19… El
Trapense
Eulogio, tras muchas vueltas en su cabeza, con ese meticuloso misticismo por hacer todo con la más absoluta exactitud, ha logrado lo que deseaba. Es con ese perfeccionismo con el que pretende seducir y convertir en su amor y amante a la Emperatriz. Hace ya un tiempo que, con muchos quebraderos, pudo decidir y localizar al personaje de la carta con número VIIII, “L´HERMITE”, que le corresponde en el actual turno de la baraja con el que se tiene que enfrentar. Puede recordar con claridad cómo ocurrió todo y en qué forma, desde entonces, ha establecido periódicos contactos para mantener viva una amistad que le permitirá tener acceso cuando llegue el momento de actuar.
Por un momento revive el pasado recordando como conoció al padre Manuel, una persona que siempre ha visto y aceptado que es una bondad con piernas y corazón.
Encontrar al "ermitaño", le fue complicado y, una vez más, lo que el considera ayuda de la Emperatriz que le transmite intuiciones, no ha sido sino el resultado de la casualidad; aunque piensa que fue por chamba, no acepta que no sea ella la que le entrega los datos de que debe usar.
Fueron unas palabras casuales, escuchadas en el supermercado, lo que le abrieron la puerta de acceso al lugar que le interesaba. Dos mujeres, cerca de él que estaba comprando, le dieron la clave. Cogió una caja e hizo como que leía las instrucciones mientras escuchaba como si estuviera totalmente alejado y concentrado en el mensaje del envase.
—Ves aquel tipo. Es guapo, pero muy antipático. Le he preguntado y ni me ha mirado o contestado. ¿Será sordo?
—No. Es un sacerdote, un ermitaño trapense. Ni hablan ni les gustan las mujeres. Quizás a un hombre le contesten, pero a nosotras ni nos miran.
—Sí. Ahora lo entiendo. La verdad es que me gustó. No llevaba anillo y le hablé para ver si charlábamos un rato, a mi edad, él tampoco es joven, ¿quién sabe? Pero ni me miró. Tuve la sensación de ser la mujer invisible. Insistí, y se alejó de mí como si no existiera. Y me dije: ¡será grosero! ¿Y cómo es que lo sabes?
—Vivo en la casa de al lado y sé quienes ocupan esos pisos, que casi siempre se encuentran vacíos. Es una especie de posada por la que pasan sacerdotes, de varias órdenes, que van a ermitas a hacer ejercicios espirituales, o vienen del extranjero, o van de paso por cambios de destinos. Son gente muy discreta y silenciosa. Creo que no hablan ni entre ellos.
—Jo. ¡Que gente más aburrida!
Eulogio deja de escucharlas, pues acababa de descubrir al que se refieren. Es un hombre de mediana edad, sin traje talar o algo que le identifique como sacerdote. Está comprando ciertas cantidades de productos con las que está llenando un carrito. Y, de inmediato, tiene la idea que le abrirá su puerta cuando llegue el momento. Paga su compra y queda remoloneando por el supermercado hasta que termina el sacerdote, momento en el que lo sigue. Cuando deja el carro, realmente va cargado, por lo que se acerca y con habilidad por lo que sabe, accede a él.
—Permítame, Padre, que le ayude. Va usted muy cargado.
—¿Me conoce de algo, hermano?
—Sé que es trapense y me brindo a ayudarle, pues usted también es mi hermano. Pero, cómo es que me contesta, no tiene voto de silencio.
—Sí. Soy el Padre Manuel. Un pobre hombre al que se le ha dado la misión de atender a sus hermanos, pues sé cocinar. Pero tengo licencia para contestar lo que sea necesario, aunque huyo de contestar a las mujeres, pues no entiendo algunas cosas que hacen, es como si quisieran llamar mi atención. Que el señor las perdone en lo que, a veces, es demasiado claro.
—Le entiendo. Son mujeres, es decir algo diferentes. Les gusta hablar, pero no son molestas si no se les contesta. Déme la mitad, que se la llevo.
—Le agradezco que me ayude; el Señor se lo tendrá en cuenta. Llevo mucha carga, pues llega esta noche una excursión de sacerdotes que van de paso para Alemania y he de darles de comer a todos.
Lo acompaña hasta la puerta del edificio en el que vive, le ayuda a entrar las bolsas hasta el hall del piso bajo y se despide a continuación.
—Lo siento. Tengo prisa. Otro día, espero que nos veamos, Padre.
—Gracias hijo. Que el Señor te acompañe y seguro, como el mundo es un pañuelo, que nos volveremos a ver.
