16… Astuto,
meticuloso y preciso
Se desvía al llegar al punto de entrada que ya conoce y penetra en la zona arbolada hasta llegar al lugar en el que puede dejar el coche seguro y aparentemente invisible. Mira el reloj y comprueba que, como mínimo tendrá que esperar bastante más de una hora, lo que no le importa. Se coloca los guantes de fina piel y abre el maletero, para coger todo lo que va a necesitar: la cama de excursionista de goma de color chillón que va enrollada, y sobre la que se tumbará; el saquete de arena para el apoyo del arma y la maleta de transporte y protección del rifle.
Con tranquilidad, camina en dirección al punto en el que se va a apostar. Es una pequeña loma desde la que se divisa un llano que sabe es el punto que utiliza el juez para evacuar la vejiga, e incluso pasear por un rato dependiendo del nivel de alcohol que lleve, como ha visto en varias ocasiones, en las que ha permanecido por un buen rato antes de regresar al coche y emprender el regreso hacia Madrid. Es un acto que sistemáticamente realiza los miércoles, al volver de la sesión de Póker desde el chalet de un amigo en Soto del Real.
Lo único indefinido, que es lo que ha observado con claridad en cada ocasión, es la irregularidad del horario, que siempre es tarde, y en ocasiones mucho más, como si la partida por alguna razón se prolongara. Siempre entra por otro lugar distinto del punto en el que lo hace él, por lo que se queda casi a un kilómetro de donde él se sitúa. Y ese es su desafío: colocar la bala en el interior de su cabeza desde esa distancia.
Cuando llega al apostadero, tiende la manta de goma y prepara todo por si por una extraña casualidad, se adelantara la llegada de su cliente. Es la forma en la que los llama en su libreta de campo, en la que tiene apuntadas todas las características de cada uno de ellos, fruto de más de dos años de meticulosos seguimientos y vigilancia, antes de poner la intervención en marcha; “operación” es como lo llama la Emperatriz, el termino que utilizó con el primer cliente tachado de la lista.
Lentamente, con una absoluta parsimonia, va dejando todo preparado. El saquete de arena, sobre el que quedará apoyado el guardamano, la caja con la munición en sus soportes perforados de plástico, la caja con la mira de laque la saca y empieza a comprobar si la visión nocturna es la adecuada, para colocarla en su guía-soporte sobre el rifle. Todo queda perfecto, dejándolo todo dispuesto para en unos instantes poder hacer fuego.
A continuación, se aleja unos metros y evacua la vejiga antes de tumbarse de espaldas. Le gusta contemplar el espectáculo del cielo nocturno que le permitirá examinar, por un rato, cuando termine en unos momentos de oscurecer por completo, la Vía Láctea en todo su esplendor, un espectáculo invisible más cerca de la ciudad; y que una vez más puede comprobar algo que leyó hace años y que se le ha quedado grabado en sus recuerdos: "el cielo es un panal constelado de estrellas", aunque no ha logrado nunca ver las abejas.
El tiempo discurre lentamente en medio de la creciente oscuridad que cae con rapidez. Hay un silencio, sólo roto por el tenue sonido de una brisa apenas perceptible. Saca la lata de refresco y los sándwiches, y empieza a comerlos con absoluta tranquilidad. Al terminar toma un poco de chocolate y un par de caramelos, antes de tumbarse de espaldas sobre la cama de goma espuma y colocar el saquete de arena bajo la cabeza.
Cuando llegue su cliente, el ruido lejano del motor del coche y las luces haciendo irregulares destellos, le avisarán sin la menor duda, como ha comprobado en varias ocasiones. Le apetece fumar, aunque es algo que sólo hace en contadas ocasiones, pero sabe que no debe hacerlo si, como va hacer en un desafío consigo mismo, quiere efectuar un disparo a muy larga distancia, un kilómetro al menos. Sabe, lo ha comprobado, que el tabaco es excitante, acelera el pulso y cada latido es un movimiento que puede cambiar, aunque sólo sea un mínimo desvío, la trayectoria; error que con un kilómetro de recorrido, crearía un ángulo que puede desviar el impacto al menos cerca de medio metro.
