suelo.

Obviamente, era un niño. Mugriento, le faltaba pelo en gran parte de la cabeza. Apenas le quedaban ropas sobre el cuerpo. De su ojo derecho brotaba sangre. Tenía una enorme raja desde la nariz hasta su oreja. En una mano llevaba una piedra. La levantó con intención de defenderse.

Candi y Mitch bajaron el cristal.

—Di algo —dijo Mitch.

El niño alzó la piedra amenazante.

—¡Di algo, chico! —exigió Candi.

Bala miró por el retrovisor. Avisó a los demás para que le hicieran caso. Estaban muy cerca. Un par de ellos seguían corriendo.

—¡Mirad!

Susurró algo y se desmayó. La cabeza del niño dio en el suelo. Candi le puso la mano en el hombro a Mitch.

—Es solo un niño…

Mitch abrió la puerta rápidamente y lo cogió en brazos.

Bala hizo avanzar el coche. La mujer y el hombre se acercaban por la parte de atrás. Sus bocas rebosaban un líquido rojo oscuro. Venían a mucha velocidad, como si no hubiera nada en sus cerebros que les indicara cuándo debían parar. A veces caían, se levantaban y volvían a hacer lo mismo. Rugiendo como leones. Gritando como hienas. Vuelta a empezar. Cada vez más cerca. Mitch soltó al niño en el asiento delantero, cerró la puerta y saltó a la parte de atrás con Candi.