22… El ladino asesino

 

 Eulogio, meticuloso y profundamente observador, acechando desde detrás de los visillos, observa la calle y empieza a ser consciente que hay algo extraño desde hace unos días.

Se arrepiente de haber mandado una carta a la comisaría en la que la rueda de la fortuna ha sido cortada en trozos que les envía y en el sobre se acompaña el siguiente naipe, el XI, con unas letras en las que, con recortes de una revista, les dice: "Cambio de cliente". Es consciente, todo lo que no lo fue cuando, hace un día, la idea de desprecio y de dominio sobre ellos le pareció adecuada: lo veía como una forma de tomarles el pelo y dejar claro que él es el que manda, ahora ya no le parecía lo mismo.

Empieza a estar nervioso. No sabe lo que es, pero el ver, que se cruza varias veces con las mismas caras y los mismos trajes, en un deambular sin sentido aparente, han hecho que se le ericen las orejas, como decía su madre que le ocurría a ella cuando él era un niño y le preocupaban las cosas que hacía o podía hacer.

Algo en su interior intuye y le avisa de un claro peligro. Es un timbre, intermitente, que suena y le mantiene tenso. Restringe las salidas y dedica más tiempo a disfrazarse: en cada ocasión, cuando se marcha a la calle, ni él mismo se conoce. Rellenos de boca con algodón, abdomen prominente, barbas o bigotes, se alternan con ropas en nada parecidas, pelucas con una cola cogida con gomas, falsos piercing que no implican taladros y muchas variaciones más; con todo lo cual consigue un conjunto de aspectos muy diferentes, lo que en parte le tranquiliza, pero sigue venteando un peligro inconcreto, etéreo quizás, pero del que el instinto le avisa en una intuición que no puede despreciar.

Un par de periódicos, unas veces cachimba, en otras ocasiones cigarrillos o nada de fumar, cambian su aspecto de forma clara a lo largo de un día de vigilancia en el que representa varios personajes absolutamente distintos. Las terrazas de varias cafeterías, se han convertido en unas atalayas desde las que puede observar todo el tránsito, mientras aparenta que lee situado en un discreto rincón.

La sospecha de que es posible que se le esté vigilando, se ha convertido en una idea fija, que no es capaz ni de olvidar ni de alejar. Sabe que es un obsesivo compulsivo, como parte de su cuadro paranoico, tal como hace años le dijeron un par de psiquiatras con los que se llevó bien y pusieron interés en él y le hicieron mejorar en su conducta agresiva y errante.

Pero, con el paso del tiempo, ha aprendido a distinguir aspectos diferentes entre lo que percibe y lo que es verdad. Al menos es lo que acepta sobre sí mismo, y va consiguiendo separar entre sus alucinaciones y las realidades que, casi con el mismo aspecto, se le hacen presentes en ocasiones

No parece haber nada anormal, pero algunos paseantes, cuyos rostros ya se ha aprendido, caminan lentos y observan los rostros de las personas con las que se cruzan. Es lo mismo que hace él, que observa a los que están sentados en una terraza y a los que pasan por delante. Puede ver a los que leen, o parece que lo hacen con un diario o una novela, y que es posible que también estén controlando a los que pasan. Pero se repite, con frecuencia, tratando de convencerse, que es sólo parte de su vieja y conocida paranoia.

Puede observar, o al menos le parece, que algunos están pendientes de los rostros de todos los transeúntes. Los más sospechosos, son los que hablan por teléfono con cierta frecuencia, lo que le ha obligado a quitarle el polvo a su olvidado cronómetro deportivo, que tenía desde hace tiempo dormido. Puede comprobar, apuntando en el cuaderno de trabajo, que forma parte de su aparente lectura, que para los dos más inquietantes con lo que coincide en alguna cafetería, las gráficas de llamadas se repiten incansablemente en un claro ciclo repetitivo, unos bucles que se activan más o menos cada media hora.

Y la confirmación de los mismos hechos en la amplia zona en la que ha actuado, le sugiere la posibilidad de que, aunque no conocen su rostro, tengan algún dato que será con el que tratan de cazarle. Es evidente, se repite, que están preparando una trampa, en la que esperan que caiga, como se hace con los animales en la selva. Mientras piensa en ello, tiene varias ideas para reírse de los maderos, como ha escuchado que les llaman. Por lo que más se inclina, es enviarles una nueva carta con un claro texto de burla.

