12…  La rueda sigue girando

 

Eulogio lleva dos días sin salir de casa. Sólo se ha movido del maltratado y sucio sofá del salón, para abrir unas latas e ingerirlas con prisas y sin apetito. No es precisamente un gourmet. Come pues no tiene más remedio, pero si pudiera se conformaría con beber agua y algún complejo de vitaminas y proteínas, un par de veces al mes. Al menos su solipsismo le hace creerse muchas cosas en las que él, que todo lo ve desde su óptica, ha acumulado conceptos muy particulares a lo largo del tiempo.

A veces su otro yo, al que trata siempre de tener alejado, intenta decirle la verdad, una verdad que abomina, que no quiere conocer, a pesar de que sabe, lo ha escuchado y leído muchas veces, “que muy poca gente quiere oír o saber nada sobre la verdad”.

Lleva unos días en un impasse serio, un atolladero del que no sabe como salir. Hasta tal punto nota que es así, que hasta la emperatriz le ha dicho que, o lo resuelve con rapidez y de forma adecuada en la elección, o no volverá a saber de ella. Es una situación que le ha dejado con una sensación de indefensión, de angustia, de temor a perder a su amada, que no sabe que camino elegir. Es por ello que lleva esos dos días tumbado en el sofá, con los pies por alto y estrujando el magín a la busca de una idea que sea genial. Pero que no consigue que aparezca, y da igual que se encomiende a quien se encomiende.

Hace tiempo que se ha dado cuenta que hay seres condenados a la autodestrucción, sobre los que ningún argumento, idea o apoyo, sirve para algo, y acepta que él es uno de ellos. Su manía de justificarse ante sí mismo, no le conduce a nada pues sabe, con manifiesta claridad, que lo que tiene es su conciencia intranquila. Y ningún fundamento filosófico para lo que hace le libera de ello, y eso le lleva a insólitos pensamientos, ausencia de sueños e incapacidad de dormir lo suficiente. Sólo tiene de satisfactorio, las excepcionales noches en las que la emperatriz le llama a su lado y comparten la cama, que no los cuerpos.

Sin embargo, esas noches tampoco resuelven su amargura de transfondo, pues no logra apartar la idea de que el amor es posesión, aspecto que ella tiene muy claro como más de una vez le ha dicho, y que le demuestra de continuo: sólo acepta su compañía cuando ella decide.

Es consciente que él es posesión de ella pero, en ningún caso, lo es al revés. Y es ese sentirse desplazado, utilizado, y además con la sospecha de que nada amado, lo que le tiene en desequilibrio entre el enfado y la renuncia, y el tratar de hacer todo de manera primorosa, tratando de lograr y buscando que esa perfección le haga ganar definitivamente el corazón de ella.

Tiene delante, a escasa distancia de sus ojos, colgando de una cuerda que ha sujetado al techo con un chicle, la carta número VII, "Le Chariot", que gira lentamente, en diferentes sentidos, a pesar de que, ni él se mueve ni hay nada abierto en la casa que lo justifique, lo que se le ha vuelto un misterio. Todo está cerrado desde que, ya hace algún tiempo, muriera su madre en extrañas circunstancias en las que no quiere pensar ni recordar. Entonces se sumergió en su soledad actual, lo que constituye un agradable aislamiento, una situación que, desde hace dos días, se le está haciendo insufrible.

A su lado, sobre una mesita llena de libros y de un polvo que nunca quita ni le preocupa, tiene abierto un buen tarugo de folios sacados por impresora y cosidos con gusanillo, que hace de breviario en su vida: en ellos hay colecciones de citas de sus escritores favoritos, como las de Erich Fromm, los hermanos Marx y numerosos pensadores más dotados de un claro humor y profundidad de pensamiento, que le tienen idóneo en su vida, manteniéndole en lo que él cree que es cordura. Como es su costumbre, ha elegido una cita para que le ayude en la elección, pero se ha estancado con ella y quedándose sin horizonte en lo que busca.