Durante un rato Eulogio recuerda las diversas ocasiones en las que se han visto en la misma o similares secuencias. Nunca ha intentado entrar, siempre alega prisas para evitar recelo y, al mismo tiempo crear un reflejo condicionado de tranquilidad con respecto a él, al que ya considera un amigo, con lo que es posible que le abra la puerta de forma espontánea el día que lo requiera para sus fines.
Y esa circunstancia será mañana, el día habitual en el que el Padre Manuel hace la compra. Estará en el supermercado a la hora usual, muy anticipada, momento en el que ambos realizan las compras de la forma acostumbrada.
***
El padre Manuel, como cada día, se levanta temprano sin necesidad de que le suene el despertador. Es el resultado de toda una vida, desde seminarista, en la que su reloj interno le avisa cada mañana al alba. Por razones de pudor, cubierto con un largo camisón, acude al servicio para atender a su higiene y finalmente abre el grifo del agua helada para ducharse.
Se viste al terminar y cogiendo el breviario, que tiene sobre la mesilla de su espartana celda, se encamina hacia el oratorio donde cada día dice misa. Tras rezar Maitines, prepara todo para la misa, que celebra en soledad como tantos y tantos días de su vida, en un monólogo en el que dice y se contesta para completar todo el ceremonial…
—In nomine Patris et Filii, et Spiritus Sancti. Amen.
—Et introibo ad altare Dei.
—Ad Deum qui lætificat juventutem meam.—Se contesta a sí mismo.
Y la Misa transcurre sin prisas. Cuando termina y lo deja todo recogido, llega hasta la cocina y se prepara un frugal refrigerio en base a un poco de café y una dura galleta, para ayudarse a ingerir unas pocas pastillas a las que se ve obligado a tomar por la edad.
***
Cuando suena el despertador, Eulogio se da cuenta que ha dormido de forma inusitada, dejando la televisión encendida y quedándose traspuesto toda la noche en el sofá, lo que es excepcional en él.
—Es evidente —se dice hablando solo—, que cada día me pongo menos nervioso en mi misión, o quizás que estoy más viejo y necesito dormir más. Pero he escuchado siempre lo contrario. A más viejo, menos se necesita dormir. ¡Quién sabe la realidad! Seguro que hay de todo. Es todo tan relativo, tan absurdo a veces escuchar o leer lo que se dice que, desde hace tiempo no acepto nada que no sea la casualidad, aunque se diga que ésta no existe, que es lo que creo para mí mismo. Todo es aleatorio, y de eso sí que estoy seguro.
Prepara lo que cree que va a necesitar y sale sin prisas hacia el supermercado. No hay demasiada distancia. Cuando entra, su presencia no pasa desapercibida para Luisa, una cajera, que hace tiempo que observa su buena conducta de ayudar al pobre sacerdote que, en ocasiones, casi no puede con todo lo que se tiene que llevar, y lo sabe pues en varias ocasiones, algunas señoras, que deben conocerlo, le ceden el paso en la cola y le tratan de padre e incluso, una de ellas le ha pedido que rece por un hijo que tiene problemas, a lo que el sacerdote ha accedido, rechazando la ayuda que ha querido darle.
Por eso, al ver llegar a ambos, en diferentes momentos, le ha alegrado, pues sabe que, compre mucho o poco, será ayudado por el amigo que, poco a poco, ha ido apareciendo en la vida del solitario y discreto clérigo.
Eulogio compra su mínimo habitual. El sacerdote ya sabe que vive en solitario y que compra con cierta frecuencia, por lo que lo suyo siempre tiende a ser mínimo, y así+++++++++++++++++++++++++ puede ayudarle a él que siempre va muy cargado.
Puede ver al cura en su deriva habitual, por lo que se dirige hacia él de forma que parezca un encuentro casual, como ocurre a la vuelta de un stand cuando casi chocan.
—Buenos días Padre Manuel. Que alegría encontrarle por este mundo de Dios —recita Eulogio con una frase que se le ha convertido en un ritual.
—Buenos días le dé Dios, amigo Eulogio. ¿Qué tal la vida y el trabajo?
—Todo bien, hermano. Trabajo, y leo mucho, que son dos cosas que siempre me han gustado. Veo muy poca televisión, cada día es más estúpida, de menos gusto y más destinada al consumo de gente con poco seso.
—Yo, como sacerdote, nunca hablo mal de nada ni de nadie. Cada uno tiene el cerebro que Dios le ha concedido, por lo que hay que darles el alimento que cada uno necesite, como hace el Señor también con los pájaros, los perros y los gatos, los tigres o cualquier animal que precise de su ayuda y, como sabemos, todos la necesitamos y esa ayuda nos la aporta a todos nosotros.