Cuando ya ha escrito un borrador en la terraza, es consciente que sería confirmarles las sospechas que tengan sobre él y su área de intervenciones. Por lo que quema la carta en el cenicero, y después deshace por completo las cenizas negras que han quedado.

Ha recordado lo que ha leído en el “libro del forense” que ha comprado: "Si las cenizas de papel quemado son negras, es que el papel es de pulpa de madera"[18], y en esas, tratadas con cuidado con calor, se puede recuperar lo escrito. Por lo que, con la cuchara del café las deshace a polvillo que, despacio, coge con la cuchara y la espolvorea al suelo para que se las lleve el viento.

Una vez más, y según su costumbre, se habla a sí mismo, en voz muy baja, apenas algo más extenso que un pensamiento, parapetado tras el gran periódico abierto, por cuyo borde superior vigila el entorno.

—Tengo que cambiar el escenario. Llevo todas las intervenciones en esta área. Amplia sí es, pero no demasiado, apenas un sexto del conjunto del Madrid más clásico, sin contar las periferias.

Queda callado por un momento mientras sigue a un hombre que está cruzando delante de él. No está seguro, pero esa expresión adusta, esos ojos vigilantes y esa forma de andar, le son familiares. Sin embargo la ropa —se dice— es distinta, y hoy lleva un sombrero, elucubra en silencio mientras lo sigue, en su lento avance, alejándose de la cafetería.

—Yo creo que no lo he visto antes. Pero no estoy seguro. Hay caras que se parecen, que se repiten, por lo que no debo preocuparme. Cuando termine lo que tengo perfectamente preparado y a punto, empezaré a trabajar en puntos diametralmente alejados de esta zona, lo que les despistará. Entonces buscaré clientes, ja, ja, con que nombre tan extraño los designo. ¿Qué quiero decir con ello?: "clientes para darles muerte".

Voy a esperar un par de días más de vigilancia, por si veo algún signo de alarma claro, y si no, le haré una cariñosa visita a la poderosa oficial de policía, o sea, a "la fuerza", Y como es “la fuerza”, pues le haré el amor a la fuerza.

Y rompe a reír de forma que, por un momento, llama la atención de sus vecinos de mesa. Se levanta, abona la consumición y se aleja de la cafetería en dirección a su casa. Debe comer algo, y cambiarse de ropa y disfraz antes de volver a salir.

—Tengo que comprobar, ha sido mucha casualidad, y las casualidades no existen, si esas caras que tengo la sensación que se repiten, es sólo una obsesión mía, lo que no es demasiado imposible, o son una realidad que debe alarmarme, pues es posible que me estén vigilando.

Una hora después está de nuevo en la calle. Lleva un periódico deportivo cuya portada dedicada al futbol deja claro el contenido; se ha vestido con un usado mono azul de trabajo, una oscura barba que le coge toda la cara como si no se afeitara desde hace un par de meses, y una boina negra que le cubre en parte la cabeza. Tiene todo el aspecto de un mecánico de coches o similar.

Camina durante un rato para mover las piernas y mirar las terrazas de las cafeterías. Finalmente se sienta en la glorieta de un bar en el que tiene un amplio horizonte, ya que está en la esquina de una calle que es confluencia de varias más, lo que le mostrará un amplio plantel de rostros que pasarán a escasa distancia y que deberá ir fijando en su memoria.

Cuando contempla como se aproxima el que le ha alarmado por la mañana, aunque vestido de otra forma, tiene la seguridad de que es él. Y en su cerebro suena, potente y de forma intermitente, una alarma. Deja unas monedas sobre la mesa para alejarse. Y lo hace lentamente, con naturalidad, pero sin perderlo de vista. Ve que llega hasta su mesa, recoge con cuidado el periódico que se ha dejado sobre ella, llama al camarero, le enseña lo que posiblemente sea su placa de policía, y guarda el vaso del refresco en un sobre que ha sacado del bolsillo. Llama por teléfono, una conversación muy breve y después continúa su camino.