—Lo haré tras el disparo, como si fuera un premio por la exactitud del tiro —habla en voz alta en una oferta que quiere que recoja la brisa y lo comparta cuando todo termine.
Cuando se encuentra, ya tarde, en un duermevela manifiesto, luces variables y el feo sonido de un motor de gasoil, le hacen incorporarse y salir del relax. En unos instantes tiene todo dispuesto. El cargador con dos cartuchos, la mira nocturna encendida mostrando un paisaje verdoso que le muestra como el coche que ya conoce, lejano aún, se mueve siguiendo una ruta por una zona menos agreste que el resto del paisaje.
Cuando el coche se detiene, dejando motor y luces encendidas, Eulogio se encuentra ya en posición, siguiendo divertido los movimientos del juez. Quiere ser justo con él, y dejarle que realice su habitual ceremonia, antes de intervenir pues sabe que le sobrará tiempo. En ocasiones se queda mucho rato paseando alrededor del coche.
Observa como baja con manifiesta agilidad, se aleja unos pasos y realiza una larga micción, lo que le indica que es un retenedor y no tiene problemas de próstata. Tras subir la cremallera, saca un paquete de tabaco, casi puede adivinar la marca por la imagen que le ofrece la mira especial, saca un pitillo, lo enciende y aspira con placer.
—Aprovéchelo Señoría, es su último cigarrillo, y puede estar seguro que nunca tendrá ese supuesto cáncer de pulmón que se dice que produce el tabaco.
Observa como camina dando una vuelta por la zona. Puede ver la lejana banderola, fláccida y absolutamente quieta, que indica que no hay brisa, lo que le avisa que no tiene que corregir la influencia del viento sobre el proyectil, aspecto que en tiros a larga distancia, pueden desviar un tanto la trayectoria.
Sigue caminando con absoluta parsimonia. Está seguro de que lo que realiza tiene un fondo teleológico: despejarse antes de llegar a casa, eliminando alguna parte de lo que haya bebido y no discutir así con su mujer que, como todas, tendrá la típica arma secreta femenina: un olfato hipertrofiado, al que no se le escapa nada y que entra en funcionamiento, a modo de piloto automático, apenas el marido está cerca.
Eulogio se coloca en posición, mueve el cierre llevando un cartucho a la recámara, y queda dispuesto para el disparo.
Cuando termina el pitillo, lo tira al suelo, lo pisa cuidadosamente, y mira al cielo con detenimiento. La llegada del proyectil que le abre un gran boquete en la cabeza por el lado opuesto a la entrada del proyectil, ni siquiera le ha dado tiempo a sentirlo. Permanece erguido por un instante, antes de desplomarse de espaldas impulsado por el empuje de la bala.
—Lo siento Señoría. Buen viaje.
Lo recoge todo, saca los naipes y las chinchetas, enciende un pitillo y camina hacia el lugar en el que el coche del juez sigue en marcha, las luces se pierden por el llano y en el suelo, absolutamente quieto, el cuerpo yace boca arriba.
Cuando llega a su lado, observa el charco que se está formando en torno a la cabeza y establece un diálogo, un tanto bufo, mostrando que los jueces no son precisamente de la gente que más aprecia, no sólo él, sino una gran proporción de personas.
—De nuevo lo siento, Señoría. No es nada del todo personal, sino que obedezco las órdenes de la Emperatriz. Es algo así como lo que hace usted en los juicios, pues en ellos si no todo, una cierta parte depende de temas circunstanciales suyos, como su estado de ánimo, si su mujer hizo el amor la noche anterior, si le duele el estomago o tiene prisas o dolor de cabeza, o si ha recibido alguna llamada telefónica condicionante en lo que tiene que decidir.
Queda mirándolo como si esperara una respuesta, y al no recibir ningún comentario o escuchar que le hable, se encoge de hombros y termina su perorata.