—Tiene razón Padre, pero como persona nada santa, aunque quiero intentar serlo, no entiendo demasiado a los demás; soy criticón, agresivo y poco capacitado para, en mi egoísmo, razonar sobre los demás.
—Que lo sepas, lo aceptes y veas ese defecto que tienes, te está poniendo en el camino de ser un día, que seguro ya estará próximo, mucho más perfecto.
—¿Tiene bastantes huéspedes esta noche?, veo que está comprando bastante. —Interroga Eulogio preparando su plan.
—Sí. Viene una expedición de retorno, que regresarán mañana a la Trapa. De modo, que les prepararé una buena cena. Luego, allí, en los conventos, la comida es muy monótona. Con lo que les prepare, se llevarán un buen recuerdo. Quiero hacerlos, al menos un poco, felices en lo que es lo material de la vida, pues ellos son felices con su alma.
—Es usted un santo.
—¿Santo? ¿Qué es un santo? No, sólo hago lo que tengo que hacer, poniendo un poco de amor en ello. Y eso no es santidad. La santidad, ya me gustaría saber lo que es, pero pienso que tiene que ser mucho más que lo que hago, pues si disfruto realizándolo, no puede ser un sacrificio; y si no tengo que hacer un esfuerzo para dar parte de mí a los demás, lo que hago no me lleva a la santidad.
—Esa es su visión, pero no la mía. Para mí, tengo claro que su soledad, sus sacrificios cotidianos, su entrega a los demás, están por encima de lo que la mayoría seríamos capaces de realizar. Yo he terminado, ¿si me deja que le acompañe, lo haré con mucho gusto? ¿Le quedan muchas compras?
—No demasiadas. Y sí hijo, le dejo que me ayude y se lo agradezco; mi edad y algunos dolores, no me dan ya mucho carrete en ocasiones, pero es el Señor el que me los manda. Por tanto, no puedo quejarme y debo seguir en la brecha.
—Ya. Y seguro que ni considera esos sacrificios una aportación, aunque sea ínfima, hacia su santidad. ¿No cree?
El sacerdote no responde y sigue buscando lo que necesita para la cena, que va introduciendo en el carrito que empuja Eulogio. Cuando llegan a la caja, Luisa no hace ningún comentario, pero una amplia sonrisa acoge la llegada de la pareja con el carrito, que empiezan a vaciar mientras ella va pasando cada pieza por el scanner.
Cuando se marchan, con las bolsas llenas, los sigue con la vista, distraída de la presencia del siguiente cliente que le mira extrañado de su desatención.
Cuando llegan al piso del padre Manuel, al mover una bolsa Eulogio resbala y cae al suelo. Se le escapa un grito y posteriormente una frase.
—Maldita sea. ¡Ay Dios!, como me duele el tobillo.
—No apoye el pie. Cójase a mí y pase a esta que es su casa, si hace falta, en un rato llamo al médico que nos atiende pues la mayoría de los que pasan por aquí somos mayores y, a veces, necesitamos ayuda.
—No se preocupe. Un rato sentado y estaré como nuevo. Soy fuerte, como pellejo de breva. Perdone es una frase que se dice en mi tierra.
El monje le ayuda a sentarse, le acerca una silla y un cojín y le pone el pie en alto, antes de recoger sus bolsas y llevarlas hacia la cocina.
Mientras trastea en la cocina, Eulogio se alza, abre su bolsa y saca el martillo, los dos naipes, las chinchetas y un par de guantes de látex y se encamina hacia el lugar en el que escucha el sonido de colocar las compras. Cuando entra con el martillo en alto, el padre Manuel lo ve llegar, y por su expresión de aceptación, Eulogio sabe que ha adivinado lo que ocurre.
—Hijo. Por favor, dame un momento para rezar, despedirme de ti y no ofreceré resistencia. Ya veo que, en un momento, puede ser que esté con el Señor si es que me lo he merecido, —y mientras habla se pone de rodillas, junta las manos en un gesto piadoso y mirando a Eulogio que se muestra sobrecogido ante su conducta, empieza a rezar en voz alta.
—Señor, perdónanos a los dos. A él, por lo que supongo que tiene que hacer por alguna razón superior a su voluntad; y a mí por mis imperfecciones, egoísmos y malos pensamientos. Que sea tu voluntad. Adiós Eulogio, espero que pidas ayuda y dejes de hacer estas cosas, pues sospecho que no es la primera vez.
