El padre Mile estaba sentado en el butacón de roble leyendo su libro cuando llamaron a la puerta. Jason dijo que él se encargaría. Cuando el niño asomó por el rellano, el cura lo llamó.

—No comentes nada de la niña —le dijo.

La pequeña Susanah gemía dormida a su lado en un moisés acolchado de color amarillo. Cuando iniciaron la búsqueda de materiales sin dueño en las casas vacías del pueblo, Mile envió a Jason en su nombre. Algunos aldeanos no estaban de acuerdo, denominaron aquel acto como el gran saqueo y quisieron impedirlo. Pero Mile acalló a los confusos. Dicho pillaje estaba justificado por el bien de la comunidad.

La familia Deten tenía alquiladas unas cuantas casas para turismo rural. Que Mile supiera, cinco de ellas dentro del área urbana del pueblo. La mayoría de las casas las ocupaban gente trabajadora que habían venido de la ciudad en busca de un puesto. Trabajo que habían encontrado en el centro comercial. En una de ellas, Jason había encontrado el moisés amarillo, envuelto en plásticos y sin abrir. Le contaron que en aquella casa vivía una pareja joven. Koon y Merimé. Desaparecieron. Sus cuerpos no fueron encontrados en ninguna parte y nadie sabía si habían huido el día del cementerio o habían sido devorados. En la casa alquilada tenían una habitación totalmente decorada para un futuro bebé. Aparte del moisés de color amarillo, había otros enseres a estrenar: un carrito, una trona, un parque y algunas lámparas con elefantitos.

Todo de color amarillo.

Cuando Susanah necesitara algo de aquello, Jason regresaría a la casa.

El padre Mile oyó como el niño abría la puerta. Jason saludó a alguien. La voz tosca de un hombre murmuró una pregunta y lo que parecía una afirmación.

—De acuerdo. Le avisaré —finalizó Jason. Y cerró la puerta.

El padre Mile miró el libro que tenía entre manos. Lo abrió nuevamente por el capítulo que había empezado a leer un par de días atrás. Trataba sobre una pequeña población del viejo continente. Durante el invierno de 1970, Pourrí dejó de ser habitable y desapareció, y con ella sus trescientos diez habitantes. Las casas y algunos edificios tales como la ermita de Santa Ágata, hecha totalmente en roca, estaban todavía en pie. Pero desde ese invierno de cuarenta y tres años atrás, las casas seguían deshabitadas. En algunos casos, los muebles habían sido retirados. Pero la mayoría de las viviendas continuaban amuebladas, como si, en medio de la vida cotidiana, algo misterioso se hubiera llevado a la gente. En una casa la mesa tenía la comida preparada, centro de flores incluido, flores marchitas desde hacía mucho tiempo. En otra, uno de los dormitorios estaba preparado para que alguien se acostara, con las camas prolijamente dispuestas y las zapatillas alineadas. En una de las tiendas de la localidad, se encontró sobre el mostrador una pieza de pan podrido y negro, y la caja registradora marcaba uno con veintidós. Los investigadores encontraron casi setenta monedas en el interior de la caja…

—Era el señor Prod —dijo Jason desde el corredor—. Me ha dicho que en media hora vendrán con un coche para cargar cosas.

—¿Saben que tienen que entrar por detrás?

—Sí, él mismo me lo dijo.

El padre Mile puso el separador de cartón por donde estaba leyendo y se levantó. Agarró con cuidado el moisés donde dormía Susanah y salió con ella al jardín.

Fuera, el aire era fresco y agradable. El vientecillo de la mañana portaba sal, recordaba al mar. El rectángulo de terreno con el que contaba la parte de atrás de la iglesia, constaba de un recortado murete blanco a media altura y una pequeña portezuela de madera. También un andén rojizo que llevaba hasta la puerta trasera de la iglesia.

El murete hacía a su vez de macetero. Algunos arrayanes y jóvenes cipreses comprendían la hilera que delimitaba el territorio.

