Capítulo 34


—Yo de ti me marcharía. ¿Qué vas a hacer con nosotros? ¿Te piensas que no he avisado a nadie cuando vine? —preguntó Sebastian. 

En la mirada de William refulgió desconcierto. Sebastian dedujo que no era una persona lúcida. Era del tipo que idolatraba a su hermano hasta lo indecible. Estaba moviéndose de un lado a otro, sin saber muy bien cuál sería su siguiente movimiento. Sebastian, mientras tanto, estaba con la espalda apoyada en la pared, con la barbilla alzada. En la otra punta del sótano estaba su ropa, encima de una mesa. La Beretta estaba a la vista, junto a la foto de Ivonne, las fotocopias del caso Breeze, el pañuelo y unos cuantos billetes y monedas. 

—Cierra la boca —dijo William—. Deberías pensar mejor lo que dices. Este es un lugar aislado, y os tengo controlados. 

—Aprovecha la soledad porque tu hermano estará ahora disfrutando del dinero —dijo Sebastian. 

—¿Dónde está la otra chica? —preguntó William. 

Sebastian se encogió de hombros. Entonces William con dos grandes zancadas se acercó. Agachado, colocó el filo del cuchillo sobre la garganta de Sebastian.  

—¿Dónde está la otra chica? —repitió con lentitud con el rostro contraído en un gesto desafiante. 

—No lo sé. Yo fui directamente al bosque cuando oí el grito de Ivonne —dijo Sebastian con el cuerpo en tensión. Aún notaba el aturdimiento de la descarga en la cabeza. Aunque pudiera librarse de las correas, enfrentarse a él sería afrontar una contundente derrota. 

—La he buscado por la casa y no está —dijo William—. Por tu culpa se va a ir todo a la mierda. Créeme, amigo, que me las pagarás. Mi hermano sabrá bien lo qué hacer contigo. 

—Él no está. Se fue —dijo Sebastian. 

William lo fulminó con la mirada. Sebastian se alegró de haber sido el causante de la muerte de su hermano. Cuando se enterara, su dolor sería eterno. Al menos es un consuelo, pensó. Había borrado de la calle a un delincuente. Y esta vez no le pesaría. Como cuando mató a Sam Darden.  

Ivonne movió la cabeza. Después parpadeó. Eso le sirvió a Sebastian para que William rebajara la tensión con el cuchillo. Enseguida la chica comenzó a murmurar. Y a remover las piernas y los brazos. William le lanzó una mirada. Como si acabara de descubrir que estaba allí. 

—¿Dónde estoy? —musitó Ivonne. 

William se enderezó sin dejar de mirarla. Sebastian observó que arrugó el entrecejo. Se echó hacia adelante y propinó un cabezazo en la pierna de William. El golpe se propagó por toda la cabeza de Sebastian. Fue como si le estrujaran el cerebro. 

El captor cayó al suelo. El cuchillo se escapó de su mano. Las miradas de ambos hombres se cruzaron. Cada uno se asomó al alma del otro. Sebastian supo que su final era inminente. Acudió a su mente la imagen de Dora. William se apoderó del cuchillo. Se acercó a Sebastian con la intención de clavárselo por un costado. Sebastian dobló el cuerpo como pudo. No podía hacer nada más con las manos apresadas. 

—En el fondo lo estabas buscando —susurró William. 

Justo cuando el cuchillo viajaba hacia el costado de Sebastian, se oyó un disparo. La expresión de William fue como si, por un instante, rompiese a llorar. Luego cayó de rodillas. Un hilo de sangre brotó de repente de su boca. 

Al desaparecer el cuerpo de la visión de Sebastian, observó a Laura con la Beretta en la mano. Estaba de pie junto a la mesa, con el rostro pétreo, sin rastro de arrepentimiento. No era la primera vez que usaba un arma. 

Se formó un tenso silencio hasta que Ivonne vomitó. Sebastian de un puntapié comprobó que William estaba muerto. 

Laura dejó la Beretta sobre la mesa. Soltó las correas de Sebastian e Ivonne. Una adolescente le había salvado la vida. Cuánto se alegraba de que hubiera seguido su instinto y no hubiera permanecido en el coche. 

Respiró hondo mientras procuraba tranquilizarse. Debía recomponer sus pensamientos con objeto de salir cuanto antes de la casa, justo cuando su mente le exigía ya un receso. 

Laura se dejó caer sobre los brazos de Sebastian. Estaba extenuada. El esfuerzo de regresar a salvarle la vida le pasaba factura. Desconocía a la chiquilla. Pero se había ganado su absoluta admiración. Antes de dejarla sobre el suelo con cuidado, se fijó en los ojos de colores diferentes. 

Salió corriendo, bajó por el sendero de gravilla y llegó hasta el coche. Puso primera y regresó a la casa. El cuerpo le temblaba por el frío y la excitación. 

Aunque lo ideal hubiera sido alejarse cuanto antes de la ciudad, pensó que lo más sensato sería dejar a Laura en un hospital. Ivonne, debido a su condición de inmigrante ilegal, era obligado llevarla a María para que le atendiera. Después las llevaría hasta la frontera para que pasaran a México. No había tiempo que perder. 

La noche estrellada
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