Cerraron la valla.

Volvieron a anudar las cadenas y echaron los candados. Mosquetones y ganchos: todos los seguros con los que habían ataviado las entradas y salidas del pueblo. Samuel Day le había cedido el inmenso llavero que colgaba de su cintura a John Middles.

Y, por supuesto, Jimmy Laymon se había quejado. Middles lo había mirado de arriba abajo. Laymon era un tío odioso casi en su totalidad. En ocasiones, tenía un comportamiento extraño. Podías discutir con él, te podías cagar en su puta madre, que no ocurría nada. No te lo tenía en cuenta. Para él, discutir solo era otra forma de conversación. Más alterada, pero a los diez minutos volvía a hablarte como si fuese tu mejor amigo.

De vuelta a las mesas, Jimmy le estaba diciendo algo a John. Laymon hablaba a menos de medio metro de su oreja, como solía hacer cuando creía que tenía gracia lo que estaba contando. Middles, en cambio, observaba el edificio que estaba detrás de él.

El centro comercial.

Laymon seguía a su lado escupiendo a la vez que hablaba, mientras se acercaban a la barbacoa. John vio entonces algo que no pudo creer. La suerte estaba de su lado. Del grupo de personas más cercano a las neveras de hielo se había alejado Dany. Dany Barres el flacucho, el del pelo rapado y barbita de cabra. Tenía siempre el cuello de la camisa hacia arriba a lo conde Drácula y no tenía respeto por las personas mayores, exceptuando cuando su padre estaba cerca. Dany era hijo del desaparecido alcalde. Ahora solo le quedaba su madre, con la que vivía en la casa que había a espaldas del ayuntamiento. Los gestos nerviosos y desconfiados Dany, su constante mirada atrás para ver si era perseguido, sus aspavientos; fueron como una onda de alerta para el radar en el que se había convertido John Middles.

La madre del chico le preguntó algo desde su tumbona.

—¡Voy a mear, joder! —contestó Dany, como si quisiera que nadie se enterara.

John vio como se acercaba a la pared del centro comercial por un lado. Hizo gesto de abrirse la bragueta y, poco a poco, fue dando pasos, alejándose y escondiéndose tras la pared circular del centro comercial… Hasta que desapareció.

John miró al resto de la gente. Nadie se había dado cuenta.

Laymon le seguía preguntando algo.

—¿Qué? —respondió.

—Que si te has quedado tonto… —dijo Laymon, colocándose en su línea de visión.

—¿Qué es lo que quieres, Jimmy? Date una vuelta. No me des más la brasa…

Laymon le miró indignado. Se alejó lanzando improperios. Palabras que se las lleva el viento. Palabras sin interés de un tío tan cargante e insoportable al que nadie tragaba. Por fin, se había desecho de él.

John se acercó a una de las barbacoas en funcionamiento y presentó su plato a Pepo, un hombre de unos setenta años que disfrutaba de su nuevo empleo de cocinero, con un gran gorro blanco en la cabeza.

—Aquí tienes, paisano —dijo Pepo, poniéndole un chuletón en el plato.

—Gracias.

Recordó que había quedado con Laurel-Ann en acercarse a por Terens. John preguntó a una de sus tías, la cual le comentó que Laurel ya había ido en busca del chico dando un paseo. A John le gustó escuchar esa noticia, pues ya no disponía de la moto y, lo más importante, tenía otros planes. John regresó a su sitio y comprobó que Dany no había regresado.

No lo pensó más y se quitó de en medio.