Decide seguirlo, y se dice: "Será un cazador cazado". Mientras avanza detrás de él, entra en varios portales de casas, y al salir han desaparecido el mono y la barba, lleva el pelo ligeramente rubio y un tanto largo, y cojea arrastrando el pie izquierdo. Al mirarse en la luna de un escaparate, ni él se reconoce. Esta seguro que nadie podría relacionarle con el que estuvo sentado hace un momento en la cafetería. Al que sigue le ve entrar en una comisaría secundaria, enseñando lo que puede ser su placa, por lo que le queda claro que no pertenece a esa delegación. Pero está seguro que si entra es en razón a que necesita algo que le es urgente; es lo que se le ocurre pensando en lo que está haciendo. Y como es su norma inconsciente, habla en voz baja y se escucha.

Sí…, claro. Las huellas del vaso de mi refresco, que le he visto coger, y tal vez las del periódico. ¡Que idiota soy! Es posible que exista un laboratorio de Policía Científica, o simplemente tengan algún sistema que conserve las huellas en buen estado hasta que llegue al laboratorio adecuado. Será que tienen esos polvos que estudié hace días.

Durante un momento se queda pensativo y trata de recordar lo que ha leído en el libro del forense, de segunda mano, sobre antropología forense, que ha comprado en la Cuesta Moyano. Tiene en la primera página un ”ex-libris” de un médico forense; y el contenido ha sido mejorado con notas y pies de páginas del anterior propietario. Hay añadidos de dibujos y esquemas a todo color, posiblemente como aportación personal o apuntes propios, que ha pegado por los bordes entre las páginas.

Rememora las imágenes y las explicaciones que ha ido añadiendo, que muestran una riqueza que le han hecho entender aspectos que no quedaban claros en el texto original. Es evidente, pues un recorte de periódico que hay dentro del libro habla sobre su muy alta calidad como forense. En el artículo, se dice que era entonces un hombre meticuloso, concienzudo, inteligente, habilidoso y tenaz: “un forense muy peligroso para jugar con él”, era el comentario final de la columna del diario, un elogio póstumo pues había fallecido hacía escasos días y, como siempre, no hay como morir para que hablen bien de alguien.

¿Cómo era lo que leí? ¡Ah, sí! Polvos de negro de humo, y una lista de muchos más productos usados para sacar las huellas de las yemas de los dedos de su invisibilidad sobre las superficies tocadas. Eran veinte o más composiciones diferentes, al menos. Y explica todo el proceso para encontrar las huellas. Se echan los polvos donde se cree que hay, o puede haber una huella; se remueve el polvo, girando una brocha de plumas, de fibra de vidrio, o de pelos de camello. Hay también un lápiz magnético que remueve el polvo metálico o algo así, que hacen que la huella se vea. Y que puede aprovecharse de nuevo ese polvo sensible al magnetismo.

Al remover, el polvo se extiende y se va adhiriendo a la grasa, la sangre o de lo que sea de la huella, con lo que luego se pueden ver los surcos, las papilas, las crestas, etcétera, que es lo que constituye la antigua dactiloscopia, una especialidad que, en la actualidad, cree recordar que se la llama “Lofoscopia”: como siempre un nuevo nombre más difícil de recordar.

Se detiene un instante y hace como que mira un escaparate. El que sigue se ha parado para contestar el teléfono, y un momento después le ve que mira hacia atrás, haciendo un barrido en el que dedica unos instantes a cada uno de los que caminan por la calle. Nota que le mira durante lo que le parece más tiempo que a otros, pero no se detiene en él. Y después puede ver por el rabillo del ojo que, de nuevo, camina a buen paso en la dirección que llevaba.

—No tienen mi huella y no me pueden encontrar. —Se dice despreocupado—, sin embargo, creo que están estrechando el círculo si lo que he observado es por referencia a mí. Claro…, que puede ser que busquen otra cosa, posiblemente a camellos de la droga. ¿Cómo van a sospechar de mí?, si nunca dejo ni una huella que pueda atraerlos, pues uso guantes cuando estoy en mi trabajo. Adiós, vayas donde vayas.