Una vez más, coge el libro y lo abre por el lugar en el que tiene colocado el punto de lectura. Subrayado de rojo, con sumo cuidado con una regla, aparece la frase elegida que, a pesar de su elocuencia inicial, no le lleva a ningún sitio empero de seguir su consejo. La vuelve a leer lentamente, tratando de sacarle la quinta esencia de su contenido, como hiciera con tantas otras frases que le dieron y empujaron en lo que necesitaba.

 

La creatividad requiere tener el valor de desprenderse de las certezas.

Erich Fromm

 

 Hay algo que le está fallando, pero no acaba de coger el sentido que tiene la frase de su filósofo favorito, el que rige, a medias con la emperatriz, todo su acervo mental y de conducta.

A ella la ama, aunque no hayan tenido relaciones físicas completas, aunque sí ternura en el lecho de ella, que es hasta donde le consiente. Si bien la emperatriz le ha prometido que las tendrán en cuanto cumpla su encargo. La situación actual le ha despertado unos pensamientos que nunca había tenido hacia ella: "la aceptación de que es una tirana".

Es un escenario que le recuerda a la única mujer real que ha querido en su vida. Fue su primera novia. Le dejó señalándole con el dedo y diciendo sin agresividad una frase, que, el paso del tiempo la ha convertido en un profundo pensamiento al que reconoce todo su valor y honda realidad. Llevaban un largo tiempo saliendo, pero ella le dijo: "Hemos terminado para siempre. Sólo pides y pides, pero eres incapaz de dar nada de ti. Adiós".

Durante un momento puede ver, como en una película, toda la escena: su expresión seria, apenas triste, cuando le dijo lo que acababa de indicarle. Algún tiempo después fue consciente de la realidad de lo que expresó, que le demostró que ella era mucho más inteligente que él.

Es por ello que la recuerda con un poco de cariño pues, aunque lo descubrió bastante tiempo después, fue una lección que hizo que fuera consciente que le había hecho madurar, al menos un poco, si bien al crecer fue siendo consciente y le demostró que, en el tema de las mujeres, era más insulso que un recién nacido que no encuentra el pecho de su madre.

Por un rato, olvidado del aciago presente, repasa los recuerdos de aquellos momentos, sus primeras reacciones ante el despecho de su primer amor, su momentánea sed de venganza, sus planes para hacerle pagar el desprecio que había mostrado hacia él. Pero en unos días, mientras masticaba la ejecución del correctivo que quería ejercer sobre ella, se dio cuenta que la muchacha sólo le había mostrado una realidad que, hasta ese momento, él no había conseguido ver en su egoísmo y ceguera de la realidad. Tras pensarlo bien, acudió a su lado, le pidió perdón y le dio las gracias por hacerle ver lo que había conseguido que él pudiera percibir.

Por un momento vuelve al tema que le preocupa. Revisa la frase de Fromm, repitiéndola en su interior, y después pronunciándola en voz alta para escucharla, más que verla encapsulada en su mente. Y lo hizo varias veces.

—¡Claro! ¡Soy un imbécil!  Con la certeza de que hago lo que ella me indica, no pongo nada de mí. No debe ser así. Yo soy yo. Y ella es ella. Por tanto, debo liberarme, huir de su esclavitud, y que si me quiere amar sea por mis méritos, no por lo que ella me dicta que haga, que no es mi voluntad. Buscaré un punto, una idea de Fromm, casi me la sé de memoria, que creo que es más adecuada pero, sobre todo, me da libertad, capacidad de buscar y responsabilidad en el acierto o error de mi elección.

 Durante un momento busca en el conato de libro de citas, pues sabe en qué lugar está, con la aproximación de unas escasas páginas. Y en un instante lo encuentra, lo lee varias veces y lo acepta. Sabe que lo que va a hacer le separa de la emperatriz, pero si la conoce como cree conocerla, ella aceptará su emancipación, su mejora y seguirán en contacto, incluso posiblemente irán a una mayor intimidad.

 

El acto de desobediencia, como acto de libertad, es el comienzo de la razón.” 

Erich Fromm

 

Repite la frase varias veces mientras piensa en ella. No lo hace como un desafío, sino como una postura que espera que ella acepte y tenga a bien considerar como algo positivo en la relación entre los dos. Cuando lo ha hecho por tres veces, queda en silencio, esperando.