En el lado derecho de la parcela habían dispuesto una mesa y unas sillas de recreo. Sita Perman, una de las desaparecidas maestras del pueblo, se las había ofrecido cuando cambió los muebles de su casa. Ella y Cristal Hoover, otra profesora y amiga, dejaron el pueblo tan pronto como todo se tornó en desgracia.

En la parte izquierda del jardín, la tierra estaba removida en el pequeño camposanto que pertenecía a la memoria histórica del pueblo. Se distinguían aún las marcas en el terreno excavado, de una veintena de lápidas que aún reposaban firmes y bien cuidadas. Era un cementerio honorífico de los primeros habitantes de Rotten allá por el año 1900. Personajes que tuvieron que ver en el nacimiento de la aldea.

Mile, como otros muchos, pensaba que simplemente eran inscripciones labradas en mármol negro o granito, menciones a nombres remotos. Que no había nada enterrado allí en realidad. Pero Jason y él comprobaron que no era así. Algo yacía allí abajo, pues días después del alzamiento, una mañana, el niño le llamó aterrorizado para que le siguiera hasta allí.

Restos de huesos emergían de la tierra como en una película mala de terror. Insignificantes despojos asomaban en el suelo como débiles tallos arraigados buscando la luz. Lo que pudieron ser carpos, metacarpos y trozos astillados de fémures, resurgían. Incluso el medio cráneo de una tal Tiwintza Pulila, aparecía en la tierra moviéndose como un juguete con poca batería. Mile y Jason tardaron todo un día en limpiar el terreno de tan macabro descubrimiento.

El cura dejó el moisés con la niña sobre la mesa del jardín y cerró la capota para ocultar su carita de los rayos solares. La mañana auguraba un día espléndido. La barbacoa había sido una buena idea. Era un buen modo de reunir a la gente. Pasar un día agradable y aprovechar para sacar a relucir ciertos temas a debate que Mile, mejor que nadie, sabía que reconcomían por dentro a la mayoría de los aldeanos. Hacer que lo pasaran bien (que se ausentaran un poco del horror), y empezaran a pensar de qué modo iban a vivir de ahora en adelante.

Mile observó que no entraba ningún coche por la calle, por lo que atrajo una silla y se sentó para seguir leyendo.

El siguiente capítulo comentaba como a la gente de la zona le gustaba entretener a los turistas con la idea de que Pourrí estaba encantado; eso, decían, explicaba el hecho de que hasta entonces permaneciera vacío. Una razón más que plausible podría ser la circunstancia de que aquel pueblo se hallaba situado en un olvidado rincón de Francia, lejos de todas las carreteras importantes. Lo que resultaba enigmático en todas las personas de los pueblos adyacentes era su unánime renuencia —o incapacidad— para hablar de lo que podía (o no) haber sucedido allí. El propietario de la gasolinera más cercana era el testigo principal de la cantidad de hechos sobrenaturales que se venían dando alrededor de Pourrí con el paso de los años. Luces extrañas, voces en el viento, fantasmas en la carretera de entrada, un bosque donde desaparecían campistas curiosos y aparecían animales muertos… El propietario de la gasolinera terminó abandonando el negocio por culpa del extraño suceso al que los periódicos denominaron «Nube de mosquitos», en el cual perdieron la vida dos de sus empleados y varios clientes que habían parado a repostar. La infección se dio por…

El rugido de un motor retumbó por el acceso lateral. Mile vio aparecer una enorme camioneta azul. Esta giró y dio la vuelta hasta aparcar a pocos metros de la portezuela de madera. Mile dejó el libro sobre la mesa, comprobó que la niña no se había despertado, y fue a recibirlos. André Prod y Matt Mane, inseparables hasta en los días de fiesta, bajaron del vehículo y se acercaron a la entrada.

—¿Qué tal, padre?

—Buenos días, chicos. —Mile abrió el cerrojo y les recibió con un apretón de manos.

—¿Dónde está la comida? —dijo Matt, jugando con los dedos de sus manos como si estuviera negociando.

Jason apareció al lado del padre Mile y el cura le indicó que esperara con Susana, mientras él ayudaba a aquellos hombres.