Y se da la vuelta y cambia de dirección dejando que el que sigue se aleje.

Pero no es consciente que él, a su vez, ha sido seguido por una agraciada chica que le vigila, y recoge cualquier cosa que tire o toque: cigarrillos, chicles, vasos de cafetería. Y la policía femenina, de paisano, lo hace desde que fue llamada por el que él ha seguido y acaba de dejar en su camino al darse la vuelta. Éste llamó a la policía cuando ambos estaban en la primera cafetería, bien sentados y relajados, indicando que se le hagan fotos y se le vigile, pues no está seguro que sea el que buscan, pero que pudiera serlo. Un rato después, un fotógrafo de la policía, desde lejos, con un potente zoom, saca una colección de fotos desde distintos ángulos. A su lado, la chica, una oficial de policía, espera el momento de iniciar la vigilancia del que le han encargado. Una vigilancia que va a mantener a lo largo de todo el día, apuntando sus movimientos y la que parece que es su dirección.

Cotejando las fotos de los diversos sospechosos y los datos de la vigilancia, se tomará la decisión de detener al que las pruebas de los crímenes estudiados por la policía científica y los antropólogos forenses indiquen sobre el ignorado asesino: las huellas, el ADN y otros rastros, que serán comparados con lo que se está obteniendo con la vigilancia, durante la cual se va recogiendo todo lo posible que deseche.

Eulogio tras un largo paseo, observando sin volver a tener la sensación de que le vigilan, regresa a su casa pues debe empezar a preparar lo que tiene en su lista de trabajo. Un oscuro y poco llamativo traje de su madre, es el elegido. El antiguo sombrero de gran ala y unas plumas de faisán, ocupa un lugar a su lado. Unos botines de ancho tacón, quedan dispuestos y por sus embocaduras salen unas medias negras que se verán por debajo de la larga y amplia falda. En el bolso, amplio, introduce su utillaje de trabajo, preparado para la ocasión.

Desde detrás de los visillos, observa la calle. Conoce los coches habituales que suelen estar aparcados. Le sorprende uno que le es desconocido y que está colocado de forma que domina la entrada de su edificio. Desde la altura, no puede saber si hay alguien dentro, por lo que baja con discreción hasta la portería. El coche está vacío. Sin embargo, tiene claro que debe vigilarlo, pues algo en su instinto le alarma de su presencia. De nuevo, tras los visillos, subido en una mesa sobre la que ha colocado una silla que lo eleva y le permite ver la calle, queda pendiente del oscuro coche que no conoce.

Cuando ve llegar un hombre que lo abre, enreda en el interior y se marcha, no tiene ninguna sensación especial, pero no le ha desaparecido la desconfianza, por lo que va a seguir vigilando desde la atalaya que se ha fabricado. Un par de horas más tarde, una elegante y bien conformada muchacha, con un bolso de un tamaño que lo identifica como para ir de compras, llega hasta el coche, mira a su alrededor y su vista se detiene por un momento en el portal de su casa, su alarma se incrementa. Puede ver como lo abre, penetra en él, y se sienta y queda al lado de la ventana cercana a su casa, observando ésta con tranquila quietud. Todo lo que aprecia incrementa su estado de alarma.

Aprovecha para ir a la cocina y traerse unos bocadillos, bebidas, un vaso y servilletas. Empieza a tener claro que deberá hacer guardia y vigilar posiblemente por bastantes horas.

A media tarde la puerta se abre y la muchacha desciende, cierra y se aleja en la misma dirección en la que lo hizo el que pudo ver hace horas. Abre la ventana y se asoma para ver la conducta de la chica, aunque intuye lo que va a hacer. Y observa que no se ha equivocado. Penetra en la cafetería abierta una manzana hacia el oeste.

—Ya, seguro que va a beber algo, vaciar la vejiga y quizás tomarse un tentempié. —Se dice en su costumbre de hablar consigo mismo entre dientes—. Ya veremos lo que tarda en volver, aunque tal vez esté esperando al que pude ver esta mañana.