Cuando escucha su melodiosa voz que le felicita por lo que ha hecho y le llama hombre, algo que no hizo nunca con anterioridad, se siente satisfecho. Durante un rato le habla, pero es un tipo de conversación que en nada le recuerda a las anteriores, que eran en todo muy similares a las que le irritaban tanto como las órdenes de su madre: siempre imposiciones, nunca un diálogo. Ahora es una conversación, en la que le deja espacios para que él pueda comentar, explicar y preguntar.

Le ha quedado claro que él, y sólo él, tiene que elegir el personaje del Chariot, y a los que vengan después, sin las limitaciones que ha tenido hasta ese momento, por los consejos que le inducía ella, lo que había coartado su capacidad de decisión y elección.

La sensación de libertad que disfruta, le hace darse cuenta que tiene hambre atrasada de varios días, por lo que se alza del sofá, coge dinero, las llaves de la casa y sale a la calle. Es media tarde, por lo que está retrasado para comer y adelantado para cenar, pero como en tantas otras cosas, es algo que no le importa, siempre ha sido una extraña mezcla de autócrata para unas cosas y un esclavo para otras. En su visión muy particular de la vida, ha pensado que se come cuando se tiene hambre, y no por ser las horas en las que, por rutina y moda, se ha decidido que son las adecuadas. Siempre ha estado enfrentado con la rutina, con las costumbres establecidas, casi siempre muy al margen de lo considerado como común.

Mientras se encamina hacia una cafetería en la se ha fijado que dan comidas a todas horas, empieza a dar vueltas a otra idea de Erich Fromm, que considera que viene al caso. El pensamiento se le resiste, pero lo inicia, lo reinicia, lo revuelve y, finalmente, lo consigue decir en voz alta en forma completa: "El individuo es introducido en el patrón de conformidad a la edad de tres o cuatro años, y a partir de ese momento, nunca pierde el contacto con el rebaño". Durante un momento se le abre un concepto nuevo, que es la idea que desde que tenemos uso de razón, tanto en la familia, como en los colegios, en la sociedad, en la universidad y en el ejército, vamos siendo programados para que nunca perdamos ese contacto que indica Fromm con el rebaño, formando parte de una inmensa piara en la que, nos guste o no, tratan de que formemos parte y nos adaptemos obedientes. Para la mayoría de la humanidad, sin ideas claras, inconscientes e indefinidos en su capacidad de pensar independientes, sus vidas transcurren en esa penosa situación[12].

Penetra en la cafetería, se sienta en una mesa que tiene al lado una ventana que da a la calle, y queda viendo pasar a la gente, hasta que una camarera, muy agraciada de rostro, cuerpo y una calida voz, con una placa que indica "Merche", se acerca para solicitar la comanda. Mientras la mira a los ojos sin que ella aparte la mirada, le pide con decisión. Y de nuevo, cuando se marcha, y antes de sumergirse otra vez en lo que, aunque menos, le sigue preocupando, bosteza. Sabe que la boqueada se debe, lo tiene claro, al hambre que le atosiga y que debe mitigar de inmediato.

Tiene que encontrar, se dice en su interior de nuevo, al personaje que cumpla un mínimo de requisitos con el conductor del Chariot. Por un instante vuelve y revuelve sus pensamientos.

Súbitamente la idea, la solución, se le hace presente con meridiana claridad, y unas fuertes carcajadas se le escapan. Una algazara que hace volver las caras a los que lo rodean en la cafetería. Realiza un gesto de pedir perdón uniendo las manos, y bebe un largo trago de la cerveza que le acaban de traer. A continuación, liberado de su angustia, de la ansiedad que ha tenido durante unos días, coge con las manos la gran hamburguesa que ha pedido y la muerde con fruición. Un chorro, mezcla de Ketchup y Mostaza, empieza a resbalarle por el mentón, pero aunque lo nota, no le importa nada que le pueda manchar.

—¡Para eso están las servilletas! —Exclama con mediana voz para que le escuchen los que le miran con curiosidad por su extraña conducta.

Cuando termina, tras lavarse la cara y las manos en los servicios, se encamina por un rato hasta un cine que no queda lejos de su casa. Proyectan una película, que no es demasiado actual, sino realmente antigua, pero como no la ha visto y es un musical, saca la entrada y penetra dispuesto a relajarse.

