El silencio en las ciudades, en los valles y en los pueblos, se vio perturbado cuando los poderosos motores de las avionetas rugieron desde lo más alto. Seguían una ruta directa a lo largo de carreteras principales cubiertas por las carcasas de coches accidentados y los restos putrefactos de incontables cadáveres. De vez en cuando, aparecían personas a corta distancia y a ambos lados de la carretera, pero se mostraban letárgicas y dolorosamente sin esperanzas. Se arrastraban de forma muy parecida a los muertos y en ocasiones era difícil diferenciarlos.

La mitad del territorio había quedado destruida por el fuego. Las llamas habían destrozado y derretido lo más persistente. Una explosión, en pleno centro de la ciudad, había abierto un agujero del tamaño de la pedanía de Cosy. A través de ese agujero, cerca de cinco mil caminantes desaparecieron. Entre ellos, no solo había muertos.

Fuera del agujero, la explosión llegó hasta las montañas, siguiendo una ruta de altos hornos y fábricas, las cuales sirvieron como mecha para incendiar nuevamente valles y bosques que aún no se habían apagado. Y que nadie pretendía apagar. Pues ni siquiera la lluvia ácida podía. Ni siquiera la rotura de la presa de Negro Eagle, que había sucumbido a la fuerza del agua por culpa del extinto mantenimiento y que había arrasado cientos de hectáreas, podía.

No quedaba rastro de optimismo. Aunque la voz de la gente que podías encontrar en el camino normalmente sonaba tranquila. También, cansada y sincera. Lo que empezaba a enervar a los que se preocupaban por su futuro era la lentitud con la que parecía ocurrir todo. Algo muy parecido a cuando la raza del hombre aún no pisaba la tierra y el único eco alrededor se debía a los primeros insectos que trabajaban las flores. O, como mucho, el estruendo de un volcán después de desatorarse.

Los relojes habían dejado de ser consultados. Una y otra vez, se intentaba recuperar el sistema por parte del Gobierno Central, pero siempre surgían nuevos problemas. Obstáculos. Los gastos, los daños ocasionados a la ciudad, eran incontables. No había mano de obra. La gente había perdido la esperanza y hacía todo lo posible por salvar sus vidas y no las de los demás. No había mutua cooperación para alcanzar de nuevo la estabilidad social. Había despecho. No se cuestionaban si tenían la suficiente potestad moral como para matar al que había sido infectado o al que tenía pinta de estarlo. La ley del más fuerte superó a la ley marcial.

La culpa, en ocasiones, no solo la tenían los seres que habían regresado del más allá. La naturaleza parecía haberse unido a esa destrucción inminente del ser humano. Jesus Bay, un pueblecito pesquero de apenas mil habitantes, que casi no había sufrido daños por su inmejorable situación estratégica y la acción feroz de sus habitantes contra los redivivos que regresaban del mar, tampoco había resistido. Unas semanas atrás, un tsunami lo había borrado del mapa. Era uno de los pocos sitios donde un canal de radio que había empezado a emitir y nadie sabía desde dónde había prometido seguridad.

No había nadie en el mundo. Aunque se rumoreaba que en los altos edificios de Nueva York seguían encendiéndose las luces por la noche.

Fue entonces, cuando las avionetas habían aparecido en el cielo con sus quejumbrosos motores, lanzando folletos informativos, rememorando los tiempos de guerra entre los vivos. Folletos para los que aún podían leer. Información sobre una posibilidad. Una esperanza para los vivos: «La salvación está en el mar». Los muertos volvían a la vida. La última vez que el gobierno contó a la población, morían millones de personas al año. Miles al día. Cientos cada hora. En cualquier rincón del país, las personas muertas se levantaban y mataban a otras personas que a su vez se levantaban y volvían a matar. Eso sin contar suicidios, asesinatos, ajustes de cuentas… Los muertos volvían a la vida.

Con el paso de los años, la gente dejó de temerles. Sobre todo si contaban con armas o si la ayuda del ejército estaba cerca. Así, era fácil exterminarlos. Los casos se complicaban si los merodeadores eran amigos o familiares. Pero, en general, la gente se había concienciado y respondía ante el mal. La muerte siempre rondaba al ser humano, era imposible separarse de ella. Pero hacía tiempo que no se veían aviones.

Hasta que aparecieron. Y trajeron buenas noticias.

«La salvación está en el mar».