Cuando la muchacha regresa, que ahora cuando se fija en ella con los gemelos de teatro que ha cogido del cajón de su madre, ya no le parece tan joven, y se introduce de nuevo en el vehículo, empieza a tener cada vez menos dudas. Por la hora que es, si está esperando a su pareja para volver a casa, en un par de horas, como mucho, deberá marcharse. Si no es así, y el coche se queda para pasar la noche, es seguro que la chica va a ser sustituida por otra persona en un lapso más o menos largo. Es un aspecto que no debe perderse para tener seguridad en lo que ocurre. Si es un puesto de vigilancia, la salida a la noche deberá hacerla con exquisito cuidado, de que no sospechen que haya podido salir.

Abre en canal dos almohadones de la sala de estar. Contienen una goma espuma que bien recortados, adaptados y sujetos en las caderas, los glúteos, tripa y pechera rellenando el traje de su madre, le permitirá salir sin llamar la atención de los que piensa que puede que le estén vigilando.

Por un momento se enfrenta con la idea de no hacer nada y desistir de lo que le ordena la emperatriz, pero una vez más recuerda la frase que siempre le repite ella y él se reitera a sí mismo cada vez que duda: "El que no se arriesga nunca gana". Por ello, mientras con un ojo vigila la calle, con el otro prepara los rellenos que le conformarán como una mujer madura, entrada en carnes y grandes pechos un tanto caídos, vestida en el estilo de algunos años atrás.

Cuando al atardecer puede observar la llegada de un hombre que sustituye a la muchacha, no le cabe duda tras observar que hablan un momento y se despiden dándose la mano y él, en un gesto varonil, le da un suave golpecito en el hombro a modo de despedida al que ella responde con un sonrisa.

—No hay duda, los tengo encima. Aunque también está claro que deben tener un buen número de puestos de vigilancia, y de eso sí que estoy seguro. Por tanto, como sabes el horario de tu cliente, tienes unas horas antes de ponerte en marcha, descansa y de vez en cuando mira si sigue el coche aparcado. Si lo hace, no hay duda. Pero en todo caso, la misión de esta noche la debes hacer con la más absoluta cautela, discreción y mínimo tiempo. Lo que no vas a poder hacer, y lo siento, es darle el placer de que yazga contigo antes de morir.

Horas después, no hay cambios en el coche, se prepara unos sándwich a la plancha, un gran zumo y se hace un café bien cargado, del que dejará la mitad para tomarlo un momento antes de salir.

Sin prisas empieza a colocarse el disfraz, sujetando los rellenos que engruesan su figura por todas parte, las medias y los botines hasta media pierna, un sujetador que fuera de su madre y que rellena a conciencia y finalmente se mete el traje por la cabeza hasta ajustarlo al corpiño con el que ha dejado todo en su sitio. Mientras lo hace, se contempla en la gran luna del vestidor de su madre. Los largos guantes negros que sobrepasan en mucho la muñeca, son casi lo último que se coloca, dejando para el postrero momento beber el café y colocarse el anticuado sombrero que luciera su madre en una boda.

Se contempla varias veces y en distintas posiciones, tratando de recordar que no la está viendo a ella. Mira el pequeño reloj que hace juego con la ropa que lleva y se pone en camino. Por la hora que es, está casi seguro que no se encontrará con ningún vecino, pues conoce las costumbre de su edificio. Las luces del ascensor están apagadas, no se escucha nada por el hueco de la escalera, y las luces de los descansillos están apagadas, por lo que aprieta el botón muy tranquilo. Sale a la calle caminando con una clara dificultad por la fingida y ligera claudicación de una de las piernas, y sin mirar hacia ningún lado se aleja con lentitud, hasta alcanzar el punto en el que sabe que ya no le pueden ver desde el coche.

No hay una gran distancia hasta su objetivo. Caminando sin prisas llega hasta él y lo observa desde cierta distancia. Puede ver encendida la luz del piso lo que le indica que Mariana ya ha llegado a su casa, como hace siempre al salir del trabajo, para ducharse, cambiarse y posteriormente salir a dar una vuelta con amigos, amigas y compañeros, supone.

Cuando llega a la puerta tiene claro que no hay nadie por los alrededores. Saca la copia de llave y abre sin dificultad y se encamina con rapidez al ascensor. Dentro de él, aprieta el botón…

El asesino del tarot
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