Sabe, que a la vuelta a casa, volverá a cenar en la misma cafetería. Le ha gustado la camarera, que además ha estado muy atenta con él. Quiere volver a verla pues le ha despertado un interés impropio de su conducta habitual. Le gustaría saber a qué hora sale de turno, por si le apetece dar una vuelta con él. Por su manera de mirarle, abierta y directa, sabe que tiene posibilidades de que le acepte.

En un flash-back recuerda lo que ha vivido hace un rato. Pudo ver que miraba sus manos, posiblemente buscando un anillo. Y ha preguntado.

—¿Va a venir su señora, por si quiere usted que esperemos, y así sólo le traigo la "birra".

—Gracias Merche. Soy soltero y sin novia. Llevo dos días sin tomar casi nada por un viaje y otras cosas. Voy a tomar lo que he pedido, e iré a resolver una gestión. Más tarde, volveré para cenar y me encantaría que me atendieras tú.

—Aquí estaré. Y será bienvenido. Siéntese en esta zona, que es la mía, y podré atenderle con mucho gusto, de nuevo. ¿Cuál es su nombre?

—Gracias; así lo haré. Me llamo Enrique.

—Gracias, le traigo todo en un momento.

Y así fue. Lo hizo con rapidez, elegancia y detalles personales de atención que no se le escaparon.

Cuando termina la película, se encamina a su casa, se cambia de ropa por otra más cuidada y elegante y se encamina hacia la cafetería. En el bolsillo lleva naipes y chinchetas. No tiene las cosas claras, pero se repite varias veces mientras camina: nunca se sabe lo que puede surgir. Penetra en la cafetería y puede observar que Merche le ha visto y, tras un momento de duda por el cambio de aspecto, le reconoce y su rostro expresa alegría y se encamina hacia él.

—Hola Merche. De vuelta como te dije que haría.

—Caramba, casi no pareces el mismo. Vaya, sí que te has arreglado. ¿Vas a algún sitio?

—Iría si me acompañas. ¿Vendrías? Si terminaras pronto, podríamos ir a cenar a un buen restaurante.

—¿Puedes esperar como mucho media hora? Llamaría a una compañera para que me sustituya. ¿Puedes?

—Claro. Me tomo una cerveza y te espero. Llama y me lo dices.

Merche le trae la cerveza y la ve que habla por teléfono. La ve sonreír antes de que vuelva a su lado.

—Todo bien, vendrá en un rato y nos podremos ir. ¿Te parece?

—Esperaré con gusto hasta que llegue.

Un rato después otra camarera, le sonríe con cierta complicidad, y le indica.

—Merche se está cambiando. Enseguida estará.

Poco después, los dos caminan mientras hablan y se ríen como si se conocieran desde hace mucho tiempo. Cuando llegan al lugar donde tiene su vivienda indica.

—Te espero, pero no tardes demasiado.

—Eres de confianza, al menos es el concepto que tengo de ti. Puedes subir y te tomas una copa mientras me arreglo y nos vamos.

—De acuerdo. Haré eso, y llamaré a mi restaurante favorito para que nos guarden una mesa. Conozco mucho al Maître, pues soy bastante asiduo. Lo voy a hacer ya mismo.

Saca el móvil, lo enciende, teclea y empieza a hablar casi de inmediato.

—Hombre, eres Roberto por la voz. Soy Enrique Sánchez. Sí, el mismo. Ya veo que me has reconocido, que buen oído. Resérvame una buena mesa. Voy a ir con un chica excelente y quiero lo mejor para ella. Pon champán a enfriar. Sí…, un segundo.

—Me dice que tienen muy buenos mariscos. ¿Te gustan los langostinos?

—Pide lo que quieras. Sí, me gustan.

—De acuerdo. Elígelos grandes y frescos. Estaremos ahí en una hora…, posiblemente menos. Hasta luego.

