Capítulo 16
Al día siguiente, a eso de las dos de la tarde Sebastian decidió que su paciencia había llegado al límite. Con movimientos pausados se levantó de la cama y se vistió. Debía continuar con las pesquisas. Cada segundo podía ser el último de Ivonne. Al evocar su nombre recordó el pañuelo. Rebuscó en los bolsillos internos de su abrigo. El pañuelo estaba, aunque limpio. Se sobresaltó cuando tampoco descubrió a su fiel compañera. No podía salir a la calle sin su Beretta. Terminó de vestirse y salió al pasillo en busca de Dora o María. Oyó ruidos en la cocina. Se encaminó hasta allá.
—¿Ya se levantó? —preguntó María, al oír los pasos.
—¿Dónde está mi pistola? —preguntó con brusquedad.
—Está guardada. No debería estar de pie. Los puntos podían salirse —dijo sin levantar la vista de la tarea. Era una mujer minuciosa. Uno de los senos del fregadero lo había llenado con agua y jabón. En el otro colocaba los cacharros limpios. Cerca del microondas, una pequeña radio portátil emitía un murmullo en español.
Sebastian se mordió el labio inferior. Debía mostrarse agradecido con la mujer que había limpiado y suturado la herida.
—Gracias, pero necesito el arma. Me pongo nervioso si no estoy junto a ella. Cuestión de costumbres —dijo con una media sonrisa.
María se sacudió las manos de agua y las secó con un trapo. Sebastian se volvió a preguntar cuál sería su edad. Pero resultaba ser una tarea ímproba. La respuesta se encontraba en algún punto entre los cuarenta y los sesenta.
—¿Cuánto tiempo lleva en el país? —preguntó Sebastian al tiempo que María se agachaba y abría una de las puertas de la alacena.
—Dora y yo entramos juntas con un coyote por la frontera de Texas. Eso fue hace como unos diez años —dijo extrayendo la pistola desde el fondo. Y luego dejándola sobre la encimera con las dos manos. Como si fuera nitroglicerina.
—¿Tiene familia aquí? —preguntó Sebastian al coger la Beretta y comprobar que el seguro estaba activado. María también le entregó las fotocopias del caso Breeze.
—Dora es mi única familia. Estoy bien así —dijo con aplomo. Se le veía una mujer acostumbrada a ocultar sus emociones. Continuó fregando los platos con expresión seria.
—Gracias por la ayuda —dijo guardando la pistola en un bolsillo interno del abrigo.
—No hay de qué. Solo espero que cumpla con su trabajo y encuentre a Ivonne.
—Estoy en ello.
—¿Por qué tenía su pañuelo favorito en el bolsillo?
Había algo de su brusquedad que le recordaba a él mismo. Sebastian cambió de postura buscando un tiempo valioso para responder.
—Me ayuda en la investigación.
—¿Cómo? —preguntó mirándole.
—Enseñándolo por ahí —dijo sabiendo que no era una respuesta convincente. A esta altura sabía que ella sospechaba de su fetichismo—. Me marcho. Dile a Dora que volveré en cuanto tenga algo.
María subió el volumen de la radio. Daba a entender que su espontánea conversación había finalizado.
Cinco minutos después Sebastian estaba en la calle. Era la tarde de un cielo encapotado. No había rastro del sol de enero.
Al ver el coche robado aparcado donde lo dejó, se acordó de la pobre señora a la que apuntó con la Beretta. Estuvo tentado de conducir el coche y dejarlo en su barrio. Pero resultaba demasiado arriesgado. Esperaba que la señora dispusiera de un seguro que cubriera el robo.
No bien llegó al cruce de la esquina, cuando observó un tipo que estaba apoyado en un Mustang antiguo. Era de raza negra. Alto y delgado. Con unas patillas alargadas que enmarcaban las mandíbulas. Vestía con una cazadora vaquera con flecos y unas botas.
—Buenos días —dijo el joven levantando el sombrero.
Sebastian le miró y asintió con la cabeza. No disponía de tiempo para conversaciones con desconocidos. Quería regresar al barrio. Y preguntar en el deli de la esquina que sabían de los Breeze.
—¿Está buscando a Ivonne? —dijo el joven a su espalda.
Sebastian detuvo sus pasos y se giró. El joven le miraba con una sonrisa extrañamente cálida.
—¿Quién eres? —preguntó. Entonces se percató de que sentado frente al volante había otro tipo. No alcanzaba a verlo con nitidez a causa del reflejo del parabrisas.
—Me llamo Jeffrey Rules, para servirle —dijo llevándose una mano al pecho en un gesto teatral—. Mi jefe quiere verle. Suba, si me hace el favor.
—¿Quién es tu jefe?
—Mike Mill, pero le gusta que le llamen El Duque. Es un poco mitómano.
—¿Por qué quiere hablar conmigo?
—Eso es algo que no es de mi incumbencia. Yo solo soy un humilde mensajero —dijo sonriendo de oreja a oreja. Su boca era amplia, de labios carnosos.
—¿Y si me niego? —preguntó. El aspecto y la actitud del individuo no transmitían que se trataba de una invitación cordial.
Rules se llevó la mano a un bolsillo de su camisa, cogió algo y se lo lanzó a Sebastian. Lo atrapó al vuelo. Era una bala del calibre 45. Las muescas indicaban que había sido disparada.
—Adornaremos su cuerpo con unos cuantos en zonas sensibles. La rodilla, por ejemplo —dijo Rules alzando los hombros.
—Si el gran jefe quiere hablarme, podemos quedar en un sitio céntrico —dijo Sebastian.
—Tengo una idea mejor.
Rules se apartó y le abrió la puerta trasera del Mustang. Los dedos del conductor tamborileaban impacientes sobre la ventana. Transcurrieron unos cuantos segundos más. Sebastian valoró las opciones de escapar. El hecho de que estuvieran esperándole le decía que sabían la dirección de Dora y María. Eran como los matones del barrio. Y tenerlos como enemigos no haría sino dificultar las cosas.
Sebastian chasqueó la lengua. Se metió en el coche sin decir nada más. Rules se quitó el sombrero, se sentó a su lado y cerró la puerta. A través del retrovisor —del que colgaba un atrapa sueños— Sebastian intercambió una mirada con el conductor. Llevaba unas gruesas gafas de sol y un gorro de lana. Alrededor del ojo se observa un difuso círculo morado. Una señal propia de un puñetazo.
—¿Adónde vamos? —preguntó Sebastian palpando la Beretta a través del abrigo.
—Lo primero es lo primero, tipo duro —dijo Rules—. Si tiene un arma, entréguemela. Si dice que no la tiene, le registraré. Así que no nos haga perder el tiempo.
Sebastian tomó un poco de aire y expiró. Al hacerlo sintió la molestia de la herida. Admitió que la idea de levantarse de la cama no había sido de las mejores de su vida. Le entregó su querida Beretta. Rules la guardó en uno de los bolsillos externos de su cazadora.
—No es nada personal. Solo rutina —dijo Rules. Al quitarse el sombrero, dejó al descubierto su pelo oscuro y ensortijado—. Vamos, Lucky. Se nos hace tarde.
El tal Lucky arrancó el motor, puso primera y el coche se alejó del bloque de apartamentos. El tráfico era inexistente.
—¿Adónde vamos? —insistió Sebastian mirando a Rules fríamente.
—A Disneylandia —respondió alzando las cejas y sonriendo. Le apuntaba con una pistola semiautomática. Un cargador en la empuñadura podía albergar treinta balas.