—La carne está preparada en la cocina. Pero las bebidas tenéis que ayudarme a sacarlas del sótano. —Mile les hizo un gesto para que le siguieran. Los llevó por un débil sendero, dejando a un lado a los cipreses y a otro, el camposanto de pequeñas lápidas.

—¿Se ha levantado algún muerto aquí? —preguntó Matt.

—No seas melón. No hay nada ahí debajo —contestó André.

—¿Y por qué está la tierra removida?

—¿La tierra? Por la lluvia supongo. Además, ahí no cabe una persona. Esto probablemente sean solo menciones a la gente del lugar, ¿no, padre? —cuestionó André Prod.

—La tierra removida es por los topos —contestó Mile.

—¿Ves?

—Pero los topos no… —insistió Matt, pero Mile le interrumpió para señalar la entrada a los sótanos.

—Tened mucho cuidado con las puertas. No podéis ni imaginar lo que pesan. Tened mucho cuidado al retirarlas.

Llegaron a un estrecho camino repleto de macetas con flores de todos los colores. Extensas enredaderas habían invadido aquel rincón del exterior del edificio. Dos grandes puertas de chapa verdes taponaban el suelo sobre una altura de dos ladrillos. El cura se metió la mano en el bolsillo y sacó un llavero. Quitó el candado y sujetó una de las agarraderas oxidadas.

—Escuchad, como os he dicho, pesan demasiado. Voy a dar un tirón y entonces vosotros metéis las manos para sujetar. Pero hacedlo con fuerza y tirad a la vez. O nos arrastrará hacia delante. Tirad fuerte en cuanto metáis las manos, ¿está claro?

—Pero, ¿y si no podemos? —relató Matt.

—Tú hazme caso y hacedlo como os he dicho para que no haya problemas.

—Venga, vamos allá —dijo André Prod.

Allí abajo olía mal. A humedad, a tapizados podridos. Había una especie de hedor ácido, como a mantequilla rancia. Se oyó un crujido como de… ratas, marmotas o sabe Dios qué bichos habían hecho agujeros en las paredes de aquel lugar. Humedad en todo el agujero.

Por tanto, la comida estaba fresca.

El camión salió de la calle tal y como habían acordado: despacio y sin hacer ruido. Sin embargo, cuando abordó la avenida el motor alemán rugió en todo el entorno y los árboles y el corazón del padre Mile vibraron con las ondas de sonido.

El runrún fue desapareciendo poco a poco y la paz y el silencio regresaron a la parte de atrás de la iglesia, donde el cura acariciaba la manita de la pequeña Susanah.

—Me gustaría subir y seguir jugando a la consola —dijo Jason, que había contemplado junto al cura que volvían a quedarse solos.

—Se acerca la hora de comer. ¿Qué piensas hacer?

—¿Usted no piensa ir a la barbacoa?

—Voy a quedarme aquí con ella —contestó, con una leve inclinación de cabeza hacia el bebé—. Quiero que esté tranquila y que descanse el máximo tiempo posible. Sabes que lleva días llorando, está destrozada. Caerá enferma de un momento a otro. Me da mucha pena verla así y prefiero que, por lo menos, duerma. Dormida, cuanto más tiempo, mejor. Tengo la esperanza de… —El padre Mile hizo una pausa para tragar saliva—. Bueno, yo prefiero que vayas a la barbacoa. Come, bebe y pásatelo bien con tu amigo. Diviértete un rato. Luego, cuando regreses, me cuentas qué ha pasado.

—Está bien, padre —contestó Jason, con la cabeza gacha.

—Ah, una cosa. Invita a dormir a Zackie, si quieres. Esta noche podréis estar con el videojuego hasta la hora que queráis.

Consiguió que emergiera de Jason una sonrisa, como tenía previsto. Ambos se abrazaron.

—Es usted para mí… como un padre —musitó Jason.

Mile no pudo sonreír, una extraña sensación le recorrió el cuerpo. Aquel abrazo era como una despedida.

Jason saltó el murete como un gimnasta y desapareció calle arriba diciendo adiós.