Merche muestra su mejor sonrisa. Se alegra de su primera impresión sobre él, cuando penetró en la cafetería y pudo ver su expresión de sorpresa y atracción hacia ella, como demostró un momento después en la forma tan agradable de tratarla y durante la conversación que se estableció entre los dos mientras decidía lo que quería tomar, y le indicó que era sólo un tentempié y que cenaría más tarde.

Cuando entran en el piso de ella, Eulogio se sorprende por el orden y la limpieza del apartamento. Hay una amplia mesa, con libros, cuadernos y lápices de colores.

 —Que bonito apartamento y como lo tienes de bien preparado. ¿Estudias? Sí, estoy seguro. ¿Qué estudias?

Merche sonríe, satisfecha, y con un ligero aire de vanidad responde.

—Termino en unos meses el tercer curso de Derecho. Mi trabajo en la cafetería es una ayuda para seguir con los estudios, pues mis padres no son demasiado pudientes. Como imaginas, no estarías aquí, si no fuera soltera y sin novio.

—Eres una sorpresa para mí desde que te he conocido.

—Gracias. Ahí tienes bebidas —indica señalando un mueble—, toma lo que quieras y me preparas una copa de lo mismo que tu tomes, para antes de irnos, pues es muy temprano para cenar y voy a ducharme pues todo el día trabajando siempre deja un poco de olor desagradable, que no te mereces.

—Gracias. Eres un sol de chica, creo que me voy a enamorar de ti.

—Venga, venga, pero si apenas nos conocemos, y sólo has visto lo mejor, seguro que descubrirás fallos cuando nos tratemos más. Ya sabes que nadie es perfecto.

—No quiero una perfecta, sino casi perfecta como lo eres tú.

—Me ducho, hasta luego. Recuerda que estás en tu casa.

Merche, con las mejillas arreboladas por lo que él le ha dicho, en un adelanto que no esperaba, aunque lo deseaba, desaparece hacia el interior. Eulogio abre el mueble bar y coge, de entre lo poco que hay, una botella de Baileys, y dos copas, y las llena hasta la mitad. Durante un buen rato queda quieto, mirando fijamente las copas. Finalmente, agita la cabeza y saca del bolsillo una capsula y echa el polvillo blanco en una de las copas, que aleja hacia el otro extremo de la mesa.

Bebe un trago de la suya y espera pacientemente el regreso de ella. Cuando vuelve arreglada y maquillada, Eulogio no puede por menos que saltar en la butaca ante la tremenda mejora de la camarera vestida de calle.

—¿De qué película te has escapado? ¡Cuánta belleza? Hasta Ava Gardner y cien artistas más de Hollywood, tendrían celos de ti.

—Gracias. Pero exageras. Como decía mi madre, "aunque la mona se vista de seda, mona se queda". Y solo soy eso, una chica mona.

—Caramba, como se te nota que serás una abogado que triunfará en los juzgados. Toma, aquí tienes tu copa. Espero que te guste el Baileys.

—Sigues acertando. Es la única bebida que me gusta y de la que en ocasiones tomo un chupetín. Me has servido mucho, pero una vez es una vez. Brindemos por habernos conocido.

—De acuerdo. De un golpe, todo adentro, para que lo nuestro sea eterno.

Entrechocan las copas y, de un largo trago ingieren los dos dedos del líquido lechoso que hay en las copas.

—He visto que tienes fotos en las paredes, quiénes son. ¿Tus padres y hermanos?

—Sí. Ven, te los enseño, y si la vida así lo dispone, algún día te los presentaré.

—Me encantará conocerlos.

Merche, poco después, mientras recoge un álbum, y regresa, da un manifiesto traspiés y se agarra a su brazo para no caerse.

—No es posible que ya se me haya subido el alcohol. No bebo nuca, pero creo que dos dedos… no pueden… emborracharme… ¿Qué… me… pasa?

El final de la frase lo realiza ya con dificultades, con lengua estropajosa, y perdiendo el equilibrio, por lo que Eulogio la sujeta y la lleva hasta dejarla tendida sobre el sofá. Observa como los ojos se le cierran a pesar de los intentos de la muchacha para que no ocurra.

—Lo siento en el alma, si la tuviera, Merche. Eres la mujer más atractiva, inteligente, simpática y cariñosa que he conocido, pero he recibido órdenes…

El asesino del tarot
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