—Es decir, Señoría, circunstancias que usted entiende o tal vez no; como es la habilidad del fiscal o las martingalas del abogado defensor, y otros muchos pormenores que hacen que las cosas varíen en un sentido o en otro, ¿usted me comprende, verdad? Le deseo un feliz futuro y que intuya que, en ocasiones, matar no es lo que la ley dice y que usted interpreta sin ninguna visión especial, al menos casi siempre. Debería pensar que hay razones que, mínimamente, lo justifican a veces, pues son actos que se hacen obligados y son casi entendibles si ustedes pusieran un poco de atención a las circunstancias. De acuerdo que orinar es un acto humano, involuntario, mientras que matar es un acto del hombre. Y por tanto voluntario y del que se es responsable. Yo lo soy, por lo que le digo que lo siento, Señoría.
Abre la bolsa y saca los naipes y las chinchetas que clava con decisión en la frente en el orden adecuado.
Cuando va hacer la marca en el pecho, se fija que tiene un solitario con un gran brillante en la mano izquierda.
—Caramba, tiene claramente más de un quilate, y eso si que es seguro. Es de buen gusto además, pues quizás por eso me ha gustado. Lo siento, Señoría, pero usted ya no lo necesita para nada, por lo que vamos a quedar empatados. Yo no le hice sufrir…, y usted me paga el favor con su anillo. Le cortaré el dedo, así sabrán que lo he cogido, y saldrá todo en los periódicos, razón por la que muchos me envidiarán.
Con el pequeño cuchillo corta el dedo y saca el anillo; después hace el agujero de su firma en el lado habitual, cerca de la tetilla, y en él mete el dedo que queda apuntando hacia el cielo.
—Bueno, adiós Señoría. Ha sido muy amable en colaborar conmigo y ofrecerse como blanco para mi nuevo record de distancia. Le recordaré eternamente, pues me gusta su anillo y lo llevaré siempre, donde no me lo puedan ver: colgado de mi cadena del cuello.
Se aleja silbando hasta llegar a su coche. Se cambia de ropa por la que trae limpia, se lava las manos con un detergente que trae en un frasco bien disuelto en agua, para suprimir, en lo que es posible, los restos de pólvora, por si le hicieran la nada acusadora prueba de la parafina, el dermotest que en todo caso no es coercitivo para acusarle aunque diera positivo.
Despacio, con la ventana abierta, escuchando música, se dirige hacia Madrid. A la altura de un riachuelo, de mediano caudal, tira la vaina del disparo que ha limpiado cuidadosamente de posibles huellas. Entra en Madrid y la circulación, por la hora, es mínima. Poco después deja el coche en el garaje y sube todo al piso.
Antes de nada, echa a lavar la ropa usada, con un programa largo y abundante detergente, sabe que siempre quedan residuos de pólvora fáciles de encontrar si no se lava todo, como las manos que se vuelve a enjabonar y cepillar cuidadosamente. Limpia y engrasa el Dragunov con absoluto cuidado, al igual que limpia la caja del arna, el saquete de arena que tiene puntos oscuros de salpicaduras de la pólvora en su funda que, separa, la mete en una cacerola, le añade gasolina de mechero y la quema. Sigue tomando precauciones sobre todo aquello en lo que un buen policía pueda encontrar restos de tierra, pólvora o cualquier señal que le pudiera relacionar con el escenario del crimen.
—Para algo, he estudiado temas del curso de detective privado.
Después, cuando deja todo perfecto y recogido, abre el frigorífico y saca la comida que tiene prevista y que empieza a meter en el microondas para tomar la cena que se le ha retrasado varias horas. Se dispone a acallar el hambre que hace rato que se le ha hecho presente. A mitad de la cena se toma un par de pastillas de Lorazepán, para asegurarse que dormirá profundamente, como cree que se ha merecido.
Finalmente, cerca de las cinco, se mete en la cama y en unos minutos queda profundamente dormido, con la idea que no será antes del mediodía que se despierte para contactar con la Emperatriz y rendirle cuentas.