El padre Mile decidió que era hora de despertar a la pequeña y jugar un poco con ella. Le sujetó la cinturita y entonces notó el pañal duro e hinchado. Acercó la nariz y lo corroboró: estaba hasta arriba de pipí. Agarró entonces el asa del moisés para llevárselo dentro, pero lo pensó mejor. Un día como el que hacía, en el que el sol bañaba el valle como en un día de primavera, era para disfrutarlo. Así que dejó a Susanah sobre la mesa y se dirigió hacia el interior de la iglesia en busca de la bolsa de gasas, pañales y cremas. Una bolsa amarilla, por supuesto. Al entrar y no encontrarla, recordó que aún no había bajado la bolsa de la habitación, así que regresó al jardín a por la niña para no dejarla sola allí abajo.

El perro la estaba mordiendo.

Al ver aquella imagen tan de repente, Mile se sintió morir. Sus fuerzas se desvanecieron y su cuerpo se volvió de trapo. Ni siquiera podía apretar los puños con fuerza. Flacidez en sus músculos, de repente. Los ojos se le nublaron y sintió una fuerte punzada en la cabeza.

«¿De dónde ha salido el perro, Dios de mi vida?».

La toca de encaje rosa aparecía ensangrentada y en el suelo. El perro metía la cabeza una y otra vez en la capota y se perdía en ella. Nehemías Mile lo comprendió todo de repente. Este era el fin. La conclusión de su papel en esta historia. Historia de locos. El fin de todas las cosas. Había venido aquí, a un pueblo perdido de la sierra, y aquí descansarían sus restos. Subiría por el sendero eterno, en un bonito día de sol como pocos, desde que había vivido allí. Desde el primer momento en el que le encargaron que cuidara a Susanah, supo que su destino estaba ligado al del bebé. Sin ella moriría. Con ella moriría. Nehemías Mile no podía soportar por más tiempo aquella escena de horror y corrió gritando hacia el perro, el cual parecía haber perdido el sentido del oído pues no reparó en su presencia.

Nehemías Mile agarró a Mira del cuello y se tiró con ella al suelo. Aunque el perro le mordía una y otra vez las manos, el cura, desvinculado ya de toda fe, no soltó al rabioso animal y continuó asfixiando aquella cabeza llena de pelos y sangre. Luchó mirando el cielo azul sin nubes, intentando olvidar el dolor de las mordeduras del perro. Tratando de colocar las manos bajo el hocico para levantarlo y apartarlo de su vientre.

Súbitamente, experimentó un profundo dolor. Tenía el traje hecho jirones. La sangre bajaba por los pantalones de Mile como un río. Empujó hacia delante y hacia atrás para apretar con más intensidad la cabeza del perro. Apretó, apretó y balanceó el cuerpo del animal con todas sus fuerzas. El odio le daba brío y tensión a los músculos de sus brazos. Apretó, apretó y apretó, mientras lloraba y gritaba el nombre de la niña. El llanto de algunos hombres apenas se oye, pero el de Nehemías Mile era como el de un crío al que le habían roto su mejor juguete.

Cuando el perro dejó de moverse, el cura apretó más. Y cuando pasaron unos segundos más, dio un último apretón. Luego, fue hacia el cobertizo, cogió una pala y la usó para cortarle la cabeza. Mientras tanto, se sorprendió a sí mismo recordando cómo se suicidaban los chinos en la antigüedad. Era un suicidio barato. Ingerir un kilo de sal.

—Menuda cosa estoy pensando. Menuda, menuda, menuda… —dijeron sus labios.

No quiso tocar el moisés. Lo miró por un instante, pero no quiso asomarse. ¿De qué serviría? Eran las doce y media cuando Nehemías Mile vio el sol por última vez. Se apartó y entró en el edificio desconsolado. Era curioso cómo las personas, antes de morir, cuestionaban su credo y rezaban para ser salvados y bien recibidos en el Reino de Dios. El padre Mile pensaba todo lo contrario. Sin armas, la sal era lo único que le quedaba.