—No padre. Soy el asesino del Tarot. No quiero hacer estas cosas, pero obedezco órdenes. Adiós Padre Manuel, es usted un santo, como le dije. ¡Que el Señor le acoja en el cielo!
Y el sacerdote baja la cabeza y queda mirando el suelo.
El martillo cae con toda la fuerza que puede aplicar Eulogio, pues no quiere que su amigo sufra. El extremo que golpea, con forma de bola, rompe todo lo que encuentra en su camino y se hunde dentro de la cavidad craneana. El sacerdote cae hacia adelante y apenas si realiza un par de convulsiones. Mientras, muy lentamente, se va formando un charco de sangre roja y fresca pues el martillo obtura casi totalmente el orificio del cráneo.
—Lo siento Padre Manuel. Lo he hecho lo más rápido y eficiente de que soy capaz. Eras una buena, muy buena persona. Cariñoso, atento, y educado, como te dije: un santo. Me duele tener que hacer estas cosas, pero ¡órdenes son órdenes!
Y termina el proceso, dejando los dos naipes colocados en la frente, y desabrochando la camisa realiza la firma sobre el pecho, borra sus posibles huellas en los sitios que sabe que ha tocado, a lo que dedica un buen rato.
Hace las fotografías del occiso para mandarlas a los periódicos que le dan más publicidad, que acompañará de una pequeña nota comentario sobre el hecho, añadiendo que ha matado a un santo por su manera de morir, pero que tenía esa orden y la ha cumplido.
Con ciertas precauciones, se coloca un ancho bigote, un sombrero de ala inclinada hacia el rostro y una bufanda que cuelga por un extremo tras dar una vuelta al cuello. Después abandona el piso cerrando la puerta cuidadosamente. Y baja andando por la escalera, saliendo a la calle sin cruzarse con nadie. A continuación se aleja en dirección contraria a su domicilio. En un par de calles, tira el bigote a un cubo de basura, y un rato más adelante, recorridas varias calles, no le queda nada del disfraz.
Sabe la hora en la que llegarán desde el aeropuerto los huéspedes. Ha decidido que no quiere perderse el espectáculo de la llegada de la policía cuando no abran ni respondan a las llamadas y derriben la puerta para ver que ocurre dentro. Hay una cafetería a cierta distancia, pero desde la que se podrá ver la exhibición de la llegada de la policía de investigación, sus amigos a los que tiene amenazados, la colocación de las cintas amarillas, las sirenas, las luces rojas y azules y toda la parafernalia del juez, el antropólogo forense, la policía científica con sus maletines de dactiloscopia, fotografías con flash y toda la serie de modernos sistemas de investigación.
Ya ha visto varios de los escandalosos y ruidosos inicios de la llegada de la policía y es realmente emocionante escuchar las sirenas, las luces de colores y toda la parafernalia con la que actúan. Disfruta al ver el comportamiento de todos los que acuden al olor de sangre. Ha comprobado que todo tiene un ceremonial que debe ser muy exacto, pues cronometra el largo rato que tardan en bajar la camilla con el cuerpo, hasta introducirlo en el furgón que espera en la calle, en un punto que se ha cerrado al tráfico y que poco a poco va quedando rodeado de curiosos morbosos que no quieren perderse el menor detalle del proceso.
—Y todo eso para nada, pues a mí no me van a encontrar. Soy demasiado listo para ellos. —Dice hablando con escasa voz mientras camina y se cruza con alguien que ha debido escuchar algo y le pregunta.
—¿Me decía algo señor?
—No se preocupe. Estoy un poco tonto y a veces hablo solo.
—Que mejore.
—Gracias señor. Lo intento. Cada día hablo algo más bajito.º
Y rompe a reír de su propio chiste a carcajadas. Su dialogante interlocutor, se encoje de hombros y se aleja, volviendo varias veces la cabeza, extrañado de la conducta que mantiene el que se acaba de cruzar, y sin darse cuenta que, el mismo habla solo haciendo un comentario sobre el encuentro.
—Cada día hay más locos sueltos. Unos hablan solos. Otros salen directamente a beber con la idea de emborracharse, y muchos ni te contestan si les preguntas algo. La humanidad se deteriora a toda velocidad, y para mí que la culpa la tiene la estúpida televisión, cada día con programas en manos de subnormales carentes de imaginación, o con ella dirigida hacia lugares absurdos, como las modas, las vidas ajenas, el sexo y un exceso de publicidad…
Y deja de hablar al darse cuenta de lo que está haciendo, se encoge de hombros, y ya no se vuelve más para mirar al extraño personaje.